jueves, 17 de diciembre de 2020

Carta a mi padre

 

A  treinta y seis años de su muerte...


Irineo, en el recuerdo


Hoy, en el día en que se cumplen treinta y seis años de tu muerte, quiero enviarte una carta abierta, que asoma desde el sobre de los sentimientos…

Naciste en Paladín, un pueblín de la comarca de Omaña, en León, un 11 de noviembre de 1925 (aunque la fecha varia en algún documento). Eras el cuarto de siete hermanos. Y te criaste en una familia humilde. Desde muy niño tuviste que colaborar con la familia en la economía de subsistencia, haciendo los trabajos que habitualmente se encomendaban a los niños o añadiendo tus manos al trabajo de los adultos.

Familia Álvarez Díez: con tus padres, hermanos  y tía (a falta de la hermana mayor, Marcelina)

Recibiste en el pueblo una escolarización elemental, pero suficiente para desenvolverte en la vida sin ninguna dificultad: leer, escribir y las cuatro reglas, así se decía.  Presumías de tus conocimientos de geografía y nos retabas a las hijas para ver si sabíamos todas las capitales del mundo. Y es verdad que a veces nos ganabas  (eso sí, sin conocer tú que algunos países eran nuevos o habían cambiado de capital). Calculabas sin dificultad y  escribías de forma clara. “¡No sé qué os enseñan  en Bachiller!”, decías a veces. Pero, sobre todo, eras un maestro en el uso del sentido común.  

Ejerciste los oficios familiares: trabajo en el campo y trabajo de cantero. Este último te venía de la familia paterna. Tu padre -mi abuelo Ricardo- ejercía el oficio con maestría y tú lo aprendiste de él. En muchos pueblos de la comarca hay casas construidas por tu padre y por ti o, posteriormente, por ti y tu cuadrilla… Ser cantero era una labor artística. Teníais que elegir bien las piedras, tallarlas a fuerza de golpes de martillo, buscar la cara adecuada para el exterior, buscar la concordancia con las piedras próximas, asentarlas… En muchos pueblos hay piedras y tejados colocados por tu mano. Hace no mucho tiempo, un amigo, al derribar un pajar, en cuya construcción habías trabajado, salvó dos trozos del armante de madera, con las puntas aún clavadas por tus manos, y nos los dio a tus hijas de recuerdo. ¡Qué hermoso gesto! Y cada una de nosotras los ha colocado en su casa.

Además, también ejercías el oficio de labrador –esa palabra era la que usabas- con la ayuda del resto de la familia. Labrabas la piedra y labrabas la tierra. Y como todos los labradores conocías los secretos de la tierra y las semillas. Al inicio de la vida conyugal, durante un tiempo breve, trabajaste en la mina: picador de primera. Ese oficio pasó al olvido,  pero en los años 70, coincidiendo con la enfermedad  de tu esposa -mi madre-, volviste a la mina, con la categoría de barrenista. El ser trabajador por cuenta ajena permitió que pudiéramos  contar con  asistencia sanitaria de la Seguridad Social, en un momento en que tu esposa lo requería para su costoso tratamiento. Picar carbón o barrenarlo era un oficio muy duro. Así conociste también la negrura  y los enigmas del interior de la tierra. En ocasiones nos traías fósiles  de tipo vegetal que  encontrabas al picar y que nos llamaban mucho la atención.

Tus  oficios

La enfermedad de tu esposa, nuestra madre, y su muerte, dos años después, nos marcó profundamente. Tengo grabado a fuego en mi recuerdo cómo fue el diagnóstico  de su enfermedad, que le auguraba muy pocos meses de vida  y que el médico, sin ningún tacto, y de manera inesperada, me comunicó a mí, una chica que estaba estrenando juventud. Fue como un mazazo que me dejo sin habla. Con todo el dolor y el desconcierto del momento, debía   darte la noticia al llegar a casa. Vi cómo te rompías por dentro y yo me sentía   impotente ante aquel dolor, que luego también tendría que asumir mi hermana. Dos años de mucho sufrimiento, hasta su muerte (a los 43 años), que nos marcaron a todos.

Mi madre trató de organizarnos la vida antes de irse. En tu caso, te aconsejó que volvieras a casarte e, incluso, te propuso a la candidata. No lo hiciste. Pero tal vez la soledad y el sufrimiento contribuyeron a que enfermaras años después. La enfermedad, tratada en León y en Madrid, te fue minando poco a poco y  te llevó a una muerte temprana. Me vienen a la mente los versos de Alberti dedicados a Lorca: “No tuviste tu muerte, la que a ti te tocaba”.  No tuviste tu muerte, ni por edad,  ni por la enfermedad causante, que no era propia de personas que llevaban una vida  austera como la tuya. Ya muy enfermo y hospitalizado, nos pediste que te compráramos una piqueta. ¿Qué proyectos bullían en tu cabeza? 

En tus últimos días, los médicos que te apreciaban mucho, propusieron, como única  esperanza de vida, una intervención extrema, que conllevaba tener que trasladarte de León  a Barcelona. También aquel momento fue duro. Había que decidir en unas horas el traslado, en medio de la incertidumbre por las escasas probabilidades de que saliera bien. Pero tú, con gran entereza, nos eximiste a las hijas de tener que  tomar una decisión difícil, porque  la decisión fue tuya: no querías sufrir más y morir lejos de tu tierra. Preferías morir sereno a tus 59 años. Un gran ejemplo de fortaleza y dignidad.

Tu vida no fue larga, pero corrió paralela  a muchos hechos históricos. Viviste tiempos convulsos, tiempos de incertidumbre y miedo. Naciste en la dictadura de Primo de Rivera, viviste la República, la dictadura franquista y pudiste llegar a conocer la democracia actual. Nos contabas que sentías miedo cuando tuviste noticias de la revolución de Asturias, cuando sabías que quemaban conventos y mataban a religiosos, cuando estalló la guerra, cuando, en la posguerra, hubo una persona escondida en casa de tu padre, cuando escuchabas la Pirenaica, allá por los 60… 

Pasaste necesidad de muchas cosas, pero no tuviste hambre de patatas,  que, a veces, eran desayuno, comida  y cena… Viviste las cartillas de racionamiento. Fuiste educado en la parquedad, en el espíritu de conformidad y sacrificio, en la exigencia, en la responsabilidad, en la honradez… En la lealtad: no faltar nunca a la palabra dada.


