miércoles, 19 de noviembre de 2014

HOMENAJE A LA MUJER CAMPESINA

                             De luna a luna


A Patro,  Beatriz,  Adoración, Iluminada… y a tantas y tantas mujeres, silenciadas y silenciosas, de los pueblos de la montaña leonesa.





Siempre he admirado de forma profunda la vida de las mujeres de los pueblos de la montaña leonesa, pues creo que nunca ha sido suficientemente valorada. Por ello, cuando recibí el galardón  “Omañesa 2013”, me alegré mucho por mí, pero también porque sentí que no debía dejar pasar la ocasión de ofrecerles esa distinción a las mujeres de la generación de mi madre que vivieron una guerra en su niñez,  una dura posguerra  en la adolescencia, y muchas décadas de olvido. Se suele decir que el trabajo de los labradores de los pueblos de montaña llegaba de sol a sol, pero el de las mujeres empezaba a veces antes de amanecer, en una madrugada que  estaba todavía bajo la vigilancia de la luna,  y terminaba a la hora de dormir, ya bien entrada la noche. Un trabajo "de  luna a luna".

El trabajo  mañanero femenino comenzaba limpiando la cernada  de la  cocina económica o bilbaína y poniendo lumbre, que era la única forma de calentar la casa y de poder comenzar con las labores de  cocina.  Con unas urces, paja, unas rachas… se encendía la candela. Se atizaba quitando las corras para meter las cepas  y tueros o metiendo la leña por la fornigüela.  

Sobre la chapa de hierro se preparaba el almuerzo (desayuno). Cuando se disponía de leche casera, se echaba en una cazuela de barro  y se migaba en ella el pan. Cuando no había  leche había que ingeniárselas para dar la primera postura a la familia. Solían ser patatas cocidas, siempre viudas, sazonadas con grasa o con sebo que se había conservado de la matanza. Como cosa extraordinaria, y pensada para los guajes, un poco de chocolate hecho con agua. Cuando la familia empezaba a almorzar, ya la mujer había dedicado algunas a las labores domésticas.

Pronto la mujer era reclamada por los animales domésticos: sacar a las gallinas del pollero y echarles de comer, recoger los huevos de los ñales, muñir (ordeñar) las vacas sentada en un tajuelo, tirando del teto  de la vaca  con una mano  y sosteniendo en la otra la zapica.  Le leche se echaba en las nateras y se ponía en lugar fresco. Cada día se desnataba quitando la nata que subía a la superficie, la cual  se echaba  en otra olla.  Una vez recogida suficiente cantidad, se mazaba para hacer la manteca (mantequilla) y separar la leche aceda. Más tarde llegaron las zafras que recogían las empresas lecheras.
Romana, natera, cazuela, cazuelo y  odre o mazadera

A lo largo de la mañana continuaban los quehaceres de la mujer. Tenía que recoger  los telares de la  casa y limpiarla, hacer las camas, a veces limpiar también las cuadras de las vacas, la corte de las ovejas…  


Y llegaba la hora de preparar la  comida –el cocido o pote- que  se elaboraba con los productos de temporada que se habían cultivado en las huertas familiares: fréjoles, en verano; berzas, habas y  garbanzos, en invierno, y las patatas, que siempre estaban disponibles. Se añadía la ración, que había que repartir bien entre  toda la familia: tocino, espinazo, llosco o androya, chorizo sabadiego, morcilla… En días especiales las mujeres  hacían cuchiflitos o cuchifritos: frisuelos, pastas, mazapán, flan, manzanas fritas, rosquillas, flores…

Para los gochos también se cocinaba. En grandes calderos de hierro, colgados de las pregancias, se cocían patatas, nabos… que luego se aderezaban con algo de harina.

En el ámbito doméstico había muchos más cometidos que eran propios de la mujer: elaboraba  los embutidos de la matanza y también el pan que, junto a las patatas, era alimento esencial en la comida familiar. Para ello debía  calentar el horno hasta arrojarlo, mover las brasas con el cachaviello, amasar el pan, hacer las hogazas  y cocerlas en el horno. Con las hogazas también se  elaboraban  exquisiteces como la pica, una rica empanada rellena con  chorizo y tocino. Y luego se encargaban de  custodiar el hurmiento, un poco de masa que se guardaba de cada amasado y que actuaba como una  levadura casera, que las mujeres se iban prestando para elaborar el pan.

También era dura la tarea de lavar. En verano se solía lavar en algún río o arroyo. En época de invierno se buscaban las fuentes en las que parecía  que el agua estaba menos “fría”. Con el cajón para arrodillarse, la taja y el jabón elaborado  en casa (que también era tarea femenina), y un buen balde de ropa, comenzaba una dura tarea, especialmente en época invernal. Había que ablandar, enjabonar, tender al verde, aclarar, tender para secar y, finalmente, planchar duros lienzos con aquellas pesadas planchas de hierro que se ponían sobre el fuego para que estuvieran siempre calientes y dispuestas para el uso.

