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sábado, 6 de marzo de 2021

Del pote a la pota


Del pote a la pota


Dedicado especialmente a nuestras madres y abuelas, aquellas mujeres silenciadas y silenciosas del mundo rural...

                                 

En este artículo vamos a echar una ojeada a  la cocina como estancia de la casa y a todos aquellos  útiles que   se usaban en ella relacionados con la comida. (Dejaré fuera la comida propiamente dicha que dará de sí para otro texto.  También quedará fuera lo relacionado con la lumbre y la cocina bilbaína que ha sido tratado en otro artículo ya publicado: Al amor de la lumbre). Para realizar las tareas domésticas, generalmente encomendadas a la mujer, se usaban unos cuantos  recipientes  destinados a cocinar  o a contener la comida, o enseres  relacionados  con otras labores como  la matanza, el ordeño, la elaboración del pan…

Si volviéramos la vista unas cuantas décadas atrás, veríamos en las cocinas  omañesas (y de otras zonas de León)    una serie de recipientes y utensilios  que eran necesarios para elaborar la comida. Es evidente que aquellas cocinas tradicionales no tenían tanta cantidad de  objetos como las actuales y carecían de electrodomésticos, pero todas contaban   con los achiperres  esenciales, y muchos de ellos eran denominados con palabras plenamente leonesas.

Comprobaríamos, por ejemplo, que el barro era el material fundamental de los cacharros  de cocina. De barro era la barrilla que, con su asa y dos agujeros, uno en forma de embudo y otro en forma de pitorro,  servía para conservar el agua fría y para beberla por ese pitorro, bien chupando, o bien dejando caer el chorro sobre la boca. En algunos pueblos de Omaña también se usaba  el nombre de barrila para designar a un objeto con boca central y una o dos asas a modo de ánfora que se usaba para el agua y para el vino. 

Objetos de barro. En primer término dos barrillas. Foto:MAR

En otros pueblos de la comarca se llamaba   barril a un recipiente similar,  de forma aplastada, y con un recubrimiento externo de esparto  o material similar. El barril  estaba destinado  a portar y beber el vino, y se utilizaba, sobre todo, en los trabajos de  la era.  Con él se convidaba  a aquellas personas que acudían a ayudar, sobre todo, en la maja. También podía verse en las casas el barreñón o barriñón, recipiente grande de barro, con dos asas, al que se le daban usos diversos.

De barro eran asimismo el cazuelo y la cazuela. El cazuelo era un recipiente pequeño, sin asas,  más alto que ancho, que   se iba ensanchando desde el pie, para luego cerrarse en la boca. Su forma estaba diseñada para que no se enfriara su contenido que, en general,  eran las sopas de ajo. 

Cazuela y cazuelo. Foto: MAR

La cazuela, en cambio, era más ancha que alta y se usaba, entre otras cosas,  para tomar la leche migada. Y de barro eran también  las ollas para meter en aceite o grasa  los chorizos y el lomo de la matanza, así  se conservaban largo tiempo en su punto  y  nos  sabían a gloria bendita en verano.  La natera  o ñatera era otro recipiente que estaba presente en  todas las casas en que había vacas de ordeño. Se trataba de una olla similar a las anteriores que tenía un pequeño agujero lateral llamado el velillo. Ese agujero se tapaba con un palo fino, convenientemente afilado, que se preparaba para ese fin, procurando  que  ajustara en el agujero. Por él se sacaba la leche  aceda (ácida). Dentro quedaba la nata que era más densa y que se aprovechaba después para mazar. 

Natera en que se aprecia el velillo.  Foto: MAR

En todas las casas había tarteras de barro, una cacerola más ancha que alta, que se usaba para guisar y  a veces hacía las veces de plato. Y tampoco podía faltar  la llamada  de  perigüela. Se trataba de  una tartera de barro, de color más oscuro que las anteriores, que tenía gran resistencia al calor y se usaba para cocinar, bien sobre el fuego, bien en el horno. En la mayoría de las casas había más de una de diferentes tamaños.  Su nombre, deformado, tiene que ver con su origen. Estas tarteras eran propias de la  cerámica  de la localidad zamorana de Pereruela. Y de Pereruela  pasó a llamarse de perigüela.  En mis recuerdos asocio estas tarteras al cordero que, como comida especial, se guisaba para celebrar la fiesta patronal del pueblo. En ellas se guisaba también el bacalao que se comía los viernes de Cuaresma y otros guisos.

Si seguimos con esas imágenes del pasado, al entrar en cualquiera de nuestras cocinas, una de las imágenes más recurrentes sería ver sobre las corras de la cocina económica alguna pota con la comida de mediodía o la cena  cociendo durante horas.  Estaríamos ahora ante los recipientes  de metal. La pota era originariamente la sustituta del pote, por lo que tenía una forma similar, más alta que ancha, con dos asas y tapadera. Luego, el término pota se fue extendiendo a cualquier cazuela metálica. En la mayoría de las casas se conservan aún aquellas potas de color granate que  estaban a vista en cualquier cocina.

