viernes, 23 de julio de 2021

La comida tradicional omañesa (III)

 

La leche: de la ubre al cartón


Una natera en la que se puede apreciar el agujero por el que se deburaba la leche
y que se tapaba con el beliello  o belillo. Foto: MAR.

La leche también ha estado muy presente en la dieta de los omañeses de hace décadas.  Hasta entrada la década de los 60 se tomaba de forma natural. ¡Qué sabrosa nos sabía aquella leche espumosa y templada que nos dejaba unas blancas foceras alrededor de la boca y que tomábamos directamente de la zapica en la que se muñía! A lo largo de los años 60 comenzó a hervirse para prevenir el contagio de la tuberculosis que podía afectar a las vacas.  Cuando  no se tenía leche casera, se compraba en casa de algún vecino o se prescindía de ella una temporada. Allí se acudía con la botella o la lechera para recogerla, pues en esa época no se vendía envasada como ahora. Con la nata de la leche se elaboraba la manteca (mantequilla). Y con leche y con nata los  sabrosos cuchifritos de los  que hablaré en otra ocasión.


 Cada día se ponía la leche en la natera o ñatera y se colocaba  en un lugar fresco para que la nata se concentrase y subiese a la superficie. Era frecuente dejarla en una ventana y no era inusual que los mozos, más por broma que por necesidad, a veces se dedicaran a “robar” nateras. En la mayoría de los casos lo que hacían era cambiarlas de lugar. La natera era  un recipiente alto de barro, que tenía un pequeño agujero lateral, por el que se sacaba la leche aceda para que quedara dentro la nata escurrida, que, por su densidad, no salía por el agujero. Este agujero se tapaba con un palín cortado, y perfectamente adaptado al orificio, llamado beliello o benillo.  Este nombre se aplicaba también al propio agujero.  La acción de separar la leche de la nata se  llamaba  deburar. La nata se guardaba en otro recipiente, generalmente también de barro, y, cuando se había recogido la de varios, días se mazaba.


Cuando se contaba con  suficiente cantidad de nata, se echaba al odre, inicialmente de cuero de piel de cabrito y luego de hojalata, y se mazaba, agitándolo fuertemente de un lado a otro hasta que se separaba el suero de la manteca. También existían mazadoras de manivela. Cuando la cantidad de nata era poca se podía mazar simplemente dándole vueltas y aplastándola con una cuchara de madera.  El resultado de la mazada era un buen rollo de manteca que podía pesar al menos un kilo y   que se adornaba por la parte superior con dibujos que se realizaban con una cuchar. Con frecuencia se vendía o se hacía trueque en la tienda por otros productos. La mantequilla de esta zona era muy apreciada. Los niños  la tomábamos, de vez en cuando, para merendar, untada en pan,  con azúcar o miel por encima. Esa mezcla era una delicia culinaria, pero no la tomábamos tan frecuentemente como quisiéramos, pues, como hemos dicho, solía venderse. En algunas ocasiones se hacía un rollo grande para vender y otro más pequeño para el consumo casero. La leche aceda que se desprendía de hacer la mantequilla, en general, se tiraba o  se les echaba a los gochos.


Odre de hojalata. Foto: MAR

Teniendo en cuenta de que hablo de una época en que no existían los frigoríficos en los pueblos de forma generalizada y  antes de ser recogida por las empresas lácteas parte de la leche se estropeaba cuando coincidía que parían varias vacas a la vez y los terneros no terminaban la leche de la madre. Aunque se guardaba en sitios frescos, se ponía ácida y al calentarla se cortaba, por ello, la mejor manera de conseguir algún rendimiento económico para esa leche era la elaboración de la manteca.


Hay que recordar que el noroeste de León tenía una raza propia de vaca, la mantequera leonesa, una vaca que  no producía gran cantidad de leche, pero una leche de mucha calidad, con una gran cantidad de grasa, (en algunas  superior al 9%).  Con la leche de estas vacas se producía la famosa manteca de Laciana que fue muy apreciada en Madrid a lo largo del siglo XX a través del famoso comercio llamado Mantequerías Leonesas. Actualmente se está trabajando para recuperar esta raza autóctona, a través del  Centro de Reproducción y Selección Animal, de la Junta de CyL, con sede en León y estación de testaje en Boñar. Se está tratando de    identificar a los animales que se parezcan más a la raza pura para conseguir sementales que hagan aumentar la población de la mantequera leonesa.  


