sábado, 1 de junio de 2024

El sentimiento asturleonés, por Margarita Álvarez Rodríguez

 

                                                                                                

            

Conferencia: El sentimiento asturleonés, pronunciada por  Margarita Álvarez Rodríguez, en la Casa de León en Madrid, el 31 de mayo de 2024, con motivo de la entrega de  la Madreña Asturleonesa, en acto conjunto con el Centro Asturiano de Madrid.




Hablando de madreñas...


En Asturias y León

las madreñas nos calzamos,

que lo sepa   hoy toda España

que  madreñas entregamos.

Préstanos esta amistad

que traspasa las montañas                

llevando brisa del mar

hasta las tierras más llanas. 

Desde ellas vuela a Asturias,

portando el sol en las alas,

y no la ocultan las nieblas,

pues es luz en nuestras almas.

               M. A. R.


            Buenas tardes, presidenta de la Casa de León, presidente del Centro Asturiano, presidente del Consejo Superior, concejala del Ayuntamiento de León, galardonados con la Madreña Asturleonesa, amigas y amigos.

 

            Es muy grato para  mí participar en este acto que, además de reunión  de hermandad, seguro que es también un momento entrañable y emotivo. Yo, al menos, quiero contribuir a que lo sea. Cuando me invitó a dar esta charla sobre el sentimiento asturleonés   la presidenta de la Casa de León yo le comenté  que seguramente había notables intelectuales leoneses de mayor notoriedad que yo para pronunciar una charla sobre ese sentimiento. Aunque pronto reaccioné y pensé: ¿Y por qué lo tienen que hacer grandes intelectuales si ese sentimiento asturleonés del que queremos hablar donde está presente es, sobre todo, en el pueblo? Por eso,  préstame hoy asgaya venir a hablar del sentimiento asturleonés y  de este hermanamiento de madreñas. Pero,  como es difícil reflexionar sobre un sentimiento y yo quiero hablar  precisamente de eso, me centraré en evocar una serie de vivencias que generen  una emoción compartida,  porque si  algo es el sentimiento asturleonés tiene que ser necesariamente eso: una emoción.


            Llevamos desde el año 1990, hablando de este tema, en la entrega de  la Madreña Asturleonesa. Y un trasmontano quizá siga preguntándose: ¿Y estu que ye, ho? Y un cismontano podría contestarle: ¡Quisió!  Y es que no debe de ser  muy fácil formularlo   y, a buen seguro,  cada uno de los intervinientes en ediciones anteriores  lo habrá  presentado de una forma diferente. En mi caso, trataré de partir del yo y acercarme  al vosotros para ver si al final, juntos,  confluimos en el nosotros, en esas  pequeñas emociones comunes  que sentimos las personas a uno y otro lado de la cordillera Cantábrica. Los hechos históricos, con ser muy importantes, son fríos y ya  nos quedan demasiado lejos, y seguramente ponentes de años anteriores habrán hablado de ello.


            Yo me fijaré en lo que llamaba Unamuno la intrahistoria, cuando decía:

Sobre la inmensa Humanidad silenciosa se levantan los que meten bulla en la Historia. Esa vida intrahistórica, silenciosa y continúa como el fondo mismo del mar, es la sustancia del progreso.   

             Así, pues, vamos a intentar juntos descubrir algunas de esas pequeñas emociones.


            Yo nací en  la comarca leonesa de Omaña. Salí de mi  pueblín a los diez años con una beca del PIO, para estudiar el Bachiller en León, y con mis 17 años, y otra beca al hombro, llegué, en 1970, a la  “muy noble, muy leal, benemérita, invicta, heroica y buena” ciudad de Oviedo, para estudiar en su Universidad. Entonces era el distrito universitario al que pertenecíamos los estudiantes leoneses, pues  no existía  aún universidad  en León. Allí, en aquel edificio que enmarca la plaza presidida  por el P. Feijoo, eminente intelectual asturiano, cursé los cincos años de la carrera de Filología.


            He de decir que mi primera impresión de Oviedo fue la de  una ciudad señorial. Para una chica de pueblo, que solo conocía la ciudad de León, aquella vida urbana más burguesa me resultó chocante. Pero, curiosamente, fue en aquel lugar donde  descubrí que mi forma de hablar era tal vez más afín al habla asturiana que a la de la propia ciudad de León. Esa fue mi primera percepción del sentimiento asturleonés.


