El río de la vida
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar a la mar.
Gran cantar. Antonio
Machado
Parafraseando a Jorge Manrique, Antonio Machado identifica la
vida con un río, Me gusta la idea de que la vida se parezca a un
río. De los cuatro elementos: agua, fuego, tierra y aire, yo siempre me
identifiqué con el agua, con el agua en movimiento. Agua que es transparente como la verdad, que acaricia como un abrazo, que suena cadenciosa como la música, que tiene afán de eternidad…
Nos parece que es siempre igual, como los días de la vida y, sin
embargo, es siempre distinta. Nunca vemos pasar dos veces la misma agua, como nunca
volvemos a ver pasar los minutos de nuestra existencia. El agua de fuentes,
arroyos y ríos es un espejo de vida. Es espejo, porque en él se refleja el paisaje que
lo rodea, y es vida, porque da vida.
Siempre me gustó contemplar cómo manaba una fuente, naciera
el agua mansamente o a borbotones. De pequeña me parecía que las fuentes reían
y los ríos cantaban cuando corrían serenos o gritaban cuando su caudal se desbordaba. Siempre me gustó contemplar desde un puente o desde el borde de un prado o camino cómo
pasaba el agua. Sigo teniendo la sensación de que el agua, al pasar, habla, canta, hace compañía, da paz.
Los ríos son, pues, para mí, la mejor metáfora del sentido de la vida humana. Todos los seres humanos nos
parecemos a un río en el nacer y en el morir. Los ríos más poderosos suelen nacer
de una humilde fuente y al llegar al mar son todos iguales. Pero el sentido de
la vida humana no está solo en el nacer y en el morir, ni siquiera en ir viendo
pasar la vida, está, sobre todo, en cómo se
vive; no en vivir, sino en el vivir.
Cada vez que cumplimos años, nos suelen venir a la mente
vivencias del pasado y sueños e
incertidumbre sobre lo que está por venir. Buen momento para pararse y hacer
una pequeña reflexión. Y eso es lo que voy a hacer en las siguientes palabras. Para ello habré de desnudar un poco mi alma y contar algunas experiencias que he vivido para, a partir de ellas, poder expresar cómo ha sido mi vivir.
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Espejo de vida.
El cielo y el paisaje reflejado en las aguas del río Omaña (León) |
Cumpliendo años...
PRIMERA EDAD: Mi infancia
Nací en un pueblín recóndito (Paladín)
del noroeste de León, en la década de los 50 del siglo pasado. Un lugar
hermoso, pero apartado de la civilización. La carretera asfaltada más cercana
estaba a unos 10 km, había una luz eléctrica escasa y limitada a dos bombillas
en toda la casa. Las calles no estaban iluminadas y se llenaban de charcos y de barro en invierno. No llegaban periódicos
ni había aparatos de radio. A mi casa
llegó la radio cuando tenía siete años y
fue una ventana mágica que nos abrió al mundo.
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Mi pueblo |
Mis sonidos de infancia fueron
los sonidos de la naturaleza: el canto de los pájaros y de los gallos, el
mugido de las vacas, el rumor de las ramas de los árboles… Aprendí a oír el
silencio sonoro de ese mundo que me rodeaba. Mis sabores, los de las cerezas
silvestres, las moras, el pan recién amasado, la leche recién ordeñada… Mi piel
sentía las caricias de la brisa, la suavidad de la hierba verde de los prados…
Y las agresiones del viento gélido o del
picor de la lana natural de mis jerséis y calcetines. Mis olores, los de la
hierba seca, las rosas en la ventana, la
flor de saúco, el aroma de las manzanas, la leña quemada… Mis colores, los
verdes de los prados y la arboleda, los blancos y rosados de los montes, los
rojos del ocaso, el blanco de la nieve... Me fascinaban los trajes
estacionales con que se vestía la
naturaleza. La alfombra de flores del brezo (urces) de los montes y los estampados sonrosados y blancos de los
frutales en primavera, los lunares rojos
de las cerezas y guindas que asomaban
entre las hojas del verdor veraniego, la maravilla de los trajes
multicolores de tonos ocres y rojizos del otoño y hasta la elegancia de su
desnudez invernal.