A medida que fue cambiando la cabaña ganadera, aumentó la producción de leche y se producía más  de la que se consumía en casa. Se retiraban pronto los terneros para comercializar la leche que era más productiva. Es el momento en que llegan las ordeñadoras mecánicas y las empresas lecheras comienzan a recoger la  leche por los pueblos. Entonces aparece otro recipiente habitual en las cuadras para contener mayores cantidades de leche: la zafra. Y el camión de la leche, que recorría los pueblos a diario o varios días a la semana, empezó a ser parte también de nuestro paisaje rural. Hoy la producción de leche es escasa, pues la mayoría de las vacas son de carne. En algunas casas también se ordeñaban las cabras. La leche de cabra era una leche más fuerte, con más cuerpo.   Actualmente hay  algún ganadero emprendedor que elabora queso con la leche de las cabras de su propio rebaño.


Cuando había leche en casa se tomaba para almorzar (desayunar) o para cenar,  acompañada de trozos de pan que se echaban mezclados con ella dentro de la cazuela de barro: era la  leche migada. A veces se le añadía el malte o la achicoria para darle sabor, menos veces el café, porque era más caro. Si no había leche para desayunar se recurría a las patatas, que eran  el alimento estrella, y, en el caso de los niños, algunas veces se les hacía chocolate elaborado con agua.  De ese mismo chocolate “de hacer”, de tarde en tarde, nos llegaba una onza de chocolate sin leche (tal vez de La Cepedana, de Astorga), chocolate que  era muy sabroso elaborado a la taza, pero no tanto para comerlo a mordiscos, pues,  comido así,   tenía una textura poco fina. 


La cazuela para la leche migada. Foto: MAR

A Omaña llegó también el famoso Colacao, ese producto creado en 1945 en Barcelona y cuyo uso se generalizó  en la década de los 60  en  nuestros pueblos como fiel acompañante de la leche que tomábamos   los niños en el desayuno.  A veces  se sustituía por otros cacaos que se usaban como sucedáneos. A la difusión de la introducción  del Colacao en la alimentación contribuyó notablemente la llegada de la radio a  los pueblos y, a través de ella, del famoso anuncio de la canción del Colacao: “Yo soy aquel negrito,  / del África tropical / que cultivando cantaba / la canción del Colacao…” que aparecía en la emisión  del programa Matilde, Perico y Periquín, pues era patrocinado por la marca. El Colacao era además “el alimento de la juventud”. Seguramente todos tenemos en la memoria aquellos envases con imágenes de personas negras trabajando y posteriormente las latas altas de lunares u otras horizontales que luego tenían un uso posterior, pues ya la lata indicaba ese  uso secundario: garbanzos, hilos, botiquín...  Más de una vez compré con mi madre alguna de esas latas en los comercios de Riello. Allí en las alforjas del burro, entre compras diversas, iba como una compra especial la lata de  Colacao.  Yo, contenta, por el contenido, y ella también, por el uso que iba a dar a ese envase tan práctico y decorativo.


A medida que las cocinas se fueron modernizando apareció la yogurtera y se comenzó a elaborar en casa el yogur natural.  Se ponía la leche en un vaso grande o en varios pequeños  dentro de un aparato eléctrico que la templaba  durante horas y esa leche, a la que se había añadido una cucharada de yogur para activar la transformación, terminaba convertida en yogur, del que se guardaban unas cucharadas para la próxima tanda. La yogurtera fue toda una innovación y se convirtió en uno de los pequeños electrodomésticos que antes llegaron a muchas casas.


Yogurtera conservada en mi casa. Foto: MAR


Además de la leche natural de vaca, cabra u oveja, en los años 50 del siglo pasado los niños omañeses tuvimos ocasión de probar otra leche muy diferente por su origen.  Hasta entonces sabíamos que la leche que tomábamos salía del ubre de los animales domésticos, pero entonces también pudimos comprobar que podía salir de un bote. Recuerdo que me resultaba muy difícil comprender cómo un líquido como la leche se podía transformar en polvo. Eran “moderneces” que un niño omañés de los años 50 no podía comprender. Como tampoco entendíamos las inscripciones en inglés que figuraban en  los envases. Se trataba de la leche de la ayuda americana que llegó a las escuelas de España  para completar la alimentación de los niños. Leche, queso y mantequilla se distribuyeron por las escuelas nacionales y otros organismos a cambio de ceder terrenos por parte del Gobierno español para instalar en España las bases militares de EEUU.