            Era el final del franquismo y la dictadura comenzaba a desintegrarse. El movimiento estudiantil cobraba fuerza  en Asturias. Huelgas, asambleas, manifestaciones, identificaciones por  parte la policía… eran algo habitual. Fue en aquel Oviedo donde  tomé conciencia de lo que ocurría en aquel momento en Asturias y en España. Aquella  Universidad, a principios de  los años 70, se movía un poco al compás  de las reivindicaciones de las organizaciones obreras que habían nacido en los 60 y se estaban consolidando  en Asturias,  en Laciana y en otras comarcas leonesas, y que también se estaban extendiendo a otros lugares. Aquel ambiente universitario reivindicativo fue un descubrimiento para los leoneses, “más pacíficos” socialmente, pues procedíamos la mayoría de comarcas  de una  provincia menos industrializada y  nos llevábamos de vuelta a nuestra tierra aquel espíritu  de rebeldía. Allí comprendí  que hay que ser personas de “buen conforme”, como se decía en mi pueblo, pero no personas conformistas.   Fueron años de convivir muy cordialmente  con otros jóvenes, chicos y chicas, asturianas y leoneses, de generar amistades sin importar de dónde procedíamos.  Siempre los  estudiantes leoneses fuimos bien acogidos en Asturias y también   contribuimos en gran medida a dar a aquella ciudad lustre universitario y esplendor económico.         

         Fueron años de enriquecedoras experiencias, años de disfrutar de las clases de eminentes profesores, como el lingüista  Emilio Alarcos, el filósofo, Gustavo Bueno, y otros varios… Profesores de los que siempre estuvo orgullosa aquella Universidad y su alumnado. Años de pasear por el parque de san Francisco, la calle Uría, la Escandalera… El Fontán. De subir al Naranco.  De participar en espichas… De visitar las bibliotecas,   la librería Cervantes… Años de sentirme muy arropada  en aquel ambiente universitario ante la enfermedad y muerte de mi madre. Y ese sentimiento asturleonés se iba fortaleciendo.


            Aquella universidad de Oviedo, que en año 2000 fuera galardonada con la Madreña Cismontana, fue uno de los vínculos de ese sentimiento asturleonés  durante décadas. Esa Universidad es parte de lo que somos personas como yo y también uno de los motivos de que esté hoy aquí.     


            Podríamos contar también las peripecias que pasábamos los jóvenes leoneses en aquellos  interminables viajes en tren para llegar de León a Oviedo o viceversa.  ¡Cuánto frío sentimos  y cuánta paciencia derrochamos  cuando se paraba ─y se eternizaba─ el tren en medio de la  nieve, entre la estación de Busdongo y la de Pola de Lena! Al llegar a destino, nos costaba renunciar al cielo azul leonés, pero, con un paraguas siempre a mano, nos íbamos acostumbrando al cielo plomizo ovetense. En esas pequeñas emociones afloraba, una y otra vez, el  sentimiento asturleonés.


            Y es evidente que  no  se puede hablar del sentimiento asturleonés sin hablar de los lazos creados por la minería, ese motor que durante décadas movió  la economía de Asturias y León y que   ha hecho participar de las mismas vivencias a las gentes de ambas provincias, “negras de minerales”, como cantara Víctor Manuel.


             Conocí de cerca ese trabajo, porque mi padre fue minero algunos años de su vida; primero, picador, y, años más tarde, barrenista. Sí, barrenista, no barrenero, como dice el DLE (RAE).  Ciertamente, negro era el color de la minería. Negra era la oscuridad de la mina  y  las  penalidades diversas vividas por los mineros, negras eran las  caras  de esas personas  cuando salían a la bocamina, con unos ojos relucientes como una luz   de vida que nos anunciaba  que ese día habían salido ilesos.   Negros fueron los pulmones atacados por la silicosis. Negros fueron los días en que  un costero o una explosión de grisú extendían un sentimiento de luto y desolación a uno y otro lado de la cordillera ─conocí  casos de accidentes mortales  muy cercanos y mi padre también sufrió algún accidente─. Es significativo que  solo los asturianos y leoneses sabemos que un costero es una roca desprendida, acepción que no  recoge el Diccionario de la Lengua Española (DLE), pero sí  el  Diccionariu de la  Llingua Asturiana (DALLA). Y, desde luego,  a ambos lados de la cordillera Cantábrica, todos  nos hemos emocionado  cada 4 de diciembre,  al celebrar la fiesta de santa Bárbara. Juntos hemos cantado  En el pozo María Luisa y hemos sentido como nuestros los problemas del sector. Negros fueron también algunos ríos contaminados y las  montañas removidas, en ocasiones con grave daño ecológico.