Mi infancia fue también un río:
el río Omaña. Y ha seguido siendo el río
de mis años, el río de mi vida. Un río que
daba vida al paisaje y que envolvía los sentidos. Mis ojos contemplaban
a diario sus aguas cristalinas sobre las
que hacían acrobacias las truchas para atrapar mosquitos, unas aguas frescas y
relajantes, con su rumor plácido de verano y su sonido furioso de invierno. Un río que también se paseaba por presas y regueros y que iba sembrando a su alrededor vida y
belleza. Ese es, en pocos trazos, mi paisaje.
Allí aprendí a respetar, a querer y a mimar la naturaleza.
Y mi paisanaje fueron unas gentes sencillas que vivían apegadas a
la tierra y al compás de las estaciones. Al ritmo de esas estaciones realizaban
los trabajos agrícolas, al ritmo de las estaciones se adaptaba la alimentación y se convivía con los vecinos. De esas gentes
aprendí unas cualidades esenciales que han marcado mi vida. Aprendí el espíritu
de colaboración, la austeridad, el ser
personas “de buen conforme”, el sentido de la gratitud, el espíritu de
sacrificio, la fe en la providencia, la humildad… Y también la cultura del sentido común, que no
es tan común como sería deseable.Un buen ejemplo de vida estoica. Conocí también, con la experiencia, la dureza
del trabajo del campo y las decepciones
que a veces producía. No sabía entonces que muchos años después yo iba a hacer algo por mi patria chica y esta me lo iba a recompensar con creces.
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Galardón Omañesa del Año 2013. Instituto de Estudios Omañeses |
Y valoré mucho la escuela. Era una apertura al mundo. Allí,
en aquellos mapas, oscurecidos por el humo de una estufa de leña, estaban señalados
lugares tan exóticos para mí como Pernambuco.
Por allí cerca estaba Argentina, lugar al que había emigrado mi abuelo
paterno en 1911, y de la que hablaba
tantas maravillas. ¡Para mí aquello de viajar a un lugar tan lejano cruzando el
océano era una auténtica proeza! En mi sencilla escuela, una escuela unitaria
de muy pocos niños, sentí la cercanía y
el cariño de mi única maestra, Felipa y aprendí a leer, escribir, las cuatro
reglas y lo que contenían aquellas famosas enciclopedias Álvarez. Y también empecé a valorar el deseo de mis padres de que aprendiera
(nunca se lo agradeceré lo suficiente). Siempre he llevado conmigo ese bagaje.
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El pupitre de mi escuela y mis enciclopedias |
Mi adolescencia
A los diez años el párroco del
pueblo informó a mis padres de que había unas becas para estudiar Bachiller.
Mis padres querían que sus hijas fuésemos “más que ellos” y, aunque teniendo
que prescindir de mi ayuda doméstica (en aquella economía de subsistencia todas
las manos eran pocas), decidieron que me presentara a los exámenes necesarios
para conseguir la beca. La conseguí y
comencé el Bachiller.
Y así, aquella niña de pueblo, se
trasladó a vivir en una residencia de monjas de la capital, un
colegio menor con disciplina bastante férrea, que no permitía volver a casa nada más que en
periodo de vacaciones. Me fui adaptando poco a poco al mundo urbano: al ruido
de los coches, a las luces, a los escaparates… Me adapté también a la
convivencia con muchas chicas de otros pueblos, de otras familias, aunque, la
verdad es que las diferencias culturales entre nosotras no eran muy significativas. Eso sí, sus pueblos
eran más “importantes” que el mío. Los
cursos en el instituto Juan del Enzina de
León pasaban bastante iguales a sí mismos y en mi mente persistía una preocupación fundamental: tenía que
estudiar para no decepcionar a mis padres y, sobre todo, para conservar mi beca (entonces había que
sacar un mínimo de 7 de media para poder renovarla). Así, sin suspensos, curso tras curso, llegué al
Preuniversitario, el llamado Preu.
