Reflexiones desde mi recolusa
Quizá no sepamos muy bien qué idioma hablamos en la zona leonesa de Omaña y otras comarcas limítrofes, lo que sí está claro, es que esa fala no es castellano, ni el leonés de otros siglos, ni mucho menos castellanoleonés, término vacío de contenido, referido a la procedencia de alguien, a la cultura, a la lengua. Se puede entender el nombre de Castilla y León, como una unidad administrativa, aunque el nombre aluda claramente a dos entidades históricas diferentes, pero es más difícil entender el adjetivo que parece que trata de designar algo con un origen y cultura aparentemente comunes y que, sin embargo, es muy diverso tanto en el sentido geográfico, como en el lingüístico y cultural. Quizá sea bueno decir que hablamos un español, que no castellano, teñido de color leonés.
Si preguntamos a nuestras gentes qué hablan, en un gran número contestan que hablan chapurriau, término que para ellos significa un código que mezcla lo castellano con lo leonés y que en general tiene una connotación despectiva, pero que constata que es una modalidad con características propias. ¿Debemos sustituir el castellano por el leonés o llionés? ¿Debemos sustituir el leonés por el castellano? Quizá la discusión sea absurda. No podemos codificar una lengua artificialmente (como en su día se hizo con el esperanto) y, menos, imponerla. La lengua no la hacen los estudiosos, ni los ideólogos políticos, la hacen y la transforman los hablantes y, si estos sabiamente mezclan las dos modalidades y las aderezan de forma muy expresiva, de esa forma, y no de otra, se expresan y ven el mundo.
Eso sí, hay que ayudar a esos hablantes a que tomen conciencia de que esa forma de expresión tiene valor histórico y cultural. Hay que proteger los restos de esa lengua para que no desaparezcan para siempre (en ese marco se publica mi libro “El habla tradicional de la Omaña Baja”) y las instituciones políticas y culturales comprometerse en esa labor, y especialmente la Real Academia Española, incorporar al DRAE, muchos de estos términos que son comunes para una gran cantidad de hablantes de Asturias, León, Zamora, Salamanca… que hablan español, pero con características propias. Una modalidad que no es una forma paleta y vulgar, que sería necesario difundir y fomentar, nunca imponer, y, sobre todo, sería imprescindible convencer a los propios hablantes de que deben sentirse orgullos de su uso. ¿Qué también incorpora vulgarismos? Por supuesto, pero la lengua urbana también y probablemente la rural gane en precisión y expresividad.
No hay que dejarse avasallar por las pautas lingüísticas que difunden e imponen los MCS (tanto la TV como los medios escritos), pues la gente que habla en ellos procede de otros lugares y no siempre tiene algo que enseñarnos, pero su influencia está siendo nefasta para la conservación de nuestra lengua. Nadie dirá en Omaña ponte delante mío, ni la dije, ni le vi, que hoy se oyen en la lengua urbana. Tampoco dirían que el gobierno ha aprobado un paquete de medidas, ni que se baraja la posibilidad (difícil es barajar una sola cosa), por citar sólo dos muletillas o tópicos periodísticos. Para decir, por ejemplo, que algo es muy bueno, no se nos ocurriría decir que es superbueno, palabra que triunfa en la modernidad urbana, tenemos una palabra rotunda y expresiva: pistonudo, que nos permite incluso prescindir de otros términos como: óptimo, excelente, extraordinario, inmejorable. Muchas de esas palabras que nos llegan con la aureola del prestigio de lo urbano desbancan para siempre a nuestro leonés tradicional.
En fin, que no hay formas de hablar más importantes que otras, pues para cada hablante, sea letrado o iletrado, su forma de hablar es la más importante porque le permite relacionarse con la realidad y pensar. Por eso las instituciones tienen la obligación de proteger, respetar y fomentar todas las modalidades lingüísticas. Lo dice nuestra Constitución, en el artículo 3. 3. La riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección.
Y la Declaración Universal de Derechos Lingüísticos consideró en 1.996 "inadmisibles las discriminaciones contra las comunidades lingüísticas basadas en criterios como su grado de soberanía política, su situación social, económica o cualquier otra, así como el nivel de codificación, actualización o modernización que han conseguido sus lenguas".
Por tanto, es preciso concienciar a los hablantes desde el poder, pero también nos debemos convencer unos leoneses a otros de que esto no es chapurriau, ni una modalidad lingüística menor, es nuestra forma de hablar y nos presta hablar así, porque es nuestra forma de ser. Recordemos la cita de Unamuno: Nadie aprendería nada de su propia experiencia, si no tuviera a la vista el diccionario de la experiencia ajena, el lenguaje. Nadie distinguiría los síntomas de la Naturaleza sino gracias a los nombres que les hemos puesto.
Desde Omaña, o desde cualquier otra comarca leonesa, debemos seguir ejerciendo de leoneses, porque lo somos; queremos convivir también y filar bien con otras culturas españolas, castellanas y no castellanas, porque las diferencias enriquecen; todo ello sin renunciar a ser modernos, a aprender otros idiomas y a formar parte de eso que ahora se llama la aldea global, pero sin perder de vista nuestra aldea originaria. Queremos preservar nuestras palabras porque son la esencia de lo que hemos sido y somos.
Decía el lingüista Dámaso Alonso: Vivimos con la palabra, vivimos de la palabra. Vivimos por la palabra, vivimos bajo el poder de la palabra. Y vivimos mientras poseemos y usamos la palabra. La muerte, en definitiva, no es más que la pérdida mental de la palabra.
Sigamos, pues, usando las palabras y hablando de las palabras…
(Fragmento del texto leído por Margarita Álvarez Rodríguez en la presentación del libro “El habla tradicional de la Omaña Baja”, en León, 2010 y en Madrid, 2011).