Un tipo de pota especial era la marmita que tenía una sola asa superior como los calderos y servía para transportar la comida al campo. Recuerdo ir con la marmita a las tierras, monte arriba, en época de siega del centeno y,  posteriormente  a  la era, donde se comía en época de maja y de trilla, para aprovechar mejor  para ese trabajo las horas de máxima calor.   También recuerdo  haber tenido  algún percance con ella y que no llegaran todos los fréjoles a su destino. En épocas más antiguas, cuando se cocinaba en el llar, el recipiente para cocinar era el pote, recipiente de hierro, que se ponía directamente sobre el fuego, apoyado en sus patas, o se colgaba  de la cadena que pendía del techo llamada las pregancias (esta palabra adopta distintas variantes en el ámbito del leonés), en cuyo extremo estaba el preganceiro, un gancho  del que se colgaba el pote o los calderos grandes de hierro para cocer la comida de los gochos.  También existía un tipo de trípode de hierro, en el que se apoyaba la pota,  que se llamaba las estrébedes (trébede), que se colocaba  sobre las brasas del llar y sobre ella el recipiente en que se cocinaba. (Trébede era también una parte de la encimera o bancada de la cocina, a la que se podía subir una persona para calentarse).

Caldero que se colgaba de las pregancias para cocer
 comida para los gochos. Foto: MAR

De la pota la comida iba  directa a la mesa. A una mesa que siempre tenía un hule, con las indelebles huellas de algún cuchillo, que se renovaba cuando estaba ya muy atazado. Para sacar la comida de la pota se usaba la  caceta (garcilla  o garfilla, en otros lugares) o, si la comida no era muy caldosa, una cuchara grande llamada  el cucharón o una espumadera.  Según el tipo de comida, esta  se servía en el plato chapleto o pando, si no tenía caldo, o en  el hondo, que era el plato de más uso, pues servía para todo.  A los platos acompañaban las fuentes que eran circulares o cóncavas y los largueros que eran como platos  grandes alargados que se utilizaban para poner la comida, que luego se distribuía en los platos individuales. Los largueros también podían ser hondos  o pandos. Claro que lo de la fuente  y los largueros era propio de días festivos y de invitados, a diario la comida iba de la pota al plato e, incluso,  a veces,  se comía a rancho desde la tartera o pota  en que se hubiera cocinado.  En cuanto a los platos, convivían platos de dos tipos: los platos de porcelana, de un material similar al de las palancanas, y los de loza, de color blanco. Había unos para diario, de loza a veces  ya rajada, incluso grapada,  y otros para las fiestas. Hay que hacer notar que estos platos más finos cambiaban de casa con cierta frecuencia cuando alguien celebraba un acontecimiento y no tenía suficiente vajilla. Era frecuente que en las bodas que, entonces,  se celebraban en el pueblo y en las que ofrecían varias comidas a los invitados, se tuvieran que recoger platos prestados de las casas vecinas, por ello, en muchas casas esos platos estaban marcados con la inicial de la propietaria en la parte inferior para que pudieran ser devueltos una vez cumplida su función. En mi casa aún existen platos que llevan marcada  con pintura una P, inicial del nombre de mi madre. A los platos los acompañaban los pocillos de café. En muchas casas se conservan  juegos de café de loza decorada que hoy se valoran por su antigüedad y su belleza. A todos estos recipientes de loza se les llamaba genéricamente la loza.

Se usaban también otros platos metálicos, de metal esmaltado, que se llamaban platos de porcelana. Si sufrían golpes se les saltaba el baño esmaltado y podían terminar con algún agujero, lo mismo que ocurría con las potas.  Los platos de  loza y estos, de la llamada porcelana, se fueron sustituyendo poco a poco en la década de los 60 por los de duralex. Aquella marca comercial pasó a designar un tipo de platos de color ámbar o verde que  supusieron una revolución en la cacía  o cacida doméstica. Conservo vivo un recuerdo infantil de  uno de nuestros viajes a Riello, “la capital” del comercio de la comarca de Omaña,  para hacer compras. Después de comprar cosas diversas, uno de los comerciantes, “el Gallego”, nos presentó la novedad de ese vidrio templado casi irrompible   llamado Duralex. Y para demostrar que las piezas no se rompían arrojó al suelo una taza  de aparente cristal y  mis ojos asombrados de niña  y los de mi madre comprobaron  realmente que no se rompía (aunque tiempo después se puedo comprobar que también estas vajillas se rompían, aunque “de otra manera”). Pero es verdad  que eran unas vajillas de platos y tazas  muy resistentes y a un precio asequible. Hoy aquellas vajillas se han convertido en un producto que los amantes de lo “vintage”  valoran. El nombre comercial, que  nació en Francia en 1945,  jugaba con la conocida expresión latina dura lex,  sed lex (“dura es la ley, pero es ley”), y sus productos  se convirtieron en un icono de una época, pues llenaron las cocinas españolas en los años 70.

