Mientras el cielo se teñía de color anaranjado y las nubes grises inundaban el paisaje desolado de su alma, aquella mujer buscaba un camino de esperanza y vida. Por eso, a pesar del miedo, cantaba. Cantaba para que el niño que arrastraba de su mano no percibiera el estremecimiento de la guerra. Cantaba...
Cantaba y cantaba, porque el sonido de su canto combatía el estruendo y el terror que le producían las bombas. Al oírla, las demás madres, desde la hilera de la huida y la soledad, se fueron uniendo a su canto. Y así, un eco unánime, del que se desprendían, como si fueran níveas palomas, las notas musicales, se fue extendiendo por el mundo y tiñéndolo de blanco.
Era la sinfonía de la paz.