De la pota al plato:
Huerta en Paladín, a principios de verano. Foto: MAR |
En un artículo anterior (Del pote a la pota) escribía sobre
los recipientes y utensilios de cocina, en este
voy a llenarlos de comida. Pero no de la comida actual, sino de aquella
que se comía en los pueblos de Omaña en las décadas centrales del siglo pasado.
Comenzaré hablando de los alimentos que venían de la tierra: las hortalizas,
las legumbres, el pan… En artículos posteriores escribiré sobre los productos
de la matanza, los relacionados con la leche y los procedentes de las aves de corral, son olvidarme, por
supuesto, de los cuchiflitos o cuchifritos. En todos los casos
procuraré usar las palabras de la fala
omañesa con las que se denominaban esos productos o su manipulación (estas
palabras aparecen escritas en cursiva).
La
comida de los omañeses siempre fue sencilla y la forma de alimentación estaba relacionada
con las actividades y los ciclos agrícolas. En general, estaba supeditaba a la
economía de autoconsumo, es decir, a los productos que se cultivaban y a la
carne de los animales que se cebaban en casa. Los alimentos básicos eran las
patatas y el pan, acompañados de productos de la matanza.
La alimentación a lo largo del año cambiaba al compás de las estaciones, aunque las
patatas siempre estaban presentes, solas o acompañadas, y se podían tomar en la
comida y en la cena, y, a veces, incluso en el desayuno. Unas veces se comían solas: eran los cachelos o patatas viudas, otras veces se guisaban con un puñao
de arroz, con bacalo, con costillas… Y frecuentemente acompañaban a las verduras o legumbres de la comida del
mediodía.
Por la noche se solían comer sin
acompañamiento, generalmente sazonadas con sebo, que se fundía en la
sartén y producía un olor desagradable. Poco a poco el sebo se fue sustituyendo por aceite. Primero, por
aceite de soja, que era más asequible en el precio y que tampoco olía demasiado
bien, y luego, por el de girasol u otras
semillas. El de oliva, solamente se usaba, de forma esporádica, para guisos especiales y en algunas casas no
se compraba nunca por su precio más elevado. Había toda una cultura sobre la forma de usar
las patatas en la alimentación. Por ejemplo, sobre la forma de cortarlas en
trozos antes de cocinarlas. No bastaba cortar con un cuchillo, sino que además
de cortar había que escacharlas, es
decir, el corte debía provocar un sonido como de algo
que rompe. Así el interior de la patata liberaba toda su esencia…
Cuando
no había leche para almorzar (así se llamaba al desayuno), porque las vacas no siempre podían muñirse, también se guisaban patatas
para el desayuno, al menos para la gente mayor. Para ello, el ama de casa debía ser más madrugadora que el resto de la familia
para encender la cocina y preparar el
guiso. Los niños tenían el privilegio de poder sustituirlas en el desayuno por
chocolate (o cacao), hecho con agua. En resumidas cuentas, las patatas estaban presentes en las tres comidas fundamentales del día, por ello aquel dicho: "Por la mañana patatas, al mediodía patatolas y por la noche patatas solas".
Las
patatas se comían todo el año. Se sacaban
en octubre, y siempre se estiraban hasta la cosecha
siguiente. Las que excedían del gasto del consumo doméstico se vendían. Era uno
de los ingresos importantes de la agricultura omañesa, por eso, entre las
familias, se hablaba de los carros que había recogido o vendido cada una. Las patatas del Valle Gordo eran famosas por
su calidad. Desde los pueblos de la Omaña Baja se iban a buscar o a
intercambiar para simiente, pues en estos pueblos también era un cultivo general
y que se producía con facilidad. Una vez sacadas de la tierra en la otoñada, se
guardaban en la patatera o el cuarto bajo, un lugar fresco y oscuro, pero a resguardo de las heladas, y que
facilitaba su conservación. En ese lugar solían estar también las paneras, las tinas
o tinos y los escriños donde se guardaba el cereal. (Un
tino era una especie de cuba muy grande,
construida con tablillas en que se guardaban cereales. Cuando era de tamaño más pequeño se
le llamaba tina. El escriño era una especie de cesta grande circular tejida de paja y de varas de palero. Se usaba para guardar
harina, legumbres…). Las patatas no había que moverlas de lugar para que no se
pusieran negras, pero con la llegada del calor de la primavera echaban guijos
que había que quitar y. para ello sí había que limpiarlas y cambiarlas de sitio,
siempre muy amodín. Se iban
arrugando a medida que pasaban los meses, pero no perdían su buen sabor. Y si
se metían en agua, una vez peladas, se rehidrataban y recuperaban parte de su
consistencia. Cuando aparecían las nuevas en agosto, las viejas se usaban para
cocerlas y las nuevas para freír. Sin embargo, la modernidad trajo también un
producto conservante que se añadía a las patatas en la patatera y conseguía el “milagro”
de que conservaran su buen aspecto hasta la llegada de las tempranas. También a
Omaña habían llegado definitivamente los polvos de la química.