            Sin embargo, nadie puede poner en duda que la minería del carbón aportó trabajo y riqueza en las dos provincias y  fue fuente de vivencias compartidas, por ello la negrura de las minas de hulla y antracita se revistió durante décadas  con el color  dorado de la prosperidad. Pero ese dorado, al final, se fundió de nuevo en negro con la amenaza del cierre de las minas y  la ejecución posterior de esa amenaza,  que borró  el verde  esperanza  de la mirada  de los mineros y de  los empresarios del carbón, tanto  asturianos como leoneses, y que,  en general, extendió la preocupación por la crisis a toda la población. Asturias y León lamentamos juntos esa decisión, tal vez  desacertada, por  el hecho de dejar a España sin  una reserva estratégica de carbón.


            Conocerá bien toda esta problemática don Manuel Lamelas Viloria,  empresario ligado a la minería,   galardonado  en esta edición con la Madreña Trasmontana (¡mi enhorabuena!), y propietario de la  mina La Escondida, en Laciana, que fue la última mina de carbón  que se cerró en Castilla y León, en 2018, a pesar de los intentos para que siguiera abierta.  Nos alegramos  de que   esta mina  lleve algunos años en proceso de restauración. De estas vivencias, relacionadas con el llamado “orgullo minero”, también participa el  sentimiento asturleonés.


            Tampoco podemos olvidarnos de las  madreñas en esta evocación, pues, precisamente, el objeto de este acto es la entrega   de unas madreñas que simbolizan   la  celebración de la amistad entre León y Asturias,  representadas por las dos entidades en torno a las cuales se reúnen asturianos y leoneses en Madrid. Aunque las madreñas simbólicas entregadas como  galardón   sean decorativas  reconocemos en ellas las madreñas tradicionales  de madera.  Y es que la palabra  madreña procede de madrueña  ─y esta de maderueña: de madera─. La madreña sí que es un elemento etnográfico significativo y  común para trasmontanos y cismontanos, aunque en algunas zonas de León  sea  también  llamada zoco o zueco,  almadreña o galocha. Con la  madreña  izquierda, que es la trasmontana, y la derecha, que es la cismontana, cada uno de   los  dos galardonados va a tener que  situarse a la  par del otro  para poder caminar.


                                                            Galardones entregados

            ¡Qué gran símbolo es ese de caminar juntos! Las madreñas representan  una forma de vivir. Y  son hasta tema de copla.  En Omaña, mi tierra leonesa,  el P. César Morán,  conocido etnógrafo y arqueólogo, recogió esta coplilla alusiva a las madreñas: Fierra las madreñas altas / mocina, que eres pequeña. / Tienes mucha vanidad, / no tienes dónde metela. Podría haber sido también una coplilla cantada en cualquier lugar de Asturias.


            Quienes las hayan calzado, como yo misma, saben lo  agradable que  era poder  salir a la calle con los pies calientes, en zapatillas o escarpines, y preservados de lluvia, nieve o barro. Con las madreñas  en los pies, asturianos y leoneses  hemos entrado en las cuadras, trabajado en las huertas, ido a la iglesia, bailado y hasta subido en zancas. Observando  los pares de madreñas alineadas cuidadosamente a la puerta de una casa podíamos adivinar cuánta gente estaba dentro, incluso si eran adultos o niños o si eran hombres o mujeres, por el tamaño y la decoración. La ausencia de madreñas indicaba que las personas no estaban en casa. No era necesario picar para comprobarlo. Eso sí, por la noche se guardaban siempre en el interior y se trancaba la puerta. Lo mismo ocurría con las madreñas que dejaban los feligreses en el portal de la iglesia mientras asistían a un acto religioso en el interior. ¡Y qué ilusión nos hacía a los niños recibir unas madreñas nuevas después de colocarles clavos o gomas en los poyos  y cinchas de alambre en la pechuga! ¡Entonces sí que éramos niños con zapatos nuevos!