Cartilla de racionamiento, año 1948

Y conseguiste ser un hombre bueno, en el buen sentido de la palabra, como diría el poeta.  Fuiste una persona honrada y ecuánime a la hora de resolver  los  pequeños roces de vecindad. Una persona que trabajaba de forma concienzuda en las distintas profesiones que ejerciste de forma eficiente: buen cantero, buen labrador, buen minero.  Eras hábil en las distintas tareas de fabricar o reparar todo aquello que era necesario  en una casa de labranza. Y siempre con minuciosidad. Te molestaban las chapuzas. Cuando alguien hacia algo  de forma poco fina repetías: “¡Vaya forma de estropear material!”. Y, cuando había que contribuir con algo al bien común, allí estabas el primero. Tu nieto recuerda cómo te acompañaba cuando ibas con una caldereta llena de cemento a reparar los baches de la calle. Pero, a pesar de que eras muy precavido (en eso me parezco a ti), fuiste innovador. Gracias a ti y a otro vecino, en 1967, llegó a las casas  de un pueblo de menos de 50 habitantes el agua corriente, cuando la mayoría de los pueblos no tenían ese servicio.  Fue un gran alivio para el trabajo de las mujeres. En 1970 colocasteis   un repetidor de televisión, de forma privada, para poder disfrutar de la modernidad. Recordamos muy bien cómo subíamos con el burro la ladera del  monte en que estaba  situado el aparato con las baterías metidas en las alforjas, cada vez que había que recargarlas.

Quizá echaste de menos no haber podido estudiar más y viajar. Saliste del pueblo para realizar la mili por tierras de Jaca, de las que hablabas con frecuencia. Luego conociste algunos otros lugares. Comprobaste, caminando, que en Madrid  se tardaban 75 minutos   en llegar desde el número 400 de la calle de Alcalá a Sol.  No necesitabas Google Maps. Te gustaba mucho aprender y estar informado. Leías y releías aquel periódico Ya al que tantos años estuviste suscrito. ¡Si hubieras podido estudiar habrías sacado mucho provecho! No pudiste hacerlo, pero, a cambio, facilitaste y disfrutaste de los estudios de tus hijas. Creo que te sentías orgulloso de que fuéramos buenas estudiantes y consiguiéramos mantener la beca que nos permitió acceder a los estudios universitarios.



Eso es algo que siempre ha sido para nosotras  una deuda con vosotros, con nuestros padres. Otros padres de nuestro entorno  no les dieron esa oportunidad a  sus hijos, y prefirieron que se quedaran en casa para tener más manos y menos gastos.  Así, de padres con estudios elementales, pasamos en la siguiente generación a hijas universitarias.

Lo más valioso que nos dejaste en herencia fue la educación, la educación en el seno de la familia y la formación académica. También unos pocos trozos de tierra, que te confieso que hoy están perdidos o  semiabandonados…  Y una casa. Una casa que ha sufrido reformas. Una casa  que hemos ocupado ya cinco generaciones. Un lugar muy querido del que disfrutan también tus nietos y biznietos. Porque, ¿sabes?, les gusta mucho ir a pueblo. A ellos les hemos contado cosas sobre ti.  Tenías miedo de que a tu muerte la dejáramos caer. Y no, la hemos mejorado. Quizá te guste saber que terminamos de hacer una obra compleja y costosa de cimentación para mantenerla en pie, para que sobreviva a la generación de tus hijas… Y, con ese motivo, te hemos recordado muchas veces.


Así estaba, así está

Hoy, el pueblo que te vio nacer tiene unas cuantas casas más, pero unas cuantas personas menos. Hay  buena carretera, farolas led, calles asfaltadas, tuberías nuevas de agua, vallas de madera,  un hermoso puente colgante (¡también en el antiguo clavaste muchas tablas!)… Pero ya solo queda una persona de tu generación, que, al verla envejecer, nos ha hecho imaginar cómo habría sido tu vejez.

Termino con un sentimiento de gratitud por haber nacido en la familia en que nací: por tu entrega familiar, por tu trabajo, por tu integridad, por tu bonhomía… Y, sobre todo, por seguir teniendo un hermoso recuerdo de mi padre, de ti… Porque, tanto mi hermana como yo, podemos decir orgullosas que somos hijas de Irineo y Patro, u oír que otros lo dicen de nosotras. Y  poder presumir de eso,  después de tantos años, es sentir que sigues en la memoria familiar y social,  y  que nos has dejado  un gran legado… ¡Gracias!


Trozos de viga del armante de un tejado construido por ti en Valdesamario.
 Gentileza de Luis Arias


Más que un leño

 

Erais trozos de madera,
a la lumbre destinados,
que habéis salvado la vida,
cual náufragos rescatados.

 

Os tiraron de un armante,
que Irineo había montado,
y habéis sido transformados
en generoso regalo.

 

Las puntas aún clavadas
son testigos del trabajo
de sus manos de cantero,
que las huellas os dejaron.

 

Tras muchos años de vida,
sosteniendo un tejado,
estáis llenos de experiencia
para seguirnos hablando.

 

Aunque herida muy profunda
os ha marcado el costado,
vuestro corazón de chopo,
duro roble se ha tornado.

 

Porque ya sois más que un leño,
sois testigos del pasado,
de una historia silenciosa
que ha pasado a vuestro lado.

 

Los cincuenta años de edad
merecen ser respetados:
os acogemos en casa
como preciado legado.

 

Paladín (Omaña-León), 29/8/2018.

 

Puente colgante en 1977 y en la actualidad

La radio que abría ventanas al mundo


17 de diciembre de 2020

M. Álvarez


sábado, 12 de diciembre de 2020

ReconoceR

 


Reconocer es una palabra de gran peso semántico y, a la vez,   una palabra curiosa. Estamos ante un palíndromo, o sea, ante una palabra que se puede leer en cualquier dirección: R E C O N O C E R. Cuando el palíndromo se da con números lo llamamos capicúa.

El verbo reconocer tiene  por lo menos una docena de  acepciones en español. Reconocemos a alguien por su forma de hablar, nos sometemos a reconocimientos médicos, un gobierno reconoce a otro en relaciones internacionales, se reconocen hijos extramatrimoniales, las leyes nos reconocen derechos, nos reconocen o no nuestros méritos, nos reconocemos las personas...  Pero, entre todos,  hay un significado que tiene especial interés: admitir algo como cierto.

