"Los límites de mi lengua son los límites de mi pensamiento". Wittgenstein
martes, 29 de noviembre de 2022
¿Eran otros tiempos? La misoginia en la música
Repasemos brevemente algunas de aquellas canciones:
Se ha
tratado de buscar el origen de la expresión la
maté porque era mía en la letra de
un tango. No parece que la expresión sea
título de un tango concreto ni que forme
parte de forma textual de la letra de ninguno de ellos. Tal vez proceda del
título de la película Tango que se tradujo
al español con el título La maté porque
era mía y ese hecho haya producido
un cierto confusionismo, porque, desde luego,
es verosímil que pudiera estar en alguna de esas
canciones, ya que la idea de matar “por
amor” y por celos aparece con frecuencia
en ese género musical.
Una década
antes (1964), el Dúo Dinámico cantaba aquello de Quince años tiene mi amor: Si le doy mi
mano, ella la acariciará. / Si le doy un beso,
ya sabrá lo que es soñar… Esta canción ha
sido repetida hasta la saciedad en
décadas posteriores en fiestas y karaokes. La canción está en boca de un hombre adulto que presume
de tener un amor de 15 años, o sea, una chica menor de edad (en aquella época,
además, la mayoría de edad estaba en 21
años). Hoy, si reflexionamos sobre ello, no puede menos que no sorprendernos la
letra.
Pero quizá
nos sorprendan más dos canciones emblemáticas de la canción protesta, que eran
en su época signo de progresía y libertad. Estamos hablando del Preso
número 9 y de Libertad sin ira. En cuanto al Preso número 9, fue
compuesta por el mexicano Roberto
Cantoral y luego cantada por voces como Joan Báez, Chavela Vargas, Nati
Mistral, María Dolores Pradera… Todas
ellas fueron cantantes muy
reivindicativas, sobre todo, las dos primeras… Esta canción fue muy popular en los
años 60 y 70 del siglo pasado y pasó por ser un icono de la canción protesta, hecho que hoy nos deja perplejos, pues
difunde un mensaje totalmente machista y justifica el asesinato de la mujer.
Una forma patente de hacer realidad
lo de la maté porque era mía.
La letra decía cosas como esta: Al preso número 9
ya lo van a confesar, / está rezando en la celda con el cura del penal. / Porque antes de amanecer, / la vida le han de
quitar, / porque mató a su mujer / y a un amigo desleal. / Dice así... al confesor... / Los maté, sí
señor, / y si vuelvo a nacer, / yo los vuelvo a matar. Luego se asegura que el preso
número 9
/ era un hombre muy cabal,
hasta que lo cegó la pasión. Una vez
ajusticiado, irá a la eternidad a
buscarlos y allí el
Dios supremo nos juzgará… El
llamado crimen pasional parece que justifica moralmente el asesinato. ¿Qué veíamos en esta canción en aquellos
años? Probablemente la injusticia de la
condena a muerte, pero no veíamos la justificación de la violencia machista en
forma de asesinato. Ahora, al reflexionar sobre esa letra, nos sorprendemos por
no haber entendido todo el contenido de la canción.
También, desde una óptica actual, nos sorprenden algunos versos de
Libertad sin ira, del grupo Jarcha, la
canción más simbólica del paso de la dictadura a la democracia (1976). Gente que solo desea / Su pan, su hembra y la fiesta en paz. Está claro que esa “gente” que reivindica libertad tiene sexo masculino,
busca sustento y a su “hembra”. Esta palabra animaliza en parte a la mujer, no es
equivalente por simetría a hombre, aquí ni siquiera a varón, sino más bien al
“macho”, que tiene un peso social más importante y que, en el ámbito doméstico,
necesita los servicios sexuales de la mujer y su papel reproductivo. Pero
entonces ansiábamos la libertad y no percibíamos esos matices.
La canción Tómame o déjame (1974) que cantaba
Mocedades decía: Tú me miras porque callo
y miro al cielo / porque no me ves llorar… Ahí estaba la mujer silenciosa y
resignada ante las infidelidades matrimoniales.
En 1982,
Siniestro Total cantaba la canción Hoy voy a asesinarte. La canción repetía este estribillo: Hoy
voy a asesinarte, nena, / te quiero,
pero no aguanto más, / hoy voy a
asesinarte, nena, / no me volverás a engañar.
