miércoles, 22 de junio de 2022

"Tréboles refulgentes" de Ana Ortega Romanillos

 

Género: Poesía

Editorial: Esstudio Ediciones

118 págs.




Ana Ortega Romanillos nació en  Alcolea de las Peñas (Guadalajara). Es funcionaria del ámbito sanitario, de profesión, y poeta, de vocación. La poesía forma parte para ella de la esencia del vivir. Es una autora prolífica, pues tiene en su haber once poemarios,  y una persona con muchas inquietudes culturales relacionadas con  la poesía. Organiza  y participa en recitales poéticos y pertenece a varias asociaciones culturales de España y Portugal. Parte de su obra ha sido traducida al portugués. Entre sus últimas publicaciones están Perfiles del agua, Alba desnuda, un libro de poesía mística, y la publicación que es objeto de esta reseña, Tréboles refulgentes.

Su poesía, de temas variados, es siempre una poesía de la vida: Explico las cosas de la vida,/ sus luces y sombras en mis versos.

Acercarse a este poemario de Ana Ortega es acercarse al mundo de la naturaleza y de la luz. El título, Tréboles refulgentes, ya nos sugiere de forma acertada lo que vamos a encontrar en sus versos. No sabemos si son tréboles de tres o cuatro hojas, pero sí sabemos que  su verdor refulgente, pleno de vida, arrastra nuestra mirada y nuestras emociones.  Entre esos tréboles se desnuda el alma de Ana Ortega y  se viste la nuestra  con el halo de su poesía. Ella misma lo dice: Entre tréboles refulgentes/ se desnuda la luna/ se desnuda mi alma.

Cualquier elemento que la rodea despierta su vena poética: elementos del paisaje, momentos del día, recuerdos, la luz… Y hasta otras manifestaciones artísticas como la música y la poesía. Entre los poemas hay uno dedicado a una pintora y una Oda a los pintores.

Aunque la poeta expresa  vivencias y sensaciones de la vida que se mueven entre la luz y la sombra, como las que experimentamos todos los seres humanos, lo que siente el lector de estos versos es que está ante un poemario de luz, porque la luz parece ser el eje central del mismo. Una luz que va de lo tenue a lo refulgente, pero con predominio de lo segundo, reflejado en la luz del alba, en  la luz del crepúsculo... Luz del sol, de las estrellas, pero, sobre todo, luz de la luna. La luna es uno de los ejes del poemario. Su presencia está muy repetida en sus versos.

Las noches que describe son amables y la luna  es fuente de poesía: acompaña, protege, marca el camino... Y con frecuencia aparece la luna llena: La luna llena deja su estela / de luz fugaz y transparente. Esa luna guía: Esta noche me rige la luna.  Nunca es siniestra  como tantas veces ha aparecido en la literatura, es, más bien, el contrapunto de la noche: acuna, alumbra y hasta  canta sobre los trigos o el mar.   A veces se presenta con cara melancólica. La luna alumbra por encima/ de dudas y enigmas. Y es que la luna no es solo el satélite de la Tierra, sino que en este poemario tiene un valor simbólico: La luna tiene un simbolismo / que le otorga las claves / para anunciar loas de aurora. Incluso hay  un poema que se titula Imagen de la luna,  una imagen que la seduce con  su estela, en sinfonía y sueño / de eternidad. La luna, pues, es capaz de crear  tanta belleza que parece que hace detenerse el tiempo cuando se refleja en  los manantiales y acentúa el brillo del agua.