Sobre esta última acepción es sobre la que quiero hacer algunas reflexiones. Este fatídico año 2020 nos ha hecho conjugar, de forma consciente o inconsciente, el verbo reconocer en singular y en plural, y  en todas sus personas gramaticales. Hemos hecho mucho ejercicio de reconocimiento, en ese sentido de la palabra.

Hemos reconocido que somos vulnerables, que nos sentimos indefensos. Nuestro primer mundo, que era la envidia de países en vías de desarrollo, ha perdido su seguridad. La sociedad de la abundancia, la de la “superioridad”, ha sufrido un brusco choque del que no ha salido indemne. Hemos sido conscientes de la fragilidad de  los servicios sociales que no son capaces de atender  las necesidades de los más vulnerables, tanto en lo económico como en lo personal, a pesar de que se hayan tomado medidas legales para paliar los problemas.  Hemos reconocido que los estados, por sociales que sean, nunca llegan a todos los más necesitados, por gestión lenta o inadecuada,  o por otros motivos. Sabemos que la justicia se sitúa en un rango superior a la caridad (entendida como limosna), pero, ante las colas del hambre u otros problemas sociales,  somos conscientes de que la solidaridad entre los  ciudadanos  (de forma personal o a través de ONGs) sigue siendo imprescindible para llegar a los que el  Estado no sabe o no puede llegar.

Nos hemos dado cuenta de que un virus puede también colapsar  el sistema sanitario,  y desconcertar a la ciencia, y dañar la economía, y herir cruelmente nuestros sentimientos. Nos hemos percatado de que nos duelen colectivamente las ausencias: ausencias de vidas, ausencias de salud, ausencias de encuentros, ausencias de abrazos, ausencias de alegría. 

Hemos reconocido que la posesión de la libertad de la que presumíamos  en las democracias liberales del primer mundo no es un bien absoluto, que  puede tener restricciones con las que no contábamos.  Hemos reconocido que la limitación de la libertad  que han impuesto las autoridades es necesaria en  aras a un bien superior: la salud. Hemos estado confinados en nuestras casas, en nuestros barrios y ciudades, en nuestras comunidades autónomas; hemos aceptado horarios y  normas sociales; en definitiva, hemos puesto nuestra libertad individual en manos de las autoridades para que velen por la libertad de todos.

Hemos reconocido que la salud es más importante que la economía y oído muchas veces que “sin salud no hay economía”, pero a medida que se alarga la situación pandémica nos inquieta cada vez más la situación económica  y ya  empezamos  también a  preguntarnos  si hay salud sin economía. Los problemas económicos y sociales derivados de la pandemia, que afectan en mayor medida a los que menos tienen, están generando también preocupantes manifestaciones de falta de salud psíquica en toda la población. Y sin salud mental tampoco hay salud. La búsqueda de equilibrio, con medidas y ayudas acertadas  para resolver los problemas sanitarios y económicos,   debe ser la principal ocupación y preocupación de nuestras autoridades, de cualquier ámbito.

Hemos reconocido   que hemos globalizado la economía, la cultura, la forma de vestir  y hasta  la forma de pensar. Los transportes nos llevan a cualquier parte, los medios de comunicación difunden las noticias de forma casi instantánea y desaparecen nuestras raíces culturales, pues compartimos las mismas modas en comida, vestido y ocio en lugares alejados del mundo. Hemos establecido relaciones  económicas, laborales, turísticas y  políticas por encima de las fronteras de los países,  pero no éramos conscientes de  que íbamos a globalizar también  los virus al pasar  de nuestra aldea originaria a la aldea global. 

Hemos reconocido que no hemos tratado bien a nuestros profesionales ligados al mundo de la ciencia, la tecnología y la salud, que han tenido que desarrollar su vida laboral y científica  en otros países, en los que son más  valorados que en España. Y nos duele ver cómo nuestros talentos no están al servicio del  país que los ha formado. Reconocemos que tenemos que invertir más en I+D+I, pero   seguimos esperando esa inversión. ¿Hasta cuándo? Cultura sí, turismo sí, pero ciencia y tecnología, también.

Hemos reconocido, una vez más, que somos un pueblo de gresca, de disenso, que no es capaz de superar aquellas  “guerras de nuestros antepasados”  de las que hablaba Delibes, que  no somos capaces de ponernos de acuerdo ni siquiera en situaciones de emergencia y en pro del bien común. Hemos globalizado casi todo, pero no somos capaces de globalizar unas pautas  sanitarias y económicas comunes  para luchar contra la pandemia, ni en España ni en la Unión Europea. Hemos reconocido muchos errores de gestión y de comunicación: muchas medidas ambiguas o contradictorias que nos han desconcertado, nos han vuelto incrédulos, y que nos tienen exhaustos. Los ciudadanos necesitamos claridad y firmeza, aunque sea para recibir malas noticias.


Lyonel Feininger, El hombre blanco, 1907. M. Thyssen. Foto: MAR


 Hemos reconocido…

Nos hemos percatado de unas cuantas verdades, pero apenas nos reconocemos  a nosotros mismos.  No nos reconocemos porque ha cambiado mucho nuestra forma de vivir y nuestra  forma sentir y de pensar en esta “nueva normalidad”.  No somos los mismos. Hemos dejado de ser un país de besos y abrazos. Oímos ya sonidos navideños, adornamos  las ciudades con luz y color,  pero a nuestro corazón este año le falta el calor  y el color de la ilusión. Siguen cayendo sobre nuestra conciencia cifras que no son mera matemática: son nombres, son personas, son sufrimiento. No nos reconocemos porque vivimos rodeados de desconfianza y  andamos por las calles como seres extraños. Desconfiamos de aquellos que se cruzan con nosotros, del transporte público, del ascensor, del supermercado,  del centro de salud,  del cine, del cubo de la basura, de los niños, de los jóvenes, del vecino y hasta de los familiares cercanos.  Y con la desconfianza permanente es difícil convivir.

Tampoco nos    reconocemos físicamente, porque vamos disfrazados con mascarilla que no deja apreciar nuestra sonrisa  y dificulta la comunicación oral.  En realidad, las mascarillas son nuestros auténticos confidentes, pues  son las primeras receptoras de las palabras que pronunciamos.