Los Ronaldos, en
1981, cantaban la canción Sí, sí, sí. A ella pertenecen estos versos: Tendría que besarte, desnudarte,
pegarte y luego violarte. Esta canción fue censurada a partir de 2005.
En 1989, el
grupo Un pingüino en mi ascensor
cantaba la canción Atrapados en el ascensor en que se hablaba de una violación: Deja de llamar a la portera / contigo no hay manera / yo que puse toda mi ilusión / en esta
violación…
De Corazón de tiza (1990), de Radio Futura, es lo que sigue: Why si te vuelvo a ver pintar / un corazón de tiza en la pared / te voy a dar una paliza por haber escrito
mi nombre dentro.
Platero y tú, en 1991, cantaba una canción titulada La maté porque era mía: Ella era una
prostituta, / ya no usará la cama, / ahora duerme en una tumba. (…). La maté, porque la amaba, la
maté porque era mía. Y el que
perpetra el asesinato asegura después: Yo
era un chico muy decente… y protesta porque la prensa le saca fotografías.
El cambio
sustancial en cuanto a la toma de conciencia social de la violencia machista se
produjo con el caso Ana Orantes, en 1997, una mujer que fue quemada
viva con gasolina por su exmarido pocos días después de contar públicamente en
un programa de televisión las torturas que llevaba sufriendo desde hacía mucho tiempo.
Este aldabonazo fue un antes y un después para que surgiera la conciencia de que
había que luchar contra los malos tratos hacia la mujer.
Es evidente que
cada hecho hay que juzgarlo en su contexto, pero aquello que entonces no nos parecía mal ni social ni moralmente, hoy, desde la
reflexión, nos parece algo rechazable en
las letras de las canciones y condenable en lo que representaban. Por tanto, es indudable que
hemos avanzado mucho en este tema del siglo XX al XXI, pero el camino es
largo y queda mucho por recorrer. Y en cualquier momento nos pueden sorprender
con una actitud o expresión machista hasta en los templos
de la palabra (parlamento) y de la sabiduría (universidad).
Pero no pensemos en 2022 que se ha desterrado el machismo en las letras de las canciones, como no lo ha
hecho en otros muchos campos. Nos encontramos con canciones muy actuales en que siguen
perviviendo los roles de género e incluso que incitan a la violencia. Y nadie duda de que la música contribuye a la
educación de adolescentes y jóvenes, pues
la escuchan en la soledad de sus cascos o la bailan en grupo. Aunque
dejo el tema de la música actual para personas que tengan un mayor
conocimiento, a modo de ejemplo, hay letras de canciones recientes, como la de Pam, que no nos pueden dejar indiferentes,
máxime cuando se está dando un repunte
de la violencia machista entre los jóvenes: Cuando
la azoto suena pam, pam, pam, pam, pam / Y las pistolas suenan pam, pam, pam,
pam, pam… Azotes y pistolas… No parecen buenas compañeras para luchar
contra la violencia de género desde la música.
viernes, 18 de noviembre de 2022
Cachuelas de sangre y muerte en el Amazonas, de Carlos Junquera Rubio
Narrativa
Editorial Lacre
Págs.
327
El autor de esta novela, Carlos
Junquera Rubio, es catedrático de
Etnología de la Universidad Complutense de Madrid. Es autor de más de 50 libros y
ha publicado más de 600 trabajos en revistas científicas españolas e
internacionales, entre ellos, recopilaciones
de vocabularios de lenguas amazónicas y norteafricanas. Ha estudiado
distintas etnias en el Ártico y minorías
étnicas rusas. Ha sido conferenciante y profesor invitado en varias
universidades extranjeras. Cachuelas de sangre y muerte en el Amazonas es su primera novela.