Así llegaron a nuestras escuelas unos productos extraños, de distinto sabor y aspecto que los que  conocíamos. La leche se repartió de forma generalizada. En la escuela calentábamos el agua  en una pota sobre la estufa, se añadían unas cucharadas de polvo, se removía…  ¡Y ya estaba la leche lista para servir!  Era una labor que hacíamos directamente los niños, supervisada por los maestros. Si el agua no estaba bien caliente o no se removía bien quedaban unos grumos de aspecto y sabor  muy desagradable. Recuerdo todavía perfectamente el gusto que tenía, raro, como de algo artificial. Cada uno de los niños llevábamos nuestro propio tanque en  el que tomábamos a media mañana la leche templada. También llegó el queso, en una lata  cilíndrica, un queso de aspecto amarillo, parecido quizá al queso chedar o al de bola. La leche se solía repartir a la hora del recreo de la mañana y el queso por la tarde, aunque el reparto de queso no fue algo tan habitual. En cuanto a la mantequilla, desconozco si se llegó a repartir en las escuelas de la montaña. Desde luego, no se hizo en la escuela a la que yo asistía.


Aceitera que conservo realizada con una lata del queso de la ayuda americana.
Foto: MAR


En realidad, los niños de Omaña de aquella época seguramente teníamos más necesidad de comer  carne y otros alimentos que leche, pues en la mayoría de las casas había leche natural, pero no cabe duda de que en otros lugares los niños tomaban pocos productos lácteos en esos años de posguerra. Entre 1954 y 1968 llegaron a España  más de 300000 toneladas de leche  de la llamada Ayuda Social Americana (ASA), que se distribuyó por las escuelas  y otros organismos.


En la época de la que hablamos, en la montaña leonesa,  solían hacerse cinco comidas al día, especialmente en las épocas de trabajo duro en el campo: el almuerzo (desayuno), tomar las diez o las once, comida (se la llamaba la comida de  las doce, aunque fuese más tardía), la merienda, hasta el final del verano cuando los días se iban acortando y aparecían por los praos las quitameriendas (a finales de agosto), y la cena.  Para tomar las  diez y para  la merienda se solían comer embutidos: un cachín de chorizo con pan era lo más socorrido, pero a veces había que conformarse con una rebanada de pan untada con el tocino que había quedado de la ración del mediodía. A los niños nos podía llegar también algún producto lácteo a la hora de la merienda, en especial, la manteca untada en pan. Y más tarde un trocín de membrillo.


La leche, pues, junto con las patatas, el pan y la matanza, fue  parte fundamental de la alimentación omañesa a lo largo del siglo XX.



Artículos relacionados:


La comida tradicional omañesa (I): los productos de la tierra


La comida tradicional omañesa (II): la matanza



sábado, 3 de julio de 2021

La comida tradicional omañesa (II)


     La carne y  el pescado


Después de hablar en un artículo anterior de la alimentación procedente  de los productos del campo, en este voy a hacerlo de  la alimentación referida a la carne, los huevos  y el pescado.


Los productos de la matanza






La  mayor parte de la carne que se comía en los pueblos de Omaña solía proceder de  la matanza, como ocurría en la mayor parte del mundo rural leonés. Del gocho se aprovechaba absolutamente todo.  Por ello, de la matanza procedían muchas delicias culinarias. Entre ellas estaban  los huesos de espinazo, que se curaban adobados y el llosco, que estaba formado por  huesos adobados que se embutían y se curaban. El mejor llosco solía reservarse para la cena de Nochebuena y se comía guisado con patatas.  También se preparaba la androya, un tipo de embutido realizado con tocino y partes blandas como la lengua…El término androya (en Omaña con la consonante palatal oclusiva /y/), presenta diversas variantes de forma y concepto en las distintas comarcas leonesas: androlla, androllo, andolla, androcha, andrulla, androja… Para  este embutido se solía usar la tripa ancha del final del intestino del gocho, de mal aspecto, llamada juan, nombre que por extensión también se daba a la androya. Era un embutido muy sabroso que  se solía comer antes de los antruejos.


