En la vida cada uno de nosotros tiene un
destino. A unos les toca ser labradores, a otros ministros o policías o
mineros… O ser hombres o mujeres… O
ricos o pobres. A mí me ha tocado en
suerte ser camino. Sí, ser camino. Como a otros seres les ha tocado ser árbol,
piedra, musgo, manzana… Y es que en la
naturaleza también hay destinos. Y yo estoy orgulloso de mi destino. Soy un camino, uno de tantos caminos que cruzan la comarca de Omaña.
Desde Los Bayos al norte
hasta llegar a La Utrera,
los caminos y senderos
recorren Omaña entera…
De Canto a Omaña (M.A.R.)
Me tiendo y me extiendo bajo la luz omañesa. Veo el sol la mayoría de los días del año, en ese cielo tan azul de la montaña leonesa. Y cuando llueve o nieva me quedo agazapado hasta que escampa, aunque a veces abro los ojos para no perderme la belleza de algún arco iris o para ver los charcos que ha dejado la lluvia o el desnevio.
Por ser camino me he sentido siempre útil, muy útil y, además, he podido unir el destino de mi vida al
de miles de personas de muchas generaciones. En general,
me gusta ser pacífico y vivir una
vida tranquila, pero algunas veces tengo
fricciones con la naturaleza que me rodea. Con ese árbol usurpador, cuyas
frondosas ramas ocupan parte de mi espacio. Con esa zarza rastrera que poco a
poco ha ido adueñándose de un lugar que no le pertenece, y lo hace silenciosa, pero sus espinas acechan y atacan traicioneramente a cualquier pierna o
brazo despistados, y los marcan con un
arañazo. Con esa piedra que quizá
rodando desde monte se ha colocado en mitad de mi lecho y provoca que las
personas, animales o vehículos tropiecen en ella y la maldigan. Tengo mejor relación, en cambio, con la hierba
que, sobre todo en primavera, decide convertirme en un prado más. Un prado largo y estrecho del color
de la esperanza.
La hierba me transforma en un suave colchón vegetal que
permite caminar sobre mí con suavidad. Y tal vez haga feliz a alguna
vaca que siempre estará dispuesta a
llenar la andorga con ella. Es verdad que esa hierba que me cubre tiene un
inconveniente: se llena de urbayo (orvallo)
por las noches y moja los pies del caminante. Pero, en general, los que me han hollado durante siglos iban
(algunos van aún) bien pertrechados de botas de goma, madreñas o chanclos para
protegerse los pies de ese rocío mañanero.
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Paladín |
Durante siglos los lugareños que precisaban de
mis servicios, me cuidaban, me mimaban. Al repique de campana eran llamados a hacendera y los veía venir hacia mí para
lavarme la cara y acicalarme. Con hoces, fozorias, forcas… y ganas de
hacer bien el trabajo, cortaban la zarzas invasoras y las ramas, me espedraban... Y me dejaban listo para cumplir mi cometido. Desde hace años han desaparecido las
hacenderas, a la par que lo hacían las gentes y que se mecanizaba el trabajo
rural. Y eso nos ha hecho sufrir a todos
los caminos, pues el destino de muchos hermanos ha sido desparecer sin apenas dejar
rastro, salvo el que siga vivo en el recuerdo. En los últimos tiempos, sin
embargo, obreros municipales se acuerdan de nosotros y acuden a rasurarnos las
barbas que nos habían dejado las caras casi irreconocibles. Yo hasta me pongo contento cuando
oigo cerca el ruido de una desbrozadora.
En realidad, tengo suerte, estoy cerca del
pueblo. Y la mayoría de los lugareños sigue recordando mi nombre. Pero hay muchos que no solo han perdido su fisonomía, porque la
naturaleza salvaje los ha devorado, sino que incluso han perdido su nombre. Y cuando algo
no tiene nombre, pierde su existencia,
la física y la de la memoria. En unos casos porque conducían a términos
que hoy son adil pues las tierras están de baco y ese camino ya no lleva a ninguna parte; en otros, porque su
espacio ha sido ocupado por una carretera.
