sábado, 22 de abril de 2017

Leer para ser libres... y seguir leyendo...






                               Día del Libro 2017

Discreto amigo es un libro (…) Blanda su condición, tanto que se deja buscar si agrada y con el mismo semblante se deja dejar si cansa. Calderón de la Barca.




Un conjunto de hojas encuadernadas que forman un volumen. Así podríamos definir un libro en su formato habitual. Un libro es un  objeto. Pero un objeto distinto a todos los que lo rodean: es un objeto mágico. Algo que está ahí  ofreciéndonos sus muchos secretos. Basta que lo cojamos entre las manos y lo abramos, para  que sus letras, sus palabras, sus frases comiencen a cobrar sentido y a hablarnos. Nos invitan a zambullirnos dentro,  a dejarnos acariciar por su contenido. ¡Qué pena de los libros que están muy ordenados en una estantería y nunca han sentido la caricia de una mirada! Manosear sus páginas,  señalarlas, anotarlas… convierten un libro en algo vivido, en una comunión entre libro y lector.

Es frecuente que nos preguntemos sobre cuál ha sido el hecho más relevante de nuestra vida. Una vez me hicieron esta pregunta y contesté de forma espontánea que quizá lo que más había marcado mi vida había sido aprender a leer.  Tanto es así que creo que soy, en una parte muy importante de mi persona, lo que he leído. Leyendo, me he reafirmado en  las actitudes y valores que me transmitieron en mi infancia y he aprendido a perseguir utopías.  La visión de la vida y del mundo que me rodea, la postura adoptada ante esa realidad, las relaciones con las demás personas, el proyecto de vida… La mente abierta siempre a nuevos aprendizajes… En todo ello soy deudora de mis lecturas.

Aprendí a leer en los libros “escritos en el viento”. Eran esos relatos orales, contados por personas mayores, en los filandones de las largas noches de invierno de la montaña leonesa. Cuentos, leyendas, romances, canciones tradicionales… que llegaban a mis oídos y encandilaban mis ojos. Un día me percaté de  que, si aprendía a leer, esas historias las podía encontrar  en los libros  y  podía acceder a ellas por mí misma. Y se produjo el milagro: aprendí a leer, con mínima ayuda, pero enorme interés,   a los cuatro años. Comprendí que aquellos signos desconocidos podían adquirir sentido unidos unos con otros. No sé qué día fue aquel, pero sí sé que fue un hecho fundamental en mi vida. 

Pero el gozo de comenzar a ser lectora se quedó  empañado  por una cierta frustración.  Sabía leer, pero no podía hacerlo, porque en mi casa no había ningún libro, si acaso algún folleto religioso. Mi afán por leer era tal que leía cualquier papel escrito, aunque fuesen  trozos de papeles de periódico que ya se habían usado como envoltorios, y de cuyo contenido no entendía gran cosa.


De los libros he aprendido casi todo lo que sé. El primer libro de “mi propiedad”,  que alguien me hizo llegar de segunda mano, fue Piel de asno, de Charles Perrault. Tendría unos siete años.

Fue uno de mis “tesoros” más preciados. Recuerdo perfectamente aquel libro troquelado que tenía la forma de la silueta de una mujer cubierta por una piel de asno. De él aprendí  el valor de la ternura,  de la dignidad,  de la humildad y, también,  el poder de la fantasía. Aquel maravilloso vestido del color del tiempo, del sol y la luna dejaba absorta  a cualquier mente infantil.

Entre los pocos libros que había en mi pequeña escuela unitaria estaba Corazón, de  Edmundo de Amicis, que incluía el famoso cuento De los Apeninos a los Andes... Allí encontré, en su máxima expresión, la exaltación del amor familiar, y el ahínco y la valentía de Marco en la búsqueda de su madre. En definitiva, el amor familiar.

También  recuerdo vívamente otro libro de mi escuela: Lecturas de Oro, de Ezequiel Solana. Algunas de sus lecturas me impactaron mucho y me hicieron reflexionar, especialmente aquella de la viña que, según el padre,  los hijos venderían  a su muerte y convertirían en "era" (esta viña “era” nuestra, se dirían luego al pasar por el lugar). Allí, además de otros valores morales, percibí el sentido equívoco de las palabras. Sin embargo, no tuve conciencia del carácter aleccionador del libro, en lo religioso y en la político, hasta que lo releí como persona adulta.



Cuando estudiaba bachillerato entré por primera vez en una biblioteca. Sus moradores parecían centinelas sigilosos que alineados custodiaban las paredes.  Libros a mi disposición de forma gratuita: ¡un lujo! Les tendí mis manos  y muchas hojas desplegadas me envolvieron en un abrazo. Aquellos centinelas estáticos estaban ansiosos por  cambiar de posición, estaban deseando encontrar amigos con quienes entablar una afable conversación. Y aquella conversación que inicié con ellos entonces  aún no ha concluido. 