Nos hemos percatado de que quizá algunos comportamientos que debemos observar ahora no son malos y podrían  quedarse con nosotros. A fin de cuentas, está bien lavarse las manos  cuando se llega a casa del exterior, durante  la jornada laboral, cuando se entra en un establecimiento, en un cine, antes de manipular alimentos…  Está bien guardar una distancia en una fila, proteger a los demás de nuestros estornudos, no tener la “obligación” de saludar con dos besos a la persona que se acaba de conocer...

Pero aún nos quedan algunas cosas por reconocer. Hay comportamientos que están permitidos, pero que no son aconsejables. Podemos salir a la calle con mascarilla, pero  no deberíamos aglomerarnos en las calles o en otros lugares. Podemos reunirnos con familiares y amigos, pero es conveniente que restrinjamos esas reuniones. Y también hay comportamientos que no están permitidos y que  llevan a cabo personas insolidarias y desaprensivas que perjudican al resto de la población.

Y, según las estadísticas, parece que no hemos reconocido todavía que ponerse la vacuna es un deber de responsabilidad y  solidaridad, siempre que así se aconseje por parte de los científicos. “Que se la pongan otros” suena demasiado al grito de Unamuno “que inventen ellos”.  Lo segundo parece que nos ha ido mal, esperemos que no ocurra así con lo primero.

Seguro que nos quedan por reconocer unas cuantas cosas más, que tal vez sepamos.  Porque no basta con conocer algo, hay que reconocer, o sea, saber qué hacer con lo que sabemos. Y, sobre todo, reconocer nuestros errores y ser conscientes de que nuestra sabiduría es muy limitada. 

RE-CONOCER, RECONOC-ER.  ¡Inmensa palabra de claridad meridiana!

 

 

Foto: MAR

martes, 24 de noviembre de 2020

Un día soñaba...

 

Un día soñaba   que el mundo era rosa…

 


Un jardín florido cuidé con esmero,

sus flores me daban besos y  tequieros,

su aroma vestía mi desnudo cuerpo,

y así, acicalado, lanzaba reflejos

que ornaban la vida  con colores nuevos:

amarillos, verdes y rojos de ensueño.

Primavera plena de irisados pétalos.

Un día soñaba   que el mundo era rosa…


 El verano llegó, con  luz encarnada,

entró en el jardín y abrazó las plantas,

les dio su energía, pero, faltas de agua,

el calor del estío hirió  sus entrañas,

secó las corolas saciadas de llama:

una gran desdicha  rondaba mi casa.

Un día soñaba  que el mundo era rosa…

 

Desperté del sueño  en atroz pesadilla,

zarpazos violentos herían mi vida,

pisaban  mis flores,  con  saña   y con ira.

Lloraban   las  rosas y las margaritas.

También sollozaban  violetas y lilas,

flores olorosas, para el mundo nimias,

y  unas hojas secas por allí esparcidas

presagio de  otoños de  mañanas frías…

Un día soñaba   que el mundo era rosa…

 

De aquel sueño hermoso quebraron  las alas,

del jardín florido ya no queda nada,

solo  los recuerdos envueltos en lágrimas

y muchos silencios de vidas truncadas

y  soledades negras  de inviernos del alma.

Aquel jardín se heló,  su luz fue olvidada.

El rosa se  quedó en los cuentos de hadas…

Un día soñaba  que el mundo era rosa…

 

Transcurrido el tiempo,  resurgió una planta,

muy tupida y  verde, color esperanza…

Creció con vigor  y extendió sus ramas,

buscando el abrazo de plantas hermanas

y  juntas tejieron redes solidarias

que poblaron jardines lucientes al alba…

Un día soñaba que el mundo era rosa…

 

Muy tupida y verde, color esperanza. Foto: MAR

Las flores sutiles  izaron sus alas.

Cruzaron las calles, saltaron las vallas.

Las vio Primavera fuertes y  enredadas,

en  redes de sueños que entretejen almas,

sueños de mujeres de dignas miradas

que van por el mundo con cabeza alta

colgando jardines en sus atalayas,

jardines de rosas verdes y moradas…


¡Florecía  el mundo   que un día soñaba!

 



© Margarita Álvarez Rodríguez

Fotos gratuitas: Pixabay.com


25 de noviembre, Día Internacional 

para la Erradicación de la Violencia contra la Mujer


domingo, 8 de noviembre de 2020

Al amor de la lumbre

 


En estos días en que la lumbre está presente en muchos hogares para combatir el frío del otoño leonés, me  vienen a la mente unas cuantas actividades relacionadas con la lumbre y las palabras que nos servían para hablar de ella.

Leñero en el pueblo de Paladín
Dice un conocido refrán que hasta el cuarenta de mayo no te quites el sayo. En los pueblos de la montaña leonesa podríamos seguir con el sayo puesto hasta el “sesenta” de mayo o más. Eso significa que los leoneses sabemos mucho de eso que se llama prender lumbre y atizar. ¡Cuántas toneladas de leña se han quemado  durante siglos  en nuestras cocinas!  ¡Cuántas volutas de humo  han adornado las chimeneas de las casas de los pueblos leoneses! Hasta no hace muchos años  los leñeros formaban parte de la imagen fija de los pueblos. En la zona de Omaña la leña se apilaba en el suelo, en cambio, en la montaña oriental leonesa los leñeros se colocaban en vertical apoyados en una pared o sobre un llatón. En huertos próximos a casas, en la calle, en el interior de corrales, los leñeros eran parte importante  del equipamiento de las viviendas. Y aunque ya algunas  tienen nuevos sistemas de calefacción o se compra carbón  o leña preparada para calentarlas, seguimos contrando algún leñero a la vista en todos los pueblos.

La recogida de la leña era, tradicionalmente, una operación a la que había que dedicar bastante tiempo y esfuerzo para poder pasar el invierno sin arrecerse. Y el otoño… Y parte de la primavera. Y para poder cocinar.  Era otra actividad más  en la agenda (más bien Calendario Zaragozano) del mundo rural que tenía marcado un tiempo apropiado para este menester. Esta actividad formaba parte también de esa economía sostenible que practicaban los vecinos del mundo rural. 

