A Irineo y Ricardo, mi padre y mi abuelo, que fueron canteros.
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"Ser en la vida casa", en Paladín, León |
"¿Qué quieres ser en la vida?". De niños nos han preguntado a la mayoría qué queríamos ser
de mayores, pero yo no he tenido que responder a esa pregunta, porque desde mi nacimiento siempre he sido lo mismo y lo que quería ser: casa. Sí, soy casa, una gran función de la que me siento muy orgullosa.
Me presento. Soy una casa asentada en
un pueblo de la montaña leonesa, en la comarca de Omaña: una casa sólida, con gruesos muros de piedra.
Soy ya mayor, creo que nací antes de
1950. Con mi experiencia de vida os puedo contar muchas cosas que han sucedido
en mi interior… Pero vamos a comenzar por el principio.
Un día, ya lejano, mis primeros
propietarios y moradores decidieron que debían construirme. Y lo tuvieron que
hacer de forma rápida, pues una quema en la casa de techo de cuelmo en que vivían los dejó sin
vivienda. La solidaridad vecinal pronto se puso de manifiesto. Muchos vecinos
prestaron su carro y su ayuda para
acarrear piedras del río y poder levantar mis muros. Las piedras del río Omaña son el material fundamental de mis
paredes, unos cantos rodados que tienen diversas formas y colores que me dan
una belleza especial. Con las piedras también llegaron carros de barro. Pues eso
soy: piedras y barro. Con esos dos materiales esenciales hicieron este milagro
los canteros… Sin ellos yo no existiría.
¡Qué noble profesión la de los canteros! Con el plomo, la llana, la caldereta, la paleta, el
pisón y, sobre todo, con sus potentes martillos para romper piedras para escuadrarlas. ¡Cómo sonaban los golpes
de aquellos martillos con los que rompían las piedras de mis paredes!
Una vez preparadas con su mejor cara,
las fueron colocando una sobre otra, a partir de los cimientos. Con los
canteros trabajaba algún barrero que preparaba el barro y en una cabra (un cajón de madera), espurriéndose lo necesario, se lo acercaba a los canteros, que, a
medida que aumentaba la pared, subían en
andamios formados por unos tablones sobre las burras o sobre unas maderos sujetados en los michinales. Los más pudientes usaban para construir sus casas, en
lugar del barro, la cal mezclada con arena, material más resistente que el
barro, pero yo llevo en mis entrañas solo piedra y barro. ¡Y mucho arte! Basta
mirar las esquinas.
Poco a poco, a lo largo de meses, mis
muros fueron subiendo hasta que llegaron
al tejado. A mí me cubren tejas, pero si miro a mi alrededor veo tejados diversos.
Cuando yo nací la cubierta de las casas
era de tres tipos. Las más antiguas estaban cubiertas de teito o techo de paja de cuelmo de centeno, convenientemente techada.
Había profesionales, los techadores,
que hacían bien ese trabajo.
Otras casas tenían la cubierta de losa, forma de llamar por aquí a la pizarra. Estos tejados eran muy resistentes y
resultaba más difícil que se produjeran goteras, pues, por ellos, escurre muy
bien el agua y la nieve, pero son más fríos en invierno. Y otras, como yo,
estamos cubiertas de teja, cubierta más confortables en cuanto a la temperatura
por el relleno de barro y paja que se
colocaba entre las tablas y la teja.
Si recuerdo ahora cómo se llaman las
piezas que forman el armante de mi
tejado, a muchos omañeses les sonarán a palabras extrañas. Ese armante parte de una viga larga de madera que va de peña
a peña, apoyada en los caballetes y
que forma el cumbre. Luego se colocaban
las tercias, vigas horizontales
paralelas al cumbre. En vertical se ponían los cabrios o cantiaos,
apoyados por una parte en el cumbre y por otra en la pared. Las maderas largas y finas se llamaban ripias o llatas. A ellas se clavaban directamente
las losas. Las casas por aquí solemos tener forma rectangular con tejados a dos o tres aguas. Mi tejado es a tres aguas, lo mismo que los tejados que veo a
mi alrededor.
