En
estos días en que la lumbre está presente en muchos hogares para combatir el
frío del otoño leonés, me vienen a la
mente unas cuantas actividades relacionadas con la lumbre y las palabras que nos
servían para hablar de ella.
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Leñero en el pueblo de Paladín |
Dice
un conocido refrán que hasta el cuarenta
de mayo no te quites el sayo. En los pueblos de la montaña leonesa podríamos
seguir con el sayo puesto hasta el “sesenta” de mayo o más. Eso significa que los leoneses sabemos mucho de eso que se llama prender lumbre y atizar. ¡Cuántas toneladas de
leña se han quemado durante siglos en nuestras cocinas! ¡Cuántas volutas de humo han adornado las chimeneas de las casas de los pueblos leoneses! Hasta no hace muchos años los
leñeros formaban parte de la imagen fija de los pueblos. En la zona de Omaña la leña se apilaba en el suelo, en cambio, en la montaña oriental leonesa los leñeros se colocaban en vertical apoyados en una pared o sobre un llatón. En huertos
próximos a casas, en la calle, en el interior de
corrales, los leñeros eran parte importante del equipamiento de las viviendas. Y aunque ya
algunas tienen nuevos sistemas de
calefacción o se compra carbón o leña
preparada para calentarlas, seguimos contrando algún leñero a la vista en
todos los pueblos.
La
recogida de la leña era, tradicionalmente, una operación a la que había que
dedicar bastante tiempo y esfuerzo para poder pasar el invierno sin arrecerse. Y el otoño… Y parte de la
primavera. Y para poder cocinar. Era otra actividad más en la
agenda (más bien Calendario Zaragozano)
del mundo rural que tenía marcado un tiempo apropiado para este menester. Esta actividad formaba
parte también de esa economía sostenible que practicaban los vecinos del mundo
rural.
En el mes de septiembre se
recogían los fiacos, fuyacos o follacos que
eran ramas de árboles cortadas con hoja, que se guardaban en las tenadas para alimentar al ganado menudo (ovejas y cabras) durante
el invierno. Una vez roída la hoja por los animales, los palos que quedaban servían
de leña menuda para prender o para hacer que la lumbre fuera tomando fuerza después de encenderse. ¡Con qué maestría
trepaban por los chopos, rama a rama, los hombres, que subían hasta la picorota con su macheta colgada de la trabilla del pantalón, para ir descendiendo
después a medida que iban cortando las ramas de arriba a abajo! Los niños
admirábamos esa proeza, pero también teníamos el alma en vilo hasta que no
veíamos a nuestros padres estar cortando las ramas más bajas. Los chopos
quedaban desnudos y lucían muy esbeltos después de la poda. Cuando habían caído
todas las ramas, se dejaban unos días esparcidas para que secaran y después se ataban en fejes y se acarreaban. Ya en casa, se colocaban en las tenadas, de donde se iban tomando a lo largo del invierno para alimentar al ganado. Una vez limpias de hoja las ramas, se guardaban los palos
más rectos con vistas a ser usados para empalar los fréjoles. El resto iba destinado al fuego, después de ser picado. Por tanto, los fiacos tenían en el mundo rural una doble utilidad: alimento y leña.
En los pueblos de Omaña se recogía,
además de la leña de chopo, leña de palera, salguero, roble,
aliso, abedul… Las paleras y los salgueros crecían en los cierros de los prados y sus ramas se cortaban cuando tenían el
grosor suficiente para que las hiciera adecuadas para atizar y mantener la lumbre. La leña de paleras y salgueros y, sobre todo, la de roble son más duras que
la de chopo y no se queman con tanta rapidez. Una forma de equiparse de leña para el invierno era realizar cortas en espacios comunales, en los llamados quiñones. Cada vecino recibía un lote de ese espacio, generalmente de monte, por sorteo, y podía aprovechar la leña que había en el mismo. En algunos pueblos de Omaña se mantiene esta tradición. En ocasiones los restos de una
corta de madera vendida o algún árbol seco también servían para atizar. En las zonas donde
había algún maderista que tenía sierra,
también se compraban costeros, que
eran los listones de los troncos de los
que se sacaban los tablones. Esto hacía que no hubiera que recoger tanta leña
por los cierros de los prados o por el monte.