            Fabricar una madreña era una labor artesanal. En muchos pueblos de León y de Asturias había expertos madreñeros. Tenían que cortar, con un hachu, un árbol que hubiera crecido en una  ladera que diera al norte, preferentemente, aliso, abedul, haya, nogal, sauce, castaño…,  en los menguantes de octubre o noviembre. Después de seleccionar un trozo del tronco que fuera adecuado y cortarlo, con la zuela  se  le iba dando forma para  que apareciera la pechuga o papu, el calcaño,  los poyos,  la boca…. de la madreña.   Ellos sabían bien  lo que era una legra, una rapadera, una gubia,  un rastrén… Y existían, además, grandes artesanos que las decoraban, después de tiznarlas con la corteza de abedul o de otro árbol, con sus propios dibujos, con frecuencia circulares que algunos han relacionado con la cerámica castreña. La elaboración de las madreñas también tuvo su impacto en la economía rural. Se adquirían en tiendas, en ferias o al propio artesano.  Las madreñas eran también un elemento democratizador, pues su uso no hacía distingos entre clases, sexos, edades… Esta pequeña evocación de las madreñas nos hace sentir lo mismo a asturianos y leoneses. Eso también  es  un sentimiento asturleonés.


            Y si tendemos la vista a las brañas, a uno y otro lado de las montañas cantábricas, conviven los pastores de ambas provincias y  lo mismo hacen los animales que  no entienden  de rayas ni fronteras. Asturias y el norte de León comparten la presencia de animales  singulares  y en peligro de extinción, como el urogallo cantábrico. Por los pueblos de las comarcas norteñas leonesas ya podemos encontrarnos con osos y comprobar los destrozos que causan en los colmenares.   Por  los puertos de la cordillera Cantábrica han pastado las vacas y les vaques durante  siglos con buena armonía entre la vaca asturiana de los valles y la mantequera leonesa y pocas veces  se han peleado por “un quítame allá esas hierbas”. 


            Nuestro galardonado con la Madreña Cismontana, don José Ramón Blanco Rodríguez (¡mi enhorabuena!), por sus actividades ganaderas asturleonesas, seguro que conocerá esta cultura relacionada de las  vacas. Porque sí, es una auténtica cultura. Yo misma escribí un artículo hace unos años sobre  este tema titulado Entre forcas,  zapicas  y garabitos: el lenguaje relacionado con las vacas, que ha tenido  miles de lecturas en mi blog y que he recogido en un libro de próxima aparición. Las  vacas, que eran el animal más preciado para la pobre economía doméstica,  eran como parte de la familia: un ser respetado y querido.  Por eso, para ellas no valían los artículos ─la vaca, una vaca─, ellas  tenían un nombre individualizador y guapu: Bonita, Gallarda, Garbosa, Galana, Pinta, Torda, Triguera… AsturianaCordobesa… Se  sufría  cuando enfermaban, cuando estaban enteladas o padecían una traidora ─los ganaderos sabían bien el significado de estas palabras─ o cuando había que venderlas o sacrificarlas. Y éramos los niños los que establecíamos lazos más afectivos con cada una.


            Las personas  que hemos sentido esa relación afectiva con las vacas nos hemos emocionado  con el famoso y enternecedor  cuento Adiós, Cordera, de Clarín… Siempre oí decir que a quien   hacía daño a una golondrina, en castigo, se le moría la mejor vaca. De rapaza no entendía qué tenía que ver una golondrina con una vaca y no un pardal, por ejemplo. Lo comprendí cuando supe que la golondrina tenía una aureola religiosa por ser las golondrinas, según la leyenda, las que arrancaban las espinas de la corona de Cristo. Eran pájaros que, por esa connotación religiosa, había que respetar y, en caso de no hacerlo, el castigo divino tenía que ver con la pérdida del animal más valioso: la vaca. En Asturias  también existía esa creencia y aún se oye este refrán: “El que mata una anadarina  (golondrina) entray en casa la morrina”. Así que hasta en las vacas y en las golondrinas  ha germinado el sentimiento asturleonés.


            En torno a las vacas se mueve, desde hace siglos,  ese grupo social peculiar de los vaqueiros de alzada que, en su trashumancia estacional,  llegaban al noroeste de León y compartían con los lacianiegos y babianos la ch vaqueira /ts/ del patsuezu.  Pronunciando ese sonido peculiar  de la misma forma, respetando el entorno natural en que viven  y conservando su  peculiar patrimonio cultural, están  conviviendo y compartiendo con los leoneses ese  sentimiento asturleonés.