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León. Lugar donde residí los siete años de Bachiller. (Colegio menor las "italianas") |
Superé una carrera de obstáculos
que me dejó a las puertas de la universidad: el examen de beca y el de ingreso
a los diez años, la Reválida de Grado Elemental, a los catorce; la de Grado
Superior a los dieciséis, la Prueba de Madurez de acceso a la Universidad a los diecisiete… Y, a pesar de tantas trabas
académicas para los estudiantes de aquella generación, ¡sobrevivimos! Y no nos
quedaron traumas, más bien al contrario, todos aquellos retos nos obligaban a
madurar.
He recordado este proceso
muchas veces cuando ha surgido tanta
polémica en época reciente sobre la reválida de Bachillerato. Conservo hermosos
recuerdos de algunos profesores: don Leoncio, la señorita Manoja… Su ejemplar ejercicio de la docencia me sirvió de
ejemplo para dedicarme a esa profesión en el futuro. En esa época también se
forjaron buenas amistades. Y en algún
momento del Bachiller me topé con una frase del poeta R. Tagore (entonces no sabía quién era) que anoté, entre otras muchas, en una libreta de pastas
negras que aún conservo: “No llores la marcha del sol, porque las lágrimas pueden impedirte ver
las estrellas”. Sin saberlo entonces, esa frase me marcó en los años sucesivos y me ha servido de lema
toda la vida.
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Instituto Juan del Enzina (León), donde cursé todo el Bachillerato. |
Mi juventud
Inicié mi juventud trasladándome
a Oviedo, durante el curso, para poder cursar estudios universitarios. Aún no
existía en León esa posibilidad. Conseguí una beca-salario (parte de la beca la
cobraba el alumno y otra parte era una ayuda
para los padres). Era una beca generosa en su cuantía, que me permitió un periodo universitario sin sobresaltos
económicos. He de decir, porque es de justicia,
que aquella dictadura franquista que fue tan nefasta
para España, en esos años sí daba
opción a que los hijos de familias
humildes del mundo rural pudiéramos ir a la universidad. Yo no tenía más
“mérito” especial que haber nacido en
una familia así y mi rendimiento
académico. Y como yo, otras personas con las que conviví en esos años.
Estábamos en los últimos años de la dictadura. En Asturias la lucha obrera era
importante. Allí habían nacido las CC.OO. en los años 60 y esa lucha se vivía también con fuerza en la
universidad en los primeros años 70.
Fueron años de nuevos retos y experiencias. Fueron tiempos agridulces. Vivía entre la contradicción de querer participar en
aquellas luchas universitarias y el
miedo a perder el curso por las huelgas, y con ello mi beca. Fueron también
años convulsos en lo personal, pues corrieron paralelos a la enfermedad y
muerte de mi madre (¡con 43 años!), hecho que provocó ausencias a las clases en algunos periodos y un fuerte
desgarro personal. Me dolía también que aquella madre, ilusionada por conseguir que sus hijas fueran independientes de adultas, no
pudiera ver que su hija mayor concluía estudios universitarios.
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En Oviedo, 43 años después, al lado del P. Feijoo y ante la que fue mi facultad |
Todos aquellos sinsabores fortalecieron mi personalidad, pues aprendí a vivir en libertad y con sentido crítico, a asumir
responsabilidades, a ser persona seria. A ser
directora de mí misma. En esos años universitarios comprendí que no era lo mismo
ser personas de buen conforme (cosa que se elogiaba en Omaña) que personas conformistas. Ser de buen conforme
implicaba no ser egoísta, no obsesionarse por ser o tener más que los demás, ser austero… Pero
no había que ser conformista, había que
esforzarse por crecer en lo personal y en lo social, había que comprometerse
para luchar por la justicia y la libertad. En definitiva que ser de buen
conforme era una virtud, pero ser conformista era defecto.
Forjé buenas amistades en
aquellos años. Algunas de ellas pasaron por momentos de silencio por los
avatares de la vida y muchos años después recobraron voz y presencia cercana.