Con la comida en el plato, se cogía   la cuchar  para comerla. La cuchar era la pieza de la cubertería más usada, pues el puchero era más bien  una comida caldosa. Recuerdo cuchares (creo que de aluminio), desgastadas por alguno de sus bordes, hasta el punto que raspaban los labios, y seguían en uso. En caso necesario, para comer la carne, que era escasa, se cogía un   cubierto, nombre leonés del tenedor. Cuchariella o cucharina se llamaba a la cuchara pequeña.  El cuchillo de mesa generalmente no se usaba, con  un par de cuchillos de cocina solía haber suficiente para todos los comensales. En cambio, en todas las casas había navajas o chairas, que generalmente estaban en las manos o en los bolsos masculinos. La navaja servía para los fines más diversos fuera de casa (pocos hombres iban al campo sin ella),  pero también era habitual  que el hombre sacara la navaja del bolso y la llevara a la mesa para pelar una manzana, abrir una nuez, cortar jamón o chorizo, encetar una hogaza…  Y, por supuesto, había cuchillos grandes para las labores de la cocina y también los cuchillos de los matarifes de los gochos que se usaban en  la matanza. Esos evidentemente eran usados solo por los hombres. No podemos olvidarnos de las cucharas de madera para remover las papas, el chocolate… Y también imprescindibles para probar la comida. Y algún tipo de tabla, preparada para tal uso,  sobre la que se cortaba el chorizo.

 Después de comer se podía tomar (pero no a diario) un café de pote, colado con una manga y  servido en un pocillo. Y si se querían  elaborar postres, había que tener a mano una mazapanera o una flanera. Y también en muchas casas había un florero, un molde que permitía meter la masa en la sartén y allí el aceite caliente desprendía la flor, una especie de rosquilla con esa forma, que comíamos con deleite.   En las cocinas solía haber también un recipiente para hervir la leche, especialmente a partir de que empezó a diagnosticarse la tuberculosis en las vacas (antes se tomaba sin hervir), era este el cueceleches o hervidor. Se trataba de  una especie de pota alta con un asa y con una tapa que tenía un agujero central más elevado y otros alrededor más bajos para que cuando hirviera la leche saliera por el central y regresara por los otros al recipiente, evitando que se derramara al aumentar su volumen cuando hervía. Si había que comprar la leche en otra casa, se usaba para transportarla un recipiente de aluminio, más alto que ancho con tapa superior y con asa: la lechera.

Cuando empezó a llegar la modernidad apareció un aparato que nos permitía comer la leche en otras presentaciones, se trataba de la yogurteraInicialmente era  un bote grande  de cristal metido en recipiente   que lo calentaba alrededor con una resistencia eléctrica.  Posteriormente llegó otro más moderno que era una un especie de cazuela con compartimentos para varios vasines de cristal en los que se obtenían raciones individuales.

Además se contaba también con sartenes, nombre que se usaba en masculino, como rasgo habitual del leonés: el sartén. Eran aquellos sartenes de hierro negro que hemos visto en todas las casas. En las cocinas llar tenían un mango muy largo para poder cocinar mejor sobre el fuego bajo. Y un  recipiente que se usaba para transportar comida era la fiambrera, llamada con frecuencia friambrera. Se trataba de un recipiente  circular de aluminio con una tapa que se sujetaba mediante unos ganchos para que no se saliera la comida, podríamos decir que era el antecedente de los modernos táper.

Sartén de hierro de mango largo para llar. Regalo de Loli Rodil.
Foto: MAR
                

El mortero o morteiro servía para machacar el ajo y otros condimentos destinados a sazonar la comida. Existía también la coladera que entre otras cosas se utilizaba para colar la leche de vaca y liberarla de la tela que se formaba al calentarla o para “cazar”  algún pelo del animal  que hubiera caído en  la leche. Para colar el café se usaba un colador especial de tela, en forma de embudo,  la manga.

En nuestras cocinas también se usaban los recipientes de hojalata, que generalmente eran fabricados por los hojalateros que con cierta regularidad llegaban a los pueblos y se instalaban uno o dos días en el portal de la iglesia.  Bien fuera con la hojalata que ellos proporcionaban o a partir de un envase que aportaba el interesado, eran capaces, con su pericia, de elaborar cualquier recipiente doméstico, entre ellos los embudos.  Así, transformaban una  lata  a la que le añadían un asa en un tanque, antes de que llegaran los recipientes comerciales, de metal esmaltado, llamados así. Los tanques se usaban   para beber o para sacar líquidos de otra vasija mayor, sin olvidarnos de la utilidad que tuvieron en la escuela, pues cada niño llevaba el suyo para poder tomar aquella leche en polvo que se distribuía en los años 50, producto de la ayuda americana. También servía para sacar el agua caliente de la caldera de la cocina de hierro. Los hojalateros transformaban en aceiteras (con ellas se iba a comprar el aceite que vendían sin envasar) o en otros recipientes cualquier envase, que había tenido otro uso anterior. La zapica, que era el recipiente usado para recoger la leche que salía del ubre (masculino en leonés) de la vaca, oveja o cabra al ordeñar, era uno de estos recipientes, generalmente realizado de un bote de conserva al que se le había añadido un asa.  También hacían faroles, que eran pequeñas obras de arte.  Otro de los recipientes de hojalata que había en muchas casas era la mazadera, en la que se metía la nata y a fuerza de moverla se agitaba la leche para obtener la mantequilla, llamada en Omaña manteca. En mi pueblo (Paladín)  a este recipiente se le llamaba odre, seguramente por su similitud en la forma con los odres de piel.  Aquella sí que era la época del reciclaje, donde nada se tiraba, porque todo podía tener una segunda utilidad. En algunas  casas todavía se conservan  candiles metálicos de aceite y candeleros o candeleiros para poner las velas.