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Paladín |
Los caminos hemos nacido para dar servicio. Para abrir vías
de comunicación entre personas del mismo
pueblo o de lugares diferentes. ¡Con cuánto esfuerzo físico y con cuánta
generosidad tuvieron que ceder parte de sus fincas sus propietarios para que
naciéramos nosotros, los caminos! Y es
que un camino siempre lleva a algún lugar. A esa linar donde se siembran los sementijos. A ese prado que hay que
barrer y regar para que produzca hierba en primavera… A ese cueto de tierras centeneras. A la escuela… A la ermita… Al cementerio… A
ese otro pueblo, con el que se tienen buenas relaciones de vecindad, al que hay
que ir a la feria a vender un animal, a comprar alimentos y ropa… Al médico. O quizá hayáis tenido que caminar por un camino parecido al que os habla durante
varios kilómetros o a lomos de un animal para llegar a ese pueblo más importante donde teníais que coger el coche
de línea que os llevara a la ciudad.
Pero hay variedad de caminos, lo
mismo que de personas: unos somos llanos, otros, pindios;
unos tenemos el piso en buen
estado; otros, quedamos arroyados y
llenos de carcavones después de las
tormentas; algunos somos rectos, otros, sinuosos. Unos surcamos los valles y otros subimos a lombas y chanas. Unos dejamos ver el panorama que nos circunda y otros están escondidos entre la vegetación, casi
adivinados. Hasta los hay escoltados por muros de piedra, unos muros realizados con piedra seca (sin argamasa) que son unas
obras admirables y que marcan la geografía
física de esta tierra. Pero todos somos (o éramos) transitados, pues hemos
nacido para eso.
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Paladín |
Los caminos hemos sido durante generaciones lugares de
movimiento, de vida, de relación… Y símbolos del trabajo. Hemos visto a las
vacas pasar –y pacer- cuando se dirigían a un prado, a un coto, a una veiga. Parece
que oigo aún la voz chillona de un guaje que maldecía
a alguna vaca, armado con un palo mayor
que él: ¡Galana, no seas lambriona…! O
a un hombre o a una mujer que con una ijada
en la mano les daba órdenes o las animaba: Vamos, Garbosa; tira, Pinta…
Las he visto también bramar, reburdiar,
moscar… Y a veces, cuando andaba alguna tora, se ponían a
rebincar y a correr y era difícil atoledarlas. También las he visto pelearse con otras y escornarse. En cualquier
caso, siempre me ha prestado mucho oír
aquellos nombres tan guapos con que las llamaban: Triguera, Bardina, Silga, Torda… Estaba claro para mí que eran parte de la familia que
las cuidaba.
Los
caminos hemos visto pasar carros y
carros… Un día pasaba uno muy
voluminoso que, entre sus pernillas y talanquera, llevaba una carrada de hierba e iba dejando un
rastro a su paso, a pesar de haber sido bien peinado. O un carro de centeno. O de bálago, después de haber majado. Otro día era un carro cargado de tueros o leña de roble, palera,
chopo... O de urces… Para atizar en el largo invierno omañés. Y a veces hasta tenía que adivinar qué llevaba
ese carro escondido dentro de sus cebatos
o cañizos, porque desde el lugar en que estoy recostado no
podía ver qué contenía. ¿Manzanas, nueces? Ah, no, eran patatas. ¡Cómo no me había dado cuenta! Había sido la
fiesta de la Pilarica y era la época de
recogida de las patatas. Entonces pasaban muchos carros… Y es que estas tierras omañesas
siempre han producido buenas patatas.
Especialmente famosas han sido siempre las del Valle Gordo. También he visto algunos accidentes de carros que se baltaban por llevar mal distribuido el peso, por llevar demasiada carrada o por el mal estado en que yo me encontraba. Pero la verdad es que de esos percances no me siento responsable.
