¿Qué
tendrá la envidia que es capaz de vestirnos del color de la esperanza –verdes de envidia-, pero es incapaz de presentarnos aseados,
porque cuanto más verde es nuestra apariencia más presumimos de cochina envidia? En los casos más extremos se convierte en cainismo y se tiñe de rojo.
Parece que la palabra envidia llegó al
español en el siglo XIII, de la mano de Gonzalo de Berceo. Procede del latín invidere, del verbo videre, con el prefijo in-,
que significaba mirar con malos ojos. Del verbo surge el sustantivo invidia-ae, del que deriva envidia. A esta mirada que mata aludía ya Baltasar
Gracián en el siglo XVII: Achaques de
arpía son los de la Envidia, que todo lo inficiona y, a fuer de basilisco, su
mirar es matar.
Unamuno dijo que en nuestra tierra de
envidia proverbial bien podría existir un precepto que rezase: Odia a tu
prójimo como a ti mismo. En palabras de Antonio Machado, el envidioso guarda su presa y llora lo que el vecino alcanza. Ni pasa
su infortunio ni goza su riqueza. La envidia es, pues, un sentimiento que
va ligado a la percepción que tiene alguien de su inferioridad, aunque
objetivamente quizá no sea inferior.
No podemos olvidarnos de que ya en la Biblia se
muestra cómo Caín envidiaba la bondad de Abel. La envidia tiene una importante
presencia también en el Purgatorio de Dante, lugar en que los envidiosos recibían por castigo que se les cosieran los ojos para que no
disfrutaran viendo la desgracia ajena. En el mundo de la música hubo un gran representante de la envidia, el
músico Salieri, en relación con Mozart. La envidia es también el eje de la
novela (o nivola) Abel Sánchez de Unamuno.
El Diccionario de la Real Academia dice de la envidia que es "la
tristeza o pesar del bien ajeno". Seguramente la definición se queda corta,
pues a veces no solo estamos tristes por el bien ajeno, sino que nos
alegraríamos de su mal. La envidia es
siempre causa de sufrimiento, porque el que envidia no es capaz de disfrutar de
la admiración que puede ser una fuente de satisfacción.
Es, asimismo, uno de los pecados que condena Cervantes. Don Quijote asegura: Todos los vicios, Sancho, traen un no sé qué de deleite consigo; pero
el de la envidia no tal, sino disgusto, rencores y rabias.
Lo curioso es que si repasamos la lista de los pecados capitales casi todos presentan vicios que son formas de
placer (gula, lujuria, pereza…), pero, en el caso de la envidia, quien sufre es
el que la padece, no el envidiado.
Sin
ninguna duda, es un defecto muy nuestro valorar lo de fuera y poner reparos a
lo español o juzgar de forma muy dura los errores que cometemos. Lo vemos con
respecto al cine, a la tecnología, a la
ciencia… Algunos de nuestros sabios o inventores vieron cómo les ponían
cortapisas a sus trabajos, como le ocurrió
a Isaac Peral…
Ocurre también con el cine español (incluso se ha acuñado el
término “españolada”) y otros productos
españoles, que a veces son menos
valorados que otros similares que proceden de fuera de España. Tal vez estos comportamientos tengan
relación con la envidia que practicamos más de lo que reconocemos. A ello
parece que alude el dicho de que si los
envidiosos volaran, no veríamos la luz del sol.
La
lengua refleja, sin duda, la forma de ser de un pueblo. Reflexionar sobre el léxico y las estructuras de un idioma es
una buena forma de conocer al pueblo que lo habla. Y lo relacionado con la
envidia tiene excesiva presencia en nuestro idioma, lo cual es muy
significativo. Y este es el aspecto que se quiere abordar en este artículo.
Nadie
es profeta en su tierra, decimos sin empacho. ¿Y por qué no? Pero en España, si alguien
triunfa, nos cuesta reconocer sus méritos. Rápidamente decimos que tiene un padrino o influencias o enchufes o agarres o que se arrima a buen árbol.
Partiendo
de que la envidia es considerada un
pecado capital, lo primero que sorprende en nuestro idioma es que hemos
desprovisto al adjetivo envidiable del significado de pecado capital y le damos
un sentido positivo y carente de censura moral. Tiene una salud envidiable,
un trabajo envidiable… Usamos frases de ese tipo con un sentido moralmente
positivo que justifica la referencia a la envidia casi como si fuera una
virtud.