Llosco omañés (similar al botillo berciano)

 Se elaboraban también los distintos tipos de chorizo, el de buena calidad, que se curaba o se conservaba en aceite o grasa, en ollas de barro, y el de callo o sabadiego, que se hacía con  carne de peor calidad, tocino y  vísceras, y solo se comía cocido, como parte de la ración. A veces también se elaboraba chorizo de carne de vaca. Este se consumía el primero, pues se secaba antes, ya que  tenía menos grasa, y se solía comer cocido. Aunque no era un embutido habitual, en los 60 y 70 se empezó a elaborar salchichón con un tipo de aditivo ya preparado que se compraba.


 En todas las casas había una cocina de curar o de   humo que, en muchos casos, era también  la cocina del horno. Allí se ponía la lumbre en el suelo y durante algunas semanas, después de hacer la matanza, con aquella humacera se iban secando las tripas. Primero se las colgaba por la parte curvada y después de unos días se les daba la vuelta y  se colgaban por las cuerdas que unían ambos lados de la corra.


 ¡Qué recuerdos tan vivos nos han quedado a muchos de aquellos días de matanza de nuestra niñez, de aquellos chillidos del animal cuando lo agarraban con un gancho por la parte baja del cuello para conducirlo al banco del sacrificio! En todas las casas solía haber un banco específico para matar el gocho. Fijar el día, contar con la ayuda de vecinos, disponer el banco,  afilar el cuchillo, poner a buen recaudo el caldero para la sangre y preparar la parva, que era la copa de orujo con galletas, con que se agasajaba a los participante, eran tareas que se hacían con sumo cuidado. Se necesitaban muchas manos  para tener por el animal mientras lo sacrificaban y en este cometido solían intervenir siempre manos masculinas. Pero la ayuda de los vecinos y vecinas estaba asegurada en todos los pasos del proceso de la matanza.  Una vez muerto, se chamuscaba el animal con paja larga prendida o alguna otra hierba para quitarle las cerdas. Después  se lavaba su piel restregándola bien y comenzaba la tarea, un tanto artística, de vaciar al animal. Se abría su abdomen con pericia,  de una forma determinada, se sacaban las vísceras y luego se colgaba  en canal de una viga y allí se dejaba toda la noche al fresco.


 Eviscerado el gocho, comenzaba el trabajo de las mujeres, que ese día consistía fundamentalmente en lavar las tripas, cosa complicada cuando no había agua corriente, pues obligaba a ir una fuente, arroyo o al río y hacerlo con agua muy fría, pues la matanza solía hacerse en noviembre, en torno al día 11, festividad de san Martín de Tours, por eso se llamaba el sanmartín o sanmartino. Se tomaban unas muestras de las vísceras que había que llevar al veterinario para que realizara la prueba de la triquinosis. En mi pueblo y su contorna se llevaban al veterinario de Riello. Una vez que se tenía la certeza de que el animal estaba sano ya se podían probar las chichas, que se asaban sobre la chapa de la cocina  bilbaína y que eran un bocado exquisito. Al día siguiente, se estazaba el animal y se comenzaba a  preparar el adobo  mondongo para hacer los chorizos y las morcillas. Había que picar la carne, en la  máquina casera,  adobarla con pimento, sal y oriégano, dejarla algún tiempo en reposo, después de "amasarla" convenientemente para que se mezclaran bien los ingredientes, y luego hacer los chorizos… Esa era tarea más propia de mujeres. ¡Con que maestría colocaban toda la tripa plegada alrededor del embudo de la máquina y luego la iban dejando deslizarse a media que se rellenaba  e iban dándole forma para que no se rompiera! Había que  dar a la manivela, poner el adobo en la parte superior de la máquina y apretarlo con la mano, sujetar la tripa, atar y  achorizar…  Y todo eso requería varias manos. Así, los embutidos iban de la artesa a la mesa de embutir y achorizar; de allí, al varal, y del varal, una vez semicurados, a la olla, o ya curados, a la mesa o al zurrón. 


Inicialmente se  usaban las propias tripas del cerdo para todos los embutidos que se elaboraban, pero, poco a poco, se empezaron a  usar para embutir los chorizos  tripas de vaca que eran más anchas. Se compraban en un rollo, apelmazadas, secas  y  conservadas en sal. Se sumergían un rato en agua y así recuperaban su forma  flexible. Me resultaba chocante que aquel amasijo se pudiera convertir en una tripa tierna y  fácil de manipular.