Las patatas se sembraban en el mes de mayo. Había que escoger
bien las piezas, de forma que tuvieran en la superficie unos pequeños hoyos por los que pudieran germinar los guijos, brotes de los que luego saldría la planta de la
patata. Una patata de piel totalmente lisa no servía para simiente. Cada patata
se cortaba para la siembra en dos o tres trozos, cada uno con, al menos, un
guijo, y se echaban en el surco a la distancia conveniente para que las plantas
pudieran crecer bien. Según datos de Adolfo Díez Muñiz, doctor de Historia, de
Carrizal de Luna, en 1945 llegó a Omaña el escarabajo, lo cual provocó
preocupación y desconcierto entre los labradores. Inicialmente trataron de
recoger los escarabajos manualmente, y así, un día a la semana cada uno recogía
los de su finca y después los quemaban de forma comunitaria. Posteriormente
usaron arsénico y por no conocer la manipulación correcta de este producto, parece
que provocó muertes en otros animales. Años después llegó insecticida adecuado,
que la gente llamaba el sulfato, que
era un producto en polvo. Las mujeres, que eran las que solían hacer la labor
de sulfatar, se las ingeniaban para usar algún artilugio que les facilitara el
trabajo y para que no desperdiciara el producto. Generalmente se usaba una
media que permitía espolvorear el producto encima de la planta, bien con un
bote, en cuya boca se ponía la media o con un palo en forma de forqueta que se colocaba dentro de la media, para que esta tuviera
más superficie por donde pudiera espolvorearse el sulfato. . A pesar de ello
todavía quedaban personas que iban planta por planta recogiendo los bichos y
matándolos después. Décadas más tarde llegarían las sulfatadoras manuales en
las que se usaba un insecticida disuelto en agua. Cuando ya había que cargar
con varios litros de agua a la espalda, fueron los hombres los encargados de realizar
este trabajo.
A las patatas se les daban
dos o tres regaduras durante el
verano, cuando se veía que la hoja empezaba a estar mareada. Y cuando comenzaba a amarillear la rama y secarse, la patata podía empezar a sacarse. ¡Qué
sabrosas nos sabían aquellas patatas que
sacábamos de la tierra arrancando una rama a principios del otoño y que
asábamos en las brasas de la lumbre que encendíamos en los prados mientras
guardábamos las vacas! No necesitaban ningún guiso especial. Era la patata en
su propia esencia. Donde hay mata hay
patata, dice el refrán, sin embargo, los labradores omañeses a veces
desconfiaban de que el vicio de las ramas se correspondiera con la riqueza del
tubérculo, pero, en realidad, pocas veces se quedaban decepcionados.
La comida habitual del invierno eran las berzas (la
berza en enero es carnero), los (a)fréjoles secos, las habas
y los garbanzos. Las berzas, que no repollos, se comían varios días a la
semana. Se decía que había que untarlas,
o sea, añadirles productos de la matanza para
que tuvieran grasa y al cocer no
quedaran llandias (duras y sin
sustancia). Otra comida que tenía
también gran presencia en la mesa omañesa eran las legumbres. La legumbre que
se consideraba más fina y estimada eran los garbanzos, llamados también cucos o garigolos. Con ellos, unos cachelos de patata y su acompañamiento
(chorizo, tocino, pata, oreja, morcilla…) se elaborada el exquisito cocido
omañés. Y todos los que éramos niños entonces tuvimos siempre muy claro qué era
aquello del garbanzo negro, ese
garbanzo verde que cambiaba de color al cocer. Más tarde aprenderíamos que
podía haber también garbanzos negros fuera del pote.
Cocido omañés elaborado en el restaurante Villamor de Riello |
La noche anterior había que
escoger las legumbres. Se trataba de
quitar los granos de cereales o alguna pequeña piedra que hubiera llegado desde
la era, al majarlas. Además de los garbanzos, también se comían habas y fréjoles secos. De las habas se cultivaban dos variedades: las blancas y las rajonas, que eran de color marrón. Estas
últimas añadían un color
oscuro al caldo, similar al de
los fréjoles secos. Pero estos últimos tienen una piel desagradable, mientras las
habas o alubias tienen una textura más
fina. Y poco a poco empezaron a incorporarse las lentejas que se cultivaban en algunas casas para consumo familiar, aunque no eran un
cultivo tradicional.