En los pueblos próximos al cauce de algún río importante también se
contaba con la opción de comprar la leña que las llenas dejaban a su paso, cuando bajaba el caudal, en
término de cada pueblo. Esa leña se subastaba y se
adjudicaba al mejor postor. Hoy todo lo que está en el cauce de la mayoría de los ríos leoneses y sus
orillas es propiedad de la Confederación Hidrográfica del Duero y solamente
cuando esta considera que debe limpiar el cauce se puede contar con leña
extraída de los ríos o cortada de sus riberas.
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Leña procedente de la limpieza realizada por la CHD en el río Omaña (2020)
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Para
completar el leñero también se recogían urces del monte. El acto de cortar las
ramas de las urces se llamaba escotar. Además de cortar las ramas, que
se dejaban secar antes de llevarlas en fejes a la tenada, se arrancaban también
las cepas de algunas de ellas, con el azadón. Estas
cepas tenían gran poder calorífico y eran el carbón de la época. Las ramas más
finas eran muy adecuadas para prender. Otra labor importante que desempeñaron, en otra época, las ramas de las urces fue la del
alumbrado. Eran los llamados aguzos o gabuzos
que consistían en varas secas colgadas verticalmente y encendidas por el
extremo inferior. La llama que daban servía
para el alumbrado doméstico, en la
primera mitad del siglo XX, cuando la
luz eléctrica no había llegado a todos los pueblos.
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Al lado de la estufa una "escultura" de cepa y rama de urz |
Este proceso de preparar la leña ocupaba parte
del mes de septiembre, aunque no era exclusivo de ese mes. El machao
o hacho y el tronzón o tronzador eran instrumentos apropiados para la recogida de la leña, cuando no
existía la motosierra. Tenía su encanto y maestría aquello de agarrar el tronzón, entre dos personas, cada una por
un lado e irlo moviendo sobre la pieza a medida que se serraba.
En
los pueblos de Omaña la leña era el combustible habitual, salvo contadas
excepciones. En el valle de Samario, los mineros tenían derecho a unos vales de
carbón de hulla (creo que eran cuatro sacos al mes) que usaban también
como combustible. Bien con leña o con carbón, se conseguía que la estancia de
la cocina tuviera una temperatura alta y que se
templara mínimamente el resto de la casa.
Pero, en general, el contraste entre la cocina y el resto de estancias era muy notable y en días de muy baja
temperatura se sentía un frío congelador en el resto de las habitaciones. Ese contraste acentuaba más la sensación de frío. A veces, en la cama, nos íbamos
encogiendo sin poder entrar en calor, a
pesar de los cálidos cobertores del Val (de san Lorenzo), de
los calcetines de lana y otras prendas, y
terminábamos con las rodillas en los codos, como si fuéramos un gorgoto
de lana. A pesar de ello, la cama estaba más caliente que el exterior y daba
mucha pereza -y tembluras- levantarse por la mañana cuando en el exterior de las casas había
una fuerte pelona y pocos grados en
el interior. Había que hacer
malabarismos para vestirnos debajo de las mantas sin perder el calor corporal. En la zona de La Lombra (Omaña), recogía el P. César Morán la palabra ¡cháchate!, que se les decía a los niños cuando tardaban en acostarse para que se taparan rápidamente con la ropa de la cama y no cogieran frío.
Generalmente, las mujeres, que solían levantarse las primeras, eran tan precavidas que dejaban en la cocina el día
anterior leña menuda preparada para prender antes de tener que salir al corral
para iniciar el ordeño y el cuidado de los animales, hecho que celebrábamos los menos madrugadores.
Para
poder mantener la lumbre, una de las tareas domésticas diarias era la de picar la leña y meterla en casa.
Había gente más precavida que la iba picando
antes de necesitarla y apilándola bajo
techo. En todas las casas había un tuero o tronco grueso, el picadero, para apoyar sobre
él los palos que se picaban. Así no había que inclinarse tanto y evitaba
que la macheta se mellara al no
golpear contra el suelo. Con la macheta,
que era más ligera, se cortaba la leña
fina y, si era más gorda, con el machao. Las cocinas solían tener un armario bajo la bancada
que servía para guardar la leña del consumo diario. Como por la portezuela de la cocina de hierro no cabían tochos de leña muy grandes había que abrir los palos más gordos y hacer rachas
de ellos. Y ese procedimiento también tenía su técnica. Primero
se cortaba el palo en horizontal y cuando se tenía un trozo de medida adecuada
para que cupiese en la hornilla de la cocina se ponía el tronco de pie sobre el picadero y se abría en rachas dándole
varios golpes desde arriba. A veces también se hacía con los tueros de los árboles cortados y con las cepas de las urces.