En el mes de septiembre se recogían   los fiacos, fuyacos o follacos que eran ramas de árboles cortadas con hoja, que se guardaban en las tenadas para alimentar al ganado menudo (ovejas y cabras) durante el invierno.  Una vez roída la hoja por los animales, los palos que quedaban servían de leña menuda para  prender o para  hacer que la lumbre fuera tomando fuerza  después de encenderse. ¡Con qué maestría trepaban por los chopos, rama a rama, los hombres, que subían hasta la picorota con su macheta colgada de la trabilla del pantalón, para ir descendiendo después a medida que iban cortando las ramas de arriba a abajo! Los niños admirábamos esa proeza, pero también teníamos el alma en vilo hasta que no veíamos a nuestros padres estar cortando las ramas más bajas. Los chopos quedaban desnudos y lucían muy esbeltos después de la poda. Cuando habían caído todas las ramas, se dejaban unos días esparcidas para que secaran y después se ataban en fejes y se acarreaban.  Ya  en casa, se colocaban en las tenadas, de donde se iban tomando  a lo largo del invierno para alimentar al ganado. Una vez limpias de hoja las ramas, se guardaban los palos más rectos con vistas a ser usados para empalar los fréjoles. El resto iba destinado al fuego, después de ser picado. Por tanto, los fiacos tenían en el mundo rural una doble utilidad: alimento y leña. 

En los pueblos de Omaña  se recogía, además de la  leña de chopo, leña de palera, salguero,  roble, aliso, abedul… Las paleras y los salgueros crecían en los cierros de los prados y sus ramas se cortaban cuando tenían el grosor suficiente para que las hiciera adecuadas para atizar y mantener la lumbre. La leña de  paleras y salgueros  y, sobre todo, la de roble son más duras que la de chopo y no se queman con tanta rapidez. Una forma de equiparse de leña para el invierno era realizar cortas  en espacios comunales, en los llamados quiñones. Cada vecino recibía un lote de ese espacio, generalmente de monte,  por sorteo, y podía aprovechar la leña que había en el mismo. En algunos pueblos de Omaña se mantiene esta tradición.  En ocasiones los restos de una corta de madera vendida o algún árbol seco también servían para atizar. En las zonas donde había  algún maderista que tenía sierra, también se compraban costeros, que eran los listones  de los troncos de los que se sacaban los tablones. Esto hacía que no hubiera que recoger tanta leña por los cierros de los prados o por el monte. 

En los pueblos próximos al cauce de algún río importante también se contaba con la opción de comprar la leña que las llenas dejaban a su paso,  cuando bajaba el caudal, en término de cada pueblo.  Esa leña se subastaba y se adjudicaba al mejor postor. Hoy todo lo que está en el cauce de la mayoría de los ríos leoneses y sus orillas es propiedad de la Confederación Hidrográfica del Duero y solamente cuando esta considera que  debe limpiar el cauce se puede contar con leña extraída de los ríos o cortada  de sus riberas.

Leña procedente de la limpieza realizada por la CHD
 en el río Omaña (2020)

Para completar el leñero también  se recogían urces del monte. El acto de cortar las ramas  de las urces se llamaba escotar. Además de cortar las ramas, que se dejaban secar antes de llevarlas en fejes a la tenada, se arrancaban también las cepas de algunas de ellas, con el azadón. Estas cepas tenían gran poder calorífico y eran el carbón de la época. Las ramas más finas eran muy adecuadas para prender. Otra labor importante que desempeñaron, en otra época, las ramas de las urces fue la del alumbrado. Eran los llamados aguzos  o gabuzos que consistían en varas secas colgadas verticalmente y encendidas por el extremo inferior.  La llama que daban servía para el  alumbrado doméstico, en la primera mitad del siglo XX,  cuando la luz eléctrica no había llegado a todos los pueblos.


Al lado de la estufa  una "escultura" de cepa y rama de urz

Este proceso de preparar la leña ocupaba parte del mes de septiembre, aunque no era exclusivo de ese mes.  El machao o hacho y el tronzón o tronzador eran instrumentos apropiados  para la recogida de la leña, cuando no existía la motosierra. Tenía su encanto y maestría aquello de agarrar el tronzón, entre dos personas,  cada una por  un lado e irlo moviendo sobre la pieza a medida que se serraba.

En los pueblos de Omaña la leña era el combustible habitual, salvo contadas excepciones. En el valle de Samario, los mineros tenían derecho a unos vales de carbón de hulla (creo que eran cuatro sacos al mes) que usaban también como combustible. Bien con leña o con carbón, se conseguía que la estancia de la  cocina  tuviera una temperatura alta y que se templara mínimamente el resto de la casa.  Pero, en general, el contraste entre la cocina y el resto de estancias era muy notable y en días de muy baja temperatura se sentía un frío congelador en el resto de las habitaciones. Ese  contraste  acentuaba más la sensación de frío. A veces, en la cama, nos íbamos encogiendo sin poder  entrar en calor, a pesar de los cálidos cobertores del Val (de san Lorenzo), de los calcetines de lana  y otras prendas, y terminábamos con las rodillas en los codos, como si fuéramos un gorgoto de lana. A pesar de ello, la cama estaba más caliente que el exterior y daba mucha pereza -y tembluras- levantarse por la mañana cuando en el exterior de las casas había una fuerte pelona y pocos grados en el interior. Había que hacer malabarismos para vestirnos debajo de las mantas sin perder el calor corporal. En la zona de La Lombra (Omaña), recogía el P. César Morán la  palabra  ¡cháchate!, que se les decía  a los niños cuando tardaban en acostarse para que se taparan rápidamente con la ropa de la cama y no cogieran frío. 

Generalmente, las mujeres, que solían levantarse las primeras, eran tan precavidas que dejaban en la cocina el día anterior leña menuda preparada para prender antes de tener que salir al corral para iniciar el ordeño y el cuidado de los animales, hecho que celebrábamos los menos madrugadores. 

Para poder mantener la lumbre, una de las tareas domésticas diarias era la de picar la leña y meterla en casa. Había  gente más precavida que la iba picando antes de  necesitarla y apilándola bajo techo. En todas las casas había un tuero  o tronco grueso, el picadero,  para apoyar sobre él  los palos que se picaban.  Así no había que inclinarse tanto y evitaba que la macheta se mellara al no golpear contra el suelo. Con la macheta, que era más ligera,  se cortaba la leña fina y, si era más gorda, con el machao.  Las cocinas solían tener un armario bajo  la bancada que servía para guardar la leña del consumo diario. Como por la portezuela de la cocina de hierro no cabían tochos de leña muy grandes  había que abrir los palos más gordos  y hacer rachas de ellos.  Y ese procedimiento también tenía su técnica. Primero se cortaba el palo en horizontal y cuando se tenía un trozo de medida adecuada para que cupiese en la hornilla de la  cocina se ponía el tronco de pie sobre el picadero y se abría en rachas dándole varios golpes desde arriba. A veces  también se hacía con los tueros de los árboles cortados y con las cepas de las urces.