            Asturias y León siempre han sido lugares de encuentro entre las gentes de ambas provincias, lugares en que confluyen vivires, sentires y decires. Se ha repetido mucho que  los asturianos vienen a León “a secarse”, a ver el cielo azul,  a mejorarse de  problemas de salud,   a tomarse una limonada en Semana Santa,  a comer en un conocido restaurante de Villamanín… Y los leoneses vamos a Asturias a mojarnos en el mar, a disfrutar de su verdor,  a tomarnos una fabada o un cachopo regados con  buena  sidrina, a comprar en un conocido almacén…             


            También nos unen los ríos. Descendiendo por  el curso del río Sella, que nace en León, los leoneses podríamos llegar al mar Cantábrico. Eso sí, no sabemos si llegaríamos ilesos o llenos de mancaduras. Nuestro descenso no comenzaría en Arriondas, como el llamado Descenso Internacional del Sella, sino unos cuantos kilómetros antes. También podríamos descender por el río Cares hasta el río Deva. Los  dos grandes ríos, el Esla ─el antiguo Ástura─ y el Nalón, se hermanan en su nacimiento en el puerto de Tarna.  Y compartimos sentimientos religiosos y romerías. Los leoneses nos emocionamos  ante la Santina y los asturianos, ante la Virgen del Camino. Y los cismontanos,  cuando viajamos a Asturias,     esperamos expectantes la llegada a  la salida del túnel del Negrón, para poder  resolver la incógnita sobre qué tiempo hace en el otro lado. Pequeñas emociones: sentimiento asturleonés.


            En Oviedo, en  León y en otras localidades,  nos preguntamos o nos emocionamos  ante  las distintas  estatuas que jalonan las ciudades o las placas de las calles  que hablan de nuestro pasado: de nuestra esencia.  Paseamos en Oviedo por la calle de Ordoño I y en León por la de Ordoño II, abuelo y nieto: historia común.  Y, andando por espacios públicos de León y Gijón, quiero fijarme en las estatuas de dos mujeres. Una representa la historia con mayúscula: la de los libros de Historia. La otra representa la historia con minúscula, o sea, la intrahistoria de la que vengo hablando.  Y quiero fijarme precisamente en mujeres, para que estén  hoy representadas en esta entrega de la Madreña Asturleonesa. Una de las estatuas es la de Urraca I, reina del  Reino  de León,  primera mujer que reinó por derecho propio en la Europa cristiana.  Solo hace cinco años que el Ayuntamiento  de León  erigió  en  una plaza de la ciudad  un busto ─poco ostentoso─  de  esta  gran reina de la que podemos presumir leoneses y asturianos, porque todos formábamos parte del Reino de León.   Una mujer que defendió la corona, los fueros, los derechos de su hijo y que afirmó su libertad personal para divorciarse de su marido, Alfonso  I el Batallador, que la maltrataba. Por su arrojo, fue llamada La Temeraria.  Una mujer que es símbolo de la modernidad de aquella “tierra de libertades” ─tomando palabras de Rogelio Blanco─, que era el Reino de León, Reino que la UNESCO, en 2013, ha reconocido como la cuna del parlamentarismo, por aquellas Cortes que se celebraron en 1188, al declararlas  “el testimonio documental más antiguo del sistema parlamentario europeo”.


            La otra es una estatua ya cincuentenaria y representa a tantas mujeres sin nombre, cuyas  vidas  silenciosas son, en realidad, las que  han hecho la Historia. Estoy hablando del Monumento a la  madre del emigrante, llamada “La Lloca”, del Rinconín de Gijón. ¡Cuántos leoneses y asturianos fueron a buscar mejor vida allende los mares durante los siglos XIX y XX! ¡Cuánto dolor dejaron en sus madres y esposas en la despedida!  Esa mujer que mira al mar, levantando su brazo y extendiendo su mano vacía, es la muestra viva del dolor de las ausencias. Mi abuelo fue uno  de esos hombres que emigró a Argentina, en 1911. Una vez instalado allí, debía irse también mi abuela, que estaba embarazada entonces, pero el hundimiento del Titanic, unos meses después, generó miedo y ella decidió no viajar. Por ello, mi abuelo no conoció a su hija hasta seis años después.  Él fue uno de tantos ejemplos de esa intrahistoria común.  Argentina, Cuba, Venezuela… saben mucho de esas vidas azarosas. Hoy la casa de mis abuelos es propiedad de asturianos.


