A pie de pupitre... (I)
Salí de aquella escuela unitaria y mixta de mi infancia, de gratos recuerdos, pasé por el instituto y la universidad … y, años después, volví al colegio. Siempre creí que dedicarse a educar era una profesión muy noble. Siempre quise imitar y tomar lo mejor de aquellos profesores que me educaron de forma entregada y sabia. También tenía claro que quería distinguirme de aquellos profesores -pocos- que prefería olvidar. Y con esas premisas y mucho entusiasmo, comenzó, en Madrid, hace ya la friolera de 37 años, mi vida docente. Y en ella sigo, a pie de pupitre. Me eduqué en una dictadura y empecé a educar en los días en que moría la dictadura. Estrené, pues, la ansiada democracia, por la que había luchado, con una gran tarea por delante…
Desde esta atalaya, que es mi experiencia docente, he visto evolucionar el sistema educativo de nuestra etapa democrática. Mucho parece que ha cambiado la forma de educar desde los años 60 del siglo pasado a los que me refería en un artículo anterior. Y, en apariencia, así es: tenemos nuevas tecnologías en las aulas; libros bien impresos, y que despliegan sus páginas a color, con fotos y esquemas, ante los ojos de los alumnos; alumnos que tutean a sus profesores; aulas sin tarimas; instalaciones deportivas… Pero, realmente, ¿ha cambiado el hecho de enseñar y aprender? En lo fundamental, no. Seguimos persiguiendo el mismo objetivo, porque es la base de la educación: acompañar al alumno en su madurez personal e intelectual para que adquiera una formación integral.
En este período democrático hemos convivido con diversas –y excesivas- leyes educativas: Ley Villar Palasí, LODE, LOGSE, LOPEG, LOCE, LOE… Ahora oímos hablar de LOMCE y, solo con oír ese nombre, ya comenzamos a desconfiar. Demasiados cambios para que mejore de verdad un sistema educativo. Máxime cuando los resultados de la educación se ven y se juzgan a más largo plazo.
Las leyes educativas, para ser eficaces, necesitan consenso, no solo político (imprescindible), sino también de la comunidad escolar. Los profesionales que trabajamos a pie de pupitre somos quienes las vamos a poner en práctica. Pero al profesorado apenas se le pide opinión. No se le consulta para hacer un diagnóstico. Y si el sistema está enfermo, un buen diagnóstico es fundamental. Ese es el primer gran error.
La mayoría son leyes que emanan de una ideología política, de unos cerebros que organizan y redactan artículos desde un despacho o que siguen los dictados teóricos del pedagogo de turno. ¡Excesivo despacho y poco conocimiento de la realidad de las aulas! Leyes hubo que llamaban “segmento de ocio” al recreo y “panel vertical de aprendizaje” a la pizarra. Otras acabaron con la palabra maestro para llamarle “profesor de EGB”, para dignificarlo socialmente. ¡De poco sirven los cambios en el sistema, si solo se limitan al uso de eufemismos! La LOGSE nos enseñó a programar por objetivos, y a enseñar y evaluar tres aspectos del conocimiento: los conceptos; los procedimientos -con sus capacidades y destrezas-, y los valores y actitudes… Y cuando habíamos aprendido ya estos nuevos términos para denominar a algo que ya veníamos haciendo ("sin saberlo"), llegó alguien más “sesudo” y europeísta y decidió que ahora hay que evaluar por competencias. Enseñar a actuar con urbanidad y tolerancia es ahora competencia social y ciudadana; hablar y escribir correctamente, ahora se llama competencia en comunicación lingüística. Y así sumamos otras: competencia en el conocimiento y la interacción con el mundo físico, competencia digital…
Aparte de bonitas, y a veces extrañas, denominaciones, las leyes necesitan una buena financiación si se quiere realmente cambiar algo y subsanar las deficiencias. Muchas de esas leyes nacieron ya moribundas, porque no hubo en paralelo una ley de financiación. Y para atender a la diversidad del alumnado hay que hacer grupos pequeños y flexibles que permitan la educación individualizada, hay que formar al profesorado, hay que crear una amplia dotación de becas para evitar las desigualdades sociales… En definitiva, es necesaria inversión. Nuestros alumnos nos salen más baratos que los de la mayoría de países de la OCDE, con los que nos comparamos en resultados. Nuestros gobernantes aún no han asumido que la educación es la mejor inversión para un país, porque, por muy cara que resulte, siempre es más cara la ignorancia. Ya lo decía el libro de la Sabiduría: Los que despreciaron la sabiduría, /no solo sufrieron el daño de conocer el bien,/ sino que dejaron a los vivientes un momumento de su insensatez.