A lado de la luna, el sol y las estrellas; el sol anaranjado de los ocasos y el dorado de  los otoños:  Vuelvo a mi huerto de sol y agua/ a la hora del sol naranja. Y hasta la escarcha es luz de cristal.  La luz se impone a la oscuridad incluso en poemas que hablan de  la muerte o de algo que lleva en su esencia ser lugar oscuro como una cueva. Allí, en su boca, también está la luz.  El alma de la poeta se funde constantemente con esa luz. La obra, en su conjunto, es como un manantial de luces, que brillan en cualquier lugar de la naturaleza, que la siembran de verdores  y la hacen más refulgente. Y es que la naturaleza es otro elemento esencial. Sol, agua viento, luna, estrellas/ traen frutos y rosas, escribe Ana Ortega. Dentro de ella tiene una presencia especial el agua. El agua del río a la que se asoma de forma solitaria para sentir el silencio, para escuchar el rumor del agua. Uno de sus poemas se titula, precisamente, Habla el agua.   

También el mar: La luz del mar acrecienta mi verso, está presente en muchos versos y con él las mareas que cobran un valor simbólico, pues parecen  marcar el movimiento de la vida humana. Desde el fondo del mar  le llegan los poemas:  El mar es un lienzo,/ en medio de todos/ los latidos del tiempo. La contemplación del mar y de la luz generan momentos de tranquilidad y belleza, y quizá de una cierta espiritualidad. Pero no es solo el agua de los  ríos o del mar, hay en sus versos agua de  fuentes, de estanques, de lagos, de arroyos, de lluvia… Siempre es  agua clara que añade pinceladas de luz.   La montaña es asimismo un lugar de luz. Y hasta el monte, desde el que la autora presta su voz a la palabra poética.

Como estamos ante una naturaleza viva, luminosa y colorista, no faltan las referencias a  las flores, flores que la seducen  y  que tienen para ella el color del alma: Siento la llamada flamígera de las flores… En sus poemas aparecen también el arcoíris, los pájaros (gaviotas, cigüeñas, rabilargos…): Viejo árbol, viejo río / vieja estirpe del pájaro. Es una naturaleza  llena de colores y sonidos, naturaleza personificada que canta, que danza y que toma a veces la imagen del campo castellano, con sus trigales,  encinares,  zarzales… Una naturaleza que habla y ante la que solo hay que poner el oído para captar su poesía. Eso hace Ana Ortega Romanillos, poema a poema.

El amor es  acompañante necesario para la percepción de las sensaciones que emanan de la naturaleza. La poeta lo espera apostrofándolo: Sentada al borde del muelle/ te espero. O le comunica lo que siente: Avivas las brasas de mi estío. Se dirige siempre a él en segunda persona rogando su presencia. Con frecuencia ese amor o la persona amada se funden de tal manera con los elementos naturales que hacen que el amor se convierte en algo cósmico que nos recuerda los poemas amorosos de Pablo Neruda o aquella famosa rima X de Bécquer: “Los invisibles átomos del aire / en derredor palpitan y  se inflaman… ¡Es el amor que pasa!”.  Como Bécquer,  la poeta habla a veces de átomos… El amor es calor,  fuego. Precisamente un poema de amor titulado Contigo cierra el poemario: Contigo tomaron vida/ los besos de mi boca/ contigo he sentido/ el crisol de la pasión/ y desnudé mi corazón…

En ese mundo natural  hay muchas referencias a las estaciones. La estación más evocada es  del otoño, estación en la que nació la autora,  con su dorada nostalgia.  Es tiempo de sueños: soñando otoños, y además su otoño es época de dones (referencia a la vendimia), que infunde fuerza, que trae virtudes. Pero también aparecen las demás estaciones: Crepitan veranos, crujen inviernos. Hay un poema específico dedicado a las Cuatro estaciones, en que usa estas imágenes:  En otoño lloran los árbolesCon la nieve sollozan los crepúsculos en inviernoEn la primavera la luz empuja evasionesEn verano una sed de mar acelera/ el calendario… 

Podemos sentir también distintos momentos del día, especialmente, el alba y el ocaso, con su luz peculiar. En esa naturaleza refulgente la autora busca el  sosiego y la palabra poética: Vuelvo donde crecen los tréboles refulgentes./ A mi ribera, a escuchar la sinfonía esencial de agua,/ a la cima indescifrable del tiempo. Y esa cima puede ser, por ejemplo,  su huerto de sol y agua: En mi huerto habita el silencio,/ el tiempo, un  clamor vegetal.

