Género: Poesía
Editorial: Esstudio Ediciones
118 págs.
Ana Ortega Romanillos nació en Alcolea de las Peñas (Guadalajara). Es
funcionaria del ámbito sanitario, de profesión, y poeta, de vocación. La poesía
forma parte para ella de la esencia del vivir. Es una autora prolífica, pues tiene
en su haber once poemarios, y una persona con muchas
inquietudes culturales relacionadas con la poesía. Organiza y participa en recitales poéticos y pertenece
a varias asociaciones culturales de España y Portugal. Parte de su obra ha sido
traducida al portugués. Entre sus últimas publicaciones están Perfiles del agua, Alba desnuda, un libro de poesía mística, y la publicación que es
objeto de esta reseña, Tréboles refulgentes.
Su poesía, de temas variados, es
siempre una poesía de la vida: Explico
las cosas de la vida,/ sus luces y sombras en mis versos.
Acercarse a este poemario de Ana
Ortega es acercarse al mundo de la naturaleza y de la luz. El título, Tréboles refulgentes, ya nos sugiere de
forma acertada lo que vamos a encontrar en sus versos. No sabemos si son
tréboles de tres o cuatro hojas, pero sí sabemos que su
verdor refulgente, pleno de vida, arrastra nuestra mirada y nuestras emociones. Entre esos tréboles se desnuda el alma de Ana
Ortega y se viste la nuestra con el halo de su
poesía. Ella misma lo dice: Entre
tréboles refulgentes/ se desnuda la luna/ se desnuda mi alma.
Cualquier elemento que la rodea
despierta su vena poética: elementos del paisaje, momentos del día, recuerdos,
la luz… Y hasta otras manifestaciones artísticas como la música y la poesía.
Entre los poemas hay uno dedicado a una pintora y una Oda a los pintores.
Aunque la poeta expresa vivencias y sensaciones de la vida que se
mueven entre la luz y la sombra, como las que experimentamos todos los seres humanos,
lo que siente el lector de estos versos es que está ante un poemario de luz,
porque la luz parece ser el eje central del mismo. Una luz que va de lo tenue a
lo refulgente, pero con predominio de lo segundo, reflejado en la luz del alba, en la luz del crepúsculo... Luz del sol, de las estrellas, pero, sobre todo, luz de
la luna. La luna es uno de los ejes del poemario. Su presencia está muy repetida
en sus versos.
Las noches que describe son amables y la
luna es fuente de poesía: acompaña, protege,
marca el camino... Y con frecuencia aparece la luna llena: La luna llena deja su estela / de luz fugaz y transparente. Esa
luna guía: Esta noche me rige la luna. Nunca es siniestra como tantas veces ha aparecido en la
literatura, es, más bien, el contrapunto de la noche: acuna, alumbra y hasta canta sobre
los trigos o el mar. A veces se presenta con cara melancólica. La luna alumbra por encima/ de dudas y
enigmas. Y es que la luna no es solo el satélite de la Tierra, sino que en
este poemario tiene un valor simbólico: La
luna tiene un simbolismo / que le otorga las claves / para anunciar loas de
aurora. Incluso hay un poema que se
titula Imagen de la luna, una imagen que la seduce con su estela,
en sinfonía y sueño / de eternidad. La luna, pues, es capaz de crear tanta belleza que parece que hace detenerse
el tiempo cuando se refleja en los
manantiales y acentúa el brillo del agua.
A lado de la luna, el sol y las estrellas; el sol anaranjado de los ocasos y el dorado de los otoños: Vuelvo a mi huerto de sol y agua/ a la hora del sol naranja. Y hasta la escarcha es luz de cristal. La luz se impone a la oscuridad incluso en poemas que hablan de la muerte o de algo que lleva en su esencia ser lugar oscuro como una cueva. Allí, en su boca, también está la luz. El alma de la poeta se funde constantemente con esa luz. La obra, en su conjunto, es como un manantial de luces, que brillan en cualquier lugar de la naturaleza, que la siembran de verdores y la hacen más refulgente. Y es que la naturaleza es otro elemento esencial. Sol, agua viento, luna, estrellas/ traen frutos y rosas, escribe Ana Ortega. Dentro de ella tiene una presencia especial el agua. El agua del río a la que se asoma de forma solitaria para sentir el silencio, para escuchar el rumor del agua. Uno de sus poemas se titula, precisamente, Habla el agua.