La macheta y el machao o hacho

Desde mediados del siglo XX,  la forma habitual de “calefacción” en las casas era el calor que desprendía la cocina de hierro llamada también  económica o bilbaína. Se imponía su presencia, de color negro o pintada de color aluminio (que durante un tiempo se consideró más estética), en todas las cocinas de los pueblos. Se usaba para cocinar y para calentar la estancia, que era donde se hacía la vida doméstica.

La cocina bilbaína tenía una portezuela en el frente  por donde se metía la leña a la hornilla, brasero u hogar y, bajo esta, otra pequeña que daba acceso al hueco con forma de cajón donde caía la cernada. A esta última se la  llamaba la fornigüela  o fornichuela.  En su portezuela  había algún agujero para que entrara el aire y conseguir tiro. En caso necesario,  también se abría esa portezuela. Por la fornigüela también se podía afurrascar o esfurriacar  con un gancho por entre las barras  de la hornilla para avivar las brasas. En la parte frontal, debajo del horno, también existía otra pequeña portezuela llamada registro. Este registro estaba conectado con la parte baja de la chimenea y  había que limpiarlo de vez en cuando.  En algunos casos, si la cocina no tiraba bien, se metía por allí un papel encendido para que hiciera tiro. En la parte superior, en la chapa,  había tres arandelas, las corras,  para poder ajustar a la medida adecuada el fondo de la pota o sartén,  y también permitían un acceso superior, en caso de que hubiese necesidad de ello, para meter rachas más grandes o carbón.  Y en la pared posterior,  y un poco más elevada, había también otra portezuela de hierro para acceder a la chimenea en caso de tener que limpiarla.  Sobre ella estaba el tiro, que se abría más o menos para conseguir mayor o menor fuerza de la lumbre.


Frontal de la cocina que había en mi casa.

Cuando la cocina no tiraba bien y volvía el humo al interior provocando humacera, era un indicio de que había de deshollinar. De no hacerlo, podía arder el sarro y prenderse la chimenea, cosa peligrosa pues podían llegar al exterior las llamas  y provocar un incendio en el armante del  tejado que era de madera. Para limpiar la chimenea se metía por ella un saco enrollado o algo similar,  atado en mitad de   una soga. Se metía por la chimenea hasta que salía un extremo de la soga por el registro  del tiro y, una vez allí, una persona tiraba por el exterior, desde el tejado,  y otra por debajo, desde el interior,  de forma alternativa. Así se conseguía que el saco rozara el interior de la chimenea  y que se desprendiera el sarro y cayera hasta el registro inferior, por donde se sacaba. Recuerdo ver llenar un cubo o más con el sarro que se sacaba de la chimenea después de limpiarla. En general, al encender, las cocinas tiraban bien cuando el día estaba ventoso, pero no era así cuando estaba calmado,  hacía mucho tiempo que no se encendía la lumbre o estaba tomada por el sarro la chimenea. Si salía el humo al interior había que abrir las ventanas para que no nos lloraran los ojos por la zorrera que se producía.

Las cocinas de hierro proporcionaban también el agua caliente que se necesitaba, cuando aún los cuartos de baño no estaban generalizados.  Tenían en la parte superior derecha un depósito o caldera con tapa que estaba en contacto con la hornilla y calentaba el agua. Había que sacarla con un recipiente de asa para no quemarse y rellenar a medida que disminuía. También podían tener un grifo por la parte frontal para sacar el agua de la caldera. Cuando la cocina estaba muy caliente, el agua   podía llegar a hervir. En algunas casas se hizo una transición al calentador, cuando ya existía el agua corriente, sustituyendo la caldera abierta por un calderín cerrado en el interior de la cocina y conectado a la tubería  del agua caliente. Aunque no tenían muchos litros, bien administrada, permitía ducharse con agua caliente, y aquel adelanto ya fue una pequeña revolución.

Las corras de la cocina

La chapa y el horno daban mucho juego en la cocina. El horno se usaba para asar castañas, para asar manzanas (¡aquel olor de las manzanas reinetas que  nos llegaba por todos los sentidos!), para hacer el mazapán y el brazo de gitano para la fiesta del patrón,  y para algún guiso, pero, sobre todo, para calentarse los pies en invierno. Delante del horno era frecuente ver una silla en la que se sentaba una persona que tenía los pies metidos dentro de él, con sus zapatillas de paño recién salidas de las madreñas que las habían protegido en el exterior. Escondidos en el horno solían estar uno o dos ladrillos de barro macizo que se mantenían calientes y dispuestos para  ser llevados a la cama como cálidos acompañantes. Con uno de ellos, envuelto en un trapo,  se restregaba la sábana antes de meter el cuerpo para quitar el frío gélido de la ropa de cama. Luego ya se colocaba  a los pies donde quedaba toda la noche. Para esta misma función también se usaron botellas de agua caliente. Cuando llegaron las bolsas de goma, aquellas que tenían una funda  a cuadros, decayó la costumbre de llevar el ladrillo a la cama. Así pues, las madreñas, durante el día, y el ladrillo, por la noche, eran buenas formas de combatir el frío de los pies en aquellos inviernos tan duros.

Sobre la chapa se colocaban las potas y marmitas en las que se hacía el pote que contenía berzas, garbanzos, habas (con su ración)…, según el compás de las estaciones.  Pero si había una presencia permanente era la de las patatas, que a veces se comían para desayunar, comer y cenar. Patatas a lo pobre, sazonadas con grasa, sebo o aceite de soja que concentraban en la cocina un olor espeso, no siempre agradable. Otra imagen frecuente sobre la chapa era la de una pota que hervía con el caldo con el que se harían las sopas de ajo. O, tal vez,  una tartera de perigüela (tartera de barro de la localidad zamorana de Pereruela), que nos hacía disfrutar de sabrosos guisos. Hablamos de una época en que no existía la olla exprés y  los alimentos se cocían durante horas. Si se quería cocinar algo lentamente se  colocaba la pota en un lugar un poco más retirado de las corras, en cambio,  si se quería acelerar la cocción o el fuego era escaso, se quitaba alguna corra y se colocaba  el recipiente directamente sobre el fuego. Sobre aquella chapa de hierro se tostaban o asaban también alimentos diversos, desde unas magras del cerdo en los días de matanza a   la harina de trigo que luego  se transformaba en la papa (papilla) que se daba a los bebés. Y allí estaba preparado también, al amor de la lumbre. el vino caliente con azúcar, que  se consideraba una buena medicina para los catarros.