Otro tema nuclear del poemario, aunque va intrínsecamente unido a la luz y a la naturaleza, es el tema de los sueños, que, en realidad, es una forma de evocar el pasado.  Son sueños ancestrales: Siento un resplandor antiguo/ donde nacen los ríos/ que me convoca al pasado. Las experiencias vividas en su pasado rural aparecen una y otra vez en las casas antiguas de los pueblos, que algunos ya no recuerdan,  en los trabajos rurales de otra época, en las personas que ya se han ido…

Hay recuerdos de infancia fundidos con paisajes del pueblo que la vio nacer: He subido al monte/ trenzando recuerdos/ por los espacios verdes… Aparecen  sensaciones vividas en ese pasado con la persona amada, situadas con frecuencia al borde del mar y mecidas por las olas. Evoca a los antepasados muertos  a la sombra del ciprés. Entre esas personas  ausentes está su madre a la que dedica un bellísimo poema del que recojo la primera estrofa: Pariste, madre, con luces de luna./ Bebiste agua de manantial/ te saciaste de desamparos,/ creciste entre sombras /limando espacios. Asimismo evoca la figura de su padre. Y los paisajes o lugares significativos de los caminos antiguos que permanecen en la memoria de la autora sugieren la intrahistoria de ese paisaje, la presencia de esos seres que no entran en los libros de historia, pero que la hacen con su vivir,  como decía Unamuno. Intrahistoria se refleja, por ejemplo, en el molino de aquel  río que siente suyo, en unas manos que hilaban y  tejían en la noche del tiempo o  en esos  caminos nebulosos por los que se mueve la autora a los acordes de la luna. Caminos por los que pasa la vida, la muerte, la gente.

La voz de la memoria, que Ana Ortega escucha con oído atento,  se entrevera  con frecuencia en los versos de este poemario. Además de su pueblo natal, Alcolea de las Peñas, del que conocemos las peñas, los trigales, los encinares, las noches estrelladas, la miel… en los poemas se evocan otros lugares:   Lisboa, pueblos interiores y costeros de España y Portugal, países lejanos como Madagascar,  tierra de pujanza y de pasión. Lugares mayores y lugares menores, todos quedan traspasados por la palabra poética.

Desde el punto de vista formal, llama la atención la gran maestría que muestra la poeta para captar las sensaciones, para mezclarlas unas con otras o para fundir las sensaciones  con los sentimientos. Es lo que, en términos de estilo, llamamos la sinestesia. Esta figura retórica es muy usada por la autora. Constantemente mezcla sensaciones que captamos por distintos sentidos: Bebes la noche, escucho las olas/ desde las sábanas frías.  El sol alcanza tibieza.  Voz melosa. Suave olor.  Se nutren de aromas y cantos. La lava de tus labios. Horizonte de silencios. La música de las flores. En este último caso se mezclan  sensaciones auditivas, olfativas y visuales. Son solo algunos ejemplos de los muchos que aparecen en los poemas.

Sus versos son un auténtico  mosaico de sensaciones que nos acarician los  sentidos.  La vista: los tréboles refulgentes… El tacto: las manos hilanderas… Los sonidos: la sangre ante la muerte brama… El olfato: vagan aromas… (uno de los poemas se titula, precisamente, Fragancias). El gusto: la evocación de la vendimia o  la recogida de moras.  La plasticidad conseguida es  muy llamativa: Entre hilos azules desgrana una tormenta/ cantos de luz y truenos.

