Unas manos rugosas apoyadas en
las rodillas, tal vez deformadas por la artrosis. Manos de trabajo, manos de
caricias, manos de gestos, manos de lealtades…
Manos que han sabido formar un cuenco para beber, que han servido de unidades de medida (un puñadín de lentejas, de arroz…), que han hecho sombras chinescas para entretener, que han acompañado al “cura, sana, culín de rana…” ante los ojos desconsolados de un niño… Manos que han secado lágrimas, que han limpiado mocos; manos que han apretado las de sus hijos para darles seguridad y las de sus padres para evitar la soledad de la enfermedad o la muerte. Manos entrechocadas como símbolo inequívoco de un trato… Manos que, desde lejos, han despedido a los hijos cuando se iban a la capital…
Manos que han sabido formar un cuenco para beber, que han servido de unidades de medida (un puñadín de lentejas, de arroz…), que han hecho sombras chinescas para entretener, que han acompañado al “cura, sana, culín de rana…” ante los ojos desconsolados de un niño… Manos que han secado lágrimas, que han limpiado mocos; manos que han apretado las de sus hijos para darles seguridad y las de sus padres para evitar la soledad de la enfermedad o la muerte. Manos entrechocadas como símbolo inequívoco de un trato… Manos que, desde lejos, han despedido a los hijos cuando se iban a la capital…
Manos temblorosas, surcadas por ríos azules de recuerdos, de generosidad, de vida... Manos frágiles que hoy se apoyan en
un bastón, en un andador, en un brazo… Esas manos que, en el pasado, fuertes y
hábiles, empujaban un arado, manejaban una herramienta, colocaban un ladrillo, ordeñaban, hacían un pespunte… Manos que han mimado la tierra que hoy las acoge.
Son manos que nos hablan... Son manos que nos cuentan su historia: una historia silenciosa.
Son las manos de personas que hoy son
octogenarias o nonagenarias. Esa generación que por primera vez en nuestra
historia está pasando su vejez masivamente en residencias de mayores. Son personas que vivieron la
guerra siendo niños, que sobrevivieron a la dura posguerra en familias numerosas (que se
dejaban hijos por el camino), que compartían la miseria de las cartillas de racionamiento y el
miedo y la muerte que había a su alrededor.
Lograron mejorar su fortuna al
final del franquismo o al inicio de la democracia, en algunos casos con un gran
desgarro afectivo, pues tuvieron que
emigrar a las ciudades o a tierras extrañas, en las que ni siquiera entendían el idioma. Algunos, los menos, consiguieron
seguir viviendo en su mundo rural, en ese lugar en el que se sentían seguros,
pero siempre a costa de ver cómo se iban
sus hijos. Y en su vejez, la mayoría de estos han tenido que salir también de su
espacio vital para vivir en residencias de mayores.
Cartilla de racionamiento de mi madre |
Fueron una generación con una
escolarización elemental, pero querían que sus hijos “fueran más que ellos”, y
se esforzaron para que así fuera. Con ellos dimos un paso gigantesco en la
liberación de la mujer, a través de sus hijas que logramos tener profesión e
independencia económica. Consiguieron, en muchos casos, que sus hijos y sus hijas tuvieran estudios universitarios. Con ello asumían también que sus
descendientes (especialmente las hijas, según mandaba la tradición) no los iban
a cuidar cuando llegaran a la ancianidad.
Ellos han contribuido decisivamente al estado de bienestar del que ahora disfrutamos. Ellos, con pensiones exiguas, fueron una pieza fundamental en el soporte social de la crisis de 2008 y años siguientes. Y aceptaron, la mayoría de buen grado, compartir la ancianidad en residencias. Y allí estaban, tranquilos, sentados unos al lado de otros para sentir calor humano y facilitar su cuidado, cuando llegó el maldito Covid 19, que ha conseguido lo que no conseguía ninguna estadística: bajar el número de pensionistas.
Ellos han contribuido decisivamente al estado de bienestar del que ahora disfrutamos. Ellos, con pensiones exiguas, fueron una pieza fundamental en el soporte social de la crisis de 2008 y años siguientes. Y aceptaron, la mayoría de buen grado, compartir la ancianidad en residencias. Y allí estaban, tranquilos, sentados unos al lado de otros para sentir calor humano y facilitar su cuidado, cuando llegó el maldito Covid 19, que ha conseguido lo que no conseguía ninguna estadística: bajar el número de pensionistas.
La muerte se ha cebado con el
colectivo y ha planteado graves dilemas morales a los profesionales sanitarios
a la hora de decidir si atender a una persona más joven o anciana, si no había
posibilidad de atender a ambas. En situaciones
como esta, a pesar del dolor y la rabia que produce, entendemos racionalmente que
pueda ocurrir eso por imposibilidad de
atención a todos o porque criterios médicos desaconsejen la aplicación de un
respirador a una persona concreta. Pero ninguno
quisiéramos vernos en la piel de un profesional médico o un responsable
sanitario que debe decidir.
Lo que no es
de recibo es que algunos países como Holanda nos hayan señalado con el
dedo por atender a mayores de 70 años con medios
extraordinarios. La sociedad española se
basa en las relaciones familiares, para bien y para mal, lo mismo que la
italiana. Estamos orgullosos de nuestros mayores. Y celebramos con alegría el
ver imágenes de ancianos que salen de alta de los hospitales.
Por eso hoy nos duelen
especialmente sus muertes a consecuencia del fatídico virus. Y nos duelen más, porque
mueren solos, asustados, sin una palabra de consuelo, sin otra mano que apriete
su mano o acaricie su cara, sin un rostro familiar que puedan
reconocer, porque la persona que ven va “disfrazada” de forma extraña, sin la presencia
de un familiar que reciba ese encargo o consejo que seguramente su padre o su
madre le hubieran dado en su lecho de muerte… Porque los padres y las madres
siempre nos dan un último consejo.
La muerte forma parte de la vida, pero esta
muerte es una muerte inhumana, porque impide el acompañamiento al enfermo terminal y
tampoco permite que los familiares compartan unos con otros de forma presencial el dolor, y hagan un homenaje a la memoria del fallecido.
Pero nada puede la muerte contra
la inmortalidad del recuerdo. Seguirán vivos en
la memoria, en la individual y en la colectiva. Son mucho más que un número dentro de una cifra trágica. Para ellos estas palabras de resistencia
y de homenaje. Para ellos muchas manos tendidas… Para ellos la rosa del recuerdo y la gratitud.
Imágenes gratuitas: Pixabay.com
Gracias Margarita, no vale hacer llorar de amargura, tu lo has hecho de amor y por amor, un abrazo.
ResponderEliminarGracias, Paco. Alguien tiene que ponerles voz ya que no podemos hacer otra cosa. Un abrazo.
EliminarA esas manos rugosas,les debemos TODO.No se puede decir con más emotividad.
ResponderEliminarPues sí, toda la gratitud para esa generación a la que le debemos tanto. Gracias a ti también por dejar tu comentario.
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