Desde aquel momento supe que la cultura estaba también a disposición  de los menos pudientes. Podía leer, aunque no tuviera dinero para comprar libros. Se cumplía una de mis grandes aspiraciones. En esa biblioteca leí toda la colección de obras de teatro de Alejandro Casona.  Aquellos libritos de pequeño formato  y gran contenido… 




Dedicaba el recreo del comedor de mi internado  a la lectura de sus obras con auténtica fruición. Su teatro me sedujo de forma extraordinaria: misterio, problemas vitales, integridad de los personajes, fantasía… y mucho más.  Los árboles mueren de pie, La dama del alba, La sirena varada, Nuestra Natacha… me dejaban embelesada. 

Entre la adolescencia y la juventud leí los clásicos del siglo XIX, aquellas extensas e intensas novelas que entretenían y fascinaban. Así,viajé por el Madrid de Galdós, sin conocer Madrid; por el ambiente cerrado y agobiante de  los pazos gallegos de Emilia Pardo Bazán; por la Valencia de Blasco Ibáñez; por la Vetusta de Clarín, por el Londres de Dickens, por el San Petersburgo de Dostoievski, por la Francia de Balzac, Sthendal, Víctor Hugo…


Me impactó una de las más  grandes historias de venganza que he leído: El conde de Montecristo. Me sumergí en el interior de Raskolnikov, el protagonista  de Crimen y castigo, para sentir con él la intensidad de  la vivencia del remordimiento. Viví con emoción  las peripecias de Ana Karenina; las pasiones, penas y alegrías  de los personajes de las novelas de las hermanas Brontë; la infidelidad de Madame Bovary…

En la época universitaria me empapé de nuestra literatura del Siglo de Oro: Garcilaso, San Juan de la Cruz, Quevedo, Lope, Calderón…  Y, por supuesto, de Celestinas, Lazarillos, Quijotes y Tenorios… a los que he vuelto tantas veces por oficio y devoción. (Alguna de ellas hasta para estudiar la presencia de la química entre sus líneas en el Año Internacional de la Química, 2013). Y la pasión de la poesía y el teatro románticos... Con todos ellos comprendí que un clásico es un libro que nunca acaba de decir todo lo que tiene que decir. 

La relación de mis lecturas posteriores sería larguísima de enumerar. Me he empapado de la narrativa del siglo XX, sobre todo, de la española y la hispanoamericana.  He leído también muchos ensayos. ¡Y la poesía!, que ha ocupado en mis vivencias literarias  un hueco y una atención muy especiales. Me siento especialmente satisfecha por haber conseguido, en mi carrera docente, que muchos adolescentes volvieran su vista a la poesía con interés, incluso he logrado que se despertaran incipientes vocaciones poéticas. Y seguimos necesitando a los poetas, porque, como decía Miguel Hernández,  el pueblo espera a los poetas con la oreja y el alma tendidas  al pie de cada siglo.

Sería difícil escoger “mis”   lecturas preferidas: libros tiernos, imaginativos,  dramáticos, de intriga o misterio, de divulgación científica… de reflexiones sobre el idioma. Muchos de ellos han seguido marcando mi personalidad. Ya decía Cervantes que no hay libro tan malo que no tenga algo bueno. 

La lectura es un acto creativo que despierta la imaginación, la creatividad. En eso supera a la imagen. Dicen que una imagen vale más que mil palabras, sin embargo, hay palabras del idioma que no se pueden expresar ni con mil imágenes. 

La lectura es  una actividad que educa, que entretiene, que agiliza la inteligencia, que desarrolla la capacidad de análisis, que nos acerca a otras culturas.  Leyendo maduramos y aprendemos  a ser tolerantes y a conquistar pequeñas parcelas de libertad. A los tiranos no les gustan los pueblos instruidos, no les gusta la gente crítica.   Nos pueden apresar el cuerpo, pero nuestro espíritu seguirá siendo libre.

Cuando hablamos del Día del Libro, solemos pensar en libros creativos que cuentan historias, expresan sentimientos o ideas (poesía, teatro, narrativa, ensayo).  Esos en los que nos identificamos con el  sentir o pensar de los personajes y decidimos  luchar con ellos,   o bien, nos ponemos en el lado opuesto para censurarlos. 

Pero hay dos tipos de libros a los que quiero dedicar un recuerdo especial. En primer lugar,  los libros de texto. Esos que nos han acompañado a la mayoría durante nuestros años de formación. 