Por
otro lado, hasta nuestra sintaxis refleja nuestra condición envidiosa. Una de
las estructuras sintácticas más frecuentes del español es la coordinación
adversativa con pero. Teniendo en
cuenta que la segunda proposición se opone en parte a la primera, nos viene
bien esta estructura para restar méritos o aspectos positivos a alguien. De
forma que proliferan en nuestro idioma frases como “es muy guapa, pero es tonta”; “tiene mucho dinero, pero no
es feliz”. Es como si nosotros, que
no podemos ganar a esa persona en lo que
resalta la primera proposición, lo hiciéramos, un tanto malévolamente, en la
segunda. En algunas frases aparece una variante: el sí, pero,
que sirve para rectificar al interlocutor.
Es un sí, pero no. Una
paradoja muy peculiar. ¿Cómo vamos a consentir que otra persona sea un ejemplo
digno de admirar? No es posible, por eso
iniciamos rápidamente el ejercicio
sintáctico y moral de buscarle defectos.
Tanto
nos gusta el pero que lo hemos
convertido en un sustantivo y nos encanta utilizarlo. Y además, con frecuencia,
lo hacemos en plural, pues ponemos peros a las personas y a las cosas. Es
la envidia cochina. Las oraciones de
tipo comparativo, en forma negativa, también son usadas con la misma intención.
No es tan guapo como parece. No gana
tanto como dicen. A veces parece
que tratamos de conformarnos con lo que tenemos, aunque no llegue al
nivel de lo deseado. Así sentenciamos: No
tiene nada que envidiar.
Pero
para los españoles, a pesar de que no sigue normas de higiene, porque es
cochina, la envidia tiene con frecuencia
buena salud, no en vano, aseguramos muy frecuentemente que sentimos sana envidia. ¿Cómo la envidia puede ser sana si produce
sufrimiento? El refranero no parece
considerarla algo sano a juzgar por
sentencias como esta: Corazón envidioso,
corazón ponzoñoso; la envidia es orín que corroe las entrañas del ruin. Se
la condena con frecuencia y se la presenta como veneno, como algo corrosivo y
destructor. El pesar por el bien ajeno,
lo llaman envidia y es veneno. La envidia no consiente reposo, porque es un mal
muy doloroso. El envidioso es un
animal ponzoñoso. El envidioso, por verte ciego, se saltaría un ojo. La envidia acorta la vida. La lista
sería larga.
Los
dichos coloquiales dicen de la envidia que es tiña (si la envidia fuera tiña, ¡cuántos tiñosos habría!). Aun así hay
muchos que parece que se esfuerzan por morir de envidia. Y quizá no lleguen a
morirse, pero pueden cambiar de color y ponerse verdes de envidia como si fueran una
lechuga. En este caso el verde no es algo puramente figurado, pues parece que los
envidiosos segregan mucha bilis y que esta tiñe la piel de
color amarillo verdoso.
Hay,
no obstante, algún refrán que, en cierta
medida, valora la envidia de forma
positiva: Es mejor ser envidiado que ser apiadado. Vale más ser envidiado que envidioso.
Incluso alguno que quiere situarse en
una equidistante actitud moral: Envidia, ni tenerla ni temerla.
Está
claro que tendemos a considerar que lo de los demás es mejor que lo nuestro. El
refranero lo recoge en varios refranes: Nada
tan bueno como lo ajeno. El mejor racimo, el de la viña del vecino. La gallina
que otro cría pone más huevos que la mía.
Con
frecuencia, las personas que envidian suelen moverse cerca del envidiado. A
ello aluden también algunos refranes: Es
peor la envidia del amigo que el odio del enemigo. Acerrima proximorun odia, dijo ya Tácito. También resuenan en nuestra mente los versos lorquianos de la Muerte de Antoñito el Camborio, en el Romancero gitano.
En
conclusión, mientras no nos comamos de envidia, que es pura y dura y, por tanto indigesta, siempre
queda el consuelo de que muerto el burro, la cebada al rabo o muerto el perro, se acabó la rabia, y podremos seguir
viviendo y fomentando la salud con
esa envidia
sana que no tenemos empacho en decir que practicamos. Y si la contrarrestamos con la caridad, como nos mandaban los viejos catecismos, mejor que mejor.
Baltasar Gracián, 1647.