Máquina de hacer chorizos de mi casa

De la matanza también se obtenía el lomo y el jamón. Parte del lomo, después de sofreírlo un poco, se conservaba en la olla, como el chorizo, pero  otras piezas se embutían para curarlas. Los productos metidos en la olla se usaban en verano, cuando ya se habían terminado los chorizos curados al humo, que endurecían antes. La tarea de embutir el lomo precisaba de manos habilidosas. Se ataba una cuerda en un extremo del mismo, se metía la tripa por la cuerda y una persona lo sujetaba en vertical  tirando de la cuerda  y otra iba estirando   la tripa hacía abajo sobre el lomo. No era infrecuente que se produjera algún roto en la tripa, pero no había problema, porque aquellas mujeres, curtidas en el arte de  repasar y remendar, cosían la tripa como lo hubieran hecho con el pantalón de su marido.


Olla para conservar la matanza en grasa o aceite y arca en que se guardaba

En cuanto a los jamones se salaban en una artesa grande durante unos cuantos días (la cantidad de sal y de días dependía de su peso). Las carnes de la androya y los huesos del llosco también se embutían y se curaban. Y, por supuesto, se hacían las morcillas, que por la zona de Omaña se elaboraban con la sangre del cerdo y cebolla, como ingredientes fundamentales, aunque, en algunas casas, se les añadía fruta, en especial, pera cocida. Tengo muy viva la imagen del caldero que se ponía bajo el pescuezo del gocho para que cayera la sangre de su yugular mientras moría. También se dejaba secar la manta de grasa y días después se hacía la derrita. Esa grasa derretida se usaba para conservar los chorizos en la olla y para sazonar. Lo que quedaba de la derrita eran los chichos, que se solían comer  calientes, a veces acompañados de manzana, que se había añadido a la grasa que se derretía, y azúcar. También se usaban  para  rellenar tortas dulces. Y, en caso de no comerse, junto con otras grasas, se usaban para elaborar jabón. Nada se tiraba. 


Lo que más abundaba era el tocino, que también se salaba y se curaba al humo. Dependiendo de la parte del gocho de la que procedía tenía mayor o menor calidad. Creo que el de la cabeza era más estimado, porque tenía alguna veta de carne. Desde luego, el tocino era el producto más barato. ¡Y qué sabroso estaba aquel cachín que sacábamos caliente del pote antes de comer y lo untábamos en pan! Además del que producían los gochos que se cebaban  en casa para la matanza, se compraban otras piezas o se cambiaban por jamón. Me llamaba la atención de niña cómo por una pieza de jamón se obtenían varias de tocino; mi mente infantil creía que se veía beneficiado el que obtenía el tocino, pero en realidad el intercambio era  bastante desigual.


En muchas casas se completaba la matanza del cerdo con la de vaca y  alguna cabra u oveja. De estos animales se conseguía una delicia culinaria que era la cecina. Se usaban a tal fin las paletillas o las piernas, que se curaban como en el caso de los jamones de   los gochos. El resto de la carne se usaba para chorizos o  curaba, pues no existían congeladores para conservarla La cecina de chivo era especialmente sabrosa, pero se secaba rápidamente y se ponía muy dura, hasta el punto de que a veces había que forgarla para poder cortarla. En algunos casos, en lo referido a la matanza de vaca, se compartía un animal para dos familias. Recuerdo que en mi casa se mataban dos o tres gochos y media vaca. En las últimas matanzas ya  no se sacrificaban todos los animales en noviembre, sino que alguno se mataba posteriormente en enero  o febrero, de manera que así se tenían chorizos tiernos durante más tiempo.




La matanza  era un bien muy preciado en el mundo rural, pues aseguraba el alimento para todo el año,  por eso las cocinas de curar solían cerrarse con llave. No era infrecuente que se produjeran robos de chorizos u otras piezas por parte de personas necesitadas. A medida que “llegaba la civilización” también fueron llegando otros ladrones que robaban con mala intención. Mi tía abuela Celia curaba la matanza de la casa y de otras personas y estaba siempre muy atenta por si los amigos de lo ajeno se daban una vuelta por su “santuario”. Era fascinante ver unos cuantos varales  llenos de chorizos y separados con etiquetas de cartón con los nombres de cada propietario. Por allí aparecíamos las sobrinas-nietas con el hambre de no haber  comido las  berzas y ella nos deslizaba, en secreto,  un cachín de chorizo con el pan que tenía  a mano en la masera.