También el mar: La luz del mar acrecienta mi verso, está
presente en muchos versos y con él las mareas que cobran un valor simbólico,
pues parecen marcar el movimiento de la vida humana. Desde
el fondo del mar le llegan los
poemas: El mar es un lienzo,/ en medio de todos/ los latidos del tiempo. La
contemplación del mar y de la luz generan momentos de tranquilidad y belleza, y quizá de una cierta espiritualidad. Pero
no es solo el agua de los ríos o del
mar, hay en sus versos agua de fuentes,
de estanques, de lagos, de arroyos, de lluvia… Siempre es agua clara que añade pinceladas de luz. La montaña es asimismo un lugar de luz. Y
hasta el monte, desde el que la autora presta su voz a la palabra poética.
Como estamos ante una naturaleza
viva, luminosa y colorista, no faltan las referencias a las flores, flores que la
seducen y que tienen para ella el color del alma: Siento la llamada flamígera de las flores… En
sus poemas aparecen también el arcoíris, los pájaros (gaviotas, cigüeñas,
rabilargos…): Viejo árbol, viejo río /
vieja estirpe del pájaro. Es una naturaleza llena de colores y sonidos,
naturaleza personificada que canta, que danza y que toma a veces la imagen del
campo castellano, con sus trigales, encinares, zarzales… Una naturaleza que habla y ante la
que solo hay que poner el oído para captar su poesía. Eso hace Ana Ortega
Romanillos, poema a poema.
El amor es acompañante necesario para la percepción de
las sensaciones que emanan de la naturaleza. La poeta lo espera apostrofándolo:
Sentada al borde del muelle/ te espero.
O le comunica lo que siente: Avivas las
brasas de mi estío. Se dirige siempre a él en segunda persona rogando su
presencia. Con frecuencia ese amor o la persona amada se funden de tal manera
con los elementos naturales que hacen que el amor se convierte en algo cósmico
que nos recuerda los poemas amorosos de Pablo Neruda o aquella famosa rima X de
Bécquer: “Los invisibles átomos del aire / en derredor palpitan y se inflaman… ¡Es el amor que pasa!”. Como
Bécquer, la poeta habla a veces de
átomos… El amor es calor, fuego. Precisamente
un poema de amor titulado Contigo cierra
el poemario: Contigo tomaron vida/ los
besos de mi boca/ contigo he sentido/ el crisol de la pasión/ y desnudé mi
corazón…
En ese mundo natural hay muchas referencias a las estaciones. La estación más evocada es del otoño, estación en la que nació la autora, con su dorada nostalgia. Es tiempo de sueños: soñando otoños, y además su otoño es época de dones (referencia a la vendimia), que infunde fuerza, que trae virtudes. Pero también aparecen las demás estaciones: Crepitan veranos, crujen inviernos. Hay un poema específico dedicado a las Cuatro estaciones, en que usa estas imágenes: En otoño lloran los árboles… Con la nieve sollozan los crepúsculos en invierno… En la primavera la luz empuja evasiones… En verano una sed de mar acelera/ el calendario…
Podemos sentir también
distintos momentos del día, especialmente, el alba y el ocaso, con su luz
peculiar. En esa naturaleza refulgente la autora busca el sosiego y la palabra poética: Vuelvo donde crecen los tréboles
refulgentes./ A mi ribera, a escuchar la sinfonía esencial de agua,/ a la cima
indescifrable del tiempo. Y esa cima puede ser, por ejemplo, su huerto de sol y agua: En mi huerto habita el silencio,/ el tiempo, un clamor vegetal.
Otro tema nuclear del poemario, aunque va intrínsecamente unido a la luz y a la naturaleza, es el tema de los sueños, que, en realidad, es una forma de evocar el pasado. Son sueños ancestrales: Siento un resplandor antiguo/ donde nacen los ríos/ que me convoca al pasado. Las experiencias vividas en su pasado rural aparecen una y otra vez en las casas antiguas de los pueblos, que algunos ya no recuerdan, en los trabajos rurales de otra época, en las personas que ya se han ido…
Hay
recuerdos de infancia fundidos con paisajes del pueblo que la vio nacer: He subido al monte/ trenzando recuerdos/
por los espacios verdes… Aparecen sensaciones vividas en ese pasado con la
persona amada, situadas con frecuencia al borde del mar y mecidas por las olas.