Aceitera elaborada por un hojalatero con una lata de queso del que llegaba a las escuelas

Los hojalateros eran también componedores de objetos que se habían roto, por ejemplo, paraguas. Otra de sus tareas frecuentes era arreglar potas que por los golpes se habían ido deteriorando hasta que tenían algún agujero. Con grapas, si se trataba de objetos de barro, o con lañas, si eran de cacharros metálicos, eran capaces de devolver al uso  cualquier utensilio. Todos estos recipientes metálicos se podían oxidar, en ese caso, se ponían nartinosos o forroñosos.

De cinc eran los calderos que se usaban para sacar agua de los pozos y llevarla a casa, antes de la existencia del agua corriente y de los calderos de plástico. Era una ardua labor la de transportar el agua, pues al peso de la misma (unos diez o doce  kilos) había que añadir el peso del propio caldero. El caldeiro  era  una especie de olla con agujeros para asar castañas. En algunos pueblos se llamaba también así a un vaso grande, el campano, para beber vino. Los baldes, que se usaban para el lavado de la ropa y otros menesteres como la higiene personal, también eran de cinc. Las calderas, en cambio, eran recipientes de cobre, más anchas que los calderos, y se usaban, entre  otros cometidos, para elaborar las morcillas. En cambio las palancanas (forma leonesa de palangana), eran de porcelana esmaltada  blanca y se colocaban en los palancaneros, que solían estar en el pasillo y  que también eran metálicos. En las casas más finas y pudientes existían muebles de madera para tal uso.

Además de los utensilios de la cacía, había en las casas otros utensilios relacionados también con la alimentación  y el trabajo femenino. Eso ocurría con la elaboración de los productos de la matanza, la elaboración del pan… Existía la artesa, cajón de madera, más ancho por la parte superior, y estaba destinada a echar en ella los chichos adobados o los lomos que luego se embutirían en tripa para curarlos. En algunas zonas de Omaña existía una artesa de madera, pequeña y redonda, llamada duerno.  Relacionado con la matanza, en las casas solía haber una máquina de hacer chorizos, con  distintos artilugios, como cuchillas para cortar la carne o un embudo para poder embutir el picadillo o adobo en las tripas.  En esa cocina del horno o forno también había una artesa grande de madera,  con tapa, que tenía patas para colocarla a la altura adecuada para amasar las hogazas o huguazas. Instrumentos imprescindibles para este oficio eran también la pala de madera para meter y sacar las hogazas del horno, y el cachaviello, que servía para remover las hogazas o las brasas.  En todas las casas había también una jabonera,  un molde alargado de madera para hacer jabón. Otra de las múltiples tareas encomendadas a la mujer.

En las cocinas también se veían las cestas de mimbre, elaboradas de forma más fina que las cestas que se utilizaban para las labores del campo. Estaban realizadas con ramas de mimbre peladas, por eso eran de color blanco. Algunas tenían una elaboración  bastante artística, pues parecía que tuvieran encajes. Las había redondas  y alargadas  En general estas no se elaboraban en casa (no había mimbre en la mayoría de los pueblos), sino que se compraban, a veces a gitanos que eran expertos en elaborarlas, los canasteros, y llegaban a los pueblos de vez en cuando. Estas cestas tenían usos muy diversos. El azafate era una cestilla de poco fondo que se usaba para recoger los útiles de costura, para guardar la cubertería, para poner el pan cortado en rebojas… Existían otras cestas más grandes y cerradas que se usaban para transportar la comida preparada al campo. Estas tenían tapa que se sujetaba con un enganche lateral y se podían agarrar por un asa superior. Era como el antecedente de la bolsa nevera, pero sin hielo. También se usaba el esportillo o esportilla que era una cesta de esparto con dos asas para llevar la comida o para ir a comprar.