Cocina de curar  de mi tía-abuela Celia (en mi casa)  en la que se ven recogidas las pregancias


Una vez curada la matanza, que en Omaña se hacía  al humo, se solía guardar en la mosquera, un cajón grande que se colgaba de una viga y que tenía los laterales cubiertos con una malla fina para que pudieran estar ventilados los productos y no pudieran acceder a ellos las moscas. En otros casos se colocaban en la dispensa. Antes de guardarla siempre había que estar atentos por si un ratón inoportuno se deslizaba desde el techo y se asentaba en un varal o si, por el paso de tiempo, los embutidos se ponían mofosos.  Para evitar a los roedores se colgaban los embutidos a veces en la gabitera (una especie de cajón colocado boca abajo) o se  les colocaba por encima una chapa o cualquier otra cosa que evitara que los ratones tuvieran acceso a la matanza que colgaba de los varales.


Mosquera


Otras carnes, que no procedían de la matanza, y que se comían con menos frecuencia, eran la ovina y la de conejo. Algunas veces se comía carne de oveja curada, que era dura, para acompañar el cocido, y cordero en los días de fiestas muy señaladas, generalmente en las fiestas patronales. El cordero (y a veces cabrito) se solía comer guisado. Era también frecuente que se criaran conejos en casa y se mataba alguno de vez de cuando. Cuando se extendió  la enfermedad de la   mixomatosis en muchas casas se prescindió definitivamente  de estos animales. A veces se comía también alguna liebre con patatas.


Pero, sin duda, la base de la alimentación omañesa del siglo pasado, en cuanto a carne se refiere, eran los productos de la matanza. Nuestros gochos, criados en casa, con alimentos naturales, tenían un sabor exquisito. Hay que decir que esos animales que se criaban para consumo  comían también comida “cocinada”, pues de las pregancias de la cocina de curar colgaba siempre un gran caldero de hierro en que se cocían las patatas menudas y los nabos con los que se les alimentaba,  que se aderezaban con un poco de harina. De esta manera la lumbre que se hacía en el suelo, con una buena zorrera, se aprovechaba para curar la matanza y para cocer la comida de los gochines que se matarían el año siguiente. A veces se les hacía   batudo con harina y agua o se les daban las lavazas (restos de comida del enguaje de platos y potas). Y también comían vegetales crudos como el trébol, las carbazas, las berzas… Y, de vez en cuando, les llegaba la leche ácida que quedaba de mazar o los coluestros (calostros) de una vaca que paría…


                            Caldero de hierro en el que se cocía la comida para los gochos

 

Lo que venía del pollero


 A la matanza se solían añadir las aves de corral como parte de la alimentación. Alguna gallina que daba gusto, pero que tenía poca carne y dura, y algún gallo más lucido más de tarde en tarde, generalmente en celebraciones, como el día de Navidad, pues no fue la comida más  frecuente hasta que llegaron los pollos frescos comprados. En algunas casas se comía también, aunque de forma no habitual ni en todos los pueblos, alguna paloma, pato o pavo. Y aves de caza como perdices y codornices.


Los días especiales, en época de verano, se elaboraba la ensaladilla rusa  que era también comida festiva. Para acompañarla había que elaborar la mayonesa casera. En un recipiente se ponía una  yema de huevo y se iba añadiendo aceite y removiendo de forma constante hasta que se obtenía la salsa. La tarea resultaba complicada, pues había que tener mucho tino (y suerte) para que la mayonesa no se cortara. Cuando ocurría eso, había que volver a empezar y desechar la estropeada, con gasto inútil de aceite y  de tiempo.


Los huevos eran otro de los   productos caseros. Se retiraban directamente del ñal o nial todos los que ponían  las gallinas, excepto uno que se usaba como reclamo: el añadero. En las épocas en que las gallinas ponían a diario era un placer ir a recoger los huevos y encontrarse con una buena ñalada. Una  lata  vacía de las de sardinas de un kilo podía servir de recipiente adecuado, si no se encontraba a mano una cesta de mimbre. Para este menester no era muy adecuado el socorrido mandil, pues con los huevos en él se podría hacer tortilla antes de tiempo.