            Asturianos y leoneses estamos separados por montañas, pero unidos por el ser   y el sentir, por motivos familiares (muchos matrimonios mixtos), geográficos, etnográficos, socioculturales y lingüísticos. Durante siglos nos hemos comunicado en el mismo idioma, eso que los asturianos ahora llaman asturianu, bable o la llingua y los leoneses,  leonés o llionés, y que   los lingüistas preferimos llamar asturleonés, un idioma común, con diversas variantes, que, en su origen, fue dialecto del latín, como el gallego, castellano, navarroaragonés y catalán, hablado en la zona de los astures y diferente de los anteriores. De todos los elementos que conforman ese sentimiento asturleonés  el más  importante, sin duda, es el idioma.


            Las palabras apresan la realidad, la dominan, pues no podemos creer que exista algo que no tenga nombre,  y la gramática da forma   al pensamiento. Llamar a las cosas o a las acciones de la misma manera, construir  el pensamiento desde un mismo esquema gramatical, expresar los sentimientos con las mismas palabras… es el mayor lazo sentimental. ¡Pues hablemos de eso, ho!  Ese ¡ho! (h-o, que no, o-h), que es una interjección expresiva   propia de los asturianos, y ese ¡home!, del norte de León, son apócopes de la   misma palabra: hombre.


            Es verdad que el leonés hablado en  León es  un leonés  muy castellanizado, sobre todo en el sur de la provincia, como ocurre en los núcleos urbanos de Asturias. En las zonas más montañosas muchos hablantes mezclan  habitualmente  los dos idiomas  y llaman  a esa mezcla de leonés y castellano chapurriau. Los asturianos lo llaman  amestáu. Con una  cierta connotación peyorativa, ambas. En definitiva, son distintas palabras para definir el mismo fenómeno que se produce en las dos provincias. En ninguna de ellas nuestra lengua es vehicular en la enseñanza y el influjo del castellano sobre ella, cada vez más notable, la está haciendo retroceder.    Pero, aun así, incluso en ese sur leonés terracampino, más castellanizado, las expresiones del asturleonés surgen de forma espontánea en cualquier momento.


            En lo que se refiere a los idiomas está demostrado que los ríos separan y las montañas unen.   Nos unen las montañas de la cordillera Cantábrica y a través de ellas fluye ese idioma común en sus distintas variantes. Sentimos que es nuestra lengua y que  nos  acaricia los oídos. Y lo hace por ser muy melodiosa y, sobre todo,  por ser nuestra. Basta que alguien nos invite, por ejemplo, a esperar un momentín, para que la espera no se haga  tan tediosa. Esos sufijos en -ín/-ina para el diminutivo hacen que nos reconozcamos cismontanos y trasmontanos a través del idioma y propician nuestro encuentro afectivo. En ese   pequeñín o piquiñina nuestros, sentimos de lleno  el espíritu  asturleonés, pues nos evoca a  nuestra tierrina y a sus gentes: nos hermana.  Es  otra pequeña emoción en la   palpamos el sentimiento asturleonés.  


            Esas formas morfosintácticas propias (preferencia por el perfecto simple en los verbos ─vine/he venido─, el  pronombre personal pospuesto al verbo ─díjome─,  el apócope de la tercera del  presente ─tien─ y muchos rasgos más. La  gran cantidad de léxico  que tenemos en común, además de muchos rasgos gramaticales, nos hace ver la realidad  de una forma similar. Añado aquí  algunas palabras, a las que he ido ya citando, y a modo  de ejemplo vivencial. Todas están recogidas en el DALLA (Diccionariu de la Llingua Asturiana) y en el LLA (Léxico del Leonés Actual).


            Seguro que el relato que  sigue nos suena. Todos nacimos guajes o guajas, y mientras éramos rapacines nos emporcamos más de lo razonable, nos mancamos o escalabramos muchas veces y nos pusieron encaños, hasta que nos salieran postillas. Fuimos enredadores y quizá un poco pillabanes. Rezungamos cuando no queríamos obedecer y por asusañar, referver o por alguna otra   aicción o requisconcio, nos ganamos algún tosniscón que otro.  Todos sabemos que si nos llamamos bobín o bobina,  entre nosotros es solo un apelativo cariñoso. Ser tontos, para nosotros, es ser fatos, babayus, faltosos, boisos, fatos, mampirolos… Y si hacemos gestos llamativos, somos unos esparavanes o andamos perdiendo el tiempo  en gayolas.