Azafate y cesta para transportar comida

Y no hay que olvidarse de los  recipientes que tenían que ver con el vino y que eran más bien usados por hombres. Además de las cubas y los odres, que existían en las casas, sobre todo,  cuando había cosecha propia de vino, cuando se compraba  en las cantinas u otros lugares, se solía hacer por  garrafones o por cantaras.  Para llevarlo del garrafón a la boca se usaba el barril, que, como decía más arriba, se llevaba a la era, la bota, que también se podía llevar a cualquier lugar, y el porrón, para llevarlo a  la mesa o al banco de la puerta poder compartirlo en un calecho. Era bastante frecuente encontrar en las casas la famosa botella de un cuartillo, que curiosamente no equivalía a un cuarto de litro, sino  a medio litro.  Cuando se extendió la compra de la gaseosa  La Casera para mezclarla con el vino, las conocidas botellas de litro de cristal, que se cerraban herméticamente con un tapón que llevaba goma y se ajustaba con un gancho, sirvieron también para contener vino, agua, leche…  

La cocina ha sido siempre en la montaña leonesa la estancia de la reunión familiar. En ella se hacía la vida, se cocinaba, se hacían las veladas, filanderos o filandones, se rezaba el rosario, se oía la radio con atención o se veía la televisión, a partir de  los años 60 y 70 del siglo pasado. Además de la mesa grande y alguna silla o banqueta, en todas las cocinas había  escaños o escañiles, en que se sentaba la familia alrededor de la mesa. Eran bancos de madera con respaldo. El escañil era un escaño un poco más estrecho.  Las holmadas, cojines coloristas  de calceta o ganchillo, les ponían  un punto de color. Otro mueble presente en las cocinas era la alacena, el mueble donde se guardaban los platos. A veces la acompañaban algunos vasales o ganchos que se aprovechaban también para colocar parte de la cacía o platos más decorativos.

Escaño con los típicos cojines de calceta o ganchillo. Foto: MAR

En la barra de la cocina bilbaína se solían colocar las rodillas, rodillos o rodeas, los paños de cocina de otras épocas.  En la mayor parte de los casos  eran de elaboración casera. Cualquier prenda desechada, de tela que no fuera muy basta, podía  servir para ser transformada en una  rodilla. Mis faldas del uniforme del colegio terminaron reconvertidas en eso. ¡Aquello sí que era reciclar! En algún lugar de la cocina, generalmente colgados detrás de la puerta, estaban los mandiles, aunque es verdad que no estaban mucho tiempo allí colgados, ya que, con frecuencia, eran una prenda que la mujer llevaba también en la calle y en casa su uso era permanente. Y es que el mandil era una prenda muy especial, pues tenía usos muy diversos. Además de  evitar las manchas en la ropa,  servía también  agarrar el asa de una pota cuando quemaba, para secarse las manos, para limpiarse el sudor, para limpiar de forma rápida una superficie, para limpiar los mocos o las foceras de un guaje, para esconderlo debajo, para limpiar y ocultar una lágrima de una cebolla abierta o de una ilusión cerrada, para transportar huevos  desde el ñal o cualquier verdura desde la huerta… Era una prenda que la mujer tenía siempre lista para cualquier menester. Era tan importante que  incluso  se usaba como   “unidad genérica” de medida. Todos los que hemos conocido ese mandil especial de las madres o abuelas  tenemos una idea aproximada de lo que era un mandilao: de fréjoles, de brunos, de manzanas Y en algún lugar de la cocina seguro que habría también una bolsa de tela colgada, elaborada de forma casera, que algún día albergó  un gorgoto de lana,  unos mantigones o  el pan  de pajarines  traídos del monte, un cantero de pan y chorizo para ir con las vacas… También en muchas cocinas había unas cuerdas sobre la  bilbaína  destinadas a colgar la ropa en el invierno para que se secara. Y en el fregadero, el estropajo, las bayetas o trapos para fregar, el jabón elaborado en casa (más tarde llegó el lagarto) y la arena y la piedra con la que se limpiaba, a fuerza de restregar, el suelo de madera o la chapa de la cocina.

Y en cualquiera de aquellas cocinas no podían faltar las planchas de hierro. Era frecuente verlas sobre la chapa para que se calentara la suela. Para  no perder tiempo cuando la plancha se enfriaba, solían tener dos para que una estuviera simpre caliente.

Las planchas de mi madre.  En la mesa se observa  una quemadura de la suela  de la plancha
Foto:MAR

Algunos objetos más se quedan por el camino, bien porque me he ceñido fundamentalmente a los que tienen nombres leoneses, bien  por olvido, o porque no eran de uso habitual en aquella cocina en la que me crié.

¡Ay si  aquellas cocinas hablaran! Nos dejarían oír las voces de personas de las distintas generaciones que formaban parte del núcleo familiar. Y en ellas, su sabiduría. Curiosamente, aquella cocina, lugar pequeño y recoleto, por el que pasaron tantas penas (más) y alegrías (menos), donde se alimentó a la familia, tanto en lo físico como lo espiritual, donde se trasmitió la cultura de las generaciones anteriores… fue también la primera ventana abierta al mundo exterior en muchos pueblos leoneses,  a través de la radio y la televisión. Aquella cocina parecía un sitio un tanto mágico, pues cambiaba de aspecto si se la veía a la luz del día, que hacía entrar los rayos de luz y con ellos las imágenes de la naturaleza, o si se la miraba a la luz mortecina de una bombilla en las horas nocturnas. Con el cambio de luz,  también cambiaban los olores  a lo largo del día y cambiaba la forma de estar en ella y las actividades que se realizaban (en otros artículos me he referido a ellas).  En todas ellas un reloj marcaba las horas de los distintos quehaceres.