Lecciones de Lengua Castellana de G. M. Bruño. Curso elemental. 1898

Esos que nos han hecho sufrir… Nuestros compañeros de viaje y de fatigas. Libros manoseados, subrayados, anotados, desgastados. Es posible que,  una vez superado cada curso, nos hayamos desprendido de ellos en un acto de liberación porque  los libros se dejan  dejar si cansan.  No importa, ellos saben perdonar, han llegado al final de su trayectoria vital. Se han desangrado lentamente a medida que contribuían a  aumentar nuestros conocimientos y madurez. Esa era su misión. Seguro que guardamos en nuestra mente imágenes nítidas de varias de sus páginas, quizá acompañadas de alguna ilustración o anotación del tipo: “Esto cae en el examen”. Algunos de ellos, con esfuerzo, han contribuido a la educación de más de un escolar. Y muchos de nosotros, profesores, hemos sido los intermediarios entre los libros de texto y los alumnos. Y en el caso de los profesores de Literatura, tenemos, además, otra misión más importante: despertar el interés por la lectura.


Mis enciclopedias Álvarez, en el pupitre de mi escuela.
Algunos  de nosotros empezamos nuestra formación académica (plan del 53) bien acompañados por las enciclopedias Álvarez, un compendio sucinto de todo lo que un niño de Primaria debía conocer. Con  escaso  texto    y esquemáticas ilustraciones en blanco y negro (apenas unas líneas para representar a una persona, animal o paisaje) nos abrieron las mentes al conocimiento.  Fueron para nosotros una mina de conocimientos que despertaron nuestra curiosidad por aprender más. 

En segundo lugar, hay otro tipo de libros que merece para mí una consideración extraordinaria: los diccionarios. Bucear en un diccionario siempre me ha producido un placer especial. En ellos están los secretos, las sutilezas, la riqueza del idioma. Con ellos he aprendido palabras de hermoso significado como filantropía o dadivosidad, palabras curiosas como busilis o zurriburri, palabras eufónicas como libélula, birlibirloque o tiquismiquis;  palabras dulces como melífluo, palabras onomatopéyicas como sonsonete, palabras científicas como frenopatía o catalepsia,  palabras relacionadas con hechos o personajes históricos (epónimos) como filípica, cicerone… y tantas otras. 

Desde la a aarónico, primera palabra con significado léxico del DLE,  a la z de zuzón, un diccionario es un mundo de sorpresas. Un libro imprescindible para conocer el léxico del idioma, enriquecer el vocabulario  personal y  para articular nuestro pensamiento. Los límites de mi idioma son los límites de mi pensamiento. Esta frase de  Wittgenstein figura en el frontispicio de mi blog.  Porque no es lo mismo estar contento que divertido, encantado, gozoso, risueño, satisfecho, jovial, feliz, jubiloso, exultante, pletórico… Como unas pascuas, como unas castañuelas… Si existen distintas palabras es porque existen distintos matices.  Rastreando el diccionario, he recopilado más de doscientas palabras que  son sinónimos de tonto, recogidas en otro artículo, (Tontos de la a a la z),  y que van de ababol a zurumbático.

¿Y qué decir de otros diccionarios que nos abren la mente a otros idiomas  y a otros mundos? Nos llevan a otras lenguas y tienden puentes entre países y culturas diferentes.

Los nuevos soportes de los libros nos están privando de algunas singularidades del libro de papel. El poder experimentar la  textura y  el color del papel, el olor de algunos ejemplares, las anotaciones escritas a mano, el tener conciencia de la cantidad de hojas que nos quedan para llegar al final… no está presente en los libros digitales. Pero en cualquier soporte, el libro sigue siendo la fuente esencial del conocimiento.


Mi lectura actual: "Patria" de F. de Aramburu

Cuando alguien dice que busca algún conocimiento de cualquier tipo en internet, frecuentemente olvida que la mayor parte de esa información está sacada de libros. Sea a unos u otros, volver la vista a los libros es siempre una buena opción.

Hay que leer, pues, para seguir leyendo y para poder acceder a los secretos que se esconden tras las sendas  de tinta que se dibujan en las páginas de los libros. Porque,  viajando por los caminos de la fantasía, adentrándonos de vez en cuando en las sendas de la ciencia, llegaremos a la morada del conocimiento y, desde él, sentiremos que la auténtica patria, la que nos hace sentirnos ciudadanos del mundo es la patria de la sabiduría.



Leyendo, navegaremos por mares desconocidos  mecidos por   olas   de   letras, para desvelar misterios no resueltos y vivir aventuras extraordinarias.  Sentiremos en la piel el cosquilleo de las palabras. Se deslumbrarán nuestros ojos con la luz  del mundo de  la imaginación y la fantasía.  Vislumbraremos, y quizá atrapemos, el reino de los sueños. Gozaremos y sufriremos con nuestros compañeros de viaje. Oiremos la voz del autor y entablaremos un diálogo con él. Traspasaremos  la línea del tiempo. 

Al final de la travesía, arribaremos  al puerto de la libertad y la tolerancia, allí echaremos el ancha…  

Y, siempre, con un libro en las manos. 




                                
                                     
                       

                  ¡Felices libros!
        







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La Recolusa de Mar por Margarita Alvarez se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.