Mis estudios (Filología Románica)
me pusieron en contacto con profesores de notable prestigio, aunque entonces
quizá no los valorara en toda su dimensión. Fui alumna del lingüista Emilio
Alarcos Llorach, un referente en estudios gramaticales, del filósofo Gustavo
Bueno y de otros profesores notables.
Aprendí mucho de su valía académica, no siempre de aspectos humanos.
Aquellos profesores , en general, estaban distantes
del alumno, no conocían nuestros nombres
ni nuestras inquietudes. Yo
aspiraba a ser una buena docente, pero
ellos no eran mi modelo. Iba a tener que aprender mucho cuando iniciara mi
trabajo en el mundo educativo.
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Mi orla universitaria |
SEGUNDA EDAD: mi vida profesional
Y con mi título académico de
licenciada aterricé en Madrid y empezó mi carrera docente, en el mes de noviembre
de 1975. Franco estaba a punto de fallecer. Pude vivir en la capital de España
todos los hechos relacionados con la transición. Y también en el centro escolar
en que trabajaba, que tuvo que adaptarse a aquella nueva España que nacía. Y
esa larga carrera se prolongó durante cuarenta y un largos y anchos años.
Una
hermosa y dura profesión de la que he
disfrutado mucho. Una profesión en que se trabaja con personas, a las que se
conduce (duco=conducir). Una profesión en que se puede forjar el alma de adolescentes, con las
lecciones, con el trato, con el ejemplo vida. Una profesión en la que el profesor
cumple años, pero el alumno no. ¡Bendito engaño! Todos los años por las mismas
fechas mis alumnos tenían la misma edad,
pero el río de mi vida seguía corriendo sin descanso.
Fueron pasando muchas
generaciones de estudiantes, que se convirtieron en profesionales. Algunos de
ellos hoy son grandes amigos, incluso en dos generaciones: padres e hijos.
Siempre recibí reconocimiento y gratitud del alumnado...
Nunca tuve
“enemigos”. Siempre mantuve una relación
cordial con mis compañeros y siempre recibí un gran apoyo de todos.
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Pabellón de aulas de ESO y Bachillerato. Colegio Salesiano Santo Domingo Savio. Madrid |
Decía Pitágoras que
el discípulo debe situarse respecto a sus superiores como cerca del fuego, ni tan cerca que se
queme ni tan lejos que se hiele. ¡Qué gran verdad! El equilibrio entre
cercanía y autoridad, la exigencia, la sinceridad, la alegría (que no es igual
que la juerga), el respeto y la mucha dedicación fueron mis armas educativas. Y,
sobre todo, el amar lo que se hace, porque "educar es cosa del corazón", decía san Juan Bosco. Su lema fue mi lema.
Y
realmente funcionaron. Un día una alumna me dijo en clase el mejor piropo para un docente:
“Margarita, eres capaz de mantener la atención porque te crees lo que explicas”.
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2015. Con alumnos y profesores en el recital Doscientos Años de Sueños, en Santo Domingo Savio |
¡Qué gran regalo es que te
reconozca alguien en cualquier lugar y que te salude con cariño! Educar desde la alegría y enseñar alguno de los secretos de la felicidad, desde tres máximas
que me han recordado, porque yo se las repetía, los antiguos alumnos, una y otra vez: “Si no puedes hacer lo que
quieres, al menos aprende a querer lo que haces”, “no se trata de ser el mejor del mundo, sino el mejor de uno mismo” y "la auténtica sabiduría consiste en saber qué hacer con lo que se sabe". Y mientras enseñaba Lengua y Literatura y me rodeaba la gran familia de un centro educativo, conocí
a mi esposo, formé mi propia familia y eduqué a mis hijos… Y
también con ellos compartí los mismos valores. Y la vida siguió: se fueron amores (mi
padre), llegaron amores (mis nietos).
Durante mi vida profesional siempre
mantuve los principios que había aprendido en mi infancia. La fortaleza de ánimo, que nos hace resistir
los embates de la vida, la humildad, el
esfuerzo, la austeridad, la solidaridad, el compromiso… ¡Cuántas depresiones de adolescentes,
anorexias, bulimias y otros desarreglos emocionales tienen que ver con la falta
de fortaleza de ánimo, con el no saber aceptar las frustraciones!