Es frecuente también el uso de la personificación de los elementos del paisaje con los que a veces entabla una especie de diálogo: Duerme el ciprés. Canta la luna en la noche. Colores otoñales danzaban en la casa hecha himno. Hay, además, una  gran riqueza de imágenes,  especialmente,  metáforas y símbolos: Silencios de barro. Perfilas el coral de las bocas. Entre los símbolos, el más significativo es la luna, al que hay que añadir los caminos, las mareas, los sueños, las manos que trazan rumbos / de altos sueños. Y también juega un papel poético importante la paradoja.

En cuanto a la estructura métrica, la autora utiliza los versos libres, con poca presencia de rimas. Para conseguir el ritmo poético mezcla distintas medidas y usa con frecuencia  paralelismos sintácticos. Reproduzco el poema Después del incendio donde se ve la presencia del paralelismo, la rima asonante en pares, la recreación de sensaciones (el canto… es ceniciento), el dolor de la naturaleza y de la gente…

Después del incendio quedan pavesas

en los campos y silencio negro.

Después del incendio sucumbe la vida,

el canto de la naturaleza es ceniciento.

Después del incendio solo quedan pesares,

carencias y duelo.

En conclusión, la contemplación  de su entorno, en el presente o en el pasado,  (La génesis de mi poesía está/ en el pasado y  en mi melancolía)  hace elevarse a la autora a mundos de ensueños,  a un mundo poético en el que consigue atrapar al lector. Consigue emocionar y, en ocasiones elevarnos  a reflexiones metafísicas, siempre desde la belleza poética. Es la vida humana lo que está presente en  sus versos, una vida de sentimientos, sensaciones y reflexiones,  una vida de encuentros, de huidas, de sueños, de desengaños… Y aunque alguna vez se siente como un arrecife lleno de aristas,  incluso, en ese arrecife, Ana Ortega Romanillos pone luz, pues en la noche de la vida que refleja no deja de alumbrar la luna.

Estamos, pues, ante versos de vida, versos de colores, versos de luz. Un poemario que no nos deja indiferentes y que tiene un título especialmente adecuado, pues  sus versos esconden muchos Tréboles refulgentes.

Margarita Álvarez Rodríguez, filóloga,  profesora y escritora




sábado, 11 de junio de 2022

Lorenzo y Catalina

 




El sol y la luna riñeron,

perdieron las amistades,

el sol por andar de día

y la luna por la tarde.


No querían lucir juntos

por envidia y vanidades,

pero se cruzan a veces

cuando decae la tarde.


El ocaso tiende un manto

de terciopelo dorado,

cosido con finos hilos

de arreboles adornado.


El sol se duerme tranquilo

con sueño de amaneceres,

esperando nuevas albas

que con la luz lo despierten.


Y deja paso a la noche,

el reino de Catalina,

que con su cuarto creciente

nos dedica una sonrisa.


Ella reina por la noche,

entre fiestas y verbenas,

y se adorna con diamantes

y viste con lentejuelas.


Pero cuando llega el día,

rauda se baja del trono,

que Lorenzo es más potente:

¡no quiere sufrir desdoro!


El sol se adueña del cielo,

con su corona brillante,

con sus rayos refulgentes,

y su reluciente traje.


Ocasos y amaneceres,

peleas de sol y luna,

que se cambian los papeles

para que el cielo reluzca.


Margarita Álvarez Rodríguez

La primera estrofa es una copla popular recogida en Paladín (León).


Ocaso madrileño del 11 de junio de 2022

 

 


 

 

miércoles, 8 de junio de 2022

"Entre el jueves y la noche", de Manuel Ramos López

 




Género: Poesía

Editorial Ringorango

89 págs.


Despierta. / No puede permanecer/ viva  la muerte.