Por la parte delantera de la cocina había una barra dorada que embellecía el frontal y que protegía de las quemaduras, para no aburarnos. De la barra colgaba el gancho y las rodillas o rodeas de cocina, que siempre recordaban la prenda de la que se había aprovechado la tela y se había realizado el reciclaje. Por ello, allí, colgadas de la barra de nuestra cocina, estuvieron durante años rodillas hechas con la que había sido la falda de mi uniforme colegial.  En el suelo, frente a la portezuela por donde se atizaba o, en su caso, ocupando todo el frente de la cocina, se colocaba una chapa metálica en el suelo para que si caían las brasas no se quemara la madera del piso, pues en la mayoría de las casas el suelo era de madera, especialmente, si lo que se habitaba era un piso alto.

Cuando llegaba la persona engurriada,  engorrinada o enganida (encogida) del exterior, porque estaba arrecido de frío, también podía optar por subirse a la bancada de la cocina o trébede,  en la que había un lugar amplio en que se podía poner un banco para sentarse y colocar los pies próximos a la chapa. Era buen sitio aquel para esfurrilarse, allí acurrucados al amor de la lumbre. En estos acercamientos a la cocina, si el mostruello estaba demasiado cerca, podía saltar alguna chispa y hacerle una raposa en la ropa o esturarla con una quemadura más superficial. El excesivo calor del fuego, tan próximo, también podía provocar manchas o bojas en las piernas que se llamaban cabras o  cabrillas. La cocina económica también servía para secar la ropa en invierno, pues sobre toda la bancada de la cocina, de lado a lado de la pared, se colocaban unas cuerdas para tender la ropa y  ese era el lugar en que se secaba en los días de mucho frío o humedad. Seguramente la ropa llevaría bien impregnado el olor a humo y el de  las grasas de la comida que se cocinaba.

Si quedaba algún palo sin quemarse del todo, se convertía en un tizón, que se usaba para la lumbre del día siguiente. La tarea de andar con la lumbre llevaba a entisnarse muchas veces la cara, las manos y la ropa.  En algunos casos, cuando había un buen remuerto en la cocina, se sacaban las brasas con un recogedor metálico, para colocarlas en un brasero,  que, colocado debajo de una mesa, servía también para calentar los pies. En algunos lugares de Omaña, como el Valle Gordo,(según apunta Celia Rabanal Rubio) de la lumbre de la cocina se tomaba la llama para encender los faroles y candiles.  El objeto transmisor no eran las cerillas, sino las garametas,  los troncos porosos  de los gamones que quedaban después de perder las flores.

Además de la cocina en que se cocinaba y se hacía la vida, en las casas rurales solía haber otra cocina: la cocina  de horno (forno) o cocina de curar.  Cuando el pan de panadero no llegaba aún  a los pueblos, en todas las casas se amasaba pan para el consumo de la familia. Se solía hacer para unos quince días. Muchas casas tenían su propio horno y  en la mayoría de los pueblos  existía, además, un horno colectivo en que podían ir a amasar las personas que no lo tenían  en su casa. Recientemente se han recuperado  algunos, como ha ocurrido con la acertada restauración del horno comunal que se ha realizado en Murias de Ponjos (Ayuntamiento  de Valdesamario).

Casa Forno de Murias de Ponjos. Foto gentileza de Roberto Melcón

Para poder cocer el pan, previamente había que prender y calentar el horno.  Para ello se metían palos o unos fejes de urces secas y se atizaba  hasta que el techo arrojase, o sea,  se pusiera de color rojizo y las piedras de la boca adquirieran un color blanquecino. Ese era el momento en que  había cogido el calor suficiente  para poder meter la hornada (fornada)hogazas de pan, la pica, el bollo rallón, la torta dulce… La tarea se llevaba a cabo con la pala de madera, después de haber barrido las brasas hacia los lados del horno para que mantuvieran el calor mientras se cocía el pan.  Había un instrumento, formado por un palo largo terminado en forma de cruz, que servía  para  remover brasas y hogazas en el horno llamado el cachaviello.  Unas horas después, podíamos disfrutar de las exquisiteces que allí se habían cocido. 


El forno de Murias de Ponjos preparado para hacer pan  el día de la inauguración.
 Y el resultado del amasado. Foto: Roberto Melcón.

Antiguamente, antes de la existencia de la bilbaína,  la lumbre en el hogar se colocaba en un lugar bajo, el llar, y alrededor de él, sobre la trébede, se realizaba  la convivencia  familiar.  La leña se colocaba sobre dos caballetes metálicos, los morillos o murillos. Ese fuego se usaba también para curar la matanza. ¡Qué prestoso debía de ser tener por encima de las cabezas unos cuantos varales de los que colgaban docenas de corras de chorizo (de los de carne y de los de callo o sabadiegos), de morcillas, algunos lomos, tocino y jamones! La matanza se ahumaba durante varias semanas. Y así llegaban al  paladar esos famosos embutidos leoneses con sabor a humo…

Cuando dejaron de usarse esas  cocinas de llar de las casas antiguas para cocinar, se aprovecharon para seguir curando la matanza o se construyeron otras “cocinas viejas” de forma específica para ello. En estas cocinas había una cadena que colgaba del techo provista de un gancho donde se podían colgar las marmitas en que se cocinaba: las pregancias.  La pota también se podía colocar sobre las estrebedes (variante de la palabra trébede con otro significado), un aro con tres patas que se ponía sobre el fuego.  Se podía optar, además, por usar el pote, recipiente de hierro que tenía tres patas que se colocaban directamente sobre el fuego. Con frecuencia la cocina de curar estaba en la misma estancia en que se ubicaba el horno, por lo que se la llamaba la cocina del horno. La lumbre que se hacía para curar la matanza también se aprovechaba  para cocer comida para los gochos: patatas, nabos… Se colgaban grandes calderos de hierro de las pregancias y en ellos “se cocinaba” para los gochos.  ¡Eran animales con suerte que comían comida cocida y caliente! En  mi casa la reina de la cocina de curar era  mi tía-abuela Celia. Ella cocía la comida de los gochos y cuidaba la matanza casera y la  de otras personas que también curaban allí. Y ella me deslizaba un cachín de chorizo, a espaldas de mis padres, cuando apenas había comido, porque no me gustaban las berzas.