Este reloj marcó las horas de la cocina de mi casa. Foto: MAR

Pero, cuando la forma de estar en la cocina cambió de forma definitiva para la mujer, fue con la llegada del agua corriente a los pueblos y, posteriormente,  de los electrodomésticos, y con la llegada  de  la era de  los recipientes de plástico que se llevaron por delante, los baldes y calderos metálicos, los recipientes de barro… Pero, sobre todo, cambió cuando las mujeres dejaron de ponerse de rodillas para lavar, porque había llegado la lavadora, y de fregar suelos arrodilladas, porque había llegado un instrumento maravilloso que las liberó para siempre de esa postración: la fregona. A partir de entonces aquellas mujeres empezaron a mirar de pie  y de frente el mundo que las rodeaba. Y ese mundo poco a poco comenzó a ser consciente  de los siglos de  trabajo y de entrega de esas mujeres, en “su” cocina, en “su” corral  y en campo en que trabajaban como el resto de la familia, pero que en este caso “no era suyo”, pues figuraba legalmente al nombre del marido, como la cuenta en el banco y varias cosas más.  Pero, con su pequeña revolución, y quizá sin saberlo, estaban preparando el camino para que eso no ocurriera en la generación de sus hijas. ¡Gracias por tanto!

 

Desde mi casa, unas flores para ellas en la cesta que tanto transportaron. Foto: MAR



Nueva vida para un pote. Foto: MAR


Nueva vida para una natera. Foto: MAR

 Artículo relacionado: Homenaje a la mujer campesina


miércoles, 7 de marzo de 2018

Mujeres campesinas: vidas silenciosas



A tantas  madres y abuelas  campesinas que han pasado por la historia de manera silenciada y silenciosa...


Sobre la inmensa humanidad silenciosa se levantan los que meten bulla en la historia. Esa vida intrahistórica, silenciosa… Unamuno


Muy esforzadas mujeres
han vivido en nuestros pueblos,
pero su vida afanosa,
en la historia, es el silencio…

Madre y mujer campesina,
tenemos deuda contigo,
así que hablar hoy de ti,
no puede seguir “prohibido”.

Muy temprano de mañana
comienzas larga jornada,
cuando  no ha salido el sol
y la luna aún  acompaña.



Hora a hora, día a día,
cual abeja en el panal,
vas entregando esa vida
que en la historia nunca está.

Lavas la ropa, la zurces,
remiendas con profusión,
hilas, tiñes, haces punto,
y hasta bordas un festón.

Amasas  tu pan en casa,
también haces la matanza
y elaboras mantequilla
con la leche de  las vacas.

Si hay que trabajar el campo,
no encontramos distinción,
tu trabajo de mujer
se asemeja al  del varón.

Tus manos cogen azadas,
arado y forca, la hoz,
recogen hierba y centeno,
con esfuerzo y con sudor.



Con los fréjoles y berzas,
las habas y los garbanzos,
unos huesos y tocino,
llenas la pota y el papo.

Cocinas ricos  cachelos,
con  sebo y con  pimentón
que nos comemos conformes,
aunque falte la ración.

Educas a los rapaces
en la rectitud moral
y dedicas al anciano,
un cuidado maternal.

Tu jornada no se acaba,
aunque ya se vaya el sol,
sale de nuevo la luna
y te encuentra en filandón.


Con  rezos  y letanías
manifiestas devoción,
y con cantos y con bailes
transmites la tradición.

Gracias, mujer campesina,
sin tu trabajo y tu afán,
no habría llegado hasta hoy,
nuestra cultura rural.

Gratitud de hijos y nietos,
por tu amor y tus desvelos,
nadie te preguntó nunca
por tus problemas y  anhelos.

Hoy queremos que tu imagen,
salga ya de la intrahistoria
por eso hablamos de ti
contribuyendo a tu gloria.


© Margarita Álvarez Rodríguez

  
Días, Meses, Años, Siglos: ¡Vida de la Mujer Trabajadora!



Artículo relacionado:

Homenaje a la mujer campesina


miércoles, 19 de noviembre de 2014

HOMENAJE A LA MUJER CAMPESINA

                             De luna a luna


A Patro,  Beatriz,  Adoración, Iluminada… y a tantas y tantas mujeres, silenciadas y silenciosas, de los pueblos de la montaña leonesa.