Es una alegría para mí escribir esta  reseña sobre el primer poemario de Manuel Ramos López. Manolo o Lolo (así le llamamos cariñosamente los que lo conocemos) es un joven sacerdote salesiano, que fue alumno mío,  cuando estudiaba Bachillerato. Fue un niño y un adolescente  fuera de lo ordinario. Desde niño tenía clara su vocación religiosa y hacía gala de ella. Fue un alumno  querido y respetado por sus compañeros y profesores, siempre dispuesto a colaborar en cuantas actividades didácticas o pastorales se realizaran. Una de esas actividades era el recital de poesía que,  después de larga preparación, organizaba yo al final de cada curso escolar. Manolo participó en él varios cursos, incluso antes de ser alumno mío, por el interés mostrado en ello. Recuerdo cómo recitaba y se metía en la piel y en los sentimientos del poeta que se le hubiera asignado.  Lo recuerdo recitando el famoso soneto No me mueve mi Dios para quererte, el poema   Un loco de Antonio Machado y algunos más. La asignación de los textos objeto de recitación tenía un porqué y esos textos le cuadraban bien a él. Años más tarde, con emoción, asistí a su ordenación sacerdotal.

En los  años de su adolescencia Manolo Ramos comenzó a escribir poesía. Una selección de los poemas que ha escrito  desde entonces forman este primer poemario, Entre el jueves y la noche, publicado recientemente. Tuve el honor de que me invitara a recitar algunos de sus poemas en la reciente presentación en Madrid, en el que fue su   colegio, como alumno, y el mío, como profesora. Y mientras recitaba sus versos veía  la pasión del  autor reflejada en ellos.

El poemario está prologado por  Santiago García Mourelo, que  habla, entre otros aspectos,  del simbolismo bíblico del número cuarenta “siempre vinculado a un tiempo de búsqueda”. Y es que cuarenta son los textos del poemario. Los poemas aparecen numerados, sin título, aunque, en muchos de ellos, la reiteración de una palabra o una construcción sintáctica podrían  servir de título perfectamente.

En la  introducción, el  autor del libro muestra su atracción por la poesía de Unamuno y asegura que   “la poesía  (de Unamuno) es un vehículo de su búsqueda de Dios”.  El poemario se inicia con un recuerdo de aquella famosa lira de Noche oscura del alma   de san Juan de la Cruz: “En la noche dichosa/ en secreto que nadie me veía/ ni yo miraba cosa/ sin otra luz y guía / sino la que en el corazón ardía”. Y, posteriormente, recoge otra del mismo poema. Y es que, como el poeta místico, Manolo Ramos va consiguiendo que la noche oscura se convierta en guía y se muestre más amable que la alborada cuando el Amado (Dios) y la Amada (el alma) se encuentran y se funden.

Los poemas de este poemario  nos acercan a la realidad vital de cada uno de nosotros. Todos perseguimos deseos, nos hacemos preguntas, vivimos ausencias, sentimos miedos…  El poemario gira en torno a la noche, la noche como momento del día y, sobre todo,  la noche como símbolo. La noche está presente  de forma directa o indirecta en la mayoría  de sus textos. Como sabemos, es un simbolismo muy  repetido en la literatura. La noche y la oscuridad son símbolos del miedo, del desconcierto, de la soledad, de la muerte… Para los místicos fueron, además, símbolo del pecado, de las tinieblas que envuelven el alma.  Aunque es verdad que aquellos místicos del Siglo de Oro, en sus éxtasis, eran capaces de trascender a esa noche y convertirla en luz, mediante la fe y el amor. Así, de la noche oscura san Juan de la Cruz pasa a la noche dichosa iluminada por la luz que “en el corazón ardía”.