En esta obra se cuenta cómo son
asesinados dos misioneros dominicos de origen español, Pío Aza y Manuel Álvarez
Fox, después de pasar algún tiempo en la
selva amazónica con la pretensión de
ayudar y evangelizar a los nativos, los
mashcos, que habían sido maltratados y explotados por los caucheros. Les quitan la vida cuando, después sentir que su
proyecto ha fracasado por las graves dificultades encontradas, se disponían a
abandonar el lugar. Tiempo después del asesinato, y para investigarlo, se envían al lugar unos
oficiales de la Guardia republicana, que logran dar con los dos asesinos de origen indígena y los conducen a Cuzco para ser
juzgados. Una vez allí, se nos cuenta todo el proceso del juicio y se explica la sentencia y sus consecuencias, todo ello
enmarcado en un problema de fuerte choque cultural.
Los personajes principales son los
dos frailes, sus asesinos y las personas que los apresan y los juzgan. En toda la
novela se mezclan realidad y ficción. Los misioneros protagonistas existieron realmente
y, aunque en su vida real no fueron asesinados, pudieron haberlo sido, como les
ocurrió a otros. Uno de ellos, Pío Aza, fue un gran estudioso de las tribus indias. En la narración están tan bien trabadas la realidad y la
ficción verosímil que es difícil
distinguirlas.
La
obra se estructura en cuatro partes:
una introducción, una primera parte, una segunda y un epílogo.
En la introducción el autor nos sitúa
a principios del siglo XX, en los
bosques tropicales de la selva
amazónica, lugar en que faltan de fronteras y abundan los ríos que ofrecen
muchas dificultades para navegar por ellos, especialmente en sus peligrosas cachuelas
(pequeñas cataratas), durante algunas
épocas del año. Son lso años que se corresponden con el fin de la explotación
de los caucheros, que se llevaron los recursos de la selva y trataron cruelmente a los nativos.
Cuando llegan los dominicos se encuentran grandes dificultades para entender el idioma de los aborígenes y para
explicar las parábolas bíblicas en las que aparecían objetos que los indígenas
no conocían, como, por ejemplo, la manzana de Eva. Carlos Junquera nos presenta también las
dificultades que encuentran allí para
alimentarse, pues en el territorio de los mashcos no
crecía nada comestible, por eso solo
se alimentaban de carne y pescado, o sea,
con una dieta a base de grasas y proteínas. Era preciso saber cazar y
moverse de un lugar a otro, según las estaciones, para subsistir. El hecho de que los mashcos fueran una
sociedad nómada también hacía más difícil su evangelización. Por eso motivo,
cuando son asesinas estaban tratando de volver a Puerto Maldonado, el lugar del
que habían partido para su realizar su proyecto.
Ya
en la introducción nos presenta un final parcial de la novela, pues conocemos
los asesinatos de los misioneros y la
fecha en que se produjeron: noviembre de 1904. Lo que ocurre entre su llegada a la selva y su muerte es en realidad lo que luego nos contará con detalle en la primera parte de la novela. Esto ya lo había
anticipado en la introducción, por lo que podemos decir que en esta primera
parte, aunque en apariencia se cuenten los hechos de forma lineal, en
realidad, la estructura interna es circular.
En la segunda parte de la novela la narración avanza de forma lineal, aunque en ocasiones el autor recurre a
la técnica del flash back, para retomar hechos del pasado, como los detalles de
los asesinatos. En general, en estos capítulos de la segunda parte, nos cuenta todos los esfuerzos llevados a cabo por
la Guardia Republicana para descubrir, detener a los culpables, llevarlos a
Cuzco y juzgarlos. Se detiene de forma especial en cómo transcurren las
sesiones del juicio y en el análisis de las dos sentencias contradictorias que
se dictan en cada uno de los juicios. El autor hace notar de forma clara el asombro que se produce por partida doble:
el los ciudadanos y los medios de comunicación, al ver de cerca en la ciudad a esos seres prehistóricos, y el de los propios mashcos, que no
era menor, al encontrarse en el mundo civilizado que desconocían de forma
absoluta.
A lo largo de la novela “el relator” quiere presentar al lector los rasgos etnográficos ancestrales de la vida y la cultura del pueblo
mashco. Se nos presenta una sociedad
fatalista, que practica creencias muy
primitivas, aunque no puede hablarse propiamente de una religión. Creen en espíritus protectores como Atenta
(enano). Realizan rituales para apaciguar al clima
o a los animales, que
consideraban más sabios que las
personas. Hay presencia de chamanes que podían realizar hechos extraordinarios:
volar, tragar fuego… No comprenden bien
la religión de los misioneros que quieren evangelizarlos. Consideran que el
Dios de los misioneros es un espíritu nuevo:
Cristoko. La religión de los masacos era
una creencia de vida y la de los misioneros era lo mismo, pero de muerte, según
palabras del autor. Practican también un cierto canibalismo, pues se comían las
vísceras de los muertos para que no volvieran a la vida.