Planchas de hierro que conservo

En las épocas en que las labores del campo eran menos intensas, las tardes las dedicaban a otras labores femeninas como remendar las ropas rotas o repasarlas (zurcir). Transformar ropa, dándole la vuelta a una prenda para aprovechar al máximo su uso, reconvertir una camisa u otra prenda en rodillas o rodeas, hacer ropa nueva… eran tareas que inclinaban los cuerpos y los ojos de las mujeres  sobre las telas en las que cosían. Había también un enorme interés en hacer sábanas: unas, simplemente cosidas con esmeradas costuras, y otras, con algún bordado o realce especial en el embozo. 

Nada se compraba hecho, por eso las mujeres que vivían en pueblos pequeños y aislados querían tener en sus baúles un buen número de juegos de cama dispuestos para caso de necesidad. Probablemente, cada mujer rivalizaba un poco con sus vecinas en el primor de sus festones y bodoques en pequeñas reuniones vespertinas, a modo de calecho mujeril. ¡Cuántas horas dedicaron nuestras madres a coser o bordar sobre el lienzo docenas de sábanas que todavía hoy siguen llenando baúles o armarios y a las que sus hijos no dan utilidad!

Por la noche, una vez que la mujer había servido la cena y fregado los platos, se iniciaba la velada, llamada también filandón o filandero. Y, mientras los hombres participaban en esa reunión nocturna de una forma lúdica: charlando, contando sucedidos, formulando cusillinas a los niños…, las mujeres seguían atareadas en escarpenar la lana de los vellones, hilarla con el fuso y la rueca, torcerla, teñirla… Haciendo de la necesidad virtud, ¡qué útiles eran las cortezas de aliso para cocerlas y conseguir un colorante natural! Y cuando la  lana ya estaba envuelta en gorgotos,  se empezaban a tejer los escarpines, sin costuras, utilizando con sumo arte las cinco subinas. A veces atendían también a alguna pota  que hervía  sobre la cocina.  Otra labor destinada a las manos de las mujeres en las noches de invierno era esbotar los fréjoles secos o limpiar otras legumbres.


Angelina, Patro y Fernando, disfrazados de carnaval, en Paladín (h. 1950)


Pocos momentos de diversión tenían aquellas mujeres, aunque cuando se presentaba la oportunidad participaban en las romerías, bailaban la jota o el baile chano, se disfrazaban de carnaval, cantaban coplas o canciones populares que acababan en  el ijujú...

También la mujer tenía otros cometidos familiares, pues era la responsable  de los  ancianos y la que cuidaba de  la salud general  de la familia. Y, por supuesto, de ella dependía la educación cívica y religiosa de los rapaces. En muchas casas, además de controlar si los hijos sabían la doctrina, las mujeres dirigían el rezo del rosario en familia o las flores en la iglesia durante el mes de mayo. 

La mujer trabajaba en el campo con la misma dedicación y esfuerzo que hombre. No era la suya una mera ayuda: araba, escavaba patatas, remolacha, berzas… Derramaba en las tierras el abono natural que producían los animales domésticos: moñicas, caganillas, caballunas... Y participaba en todas las labores de la recolección. Lo mismo recogía hierba o segaba pan a hoz en la época de cosecha, que recogía patatas, nueces, fiacos para las ovejas…  La forca, la hoz,  la fozoria, la macheta… eran manejadas por las mujeres con la misma habilidad que la aguja fina, la de coser lana  o la colchonera. Solo el gadaño era una herramienta  más reservada a los hombres.

Al lado de unos campesinos que trabajaban de sol a sol, estas mujeres lo hacían de luna a luna, sin quejarse de su suerte, de manera esforzada y  silenciosa. 

Esas mujeres nos educaron en el sentido de la responsabilidad, en la austeridad, en la paciencia… y, aunque ellas vivían de forma resignada, educaron a sus hijas en   la “no resignación”. Eso explica que, a pesar de que vivían en un mundo en que tenía preeminencia el varón, trataran de inculcar en   sus hijas el deseo de ser libres y encontrar su lugar en la sociedad.   Por eso querían que ellas tuvieran las mismas posibilidades de formación que sus hijos varones. Y así, esas mujeres (con el apoyo también de sus maridos) que tenían una formación escolar muy elemental, consiguieron que en la generación siguiente sus hijas llegaran a ser universitarias. Un salto gigantesco.


La vida va a cambiar notablemente para esas mujeres cuando llega a las casas el agua corriente y pueden dejar el balde y el caldero y, sobre todo, cuando la radio y, posteriormente, la televisión, entran en su pequeño mundo doméstico y les abren una ventana a nuevos horizontes.  Hacia ellos dirigen entonces  sus miradas esperanzadas. 

La mayoría de esas mujeres no pudieron llegar a esas metas, perdidas para ellas en una nebulosa. Pero a esos nuevos horizontes sí  hemos llegado las hijas de esas mujeres y, desde aquí, miramos ahora hacia atrás y les mostramos nuestra gratitud, porque fueron ellas las que nos pusieron –de sol a sol y de luna a luna- en una senda luminosa  e imbuyeron en nuestro espíritu    la fortaleza necesaria para seguir caminando hacia horizontes más utópicos. 


Léxico tomado del libro: "El habla tradicional de la Omaña Baja" de Margarita Álvarez Rodríguez, Editorial Lobo Sapiens, 2010.

Más léxico leonés: Vídeo sobre el habla de Omaña



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