La fisonomía del caserío de los
pueblos ha ido cambiando a medida que yo he ido cumpliendo años. Ya han desaparecido
casi en su totalidad las casas de techo,
porque se han caído o han sido sustituidas por otra cubierta, la mayoría, por
uralita, un material que se consideró una gran innovación en su día, pues parecía que iba a ser casi eterno, y que ahora hay que retirar con sumo cuidado
por su carácter tóxico. Se han
construido casas y pajares de ladrillo y han aparecido nuevas construcciones,
que no son viviendas, con techos de
chapa. Yo no tengo corredor de madera, pero veo enfrente a otra casa que
sí lo tiene y era frecuente en las casas más antiguas. Los corredores, especialmente si estaban orientados a la solana,
servían de lugar de convivencia o calecho
en las tardes soleadas de invierno.
Mi aspecto exterior, con las piedras
rejuntadas con cal, se mantuvo de la
misma forma durante muchos años. Pero en los 70 del siglo XX mi cara de piedra parecía asociarse a algo
pobre o falto de cuidado, por lo que a mí y a otras hermanas decidieron
ponernos un vestido gris, un revoque de
cemento que luego se pintó. En mi caso me pintaron de blanco con bordes de color granate en los cercos de las ventanas. El siglo XXI me ha traído otra vez un
aspecto más parecido al original, pues, después
de haber picado los revoques de cemento, “me han sacado la piedra”, que sigue
luciendo espléndida. Así, en este aspecto actual me siento feliz, porque he
vuelto a lo que siempre fui. Es verdad que
han aparecido nuevos huecos en mi
fachada y las ventanas ya no son las mismas. Aquellas de madera, con sus
contraventanas, sufrieron las inclemencias del tiempo y empezaron a cerrar con
dificultad o se pudrieron. Ya he estrenado las terceras ventanas desde mi
construcción. Ahora son de aluminio marrón y con rotura de puente térmico -¿qué será eso?-, así que no me quejo, porque
aunque soy vieja estoy muy bien acicalada. Sufro al ver esas otras casas de mi
generación que se encuentran en estado ruinoso o ya han desaparecido.
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Distintas etapas de mi vida |
En realidad cuando digo que soy una casa soy varias casas en
una, pues, además de la vivienda, hay otras construcciones a mi alrededor que
conmigo forman la casa: cuadras,
pajar, cuarto bajo, cocina de curar y de horno, cubil, etc. Os voy a mostrar en primer lugar la vivienda.
Os invito, pues, a entrar en mi
interior. Vamos directos a la cocina. Una cocina austera: alguna alacena,
una mesa rodeada de escaños o escañiles alrededor y poco mobiliario más. Nunca tuve recibidores ni salones, aunque ahora los escaños conviven con algún sofá.
La cocina ha sido en Omaña el centro de la vida doméstica, el lugar de convivencia de la familia y a veces
de los vecinos que acudían en las noches de invierno a la velada o filandón. La cocina era el lugar en que se elaboraba la
comida sobre una cocina bilbaína (yo
no conocí ya la cocina llar, de las
casas más antiguas), una cocina de hierro, con depósito para el agua caliente, que
servía también para calentar la casa. El suelo original de mi cocina era de
madera y exigía un gran esfuerzo de las
mujeres para fregarlo de rodillas restregando con arena para que luciera limpio. Faltaban décadas para que
llegara el gran invento español, la fregona, o fuera sustituido por otro tipo
de suelo o escondido bajo sintasol.
Yo ya no he tenido un único cuarto de
dormitorio, como mis hermanas más antiguas, sino varias habitaciones, amuebladas de forma sencilla. La cama era el
mueble esencial, con camas de madera o hierro y con somieres metálicos y colchones de lana que se rehacían
cada cierto tiempo después de varear la
lana y luego escarpenarla con las
manos, para que no estuviera apelmazada. Luego se volvía a colocar bien distribuida sobre la tela y se metían las cintas con la aguja colchonera.
Las cintas se ataban con un lazo para que la lana siguiera bien distribuida y
no se moviera. Cuando la tela estaba vieja se cambiaba por una nueva, pero se
aprovechaba la lana. Pero ya hace muchas
décadas que prescindí de los colchones de lana
y los somieres metálicos y los sustituí por otros más modernos. Los “colchoneros”
que llegaban a los pueblos anunciaban que cambiaban colchones de lana por otros
de goma o muelles. Evidentemente el precio del de lana que se entregaba suponía
una porción mínima del coste del que lo iba a sustituir.