Evoca a los antepasados muertos a la sombra del ciprés. Entre esas
personas ausentes está su madre a la que
dedica un bellísimo poema del que
recojo la primera estrofa: Pariste,
madre, con luces de luna./ Bebiste agua de manantial/ te saciaste de
desamparos,/ creciste entre sombras /limando espacios. Asimismo evoca la
figura de su padre. Y los paisajes o lugares significativos de los caminos
antiguos que permanecen en la memoria de la autora sugieren la intrahistoria de
ese paisaje, la presencia de esos seres que no entran en los libros de
historia, pero que la hacen con su vivir,
como decía Unamuno. Intrahistoria se refleja, por ejemplo, en el molino
de aquel río que siente suyo, en unas
manos que hilaban y tejían en la noche del tiempo o en
esos caminos nebulosos por los que se
mueve la autora a los acordes de la luna.
Caminos por los que pasa la vida, la muerte, la gente.
La voz de la memoria, que Ana Ortega escucha
con oído atento, se entrevera con frecuencia en los versos de este poemario.
Además de su pueblo natal, Alcolea de las Peñas, del que conocemos las peñas,
los trigales, los encinares, las noches estrelladas, la miel… en los poemas se
evocan otros lugares: Lisboa, pueblos interiores
y costeros de España y Portugal, países lejanos como Madagascar, tierra
de pujanza y de pasión. Lugares mayores y lugares menores, todos quedan traspasados por la palabra poética.
Desde el punto de vista formal, llama la atención la gran maestría que muestra la poeta para captar las sensaciones, para mezclarlas unas con otras o para fundir las sensaciones con los sentimientos. Es lo que, en términos de estilo, llamamos la sinestesia. Esta figura retórica es muy usada por la autora. Constantemente mezcla sensaciones que captamos por distintos sentidos: Bebes la noche, escucho las olas/ desde las sábanas frías. El sol alcanza tibieza. Voz melosa. Suave olor. Se nutren de aromas y cantos. La lava de tus labios. Horizonte de silencios. La música de las flores. En este último caso se mezclan sensaciones auditivas, olfativas y visuales. Son solo algunos ejemplos de los muchos que aparecen en los poemas.
Sus versos son un auténtico mosaico de sensaciones que nos acarician los sentidos. La vista: los tréboles refulgentes… El tacto: las manos hilanderas… Los sonidos: la sangre ante la muerte brama… El olfato: vagan aromas… (uno de los poemas se titula, precisamente, Fragancias). El gusto: la evocación de la vendimia o la recogida de moras. La plasticidad conseguida es muy llamativa: Entre hilos azules desgrana una tormenta/ cantos de luz y truenos.
Es frecuente también el uso de la personificación de los elementos del paisaje con los que a veces entabla una especie de diálogo: Duerme el ciprés. Canta la luna en la noche. Colores otoñales danzaban en la casa hecha himno. Hay, además, una gran riqueza de imágenes, especialmente, metáforas y símbolos: Silencios de barro. Perfilas el coral de las bocas. Entre los símbolos, el más significativo es la luna, al que hay que añadir los caminos, las mareas, los sueños, las manos que trazan rumbos / de altos sueños. Y también juega un papel poético importante la paradoja.
En cuanto a la estructura métrica, la
autora utiliza los versos libres, con poca presencia de rimas. Para conseguir
el ritmo poético mezcla distintas medidas y usa con frecuencia paralelismos sintácticos. Reproduzco el poema
Después del incendio donde se ve la
presencia del paralelismo, la rima asonante en pares, la recreación de
sensaciones (el canto… es ceniciento),
el dolor de la naturaleza y de la gente…
Después del incendio quedan pavesas
en los campos y silencio negro.
Después del incendio sucumbe la vida,
el canto de la naturaleza es ceniciento.
Después del incendio solo quedan pesares,
carencias y duelo.
En conclusión, la contemplación de su entorno, en el presente o en el pasado, (La
génesis de mi poesía está/ en el pasado y
en mi melancolía) hace
elevarse a la autora a mundos de ensueños,
a un mundo poético en el que consigue atrapar al lector. Consigue
emocionar y, en ocasiones elevarnos a
reflexiones metafísicas, siempre desde la belleza poética. Es la vida humana lo
que está presente en sus versos, una
vida de sentimientos, sensaciones y reflexiones, una vida de encuentros, de huidas, de sueños,
de desengaños… Y aunque alguna vez se siente como un arrecife lleno de aristas, incluso, en ese arrecife, Ana Ortega
Romanillos pone luz, pues en la noche de la vida que refleja no deja de alumbrar la luna.
Estamos, pues, ante versos de vida,
versos de colores, versos de luz. Un poemario que no nos deja indiferentes y que tiene un título especialmente
adecuado, pues sus versos esconden
muchos Tréboles refulgentes.
Margarita Álvarez Rodríguez, filóloga, profesora y escritora