            También enfermamos con las mismas palabras: sabemos lo que es el andancio, que nos puede inflamar el gañato, provocarnos dolor en las vidayas,  generar una fuerte mormera y hacernos  espirriar o esperriar. Si nos vamos de un sitio  deprisa cogemos el pendín, para aguantar más, y si corremos acabaremos esfrayados  y nos dolerán las dedas  (nuestros dedos de los pies), especialmente si vamos calzados con madreñas y a la mazuela. Y si, a final, nuestros pies acaban  sudorosos y  huelen  a queso ─no sé si de Cabrales o de Valdeón─,  desprenderán un tafo que fiede a la persona cercana. Y así podríamos seguir y seguir citando palabras  abondo o a embute. ¿Qué mayor sentimiento en común que una lengua?


            Además, Asturias y León han sido  siempre cuna de  grandes intelectuales   que han ido y venido de un lugar a otro. Jovellanos, que tuvo una novia leonesa, ya en el siglo XVIII, quiso difundir el patrimonio artístico y cultural de León y promovió y dirigió  el proyecto del Camino Real de Asturias y León, por Pajares, que era el puerto más expedito. Quería unir regiones y llevarlas  a la misma idea de progreso. Ya entonces concibió a León como un punto logístico. Y escribía en sus  Diarios: “Todo  es bello a una y otra parte, todo sublime, todo grande. Si se hace este camino, será el encanto  de los viajeros, singularmente el de aquellos que sean dados a la contemplación de la naturaleza”.


            El escritor leonés Juan Pedro Aparicio, primer galardonado con la Madreña Trasmontana (1990), que es hijo  de madre asturiana y padre leonés,  escribió la novela histórica  Nuestros hijos volarán con el siglo, sobre los últimos días de Jovellanos, y otra obra suya, El transcantábrico, crónica de un viaje en el tren “hullero”, ha inspirado el tren turístico del mismo nombre. Clarín, al que “nacieron” en Zamora, era hijo de asturiano y leonesa, y vivió en León en su infancia.  Sin olvidarnos de Antonio Gamoneda al que, con permiso de los asturianos y remedando  la expresión de  Clarín, lo “nacieron” en Oviedo, ni de los dos intelectuales  distinguidos  con la Madreña Asturleonesa 2011, los académicos   Luis Mateo Díez,  ganador del Premio Cervantes 2023, y  Salvador Gutiérrez Ordóñez, notable lingüista, que nació  en Asturias, se formó en la Universidad de Oviedo y es catedrático de la de León. Y tantos intelectuales más. Esas idas y venidas  de intelectuales de Asturias a León y viceversa, frecuentes antes y ahora, siempre han fortalecido con su presencia, su sabiduría o su pluma,  el sentimiento asturleonés.


             No estaría mal recordar aquí algunos nombres de esa nómina de escritores que han escrito en la lengua que une a asturianos y leoneses, ya que  se están publicando  varias docenas de títulos al año escritos en  nuestra llingua. Como el número  empieza a ser ya importante, solo cito a tres por su especial significación. A Antón de Mirirreguera (s. XVII), por ser el primer asturiano en escribir en asturleonés. A Xosefa Xovellanos (s. XVIII),  la primera escritora  asturiana que uso literariamente su lengua.  Y la tercera  persona es  Eva González (1918-2007), la escritora en asturleonés más conocida de León, que elevó a rango literario al patsuezu del Alto Sil.


            Nos emocionamos también al ver que obras maestras de la literatura universal se traducen a nuestra lengua. Reconoceréis fácilmente esta: Fézome falta mueitu tiempo pa cumprender  d´ónde venía.  El prencipicu, que facía siempre cantidá de perguntas, nu  precía ñunca  ouyí las miyas. (Traducido al leonés por las asociaciones La Caleya y Facendera pola Llingua). Qué bien nos suena el cap. 39 (I) del Quijote, en ese Quijote plurilingüe titulado El Quijote del siglo XXI (traducido por la asociación L´Alderique pal estudiu y desendolque de la llingua llïonesa), en que cada capítulo aparece en un idioma distinto, y que comienza así: Nun llugar de las montannas de Llión entamóu´l mieu llinax cun quien fou más agradecida y lliberal la natura que la fortuna… Más emociones asturleonesas…


            Antes de concluir, aún se me ocurre mencionar otro nexo de unión religiosa y cultural importante. Si por un momento  nos calzamos las madreñas  y nos convertimos en peregrinos reales o imaginarios a Santiago, también nos podría unir el Camino del Salvador. Muchos peregrinos, a lo largo de los siglos, se han desviado del Camino Francés en León para visitar la Catedral de San Salvador de Oviedo y  rendir culto a las reliquias de su Cámara Santa: Santo Sudario, Cruz de Victoria, Cruz de los Ángeles… Ya lo decía el viejo refrán: “Quien va a Santiago y no va al Salvador, honra al criado y olvida al Señor”. Ese camino, que creara Alfonso II, el Casto, ha hermanado a dos catedrales góticas, que forman parte del famoso dístico latino: Sancta Ovetensis, Pulchra Leonina, /  Dives Toletana,  Fortis Salmantina.