En aquellos colchones de lana se
protegían los que me habitaban cuando había nubes malas, pues se decía que eran
aislantes. Sobre aquellos colchones de lana nacimos la mayoría de los omañeses
de más edad. Encima de los colchones se
colocaban las sábanas de lienzo, con frecuencia lienzo negro que iba
blanqueando con el tiempo, y las mantas del Val (de san Lorenzo), famosas
mantas de lana que se heredaban en las hijuelas, a veces con las iniciales del
dueño tejidas en la propia manta. Para cubrir la cama una cocha de algodón o
las conocidas colchas morunas… Como mueble complementario, además de la mesita,
solía haber un baúl. Décadas más tarde se generalizaron los armarios, aquellos brillantes de chapa, acompañados de las camas niqueladas. Todavía me acompañan algunos de aquellos
baúles, arcas y armarios. Las camas han pasado a mejor -o peor- vida. En el
pasillo había un hueco para el palancanero,
algo esencial en aquella época en que no existía el lavabo. El mío era
sencillo, una simple estructura metálica para sujetar la palancana de porcelana
metálica y la toalla.
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Manta "del Val" heredada de mi abuelo |
Las otras construcciones levantadas
alrededor del corral también forman parte de mí misma. Todas juntas somos la casa
de Celia y Cirilo (y aquí podemos poner el nombre de cualquier vecino o
vecina del pueblo). Esas construcciones también son de piedra (en algunas más
modernas aparece el ladrillo), a veces combinada con el adobe en la parte
superior de la pared o en divisiones interiores, junto con el cañizo o el ladrillo. Antiguamente algunas
tenían techo
(de paja) que fue sustituido por otras cubiertas a medida que el centeno dejó
de cultivarse y al desparecer los techadores de oficio y también por su peligro ante posibles incendios. El pajar y la cuadra son las edificaciones fundamentales
en una casa de pueblo de la montaña leonesa. En el pajar se guardaba la
hierba bien apisonada para que cupiese
más, la paja desgranada, llamada bálago,
y la paja trillada, llamada paja menuda.
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Un antiguo techo de paja |
En la cuadra se veían las vacas atadas
con una cadena al peselbe, cuando no
estaban pastando en los praos. Con
ellas podía convivir también un burro o un caballo. En otro apartancio
se guardaban las ovejas. En mi caso, en el piso que está debajo de la
vivienda, que ocupaba inicialmente solo el primer piso, estaba la corte de las ovejas y cabras. Esto de
que debajo la vivienda se cobijaran los animales era una forma de conseguir
calor natural y servía para preservarse del frío de los duros inviernos. En
alguna otra casa se encontraba la cuadra de las vacas bajo la vivienda, incluso en una casa
amiga hay una trampilla por la que se podían arrojar restos, como barreduras,
directamente a la cuadra. Estos animales daban color, pero también nos "regalaban" los
efluvios de su olor y a veces pulgas u otros amigos “no gratos”. En ese piso bajo,
cuando la vivienda estaba arriba (para evitar la humedad), estaba el cuarto bajo, lugar en que se guardaban las patatas, la remolacha, las manzanas… o
estaban las paneras o los tinos para
el grano. También existía la corte de
los gochos, con apartados para los grandes y para las crías que se compraban antes de matar a
los del año anterior. Y podía haber también otros apartancios para conejos y, por supuesto, un gallinero.
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Un tino |
Tampoco faltaba en ninguna casa una cocina del horno, cocina vieja o cocina de curar. Era ese lugar en que se hacía lumbre en el
suelo o sobre el llar para poder
ahumar la matanza que se colgaba en varales.
Allí está aún el horno de barro de
amasar y todos lo útiles relacionados con el amasado: la masera, el cachabiello, la pala de horno… El horno lleva muchos
años inactivo en cuanto al amasado, pero a veces ha tenido otro uso y se ha
impregnado de olor a cordero asado destinado a comidas de confraternización
entre los vecinos.
Todas las construcciones mencionadas
estaban situadas en torno al corral. En Omaña, las personas y los animales
domésticos éramos seres bien avenidos. En el corral solía estar también el montón
de estiércol o abono que, cuando era grande, era sacado a otro lugar o extendido en alguna
linar. Era el lugar preferido de las
gallinas que se pasaban el tiempo escarbando en él. Ni que decir tiene que a
veces lucían en sus patas los restos de ese fango. El abono o estiércol era
fuente de mal olor y de insectos, pero formaba parte de la forma de ser casa en
Omaña, hace décadas. Hoy la mayoría de los corrales lucen limpios, porque no
hay animales domésticos o no están estabulados o la casa tiene otros usos, pues
los propietarios no son agricultores. El
corral ha perdido su esencia y ha pasado a ser patio, en muchos casos
engalanado con flores.