Siempre he admirado de forma profunda la vida de las mujeres de los pueblos de la montaña leonesa, pues creo que nunca ha sido suficientemente valorada. Por ello, cuando recibí el galardón  “Omañesa 2013”, me alegré mucho por mí, pero también porque sentí que no debía dejar pasar la ocasión de ofrecerles esa distinción a las mujeres de la generación de mi madre que vivieron una guerra en su niñez,  una dura posguerra  en la adolescencia, y muchas décadas de olvido. Se suele decir que el trabajo de los labradores de los pueblos de montaña llegaba de sol a sol, pero el de las mujeres empezaba a veces antes de amanecer, en una madrugada que  estaba todavía bajo la vigilancia de la luna,  y terminaba a la hora de dormir, ya bien entrada la noche. Un trabajo "de  luna a luna".

El trabajo  mañanero femenino comenzaba limpiando la cernada  de la  cocina económica o bilbaína y poniendo lumbre, que era la única forma de calentar la casa y de poder comenzar con las labores de  cocina.  Con unas urces, paja, unas rachas… se encendía la candela. Se atizaba quitando las corras para meter las cepas  y tueros o metiendo la leña por la fornigüela.  

Sobre la chapa de hierro se preparaba el almuerzo (desayuno). Cuando se disponía de leche casera, se echaba en una cazuela de barro  y se migaba en ella el pan. Cuando no había  leche había que ingeniárselas para dar la primera postura a la familia. Solían ser patatas cocidas, siempre viudas, sazonadas con grasa o con sebo que se había conservado de la matanza. Como cosa extraordinaria, y pensada para los guajes, un poco de chocolate hecho con agua. Cuando la familia empezaba a almorzar, ya la mujer había dedicado algunas a las labores domésticas.

Pronto la mujer era reclamada por los animales domésticos: sacar a las gallinas del pollero y echarles de comer, recoger los huevos de los ñales, muñir (ordeñar) las vacas sentada en un tajuelo, tirando del teto  de la vaca  con una mano  y sosteniendo en la otra la zapica.  Le leche se echaba en las nateras y se ponía en lugar fresco. Cada día se desnataba quitando la nata que subía a la superficie, la cual  se echaba  en otra olla.  Una vez recogida suficiente cantidad, se mazaba para hacer la manteca (mantequilla) y separar la leche aceda. Más tarde llegaron las zafras que recogían las empresas lecheras.
Romana, natera, cazuela, cazuelo y  odre o mazadera

A lo largo de la mañana continuaban los quehaceres de la mujer. Tenía que recoger  los telares de la  casa y limpiarla, hacer las camas, a veces limpiar también las cuadras de las vacas, la corte de las ovejas…  


Y llegaba la hora de preparar la  comida –el cocido o pote- que  se elaboraba con los productos de temporada que se habían cultivado en las huertas familiares: fréjoles, en verano; berzas, habas y  garbanzos, en invierno, y las patatas, que siempre estaban disponibles. Se añadía la ración, que había que repartir bien entre  toda la familia: tocino, espinazo, llosco o androya, chorizo sabadiego, morcilla… En días especiales las mujeres  hacían cuchiflitos o cuchifritos: frisuelos, pastas, mazapán, flan, manzanas fritas, rosquillas, flores…

Para los gochos también se cocinaba. En grandes calderos de hierro, colgados de las pregancias, se cocían patatas, nabos… que luego se aderezaban con algo de harina.

En el ámbito doméstico había muchos más cometidos que eran propios de la mujer: elaboraba  los embutidos de la matanza y también el pan que, junto a las patatas, era alimento esencial en la comida familiar. Para ello debía  calentar el horno hasta arrojarlo, mover las brasas con el cachaviello, amasar el pan, hacer las hogazas  y cocerlas en el horno. Con las hogazas también se  elaboraban  exquisiteces como la pica, una rica empanada rellena con  chorizo y tocino. Y luego se encargaban de  custodiar el hurmiento, un poco de masa que se guardaba de cada amasado y que actuaba como una  levadura casera, que las mujeres se iban prestando para elaborar el pan.

También era dura la tarea de lavar. En verano se solía lavar en algún río o arroyo. En época de invierno se buscaban las fuentes en las que parecía  que el agua estaba menos “fría”. Con el cajón para arrodillarse, la taja y el jabón elaborado  en casa (que también era tarea femenina), y un buen balde de ropa, comenzaba una dura tarea, especialmente en época invernal. Había que ablandar, enjabonar, tender al verde, aclarar, tender para secar y, finalmente, planchar duros lienzos con aquellas pesadas planchas de hierro que se ponían sobre el fuego para que estuvieran siempre calientes y dispuestas para el uso.

Planchas de hierro que conservo

En las épocas en que las labores del campo eran menos intensas, las tardes las dedicaban a otras labores femeninas como remendar las ropas rotas o repasarlas (zurcir). Transformar ropa, dándole la vuelta a una prenda para aprovechar al máximo su uso, reconvertir una camisa u otra prenda en rodillas o rodeas, hacer ropa nueva… eran tareas que inclinaban los cuerpos y los ojos de las mujeres  sobre las telas en las que cosían. Había también un enorme interés en hacer sábanas: unas, simplemente cosidas con esmeradas costuras, y otras, con algún bordado o realce especial en el embozo. 