En Entre el jueves y la noche, la noche avanza desafiante frente a nosotros y convoca a la muerte. Sentimos que nos amenaza, que nos envuelve con la niebla del desconcierto… Y lo peor de esa noche es siempre la soledad y la incertidumbre, las preguntas sin respuesta,  las preguntas ensanchadas que se agrandan en la oscuridad. Sin embargo, en algún poema, esa noche, que avanza amenazante, es detenida por el muro de la esperanza y al final    queda destinada al olvido, porque somos seres nacidos de la LUZ / hijos del día. Esa noche,  como la de los místicos,  nos permite atisbar la luz, y la sombra termina sucumbiendo  y alumbrando esos senderos sedientos de luz. Y eso hace constantemente el autor: persigue la luz, desea beber llamas / para sentir calor  o abrir las flores para encontrar una nueva y luminosa primavera. En ese recorrido hacia la luz, esta se presenta a veces tan intensa que produce un efecto paradójico, pues ciega y devuelve a la noche. Este hecho  produce un sufrimiento añadido del que se queja el poeta, por ello  llega a exclamar en una imprecación dirigida a ella:  ¡Nos ciegas!

Este poemario  refleja, pues,  el desconcierto y sufrimiento que el poeta vive para transitar por la senda que va de la noche a la luz. Con frecuencia todos esos sinsabores causan  dolor, dolor psicológico que se expresa también como dolor físico. Por ello, el camino es cruento y el  caminante sufre desgarros anímicos que le hacen sentirse lacerado físicamente. En esa búsqueda de la luz se siente un peregrino que quiere ascender a las cumbres: Peregrino / subir a   tus cimas / ser alimentado por ellas, /poder vivir, /seguir, de ese modo existiendo. A ese peregrino le resulta  difícil ver la senda que lo conduzca seguro a la meta, al Otro, a ese Amor trascendente,  que es como  flor de terciopelo. Pero ese terciopelo, a pesar de su suavidad,   no siempre ejerce el papel de brújula de la vida, como nosotros esperamos,  pues, aunque sea amor, resulta  deslumbrante y cegador. Además,  a ese peregrino el polvo del camino / se agarra a cada paso. 

Este peregrino es situado  también en algún poema al borde de un mar embravecido que lo golpea, que parece conducirlo hacia el abismo  y que le hace perder el norte. Y, al final, termina destruido: Arrojado. / Ahogado. / Devorado. Por ello apostrofa a  ese mar tempestuoso que  nos inundas  / y naufragas / en preguntas.

Frente a la noche que nos rodea, nos aprisiona, nos desconcierta e, incluso, nos amedrenta,   el autor propone  adoptar  a veces la actitud de la locura fingida. En su poemario hay una referencia al loco literario por antonomasia, a ese loco cuya locura consistía en hacer el bien ayudando a menesterosos y menesterosas y actuando por amor.  A ello hace referencia  el poema X, que, por su brevedad, reproduzco íntegro: Me subí a Rocinante /  y, después del primer gigante,  después del molino, a la derecha / descendí hasta Sancho / para ansiar / con premura y tesón, / con pasión/ volver a estar loco. Como vemos, desciende hacia Sancho, pero pronto retoma el vuelo de la locura quijotesca.

Son frecuentes, también, las referencias al tiempo, que  aprisiona al ser humano y le añade angustia al vivir.  Un tiempo detenido en las manecillas del reloj que amordaza a la noche y no la deja avanzar hacia la luz del alba, hecho que acentúa la angustia de quien espera ansioso la llegada de la luz del nuevo día.   La angustia existencial se esconde entre muchos versos del poemario y hace al autor gritar: ¡Nada!  La referencia a la nada aparece en varios poemas. Una de las causas de esa angustia es el silencio, la falta de respuesta, a pesar de ser un silencio sonoro que desgarra nuestros tímpanos y que  nos produce una inquietud  que no nos  deja vivir.  Es como el grito de una ausencia que provoca el dolor que emana  de la soledad: Rebozados de silencio / aullamos pidiendo luz.

