sábado, 25 de junio de 2016

El arte de mandar a la porra


                                                                  Dentro del lenguaje del disfemismo... 



La riqueza del español es notable para expresar los lugares pintorescos a los que quieren que nos dirijamos cuando nos comportamos como auténticos pelmas o tenemos la lengua muy larga  y acabamos con la capacidad de aguante de nuestros interlocutores. 

¿Por qué nos echan? 



Cuando somos expulsados de un lugar, porque  no nos quieren ver ni en pintura,  ni siquiera aunque la pintura sea muy colorista y absolutamente inofensiva, suele ser porque insistimos en una actuación molesta para nuestros acompañantes que nos consideran pesados como plomos, unos auténticos plomazos o pelmazos; somos pegajosos como plastas, o somos tan empalagosos como los pestiños. 

Si actuamos así, pareceremos tostones,  que haremos saltar chispas y  hervir la sangre de los demás, sobre todo, si también lo acompañamos   con  una musiquilla peculiar  y nos dedicamos  a dar la barrila o la lata,  que tienen un sonido desafinado,  o    somos como una murga de mala música que da  la serenata. 

Al final,  a fuerza de dar la matraca, terminaremos dando la tabarra,  como si fuéramos un impertinente tábano que gira en torno a la cabeza de la víctima.  Y si además usamos un lenguaje confuso y lleno de excusas,  venimos con monsergas, con las que  daremos bien    la vara,  que no es otra cosa que  dar la paliza o   dar el  coñazo. (Esta palabra no tiene connotaciones sexuales –connatus, en latín-, sino que indica actitud persistente). 

Desde luego, de una  u otra forma, daremos mucha guerra y conseguiremos  dar cien patadas al agraviado, que se enojará de  tal forma que se le hincharán las narices, la hinchazón le llegará hasta la coronilla y  no querrá cuentas con nosotros. Lo menos que podemos oír en ese caso es un rotundo olvídame, pero lo más probable es oír una invitación a que nos alejemos del lugar. En ese caso, nos darán para el pelo, ya que, después de ponernos de vuelta y media, seguro que nuestros cabellos necesitan un buen arreglo. También nos pueden  leer la cartilla para alfabetizarnos  o cantar las cuarenta que es una canción que no siempre suena bien. 

¿Cómo nos echan?

Suelen echarnos con cajas destempladas,  como se echaba a los soldados. Pero pueden  simplemente darnos puerta y ponernos de patitas en la calle, sin preocuparse de lo que pasará con nosotros. Si se apiadan un poco, pueden sugerirnos que nos cubramos las narices por si nos dan con la puerta en ellas. Y así, ya en la puta calle, ¡que nos den morcilla! Aunque bien mirado, mejor tener morcilla que no tener qué comer, siempre que no lleve veneno como el que les daban en otra época a los perros callejeros, camuflada en una apetitosa morcilla, hecho que ha dado origen al dicho popular.

Si son más violentos con nosotros, nos pueden despachar, defenestrar, dar pasaporte, dar boleto, dar la puntilla... Seguro que en ninguno de esos casos volveríamos a molestar. Si nos diéramos una vuelta por Hispanoamérica, oiríamos también que nos botaron, rajaron, corrieron, nos mandaron a la chingada...

Pero no es necesario hacer méritos especiales, sobre todo, si hablamos del ámbito laboral, es decir, si nos echan del trabajo. En estos tiempos que corren, nos pueden largar, después de haber dado el callo, dándonos una patada en el culo, sin mayores explicaciones. Eso sí, en algunos casos serán muy "finos" con nosotros  y nos agradecerán los servicios prestados...

Y ya en la calle, ¿a dónde nos mandan?

No nos engañemos pensando que siempre podemos elegir a dónde ir. Con frecuencia nos mandan a los lugares más insospechados. El enojado reclamará tranquilidad diciéndonos cuatro cosas. Desde un inicial    déjame en paz, pasando por el lárgate, y luego, piérdete, hasta desear que desaparezcamos como por ensalmo con un  esfúmate. Incluso  pueden optar por señalarnos un camino para que vayamos más lejos y una serie de actividades para que pasemos un tiempo entretenidos, y siempre fuera de la vista de aquel al que hemos irritado en demasía.



Nos pueden mandar a paseo y, bien mirado, no es mala opción, porque nos mandan a tomar viento  e incluso a buscar un bosque y perdernos, y si no encontramos el bosque nos pueden mandar por ahí adelante, en su búsqueda, hasta que lleguemos al quinto pino, que debe de estar muy lejos(El quinto pino parece que existió realmente.  Estaba situado en el Paseo del Prado de Madrid, después de cuatro más que estaban más cercanos al centro, todos plantados en el reinado de Felipe V).

Pero si quieren mandarnos lejos, lejos, nada mejor que organizarnos un largo viaje sin vuelta que nos conduzca    a la Cochabamba boliviana o, más lejos aún, a la Cochinchina vietnamita. 