 Los huevos se comían casi siempre fritos, estrellados y con puntillas, pero a veces se elaboraban con ellos distintos tipos de tortilla. ¡Qué sabrosa estaba el pan pringado en aquellas yemas amarillas de las gallinas caseras! Se solían comer cocidos en los  días de abstinencia de Cuaresma, acompañados de bacalao. La yema, añadida a la leche, se daba a niños y enfermos  como reconstituyente y,  con leche y miel, se tomaba también para el dolor de garganta. Los huevos eran uno de los productos que más se vendía o, como en el caso de otros productos, se usaban para el trueque en las tiendas de los pueblos. Recuerdo que mi propina de niña, en ocasiones, era un huevo. Con ese huevo iba a la tienda y lo cambiaba por caramelos. En Paladín, Isaac y Lisa, propietarios de la tienda, recorrían muchos pueblos de Omaña, de La Cepeda y otras comarcas próximas comprando los huevos que luego llevaban a vender a León, en un carro tirado por un macho.



Gallinas "pastando" en Paladín


 El pescado


En  Omaña el pescado era poco frecuente en la dieta, pues no se podía adquirir en la mayoría de los pueblos, más allá del pescado congelado que se generalizó en las tiendas en los años 60 y 70.  Seguramente el que se comía más era el bacalao que no necesitaba una conservación especial, pues se consumía en salazón.  El bacalao, que había  que desalar, se elaboraba guisado o frito, cuando se trataba de una buena bacalada, en cambio,  si eran migas de bacalao,   se solían  comer con patatas. Las sardinas y arenques sí estaban presentes en la dieta, generalmente en conserva de aceite. También el escabeche de chicharro, verdel…  Como en la mayoría de los pueblos no se vendía pescado fresco, había que aprovechar los viajes a León o a poblaciones más grandes para comprarlo. Tengo un vivo recuerdo de  cuando iba mi madre a León y aprovechaba para ir a la plaza cubierta a comprar sardinas frescas o chicharro. Pescados baratos, por supuesto. En Paladín existía una cofradía que tenía por fin ayudarse entre los cofrades en caso de necesidad y, especialmente, acompañarlos en los entierros. Los miembros de la misma hacían una merienda de hermandad el día de Jueves Santo y en ella, además de lo que se comiera allí,  se repartía una cantidad de  escabeche que cada cofrade se llevaba a casa.  Con ello todos los miembros de la familia ese día comíamos conservas de pescado.


 Pero hay un pescado muy nuestro que sí ha formado parte de nuestras mesas: la trucha y algunos peces. Además de los pescadores profesionales o aficionados, que usaban caña, la mayoría de los hombres omañeses eran capaces de pescar truchas a mano, quizá de manera irregular o furtiva, pero desde luego de la manera más natural. Muchos tenían una gran habilidad para meter la cabeza bajo del agua y  las manos debajo de las piedras o entre las raíces y salir a la superficie  con una trucha en las manos. También pescaban con ñasas, trasmallos y tiraderas. Parece ser que a veces usaban una planta llamada gordolobo para atontar a  las truchas y pescarlas con más facilidad. La machacaban y la echaban en los pozos donde  sabían que  las podrían encontrar.   No faltaban, de tarde en tarde,  los desaprensivos que echaban lejía en alguna tablada con lo que conseguían que las truchas murieran y salieran a la superficie. Este sistema de pesca, ilegal y antinatural,  mataba los peces de todos los tamaños  y era condenado por los lugareños.


 Las truchas se comían fritas o  guisadas. Con el caldo, al que a veces se añadía vino,  se cocinaba   sopa de pan: la conocida sopa de trucha. En la Omaña Baja, tanto en La Utrera como en La Garandilla (mi tía Lindes), y más tarde en el restaurante Horizonte, hubo distintos  bares en que se preparaban de forma exquisita. Siempre se dijo que las truchas de nuestro río, de agua fría y cristalina, eran (y siguen siendo) muy exquisitas. Los cotos de La Omañuela y El Castillo son especialmente apreciados por los pescadores y también  las zonas de pesca libre.  Ya Pascual Madoz, a mediados del siglo XIX, hablaba  de las truchas del río Omaña y también de  anguilas y otros peces. 




Cierro aquí este segundo artículo sobre la comida tradicional omañesa, comida que coincide en lo fundamental con la de todos los pueblos de la montaña leonesa.  Y lo cierro con una fotografía  de diciembre de 2020, que es bastante ilustrativa de lo que era, y aún sigue siendo, la matanza tradicional omañesa.


En esta cocina se pueden apreciar los chorizos, un llosco y un lomo y  piezas de tocino de cerdo.
También los costillares, piernas y paletillas de una  oveja y  un carnero.
Foto gentileza de una miembro del grupo Divulgando Omaña. ¡Gracias!



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La comida tradicional omañesa (I)

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