Es evidente que la presencia de la trascendencia religiosa es constante en los poemas de Manolo Ramos. Ese Amor al Otro que  siempre ha estado presente en su  proyecto vital. Un amor que busca  con pasión por los vericuetos de la vida, que no siempre es visible en los recodos del camino, pero, a pesar de ello,  el autor está dispuesto a persistir  en esa tarea de búsqueda y de encuentro   de la PALABRA que da VIDA. Es más, quiere, a través de su tarea sacerdotal y docente, ser esa Palabra de Vida, aunque para ello tenga que sentirse a veces “desnortado” como  Antonio Machado: “Pobre hombre en sueños, / siempre buscando a Dios entre la niebla”.

En los  cuatro  poemas finales es más  perceptible la presencia de la luz. Aparece una blanca rosa que anuncia  una Pascua y que es un grito de VIDA. Es el momento en que Amor  se acerca  al poeta  y este siente la alegría descorchada y compartida.

Los dos últimos poemas los dedica al jueves, que cobra un sentido simbólico, tomado de una experiencia de su vida. Como explica en la introducción, y reiteró en la presentación, el jueves fue un día maldito el año pasado, porque era un día "vacío de hogar",   un día de descanso, de paz, de ausencias. En la actualidad, en cambio,  se ha convertido para él en el día más dedicado a los demás. Es un día de presencia y de amor desbordante.  “El jueves es una balsa en medio de toda tormenta, una luz en medio de tanta noche. Un respiro, un ENCUENTRO”, asegura.  Un  día de amor siempre nuevo y aflorado. Después de tanto esfuerzo y tanta esperanza de luz, cierra el último poema con estos versos: Ahora ardes,/ con una luz siempre nueva./ Completamente jueves/ ardiente fuego de rostros, / que en el paso de los segundos y horas/ de espera, / las ascuas del amor/ nacen a una nueva esperanza. El jueves es el símbolo de la luz, de la presencia de los demás entre los entresijos de la noche y su abrazo. 

Dada la clara presencia religiosa  en los versos del poemario, la búsqueda de ese Amor con mayúsculas entre la zozobra y el desconcierto de una noche que se va acercando poco a poco a la luz de la Pascua y el uso de algunos símbolos, como la noche, el fuego y la luz, podríamos pensar que estamos ante poesía mística al modo de san Juan de la Cruz. También coincide con él en el uso abundante de la paradoja. Sin embargo, Manolo Ramos no es un místico y su camino hacia el Otro no parte de ningún éxtasis, más bien al contrario, él tiene los pies asentados en el mundo que le ha tocado vivir y su mirada puesta en las necesidades de las personas que lo rodean. Incluso en esa aparente soledad, su camino no es escondido ni transita por sendas secretas, pues su poesía está llena de presencias latentes (de paisaje y paisanaje) y de ausencias, también presentes.  Manolo siempre ha sido una persona comprometida con el mundo que le rodea, con la causa de los más necesitados, con la juventud y sus problemas y aspiraciones,  con un talante próximo al de aquel cervantino  desfacedor de entuertos que ya había ensayado con éxito san Juan Bosco, el fundador de la Orden Salesiana.  Su espíritu inquieto, su estar siempre disponible, su alegría tienen poco que ver con aquellos poetas místicos.   Por eso, cuando vislumbra el auténtico Amor comparte su alegría, la transforma en  pan compartido: Nuestras manos/ transformadas en hogazas/  partidas y repartidas. 

Comparte y reparte sentimientos vitales con los que la mayoría de los lectores nos podemos  identificar, pues, a fin de cuentas, el poemario nos sitúa a todos  con él en el camino de la búsqueda de la felicidad, camino lleno de abrojos, pero que es la esencia del vivir.  De la soledad de la noche a la esperanza, en un amor que, como el de don Quijote, le  haga inclinarse a hacer el bien en una vida sacerdotal   de compromiso y entrega: “Dios me ama y me quiere para otros”. Más cerca, pues, de Fray Luis de León que de san Juan de la Cruz.