En la novela se percibe con
frecuencia la condición de etnógrafo del
autor y el hecho de haber conocido in situ aquello que nos relata. Nos
describe con detalle aspectos geográficos del lugar y su clima, que son
especialmente difíciles de soportar para los blancos que se adentran en la
selva: un lugar en que los ojos pueden ser dañados por el verde intenso de la
vegetación y sufrir un tipo de ceguera parcial por el resplandor impactante que adquieren los árboles en el otoño selvático. También se para en detalles relacionados con
la alimentación de los nativos, con la caza, con las creencias… Sabe realizar evocaciones
muy plásticas de los paisajes que despiertan nuestros sentidos y los ponen en alerta para percibir todo tipo de
sensaciones.
El autor siembra por la obra unas
cuantas docenas de palabras de la lengua de
los mashcos. Algunas designan cosas, plantas o animales que son propias del lugar: antas (animal parecido al elefante), huangana (animal que es el principal alimento de los nativos) y
muchas más. Otras son vocablos diferentes para llamar a realidades que existen
en el español con otro nombre: guaguitos
(bebés), huamandokeari (curandero)… Aparecen también algunos arcaísmos del
español antiguo, como fierro. El autor incluye un glosario al
final de la obra para explicarlas. El uso del vocabulario de las lenguas
vernáculas contribuye a dar más realismo a la novela.
También la obra presenta un importante componente ensayístico.
Los lectores encontramos en ella referencias frecuentes a
los estudios antropológicos de otros autores sobre este grupo étnico. Reproduce textualmente datos proporcionados
por investigadores estadounidenses, alemanes
y suecos que se introdujeron antes en ese bosque tropical para estudiar a sus
habitantes. Estos datos completan las descripciones del autor y añaden un carácter más erudito a la novela.
Tanto estos científicos como algunos otros personajes, se
convierten, a veces, en narradores secundarios, como ocurre con el padre Aza, a través de sus diarios, o el inspector
Vallina, a través de sus informes. Lo mismo ocurre con el fiscal, el presidente
del tribunal y el abogado defensor durante el juicio. Por ello podemos hablar, en cierta medida, de una novela caleidoscópica, pues mezcla
distintos puntos de vista e, incluso, parece interpelar al lector para que defina el suyo.
El
autor cuenta los hechos en
tercera persona, pero no adopta la postura
rígida del autor omnisciente y objetivo, sino que de manera consciente, desliza algunas valoraciones o sutiles comentarios sobre los hechos que cuenta, a veces, con una pizca
de ironía: Prometió escribir un libro
(…) y aún estamos esperando por él. En varias ocasiones, se llama a sí
mismo relator de los hechos que
cuenta, con lo cual se está introduciendo en el texto y sentimos su presencia.
Además de presentarnos toda la
riqueza de datos etnográficos que se incluyen en la novela, Carlos Junquera
Rubio trata con mayor profundidad lo que es el núcleo fundamental de la misma:
el choque de culturas que se pone de manifiesto, sobre todo, durante el juicio por los asesinatos. Vemos cómo unos asesinos que se han regido “por la ley
de la selva”, de repente, son trasladados a una ciudad en la que todo los sorprende: los edificios, la
cantidad de gente, la vestimenta, el idioma… En ella van a ser juzgados por
unos jueces de cultura occidental, que van a aplicar leyes emanadas del derecho
romano, a unas personas que pertenecen a una sociedad prehistórica. El autor quiere que el lector reflexione con
él sobre el impacto que produce este choque cultural, para ello refleja con detalles la sensacionalista expectación mediática en torno a
unos hombres que no tienen nada, ni
siquiera nacionalidad.