También he visto pasar burros y caballos. Unas veces caminaban transportando en los cuévanos
trébol, alfalfa o cualquier otro producto para alimentar a los animales en casa.
En otras ocasiones llevaban en los serones o alforjas alimentos u otros
útiles caseros. En la actualidad echo de menos aquel rechinar de las ruedas del
carro y las órdenes que recibían las vacas que lo arrastraban. Ya hace años que
no pasan carros, ahora veo y oigo el ruido de los tractores y siento el peso de
sus grandes ruedas. La hierba se lleva empacada y no deja rastro. Y apenas se siembran
cultivos de huerta. Desde mi posición solo veo prados y arboleda.
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Paladín |
Pero,
sobre todo, he visto pasar a gente andando… Casi siempre llevaban algo al
hombro, que variaba al compás de las estaciones… Un día los
veía con una zada y un caldero. Iban a plantar berzas, tomates, cebollín…
Y había que echarles un poco de agua. O llevaban un azadín, porque habían nacido
las patatas o la remolacha y tenían que escabarlos para quitar las malas
hierbas. Tal vez la zada sirviera también para cavar unos tapines y atorcar el agua
para regar. Otro día día los veía con un gadaño, los cachapos colgados de la pretina y un rastro. Había pasado san Juan y la siega de la hierba estaba a punto de empezar. En julio las gentes del lugar seguían los caminos que iban a las
tierras altas con la hoz en la mano. Ya estaba llegando la fiesta de santa Marina y había que segar el pan. El otoño era la época de las cestas y de macheta…
También
he visto pasar a grupos de personas alegres. Se trataba de la mocedá.
Tal vez iban a la fiesta de algún pueblo de los alredores… Corpus, San Juan, Santa Marina, Santiago, san Lorenzo…
La Virgen de agosto, san Juan Degollao. Regresaban de madrugada. Es posible que
tropezaran en alguna piedra, porque no
la veían o porque habían pimplado más
de la cuenta… Aun así, su vuelta a casa era
siempre bulliciosa. Había que disfrutar de los pocos momentos de fiesta. Pero no siempre oía
voces alegres. A veces las voces
parecían ansiosas, eran más bien lamentos… Por lo visto habían oído tocar a fuego en el pueblo de al lado y
corrían a ayudar con calderos o con jamascos… O caminaban silenciosos porque había muerto ese buen
vecino que siempre habían conocido y lo querían acompañar en su
entierro.
Siempre
tengo los ojos muy abiertos y despierto el oído. No quiero perderme nada de lo que ocurre a mi
alrededor. Y la verdad es que tengo mucho que percibir, porque mi entorno cambia
mucho de una estación a otra y se repite año tras año. En primavera me orlan
las flores más diversas. Las urces
con sus galanas pintan el paisaje de colores rosáceos y blancos. Las escobas y
árgomas me visten de amarillo. Y en mis bordes unas tímidas violetas exhalan un
olor inconfundible que se acrecienta bajo una pisada. También veo variedad de
flores amarillas. Y de vez en cuando un rapá me da un pequeño susto al explotar
sobre la mano un estallete o santibáñez, esa flor que por otros lugares llaman
dedalera. La cantadera de los pájaros
me hace disfrutar de una sinfonía a lo largo de todo el día que me presta mucho. De vez en cuando oigo cantar al cuco y a alguien que
pasa diciendo: Cucú, cuquiello, rabiello,
rabo de escoba, cuántos años faltan pa la mi boda… Y a continuación oigo contar: Uno, dos, tres… Y así hasta que el cuco deja de cantar.
También en esos meses vuelven a llegarme con más frecuencia las
conversaciones de la gente. En algunas ocasiones hasta oigo a personas que hablan solas… Sus pasos
y reflexiones. Una forma de aprovechar bien el tiempo. ¡Cuántas conversaciones
he escuchado a lo largo de mi vida! Sí, escuchado, porque más de una vez he
puesto el oído atento para enterarme de lo que ocurre por aquí. Y os podría contar muchos secretos...