Mala época la actual, llena de recortes de todo tipo que van en detrimento de la calidad educativa, para hablarnos de una ley para mejorar la calidad. Parece un sinsentido y una tomadura de pelo.
Mala época la actual, llena de recortes de todo tipo que van en detrimento de la calidad educativa, para hablarnos de una ley para mejorar la calidad. Parece un sinsentido y una tomadura de pelo.
Con cualquiera de las leyes citadas más arriba se buscaba mejorar la calidad educativa, pero todas han terminado haciendo aguas y el único avance notable ha sido la escolarización obligatoria hasta los 16 años y, posteriormente, la escolarización efectiva de 3 a 6.
Alrededor del 30 % de los alumnos españoles no finaliza la enseñanza obligatoria, tasa de fracaso escolar elevadísima. Por otra parte, el 28 % de los jóvenes españoles no prosigue estudios después de la ESO, tasa que duplica a la de la UE.
Ante esta situación alto porcentaje de abandono escolar, que arrastramos desde hace décadas, es evidente que aún existe un problema de insuficiente inversión, pero hay otras causas que también hay que analizar para conocer cuál es la enfermedad de nuestro sistema. Causas como: la falta motivación y de esfuerzo de muchos alumnos, la falta de incentivación, de formación y de valoración social del profesorado, la falta de implicación de muchos padres, problemas sociales y culturales diversos…
La escuela, en los primeros niveles, se ha convertido a veces en un lugar donde se recoge y se cuida a los niños mientras sus padres trabajan, y en algunos casos tiene más una función social que educativa. La escuela hace esas tareas, pero no son tareas de la escuela, por más que esta sea consciente de la dificultad para conciliar la vida familiar y laboral, que es un gran problema de la sociedad española.
Además, cada vez hay más chicos que viven en familias monoparentales o desestructuradas, con graves conflictos familiares, en muchos casos. Padres y madres que por su carácter o su situación personal delegan la educación de sus hijos en los profesores. Padres y madres que ejercen poco de tales, en cuanto a la tarea educativa, y que presumen de ser amigos de sus hijos. Craso error: un padre no debe ser amigo de su hijo, sino padre, de lo contrario lo dejaría huérfano. Los progenitores ponen normas, advierten de los peligros, guían, solucionan problemas… y dan amor de padres. Los amigos los deben buscar los hijos: y eso también forma parte de la maduración personal.
La “fe” que muchos padres tienen en sus hijos, es casi una religión. Creen fácilmente lo que estos cuentan del colegio y justifican actitudes que no tienen nada de educativas. Si los padres le quitan la autoridad al profesor ante su hijo, se están quitando su propia autoridad, y eso es nefasto en educación. Mejor sería adoptar una postura “agnóstica” y ante la duda preguntar en el centro educativo. Ahora se pregunta poco, pero “se piden muchas explicaciones” e incluso a veces se le indica al profesor cómo debe hacer su tarea. ¿Le indica el profesorado al padre o a la madre cómo deben hacer su trabajo profesional? Evidentemente, no. Luego, como punto de partida, habrá que confiar en que el profesor sabrá hacer su trabajo y el colegio gestionar bien su proyecto educativo.
Nuestros adolescentes manejan mucha información, pero establecen poca comunicación. Es imprescindible que esos chicos vayan madurando poco a poco, sintiéndose acompañados y orientados, en una familia que los proteja, pero que también les exija el cumplimiento de normas, les enseñe a asumir los fracasos, a valorar el esfuerzo... De lo contrario, cuando se encuentren con un problema, no tolerarán la frustración y de ahí a padecer algún tipo de desequilibrio psíquico o afectivo no hay más que un paso.
La tarea educativa empieza por la educación de los sentimientos. Pero esa responsabilidad no es solo de los centros educativos. Es, sobre todo, una tarea de la familia y comienza desde el momento del nacimiento. Los centros de Primaria y Secundaria se suman gustosos a esa tarea, pero no pueden hacer milagros…
La escuela lo intenta, pero como decía Rousseau: “Un buen padre vale por cien maestros”.
Este artículo se completa con otros dos (A pie de pupitre II y A pie de pupitre III) en los que se analizan los problemas de la educación en España.
Este artículo se completa con otros dos (A pie de pupitre II y A pie de pupitre III) en los que se analizan los problemas de la educación en España.
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