Desde el punto de vista formal, los poemas del libro son de  poca extensión (la mayoría no sobrepasan una página) y están escritos en versos libres, con claro predominio de los versos de arte menor y con escasas rimas. Para conseguir el ritmo poético usa con frecuencia los paralelismos sintácticos y los encabalgamientos. Algunos de los textos podrían situarse entre el poema lírico y el poema relato, pero todos destilan pasión.  Desde el punto de vista estilístico, llama la atención la escasa presencia de adjetivos calificativos, de forma que queda la palabra poética reducida a lo esencial. Sin embargo, sí hay presencia abundante de recursos retóricos. El uso del simbolismo es muy abundante en todo el poemario, como ya he apuntado: la noche, la luz, el peregrino,  el camino, la brújula… Usa con frecuencia apóstrofes, que parten  de personificaciones previas, y el estilo es especialmente rico en lo referido a la metáfora y la sinestesia. Aparecen metáforas muy expresivas: las fauces del tiempo,   mi garganta es un desierto, abrazado al vacío del sonido…

Sin embargo, lo que más llama la atención, desde el punto de vista expresivo, es el uso de la paradoja, que se convierte así en un símbolo de la vida humana, que es una vida de contradicción y de pelea. Su ardor / hiela mi esperanza. Susurro que ensordece. El canto del silencio / se apaga.  Luz cegadora  / que desbordante, / apagas nuestros ojos. Es frecuente que una la paradoja a la sinestesia, a través de una mezcla de sensaciones captadas por distintos sentidos o de la mezcla de sensaciones y sentimientos: Dolor en pentagrama. Con esta mezcla consigue que los versos ganen en plasticidad y que el lector tenga a la vez una percepción mental, sensorial y vivencial de los versos:   Largo invierno / susurrador de fuegos / helándonos la esperanza. Esbozado en el silencio / de tu sinfonía. El autor introduce en el poemario la intertextualidad con la reproducción de versos de otros poetas: san Juan de la Cruz, Octavio Paz, Ángel González, Joaquín Sabina…

También llama la  atención el léxico que va en consonancia con las vivencias reflejadas. Además del  relacionado con la oscuridad y la luz, abundan las palabras  que “hieren” en el cuerpo o en el alma: lacerar, latigazos, tempestad, zozobra, zarpazo,  prisión, amenaza, herida,  sed, soledad Y, especialmente, muerte y nada.

Algunos poemas están acompañados con las bellas ilustraciones de Elia Antonio Benavides  y Mireya Esteban Martín.

Ojalá encontremos todas las personas esa luz que busca el poeta que nos saque de la duda y el miedo, aunque quizá la vida humana sea eso: un caminar en las tinieblas en pos de la luz y sentirnos cegados por ella cuando nos sale al paso. Y mientras hacemos el camino podemos manifestar nuestras vivencias  por escrito como lo ha hecho Manolo, porque afirma que escribir es mi arma  / contra la duda y el miedo, es como un grito en el silencio / como un beso en el aire. Un beso en el aire, ¡qué hermosa imagen!

¿Qué más puede pedir una profesora de Lengua y Literatura, muy amante de la poesía, que  tener la oportunidad  de escribir una reseña sobre un poemario de un alumno?  Escribir lo anterior, por un rato me ha hecho feliz (y ya no es el primer poeta salido de  aquellas clases y recitales).

Para finalizar, solo me queda felicitar a Manuel Ramos López, nuestro Manolo,  por sacar a la luz estos versos de un cuaderno azul arrinconado en un cajón, donde, a buen  seguro,  moran más.  Aquí quedamos esperando esos nuevos poemas, porque, como decía Miguel Hernández, “el pueblo espera a los poetas con la oreja y el alma tendidas al pie de cada siglo”.

Y se hizo la luz,

recordando el Amor puesto

en todas las cosas.


Miembros de la mesa de presentación del libro


  Manolo con dos de sus profesoras de Lengua (Blanca y Margarita)  en Santo Domingo Savio 

Margarita Álvarez Rodríguez,  filóloga y profesora de Lengua y Literatura

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