Nada se compraba hecho, por eso las mujeres que vivían en pueblos pequeños y aislados querían tener en sus baúles un buen número de juegos de cama dispuestos para caso de necesidad. Probablemente, cada mujer rivalizaba un poco con sus vecinas en el primor de sus festones y bodoques en pequeñas reuniones vespertinas, a modo de calecho mujeril. ¡Cuántas horas dedicaron nuestras madres a coser o bordar sobre el lienzo docenas de sábanas que todavía hoy siguen llenando baúles o armarios y a las que sus hijos no dan utilidad!

Por la noche, una vez que la mujer había servido la cena y fregado los platos, se iniciaba la velada, llamada también filandón o filandero. Y, mientras los hombres participaban en esa reunión nocturna de una forma lúdica: charlando, contando sucedidos, formulando cusillinas a los niños…, las mujeres seguían atareadas en escarpenar la lana de los vellones, hilarla con el fuso y la rueca, torcerla, teñirla… Haciendo de la necesidad virtud, ¡qué útiles eran las cortezas de aliso para cocerlas y conseguir un colorante natural! Y cuando la  lana ya estaba envuelta en gorgotos,  se empezaban a tejer los escarpines, sin costuras, utilizando con sumo arte las cinco subinas. A veces atendían también a alguna pota  que hervía  sobre la cocina.  Otra labor destinada a las manos de las mujeres en las noches de invierno era esbotar los fréjoles secos o limpiar otras legumbres.


Angelina, Patro y Fernando, disfrazados de carnaval, en Paladín (h. 1950)


Pocos momentos de diversión tenían aquellas mujeres, aunque cuando se presentaba la oportunidad participaban en las romerías, bailaban la jota o el baile chano, se disfrazaban de carnaval, cantaban coplas o canciones populares que acababan en  el ijujú...

También la mujer tenía otros cometidos familiares, pues era la responsable  de los  ancianos y la que cuidaba de  la salud general  de la familia. Y, por supuesto, de ella dependía la educación cívica y religiosa de los rapaces. En muchas casas, además de controlar si los hijos sabían la doctrina, las mujeres dirigían el rezo del rosario en familia o las flores en la iglesia durante el mes de mayo. 

La mujer trabajaba en el campo con la misma dedicación y esfuerzo que hombre. No era la suya una mera ayuda: araba, escavaba patatas, remolacha, berzas… Derramaba en las tierras el abono natural que producían los animales domésticos: moñicas, caganillas, caballunas... Y participaba en todas las labores de la recolección. Lo mismo recogía hierba o segaba pan a hoz en la época de cosecha, que recogía patatas, nueces, fiacos para las ovejas…  La forca, la hoz,  la fozoria, la macheta… eran manejadas por las mujeres con la misma habilidad que la aguja fina, la de coser lana  o la colchonera. Solo el gadaño era una herramienta  más reservada a los hombres.

Al lado de unos campesinos que trabajaban de sol a sol, estas mujeres lo hacían de luna a luna, sin quejarse de su suerte, de manera esforzada y  silenciosa. 

Esas mujeres nos educaron en el sentido de la responsabilidad, en la austeridad, en la paciencia… y, aunque ellas vivían de forma resignada, educaron a sus hijas en   la “no resignación”. Eso explica que, a pesar de que vivían en un mundo en que tenía preeminencia el varón, trataran de inculcar en   sus hijas el deseo de ser libres y encontrar su lugar en la sociedad.   Por eso querían que ellas tuvieran las mismas posibilidades de formación que sus hijos varones. Y así, esas mujeres (con el apoyo también de sus maridos) que tenían una formación escolar muy elemental, consiguieron que en la generación siguiente sus hijas llegaran a ser universitarias. Un salto gigantesco.


La vida va a cambiar notablemente para esas mujeres cuando llega a las casas el agua corriente y pueden dejar el balde y el caldero y, sobre todo, cuando la radio y, posteriormente, la televisión, entran en su pequeño mundo doméstico y les abren una ventana a nuevos horizontes.  Hacia ellos dirigen entonces  sus miradas esperanzadas. 

La mayoría de esas mujeres no pudieron llegar a esas metas, perdidas para ellas en una nebulosa. Pero a esos nuevos horizontes sí  hemos llegado las hijas de esas mujeres y, desde aquí, miramos ahora hacia atrás y les mostramos nuestra gratitud, porque fueron ellas las que nos pusieron –de sol a sol y de luna a luna- en una senda luminosa  e imbuyeron en nuestro espíritu    la fortaleza necesaria para seguir caminando hacia horizontes más utópicos. 


Léxico tomado del libro: "El habla tradicional de la Omaña Baja" de Margarita Álvarez Rodríguez, Editorial Lobo Sapiens, 2010.

Más léxico leonés: Vídeo sobre el habla de Omaña



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