En verano, la comida más
recurrente eran los (a)fréjoles,
que se recogían a diario del frejolar y se llevaban a casa en el
mandil (un mandilao podía ser la medida adecuada para las necesidades de
la familia). También se llevaban de la huerta las lechugas, los tomates,
los pimientos y alguna que otra verdura. Las lechugas se solían sembrar
en medio de la remolacha forrajera, pues los dos cultivos amecían
bien. Los pimientos a veces se cocían al mismo tiempo que los fréjoles y
luego se sacaban y se preparaban en ensalada con la lechuga y los tomates. Posteriormente
se fueron introduciendo otras verduras: zanahorias, calabacines, acelgas… En
todas las casas se recogían ajos
y cebollas para el consumo anual. Con ellos se hacían riestras, que, cual trenzas artesanales, se colgaban en los varales o de alguna punta dispuesta para tal
fin. Del campo se recogían y comían en primavera las acederas, bien en
ensalada o bien masticadas las hojas al natural. En los pueblos en que había
arroyos se podían recoger también los berros que se tomaban en ensalada.
Parecidos a ellos eran los frailes (canónigos) que en general no se
comían.
Para elaborar comidas y cenas los productos que se compraban, ya que no se producían en la tierra, eran fideos y
arroz. Alrededor de 1970 se empezaron a introducir otros tipos de pasta.
En la comida de mediodía, llamada cocido o pote de forma genérica, se incorporaban los productos
curados procedentes del cerdo, que constituían la ración. Se trataba de huesos
con restos de carne, morcilla, chorizo de callo o sabadiego, costilla, espinazo, llosco, androya, tocino, pata, oreja… Eran el acompañamiento
habitual tanto para la berza como para las legumbres. Cada miembro de la
familia recibía una pequeña (con frecuencia, muy pequeña) ración
de estas carnes. Las cenas de las personas mayores, con cierta frecuencia, eran
las sopas de ajo que se hacían en un cazuelo de barro. Se llenaba
el cazuelo de pan cortado en rebanadas muy
finas y sobre ellas se echaba el
caldo que se elaboraba en pota o cazo aparte, con agua, ajos machacados, pimentón y
sal. Raramente llevaban otros añadidos.
El pan
Casa Forno de Murias de Ponjos. Restaurada en 2019. Foto: Roberto Melcón |
Otro elemento básico en la alimentación era el pan. El pan se
hacía en casa o en un horno colectivo, y el oficio de amasar era todo un arte. En los últimos 50 años,
los omañeses, en general, han comido pan de trigo, no así en la primera mitad
del siglo en que era más habitual el pan de centeno. La harina se ponía en la masera
con agua y sal. Allí se amasaba añadiéndole el hurmiento o furmientu, que era un poco
de masa que se había guardado de un amasado anterior y que servía para activar
la masa del nuevo amasado a modo de levadura. El hurmiento era algo que
se pedía prestado y que iba de casa en casa. El último que amasaba guardaba en
una pequeña cazuela de barro un poco de masa para el que hiciera el siguiente
amasado. Una vez trabajada la masa de este, se dejaba reposar hasta que se
viniera el pan, se hacían las huguazas (hogazas) y se
metía al horno, una vez que se había calentado lo suficiente (se había arrojao o arroisado), con la pala
de madera. Además de las hogazas ordinarias, se hacía una empanada especial, la
pica, rellena con tocino y chorizo, que se comía antes que el resto del
amasado. Con las raspaduras de la masera se elaboraba el bollo rallón, un
pequeño bollo de masa más apelmazada, que hacía las delicias de los niños. En
cada amasado se solían hacer entre diez y quince piezas, que duraban para unas
dos semanas. El día que se amasa se farta la casa. Aquel corrusco de la encetadura de una hogaza nos sabía a gloria bendita, incluso si era un rebojo ya duro.
En los pueblos "del alto" (o del Campo) del Ayuntamiento de Soto y Amío se cultivaba el trigo con facilidad. Las personas que contaban con cosecha de trigo tenían que molerlo para poder elaborar el pan. Como no todos los molinos que había en los pueblos omañeses cernían el trigo (solía molerse centeno), a veces había que acudir a otros más lejanos. Desde mi pueblo, Paladín, era necesario acudir al molino de Santa María de Ordás o al de San Martín de la Falamosa. El burro llevaba la quilma con el grano o la harina y el dueño hacía el camino andando, lo que suponía caminatas de muchos kilómetros. El pago al molinero se hacía en forma de maquila. Andando el tiempo se dejó de amasar en casa y se empezó a comprar el pan a los panaderos que lo vendían de forma ambulante por los pueblos. En mi casa se hacía un trueque con Olegario, el panadero de La Grandilla: entregábamos el trigo a cambio de pan ya elaborado.
En esta tierra no se concebía una buena alimentación en la que no estuviera presente el pan. Con harina de trigo o maíz disuelta en leche y cocida unos minutos, se elaboraban también las papas para el desayuno. En algunas ocasiones se tostaba previamente sobre la chapa de la cocina, especialmente si era para alimentar a bebés.
Y cerramos este apartado relambiéndonos de gusto, mientras llegan las nuevas entregas que complementarán la alimentación de los omañeses con los productos procedentes de los animales.