El mundo urbano es la civilización y
lo que representan los asesinos, el salvajismo. Los aborígenes no tenían
autoridades judiciales, para ellos el asesinato era un error privado, mientras en las culturas europeas se considera un crimen contra el estado. No entienden el sentido de la jerarquía, pues se
organizan de forma comunitaria. Y así, con culturas tan diversas, con unos
acusados que no entienden el idioma y con todos los ojos puestos en ellos,
comienza un juicio que los lectores sentimos como algo que es injusto desde su inicio. Nos presenta, con pormenores, los alegatos del fiscal, del presidente
del tribunal y del abogado defensor para que vaya surgiendo en nosotros una
cierta sensación de injusticia por lo que “vemos” que está ocurriendo en la
sala del juicio. La única evidencia del delito es la propia declaración de los
culpables. En ese ambiente consigue sorprender
al lector cuando nos da a conocer la primera sentencia de un jurado popular que considera al asesino
del padre Aza no culpable. Pero pronto nos va preparando narrativamente para
que intuyamos que el segundo juicio por la muerte del otro misionero va a seguir ya la “lógica” de la civilización: los asesinos
ya van vestidos a la manera occidental, comen con los mismos modales que
nosotros, el juicio se desarrolla en otra ciudad... Luego…, van a ser castigado como nosotros.
Según la lógica de la justicia civilizada, es necesario que sean
declarados culpables para que eso sirva
de escarmiento y ejemplaridad para su grupo étnico. Al mismo tiempo nuestra
sociedad se puede permitir la “grandeza” moral, de ser generosa. Serán condenados a muerte,
pero se los va a indultar de la pena capital.
El juez podría ser duro y perdonar al mismo tiempo. La
sentencia será disuasoria, pues, si otros de su grupo étnico hacen lo mismo, la
sentencia será pena de muerte: ya no habrá indulto. Son condenados por unas leyes que no
entienden, en una lengua que no entienden y desde una ética que no entienden
(para ellos era peor mentir que matar). Surge, pues, una ambigüedad moral. El mundo blanco considera a los mashcos
criminales, pero el autor nos hace ver
que las muertes pueden estar ligadas simplemente a las durísimas condiciones de
la vida en la selva. Es llamativo que cuando el tribunal popular declara no culpable a Arasa, el asesino del
padre Aza, (primer juicio) el absuelto no lo entiende, ni siquiera se alegra, porque
sigue insistiendo en que él fue el asesino.
En el epílogo nos habla de lo
sucedido en años posteriores, después de cumplida la condena de dos años, y una vez devueltos los juzgados a su lugar. No ha servido el
escarmiento, pues uno de ellos vuelve a matar. También nos habla de cómo, una
década después de los asesinatos, la selva se convierte en laboratorio de experimentación y ello va destruyendo, de manera
irremisible, la civilización de unas
gentes ligadas desde “siempre” a la tierra, cuando llegan allí enfermedades
propias de la civilización, el alcoholismo, las mafias dirigidas a conseguir riquezas, la contaminación del petróleo… Así
desaparece una forma de vida en que no había líderes, que se organizaba en torno a una economía comunitaria, donde el paisaje requería comprensión, no control.
El mundo occidental se regía por
códigos de conducta, el mundo de los aborígenes se movía por el intento de
sobrevivir. El etnólogo que hay dentro del autor nos deja
para que reflexionemos una pregunta no formulada explícitamente: ¿cuál de esas
culturas era superior?
En conclusión, estamos ante una novela de contenido denso, y que
es más que una novela, pues el autor también nos proporciona a los
lectores una amplia información de tipo antropológico sobre estos pueblos de la
selva amazónica, desconocidos para la mayoría, y nos invita a reflexionar con él sobre una serie de cuestiones morales y jurídicas
que se plantean al hilo de los hechos que se cuentan en la novela. Por tanto, estamos ante un libro que entretiene, que informa
y que forma, ¿qué más se puede pedir a un libro? Desde el punto de vista literario, se puede
afirmar que Carlos Junquera Rubio ha
salido muy airoso de esta incursión en el mundo de la novela. Conocíamos su capacidad de trabajo en sus muchas publicaciones de investigación, ahora, hay que alabar,
además, su creatividad, no solo por la
invención, sino por su facilidad para redactar el texto, pues asegura haber
escrito esta novela en solo tres
semanas. Una auténtica pluma lopesca.
Margarita Álvarez Rodríguez, filóloga y profesora de Lengua y Literatura