Y... TERCERA EDAD: la jubilación
Y así, día a día, año a año, he llegado a la atalaya de la edad del “júbilo”. Y sí, es una atalaya,
desde la que se ve lo que ocurre desde arriba, con perspectiva, abarcando todo
el panorama, con mirada serena y análisis pausado. Y he subido a la atalaya con mis alforjas
casi llenas, llenas del amor de mis
seres queridos, del cariño y el aprecio de los amigos, de la gratitud de mis
alumnos… Llenas también de vitalismo: de ganas de aprender, de ganas de conocer
lugares desconocidos, de sorprenderme… Llenas de deseos de seguir conmoviéndome ante
la belleza de un paisaje o de una actividad artística, con la escucha atenta de
una conferencia, con la lectura de un libro, con una simple charla de amigos,
con una caminata… Llenas de ganas de compartir un sentimiento, una reflexión,
unas anécdotas, una mesa, unos versos… Llenas de ganas de compartir ilusiones y cariño con todas las generaciones de la familia. Llenas de ganas
de escribir para dar cauce a mi pensamiento o a mis saberes y quereres. Llenas de ganas de tener un vivir vitalista.
Pero mis alforjas aún tienen
cabida para recibir más. Ahí sigo, buscando el pleno sentido de la vida. Ese que
seguramente la mayoría de los seres
humanos no llegaremos a alcanzar. Es la gran meta que perseguimos y que a medida que avanzamos parece que se
aleja más… He aprendido que en el camino hacia esa meta no está la injusticia, ni la intolerancia, ni el radicalismo, ni el engreimiento, ni la mentira, ni la ingratitud, ni la
desesperanza… Pero hay que seguir viviendo para encontrar todos los demás componentes.
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Recitando versos... (Madrid) |
Aunque, quizá, en ese deseo de vivir esté la auténtica ciencia y no haya más
secreto. Por ello siento deseo de VIVIR. De tener vida biológica y de tener vida
interior. De escuchar otra vez los silencios sonoros de mi infancia.
Recuerdo la
conocida frase de Fernando Birri (falsamente atribuida a Galeano) que
decía: La utopía está en el horizonte.
Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos. Y el horizonte se corre diez pasos
más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar.
Pues eso, cumplir años sirve para
seguir caminando en pos de esa utopía, de esa ciencia de la vida.
Cumplir años
permite que nos regalen
felicitaciones… He recibido cientos en
mi reciente cumpleaños y eso me da pie
para dar las gracias, gracias y más gracias, a todos los que habéis dedicado
unos segundos a escribirme un mensaje, a
llamarme… A quererme. Y la palabra gracias
es para mí la palabra más bella del idioma… Es como fundirse con el
otro en un abrazo de estima, de reconocimiento. Las gracias (de gratitud) solo
se tienen cuando se dan.
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En la Garganta del Diablo. Iguazú, 2019 |
Decía Cervantes que la ingratitud
es uno de los mayores pecados: Entre los
pecados mayores que los hombres cometen, aunque
algunos dicen que es la soberbia, yo digo que es el desagradecimiento.
El Quijote, II, 58.
Gracias, familia, amigos… Con vosotros vale la pena seguir cumpliendo
años.
“Gracias a la VIDA,
que me ha dado tanto,
me ha dado el sonido y el abecedario,
con él las palabras que pienso y declaro
madre, amigo, hermano…” Violeta
Parra
Parece que ya he hecho las tres cosas que hay que hacer en la vida: tener un hijo, escribir un libro, y plantar un árbol...
No sé si habrá cuarta edad, pero mientras la vida me lo va diciendo: ¡Gracias, VIDA!
M. Álvarez Rodríguez
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Con los más pequeños de la familia, en el Parque del Retiro. Madrid |
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Palabras que me dedicaron mis compañeros y mis alumnos en mi jubilación |