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En ese corral también hay una parte
cubierta que aquí se llama portal. En
él están situadas las puertas carretales, lugar de entrada común para personas y
animales, tanto para la vivienda y como para el resto de dependencias. El portal era el lugar para dejar el carro
y los distintos aperos y herramientas. Y la tenada
se usaba para recoger lo fiacos o fuyacos (ramas de hoja seca con las que se alimentaba a las cabras
y ovejas en invierno). En la puerta de madera de entrada a la vivienda muchas
de mis compañeras tenían un agujero circular en la parte de abajo para permitir
que el gato saliera y entrara a su gusto. De ahí su nombre: gatera. Hoy ya soy una casa de vacación
y recreo y tengo acceso desde la calle, pero lo habitual, en las casas de mi pueblo y de los próximos, como
os he dicho, es que se entrara a la vivienda y resto de dependencias por esas puertas
carretales del corral.
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Puertas carretales |
El corral era un lugar en que
transcurría parte de la vida de una casa de campo omañesa. Por él he visto
muchas veces a hombres con una mañiza
de hierba, un feje de paja, con una forca para limpiar las cuadras, con los caburnios (bigornia y martillo) picando el
gadaño… Era frecuente ver también
a las mujeres, ocupadas en el cuidado
del ganado menudo, o que pasaban con
un caldero de leche recién ordeñada,
con un lambido para los corderos, con
un mandilao de huevos o unas rachas para atizar el fuego de la
cocina. También era el lugar por el que
paseaban tranquilamente los gatos y las gallinas.
Tanto el corral como la vivienda han sido lugar de ecos, de
ecos de tantas voces de animales que berraban
o bramaban o iñaban, en el caso de las vacas; balaban, en el caso de las ovejas,
cacareaban las gallinas; maullaban los
gatos… En las paredes de la vivienda siguen estando presentes tantas palabras y conversaciones que he escuchado en
esta larga vida. Conversaciones que
hablaban de la buena o mala cosecha, de cómo hacer pequeñas inversiones para
seguir viviendo del campo, de los hijos, de los ancianos. Del tiempo. ¡Cuánto he oído hablar del
tiempo! Para unas gentes que estaban muy acostumbradas a mirar el cielo del que
dependía su sustento y el de sus animales, la conversación sobre el tiempo era
algo habitual. Y hablaban de que llovía demasiado o de que faltaba lluvia y
todo se agostaba, de la tormenta amenazante, de las pelonas que arrecían mis
muros en invierno o de las de primavera
o verano que arruinaban la cosecha. He
oído las voces de cinco generaciones de una misma familia, y he tenido mucha
suerte, porque esta familia me ha conservado en su propiedad y no he cambiado
de dueños. Hace años oía más conversaciones en invierno. Ahora ocurre lo
contrario, en invierno estoy silenciosa. Solo oigo el crepitar de mis costillas
de madera, pero cuando llega el verano aparecen las voces juveniles que son
inconfundibles y que parecen darme vida.
Soy también lugar de olores, de
olores al pan recién amasado,
a las manzanas almacenadas, a la matanza, a las rosas de ese rosal que quizá creciera en alguna esquina, un
rosal del país con un potente aroma que contrarrestaba un poco los malos tufos del estiércol. Las personas que me
han habitado estaban acostumbradas a esa amalgama de olores… También recuerdo
con frecuencia los sabores: a patatas con bacalao, a berza, a sopas de ajo...
Como vivienda he tenido suerte porque
me han curado los rotos y cosido las
heridas, y a pesar de los males propios de mi edad, sigo con vida y con una
salud aceptable. También me han vestido de una manera más moderna, aunque a mí
me gusta ponerme algunas veces ropajes heredados de los antepasados, esos que
son antiguos pero que no desentonan en ninguna circunstancia. Esa esportilla o esa alforja que hoy están llenas de flores secas hacen presente el
pasado y lo unen al presente. Ese escaño que estaba abandonado y ha sido recuperado, esa máquina de coser que tanto
ayudó a la mujer omañesa a la hora de confeccionar ropa de cama y vestimenta,
ese pote en que se cocinaba
directamente en la lumbre del llar, esa marmita
que nos recuerda tantas comidas que llegaron a la siega o la era. Un pasado que se hace
presente en la evocación.