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La macheta y el machao o hacho |
Desde
mediados del siglo XX, la forma habitual
de “calefacción” en las casas era el calor que desprendía la cocina de hierro llamada también económica
o bilbaína. Se imponía su presencia,
de color negro o pintada de color aluminio (que durante un tiempo se consideró más estética), en todas las cocinas de los pueblos. Se usaba para cocinar y
para calentar la estancia, que era donde se hacía la vida doméstica.
La
cocina bilbaína tenía una portezuela
en el frente por donde se metía la leña a
la hornilla, brasero u hogar y, bajo
esta, otra pequeña que daba acceso al hueco con forma de cajón donde caía la cernada. A esta última se la llamaba la fornigüela
o fornichuela.
En su portezuela había algún agujero para que entrara el aire y
conseguir tiro. En caso necesario, también se abría esa portezuela. Por la fornigüela
también se podía afurrascar o esfurriacar
con un gancho por entre las barras de la hornilla para avivar las brasas. En la
parte frontal, debajo del horno, también existía otra pequeña portezuela llamada
registro. Este registro estaba
conectado con la parte baja de la chimenea y
había que limpiarlo de vez en cuando.
En algunos casos, si la cocina no tiraba bien, se metía por allí un
papel encendido para que hiciera tiro. En la parte superior, en la chapa, había tres arandelas, las corras, para poder
ajustar a la medida adecuada el fondo de la
pota o sartén, y también permitían
un acceso superior, en caso de que hubiese necesidad de ello, para meter rachas
más grandes o carbón. Y en la pared posterior, y un poco más elevada, había
también otra portezuela de hierro para acceder a la chimenea en caso de tener
que limpiarla. Sobre ella estaba el tiro, que se abría más o menos para
conseguir mayor o menor fuerza de la lumbre.
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Frontal de la cocina que había en mi casa.
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Cuando
la cocina no tiraba bien y volvía el
humo al interior provocando humacera, era
un indicio de que había de deshollinar. De no hacerlo, podía arder el sarro y prenderse la chimenea, cosa peligrosa
pues podían llegar al exterior las llamas
y provocar un incendio en el
armante del tejado que era de
madera. Para limpiar la chimenea se metía por ella un saco enrollado o algo
similar, atado en mitad de
una soga. Se metía por la chimenea hasta que salía un extremo de la soga
por el registro del tiro y, una vez allí, una persona tiraba por el
exterior, desde el tejado, y otra por
debajo, desde el interior, de forma
alternativa. Así se conseguía que el saco rozara el interior de la chimenea y que se desprendiera el sarro y cayera hasta
el registro inferior, por donde se sacaba. Recuerdo ver llenar un cubo o más
con el sarro que se sacaba de la chimenea después de limpiarla. En general, al
encender, las cocinas tiraban bien cuando el día estaba ventoso, pero no era
así cuando estaba calmado, hacía mucho
tiempo que no se encendía la lumbre o estaba tomada por el sarro la chimenea. Si
salía el humo al interior había que abrir las ventanas para que no nos lloraran
los ojos por la zorrera que se
producía.
Las
cocinas de hierro proporcionaban también el agua caliente que se necesitaba,
cuando aún los cuartos de baño no estaban generalizados. Tenían en la parte superior derecha un
depósito o caldera con tapa que
estaba en contacto con la hornilla y calentaba el agua. Había que sacarla con
un recipiente de asa para no quemarse y rellenar a medida que disminuía. También podían tener un grifo por la parte frontal para sacar el agua de la caldera. Cuando
la cocina estaba muy caliente, el agua podía llegar a hervir. En
algunas casas se hizo una transición al calentador, cuando ya existía el agua
corriente, sustituyendo la caldera abierta por un calderín cerrado en el
interior de la cocina y conectado a la tubería del agua caliente. Aunque no tenían muchos
litros, bien administrada, permitía ducharse con agua caliente, y aquel
adelanto ya fue una pequeña revolución.