Otras veces las opciones que nos proponen no son tan tentadoras, porque exigen de nosotros un esfuerzo, un trabajo. Que nos manden a hacer puñetas requiere mucho tiempo de ocupación,  para hacer las finas puntillas que caen de las bocamangas  de los jueces, pero al menos veremos que nuestro trabajo es lucido. Y cuando terminemos con las puñetas podemos pedir que nos zurzan, porque así descansamos mientras nos arreglan nuestra pobre indumentaria. Pero peor que trabajar con las agujas en un apartado monasterio es  tener que  escardar cebollinospues  trabajaremos a la intemperie  y nos dolerá la espalda. Además parece que los cebollinos no siempre se juntan con los más listos de la clase.



Las tareas  culinarias son una buena elección cuando  ya  se ha puesto al pesado  a caldo y se le han puesto las peras al cuarto.  Y si elaborar un buen caldo es algo complejo, se puede optar por mandarle realizar la labor de freír, que es algo más simple. 

Puestos a freír, podemos  freír monas,  aunque sea más adecuado hornearlas; espárragos,  trabajo un tanto inútil, porque los espárragos se comen hervidos, pero no fritos e, incluso,  morcillas.  Nos pueden mandar al chorizo que es otra forma de mandarnos a paseo, no sabemos si a  convivir con ladrones  o a comernos allí un sabroso bocadillo.  Y si somos golosos, mejor dedicarnos a freír buñuelos, churros y rosquillas. Al final, después de tanto freír, es lógico que el esfuerzo nos tenga fritos a nosotros.

Nos pueden dejar salir de la cocina y quedarnos cerca, siempre que vayamos a hacer gárgaras que nos tengan las bocas ocupadas en los enjuagues y no podamos hablar.

Pero lo peor  sería  irnos a la porra, que no tiene en su origen un sentido sexual, sino que estaba relacionado con un castigo militar. (Era el bastón del tambor mayor que se clavaba en una esquina del campamento e indicaba el lugar donde se castigaba a los soldados y al que debían acudir cuando se les mandaba a la porra). 

 Si la porra no nos gusta, ir al  cuerno está también entre las opciones disponibles, aunque  no sabemos  si quedamos a merced de un cuerno de toro o nos envían a un lugar tan lejano como el cuerno de la luna.

Si nos gusta la coprofilia y usamos un lenguaje más soez, no aceptaremos de mal grado lo de ir  a la mierda, o a la puta mierda o, si la mierda es de gaviotas, al guano. ¿Dónde se halla el lugar? Difícil encontrarlo, sobre todo, si la indicación está abreviada y solo nos mandan a la M. ¡Qué culpa tendrá esa letra de nuestro desconcierto! Pero siempre podemos pedir, irónica e insidiosamente, que nos  indiquen cómo se va o irnos directamente,  conducidos por el olor, al pedo o a  cagar a la vía. Seguro que el lugar buscado no anda muy lejos. 

Tenemos también destinos relacionados con lo sexual, a los que aludimos con expresiones un tanto obscenas.  Nos pueden enviar al  quinto coño,  que está en la quinta puñeta, que suponemos no andarán muy lejos del quinto pino.  O a hacer otras  puñetas (masturbarse, según otra acepción del DLE),  dedicación solitaria que llevará su tiempo y será más placentera. Puede que nos deseen que nos jodan  y nos manden a tomar por el culo, con su eufemismo, a tomar por el saco, porque  saco es otro nombre del culo, tomado del habla coloquial gitana. 

Mandar al carajo o carallo –en gallego-, tiene connotaciones muy negativas, sin embargo, carajo  no es  en su origen  una referencia al miembro viril, aunque así lo parezca. (En los antiguos barcos de vela, el carajo era  una canasta que colgaba del palo mayor, llamado verga, en el que iba el vigía, normalmente un marinero que cumplía un castigo). También mandar a la verga es otra posibilidad idiomática, más frecuente en Hispanoamérica. Y ya que estamos en un barco, lo peor sería desearle  a alguien: ¡Que te folle un pez! A veces somos un poco más pudorosos y convertimos la expresión en una abreviación sugerente: Anda y que te den...

Si los agraviados  quieren comportarse de forma más fina, quizá busquen alusión al mundo del espectáculo y opten por invitarnos a hacer mutis por el foro o a irnos con la música a otra parte o, al menos, a cambiar de disco, porque el que se oye está ya muy rayado y termina rayando también al personal. 

Finalmente, si nuestra presencia se convierte en insoportable, lo más probable es que nos digan hasta nunki  (así para los más modernos) y nos condenen eternamente. Entonces, lo mejor es que la expulsión de esta tierra sea definitiva, por lo que oiremos lo de vete al diablo. En su compañía llegaremos  a un lugar tan alejado como el quinto infierno. Allí nos quedaremos per secula seculorum, y... ¡santas pascuas!  


Quizá ese lugar sea solo un infierno veraniego y podamos seguir buscando por allí los otros cuatro pinos que acompañan al quinto famoso, mientras nos relajamos, nos tomamos unas vacaciones y dejamos de molestar.

                  
                                   ¡Feliz verano!







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La Recolusa de Mar por Margarita Alvarez se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.