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Con ropajes heredados y cambiados de uso |
He podido ver cómo lo que en una
época era moderno, después estaba pasado de moda. Mis paredes interiores
empezaron siendo de color blanco, encaladas. Luego llegó la moda de pintar de
colorines y tuve habitaciones de color azul, amarillo… En los 60 llegó la moda
de los papeles pintados y el sintasol,
a pesar de ser una casa de pueblo, también seguí la moda. Después he vuelto
a la pintura o incluso a ver cómo picaban las paredes interiores para dejar la piedra vista como en el exterior. Eso no se les hubiera ocurrido a los moradores originales que las revocaron con yeso o cal y pusieron techos de caña fina. Pero hoy, muchas décadas después, aunque no
tengo por dentro el mismo aspecto que tenía en los años 50, me sigo reconociendo en lo fundamental. Aunque es verdad que la vivienda se ha ampliado mucho, porque actualmente se puede prescindir del cuarto bajo y de dependencias antes dedicadas a otros usos y se han modernizado elementos de su interior.
Tuve la suerte de contar siempre con luz eléctrica. Me han
hablado de cómo se alumbraba con aguzos,
pero yo no lo he conocido. La primera luz, tenue y oscilante, era la que daban
dos bombillas que estaban colocadas en pasillo y cocina. No había más y se pagaba
de acuerdo a las bombillas que lucían en cada casa. Luego he ido viendo cómo
mejoraban los tendidos eléctricos y las instalaciones hasta el momento actual
en que es raro que me quede sin
suministro. A finales de los cincuenta llegó a mi cocina una radio. Y desde entonces me sentí mucho más acompañada.
Ese aparato que hablaba me hizo volar por el mundo y conocer a otras gentes y lugares. A principios de los 70, además de
voces, me llegaron las imágenes. En la cocina se hablaba menos, porque se veía
y escuchaba a los que hablaban por las
ondas. Entonces entraron en mi cocina el
mar, los rascacielos, las tiendas… El mundo urbano dejó de serme ajeno.

También vi llegar el agua corriente. Fue
para mí una de las mayores sorpresas y alegrías. A mi cocina llegó en el año 1966.
Qué misterioso era aquel artilugio llamado grifo que traía el agua al
fregadero. Con el grifo desaparecieron los calderos que estaban siempre llenos
de agua para la cocina, el aseo y la limpieza, y que exigían un notable
esfuerzo de transporte por parte de las mujeres, especialmente en las casas
donde había que subir escaleras. En
algunas casas se contaba con pozo en el
corral, no fue este mi caso. Con el agua
llegó el cuarto de baño, que era solo un pequeño aseo. Hasta entonces, para
hacer las necesidades ya estaba la cuadra y para lavarse, un balde o el río. Luego
llegó al pueblo el teléfono y el alumbrado público que hacía que mi imagen se
viera también por la noche.
Desde mis ventanas, que no han tenido
rejas por estar la vivienda en el piso de arriba, contemplo y dejo contemplar una naturaleza
exuberante, por la arboleda y el verdor. Y si me fijo llego a ver el río y oigo
su rumor. Estoy muy orgullosa de ser casa.
Una casa es un lugar de acogida, un lugar en que uno se
siente seguro, cuidado, comprendido, querido… Una casa es un mundo de
sensaciones y vivencias. El humo de mi chimenea, las persianas subidas, la
puerta abierta o sin trancar –porque
aquí la puerta sigue abierta- han sido un símbolo externo de que estoy aquí, de
que hay gente, de que hay vida. Ojalá los que me cuidan lo sigan haciendo en
las próximas generaciones. Yo no quiero dar trabajo, pero como anciana que soy,
todos los años sufro algún achaque. Pero mis recios muros me mantienen aún erguida
mientras han desaparecido ya dos generaciones de mis moradores.
Y termino mi plática, que ya es
demasiado larga. Aquí sigo. Mi puerta está abierta, porque soy lugar de acogida. Protegiendo a mis moradores amorosamente de la
intemperie, de la del cuerpo y de la del alma, soy parte de las raíces que hacen que el ser
humano se sienta arraigado, por eso me siento feliz.
¡Gran destino el mío: ser
casa!
Texto e imágenes: Margarita Álvarez Rodríguez
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