Caldero en el que se cocía la comida de los cerdos

Las señales de la lumbre quedaban marcadas en las paredes de las cocinas por el humo que se escapaba, sobre todo si la cocina tiraba mal, así se iban poniendo ennegrecidas poco a poco y había que blanquearlas con cal una vez al año. Aunque esto no se hacía regularmente en todas las casas y algunas lucían en paredes y techos colores que se parecían más al negro que al blanco. Si se trataba de la cocina de curar, las vigas y tablas del techo eran siempre del color de la noche, pero una noche con un encanto especial. Todavía hoy se puede contemplar cocinas de curar que tienen décadas de humo acumulado en sus maderas.

Otro lugar en que había que prender lumbre y atizar para conseguir calor era la escuela. En mi pueblo, en los años 50-60 del siglo pasado. cada día o semana  encendía la estufa de la escuela una familia. Íbamos a con nuestro padre o madre y  un brazao de urces y leña menuda para encender la estufa de hierro fundido que se colocaba en medio del aula  y  conseguía calentar el local. Los niños y la maestra nos encargábamos de atizar para mantener la candela.  

También prendíamos lumbre para calentarnos en otros lugares más inverosímiles. Recuerdo ir a la parada de los coches de punto (de Amaro y Amable, de Valdesamario), que nos llevaban a León, y años después a la del  coche de línea  con otro brazao de leña para hacer lumbre mientras esperáramos a que llegaran a nuestra parada (nunca puntuales), a primeras horas de la mañana y con fuertes pelonas de varios grados bajo cero. Así nos calentábamos algo las  manos y  los pies, helados porque no estaban acostumbrados a llevar zapatos, mientras soportábamos la tediosa espera. Cuando íbamos con las vacas, en días fríos de otoño, también hacíamos lumbre (a veces buenas fogaratas) para calentarnos. Y si había cerca algún patatal, aprovechábamos para meter unas patatas entre las brasas para comerlas asadas después. Nos parecían una delicia  y  su calor nos reconfortaba el cuerpo por dentro. 

En el campo, nos estaba permitido a los niños remover la lumbre con algún palo, en presencia  de algún adulto, no así en casa. La prohibición tenía forma  de amenaza y de predicción: "Si andas con lumbre, te meas en  la cama"  Y nadie quería vivir esa situación comprometida y deshonrosa.

Durante siglos, y aún ahora, si al llegar a un pueblo tiraban las chimeneas ese era el mejor signo de que las casas estaban habitadas. Desde las casas más altas se podía contemplar, como un espectáculo un tanto mágico, cómo se iban encendiendo las cocinas en invierno. Con ello, comunicaban también que la gente se había levantado y recobrado la actividad. Hoy, a las cocinas tradicionales, se han sumado las chimeneas francesas y las estufas que también aportan las volutas de humo de sus chimeneas al paisaje invernal.


Horno de la casa familiar.
En la boca, los cazuelos de las sopas de ajo y las tarteras de perigüela

La lumbre es, pues, algo doméstico, familiar, reconfortante y  cercano, que nos  trae consigo muchos recuerdos y vivencias. ¡Cuántos filandones, filanderos o veladas se han celebrado alrededor de un llar o al amor de la cocina de hierro en las largas noches de invierno! Veladas quizá interrumpidas por una voz que decía de vez en cuando: ¡Mete una racha! Y metida la racha, se reanudaba la conversación. En torno a la lumbre ha girado gran parte de la rica cultura  oral de la montaña leonesa, cultura de leyendas, de romances, de juegos… Y también parte del trabajo femenino: escarpenar los vellones, hilar, hacer cadejos, tejer, mazar... eran faenas realizadas, generalmente, en invierno,  en la cocina,  y al lado de una cocina de lumbre.

Prender lumbre, sin embargo, no es lo mismo que prender fuego. La lumbre tiene ese componente interior, amoroso, reconfortante, que está lleno de vivencias.   La lumbre es el calor que nos protege del frío, es el combustible para cocinar, es el olor a hogar, es el color del amor… La lumbre acaricia nuestros sentidos. Es un recuerdo vivo de olores, sabores, colores, sensaciones táctiles, sonidos... Y a veces hasta nos acuna y nos hace dormir.

Prender fuego tiene, en  cambio, connotaciones negativas. En algunas ocasiones se convierte en imprecación cuando alguien expresa su enojo con frases del tipo: ¡Voy a prender fuego a la casa y me olvido de todo! Prender fuego o achismar es algo que hacen individuos desaprensivos que queman los montes y nos los dejan llenos de estaracos (sobre este tema escribí en su día un artículo: "Rojo, rojo, negro: lo que va de las galanas a los estaracos”.). Estas quemas producen un daño medioambiental irreparable, además del daño emocional que supone el ver cómo el fuego se lleva por delante la vegetación que ha crecido durante muchos años –o siglos- en los montes. Esas quemas, que una vez iniciadas avanzan con ferocidad, nos producen  impotencia y miedo.

Una quema, hace unos años, en San Martín de la Falamosa

El fuego también ha dejado desolación cuando se ha llevado en ocasiones construcciones y dejado sin vivienda o sin pajares a  algunos vecinos. Sin embargo, es gratificante poder destacar las acciones solidarias que se producían en ese caso entre el vecindario del pueblo y de otros próximos, tanto para tratar de apagar el fuego, pues acudían al oír el toque a fuego de las campanas,  como para ayudar a los afectados a sobrevivir económicamente. Aquel pedir (y dar) para “casa quemada” era un hermoso gesto de solidaridad.

No queremos, pues, que haya personas que achismen, pero sí personas que sigan prendiendo la lumbre en sus casas, pues mientras las chimeneas echen humo habrá alguien detrás atizando  y diciéndonos que su casa sigue abierta y su pueblo también.

Que sigamos disfrutando al amor de la lumbre de la lumbre del amor.


Observando chimeneas desde mi casa, en  Paladín-Omaña


© Texto y fotos: M. Álvarez, noviembre de 2020


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