Una página de 476 del apartado "Expresiones relacionadas
con el cuerpo humano", del libro Palabras hilvanadas:
el lenguaje del menosprecio, escrito por Margarita Álvarez Rodríguez.
Darle a la lengua
La lengua también es un órgano de nuestro cuerpo que
tiene mucho recorrido, sobre todo, en el
sentido metafórico de la palabra. De niños, empezamos a hablar con lengua de trapo o media lengua. Esa media
lengua, a medida que crecemos, se va
estirando y a veces termina siendo una lengua
larga o ligera, tanto que
terminamos siendo nosotros los largos
de lengua. Si le ponemos además mala
intención, la lengua se alarga tanto que
ya no nos cabe en la boca por su tamaño y terminamos poniendo
la lengua en alguien, y no con muy sana intención.
Por eso, en ocasiones, conviene
atarla, porque se suelta demasiado o hay que mordérsela, para no decir algo
inconveniente, o hay que ir con ella
fuera, porque nos la echa fuera de la boca un sobreesfuerzo. Otras veces, se nos pega al paladar y no podemos hablar por sentirnos
turbados o no tenemos ganas de hablar y
decidimos no despegar los labios,
pues la lengua nos la ha comido un gato. Y en
algunos casos se nos traba o, simplemente, la tenemos gorda por haber bebido más de la cuenta.
En esas
circunstancias, nos pueden tirar de la
lengua para que liberemos las palabras que tenemos en la punta, pero debemos tener cuidado para no irnos de la lengua, porque, una vez que
lo hemos hecho, las noticias andan
en lenguas, van de lengua en lengua y terminan cayendo en
poder de las malas lenguas.
Podemos hacernos
lenguas de alguien, con exquisita
lengua de plata, para conseguir, a través del halago, un beneficio, pero
faltamos al respeto a alguien cuando le
sacamos la lengua. Y si usamos una lengua sucia es posible que nos inviten a metérnosla en el culo, porque ese sería su lugar
más adecuado. En ese caso, desde luego, la lengua tendría que ser muy larga
para llegar a ese lugar del cuerpo.
Una vez que la tenemos en pleno funcionamiento, podemos darle tanto a la lengua que se nos caliente y que tengamos que refrescarla echándola
al aire. Hay hablantes que se van de
la lengua, que la convierten en mala lengua e incitan a reñir a los demás buscando la lengua a alguien.
Y, por supuesto, hay lenguas de todas las clases, desde la inofensiva del lenguaje de los niños, hasta las lenguas de gato, que comemos con gusto. Las hay que son signo de peligro e inquietud, como las lenguas de fuego, y las de las personas lenguaraces, que, a fuer de deslenguadas, se pueden transformar en lenguas viperinas. Lo mejor es hablar lo justo y no echar la lengua a pacer, porque, aunque podamos rumiar las ideas, las palabras dichas no podemos devolverlas a la boca y rumiarlas, como hacen las vacas. Y, aun hablando poco, podemos cometer un lapsus linguae, porque la lengua es más rápida que el razonamiento. Siempre conviene tener en cuenta lo que decía Baltasar Gracián en El Criticón:
"Bien está dos veces encerrada la lengua y dos veces abiertos los oídos, porque el oír ha de ser el doble que el hablar".
En el estante de una librería |
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