Algunas de
las flores que me acompañan se mantienen a lo largo de todo el brano.
En ese tiempo veraniego me hacen compañía y me sirven de parasol las
ramas de los árboles… En los últimos
tiempos oigo las pisadas de mucha gente… No son los labradores que van a su
trabajo. Son personas que disfrutan de sus vacaciones o domingueros que se dirigen a una zona de
baño. Poco a poco voy percibiendo que ganan en número a los que trabajan y
viven en el pueblo. Ya no pasan por aquí aquellos rapaces que iban con las vacas. Pero en verano sí oigo con frecuencia risas y voces infantiles. Son niños que viven en la ciudad, pero que están aprendiendo a disfrutar de los pueblos. ¡Ojalá les enseñen a respetar esta naturaleza que me rodea! Y sobre todo me encantaría que me llamaran por mi nombre.
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Trascastro de Luna |
Me alegro de que me transiten, pero a veces también me
enfado. Y lo hago cuando vehículos a motor me pasan por encima sin necesidad y
de forma impune, con su ruido y sus
humos, a pesar de que hay indicaciones para que no lo hagan… En cambio, las bicis
no nos molestan a los caminos. Y es que
los caminos queremos seguir siendo lo mismo que hemos sido durante siglos.
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La Utrera (verano y otoño) |
Me
encanta el lugar donde me encuentro. A un lado tengo el monte, al otro la
ribera del río Omaña. Si me asomo un poco veo el río cercano, que casi me lame los
pies. Oigo el rumor del paso del agua, a pesar de la merma del final del
verano. A mi alrededor se mantiene el verdor y el canto de los pájaros me sigue
acompañando. El otoño es para mí una estación muy guapa: me viste de oro. Las
hojas caídas de los árboles alfombran las pisadas. Ahora oigo un nuevo sonido,
el crujido de las hojas bajo los pies, aunque hay días en que las hojas están
húmedas y me pueden pasar desapercibidas
unas pisadas. El viento empieza a
arreciar y también crea su propia melodía, a veces desacompasada, en las ramas de los árboles.
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Camino de otoño (Paladín) |
En
invierno me quedo silencioso y a veces
duermo un largo sueño tapado con un cobertor blanco que en forma de pelona o de nevada oculta mis contornos…
Pero si alguien se atreve a hollarme, dejará en mí la huella ostensible de su
pisada. Algunos días veo huellas que no reconozco fácilmente, pero sí sé que no
son humanas, ni de vacas, ovejas… ¿Quién
me ha visitado? ¿Lobos, raposas, jabalíes, corzos, nutrias? Es igual, en
realidad a mí no me molestan, pero sí me preocupa que se sirvan de mí para
llegar al pueblo… También oigo un sonido poderoso, en ocasiones tan impresionante que no me deja dormir. Es el
río, que con su gran crecida, corre furioso. A veces me inunda y desaparezco
parcialmente bajo un pequeño mar. Dejo de ser camino… Algún invierno incluso me
ha dado un zarpazo del que manos
generosas han sabido curarme. Y si algún caminante me visita, siempre agradezco los pasos perdidos
de quien no se olvida de mí.
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Paladín |
Y aquí
sigo, viendo pasar el tiempo… No sé cuándo nací, pero debo de ser ya viejo… Y espero seguir envejeciendo, pero con
salud. Ya sé que alguna vez he sido
maldecido por no ser carretera… Pero yo no soy responsable de las decisiones
ajenas. Soy pariente de los senderos, de los cordeles de merinas y de las carreteras, pero cada uno de nosotros
tiene una vida propia, aunque convivamos amistosamente. Y yo solo tengo una aspiración: seguir siendo
camino: camino pisado, camino sentido, camino vivido. Cuidadme, por favor.
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Paladín |
Texto y fotografías: Margarita Álvarez Rodríguez