            Son muchos los escritores que han elevado al rango literario a  la catedral de León. Y es que es bien galana, decía la Pícara Justina. Así pues, iniciemos ese Camino del Salvador desde  la Pulchra, con estos versos que le dedica  Antonio Gamoneda:

Esta es la cima de León. Solemos / subir de la ciudad hombres cansados / a beber cada noche esta frescura / y a  sentir en silencio las estrellas. / Más de pronto, la sombra se convierte / en estremecimiento de blancura  / porque la catedral hace extenderse / entre la noche milagrosas alas. (…) / Si abres los ojos, la armonía pura /  se meterá en tu ser por la mirada / mas si los cierras, sentirá tu cuerpo / igual escalofrío de belleza.


            Pasando por las cinco etapas: La Robla, Poladura de la Tercia, Pajares, Pola de Lena  y Mieres, llegamos a la catedral de Vetusta con el deseo de obtener  la salvadorana, después de dejarnos seducir por caminos, pueblos, monumentos,  sentimientos religiosos y amistad. Saludamos a La Regenta, que está allí en la plaza de esa catedral, que tantas veces visitara en la novela de Clarín,  cuya torre calificaba el escritor como un poema romántico de piedra. Esa catedral Sancta de la que decía Robustiana Armiño, escritora asturiana del siglo XIX:

            Tú levantas la frente carcomida / do cada siglo imprime un nuevo sello / cual hermosa matrona envejecida /  que lleva mil collares a su cuello /  en tanto que a tus pies yace tendida / mostrando encanecido su cabello /   cual un león que por tus glorias vela /  la ciudad del católico Fruela.


            Curiosamente  la capilla actual de la Virgen Blanca de León estuvo dedicada primitivamente al Salvador. ¡Y qué mejor lugar que nuestras catedrales  para quedarnos un ratín embelesados ante las reliquias de  la Cámara Santa de Oviedo o ante las vidrieras de la catedral de León! Quizá quien nos vea allí absortos piense que estamos mirando a las alpabardas. Pero no,  ahí  solo nos quedamos a contemplar la belleza  y a  descansar  un momento  para reponer fuerzas, amigas y amigos,  porque va siendo hora de hablar de cena, que  ya sentimos un poquitín de fame y no queremos llegar esfamiaus al Centro Asturiano.


            Después de lo dicho, pémeque nos hemos acercado un poquitín a ese sentimiento asturleonés que sobrevuela, desde el puerto del Pontón hasta el de Leitariegos y Cerredo, y, desde el mar de agua asturiano hasta el mar de trigo leonés.  Y  entovía queda bien d´ello por decir. Espero que toda esta evocación  haya suscitado en  las personas que estamos aquí alguna pequeña emoción. Si ha sido así, yo me alegraría a embute, porque habríamos respondido a aquella pregunta inicial: ¿Y esto qué ye, ho?, con esta respuesta: ¡Oooh,  es el sentimiento asturleonés!  Y si a alguien le ha abultado demasiado pesada la charla y exclama: ¡Meca, qué rollo!, que sepa que,  en ese meca tan nuestro, se pondría  de manifiesto, sin pretenderlo, y  en sin más ni más, el ejemplo más expresivo de este sentimiento asturleonés.


            ¡Sigamos estrechando lazos de amistad!

            ¡Larga vida a la Madreña Asturleonesa!

                        ¡Muchas gracias!


     ©Margarita Álvarez Rodríguez, filóloga y profesora de Lengua y Literatura

Grabación completa del acto   realizado en la Casa de León en Madrid.

Autor del vídeo: Ángel  Pajín Álvarez

Acto de entrega de la Madreña Asturleonesa, Casa de León


Dos fragmentos de la conferencia en Youtube. 

Grabación de Celia de Frutos Álvarez

La cultura de las vacas

Camino del Salvador




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La Recolusa de Mar por Margarita Alvarez se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.