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Las corras de la cocina |
La chapa y el horno daban mucho juego en la
cocina. El horno se usaba para asar castañas, para asar manzanas (¡aquel olor de las manzanas reinetas que nos llegaba por todos los sentidos!), para hacer el mazapán y el brazo de gitano para la fiesta del patrón, y para algún guiso, pero, sobre
todo, para calentarse los pies en invierno. Delante del horno era frecuente ver
una silla en la que se sentaba una persona que tenía los pies metidos dentro de
él, con sus zapatillas de paño recién salidas de las madreñas que las habían
protegido en el exterior. Escondidos en el horno solían estar uno o dos ladrillos de barro macizo que se mantenían
calientes y dispuestos para ser llevados
a la cama como cálidos acompañantes. Con uno de ellos, envuelto en un trapo, se restregaba la sábana antes de meter el
cuerpo para quitar el frío gélido de la
ropa de cama. Luego ya se colocaba a los
pies donde quedaba toda la noche. Para esta misma función también se usaron
botellas de agua caliente. Cuando llegaron las bolsas de goma, aquellas que
tenían una funda a cuadros, decayó la
costumbre de llevar el ladrillo a la cama. Así pues, las madreñas, durante el día, y el ladrillo, por la noche, eran buenas
formas de combatir el frío de los pies en aquellos inviernos tan duros.
Sobre
la chapa se colocaban las potas y marmitas en las que se hacía el
pote que contenía berzas, garbanzos, habas (con su ración)…, según el
compás de las estaciones. Pero si había
una presencia permanente era la de las patatas, que a veces se comían para
desayunar, comer y cenar. Patatas a lo pobre, sazonadas con grasa, sebo o aceite
de soja que concentraban en la cocina un olor espeso, no siempre agradable.
Otra imagen frecuente sobre la chapa era la de una pota que hervía con el caldo
con el que se harían las sopas de ajo. O, tal vez, una tartera de perigüela (tartera de barro de la localidad zamorana de Pereruela), que nos hacía disfrutar de sabrosos guisos. Hablamos de una época en que no existía
la olla exprés y los alimentos se cocían durante horas. Si se quería cocinar
algo lentamente se colocaba la pota en
un lugar un poco más retirado de las corras, en cambio, si se quería acelerar la cocción o el fuego
era escaso, se quitaba alguna corra y se colocaba el recipiente directamente sobre el fuego.
Sobre aquella chapa de hierro se tostaban o asaban también alimentos diversos, desde unas magras del cerdo en los días de matanza a la harina de trigo que luego se transformaba en la papa (papilla) que se
daba a los bebés. Y allí estaba preparado también, al amor de la lumbre. el vino caliente con azúcar, que se consideraba una buena medicina para los catarros.
Por
la parte delantera de la cocina había una barra dorada que embellecía el
frontal y que protegía de las quemaduras, para no aburarnos. De la barra colgaba el gancho y las rodillas o rodeas de
cocina, que siempre recordaban la prenda de la que se había aprovechado la
tela y se había realizado el reciclaje. Por ello, allí, colgadas de la barra de nuestra cocina, estuvieron durante años
rodillas hechas con la que había sido la falda de mi uniforme colegial. En el suelo, frente a
la portezuela por donde se atizaba o, en su caso, ocupando todo el frente de la
cocina, se colocaba una chapa metálica en el suelo para que si caían las brasas
no se quemara la madera del piso, pues en la mayoría de las casas el suelo era
de madera, especialmente, si lo que se habitaba era un piso alto.
Cuando
llegaba la persona engurriada, engorrinada
o enganida (encogida) del exterior, porque
estaba arrecido de frío, también podía
optar por subirse a la bancada de la
cocina o trébede, en la que había un lugar amplio en que se
podía poner un banco para sentarse y colocar
los pies próximos a la chapa. Era buen sitio aquel para esfurrilarse, allí acurrucados al amor de la lumbre. En estos acercamientos a la cocina, si el mostruello estaba demasiado cerca,
podía saltar alguna chispa y hacerle una
raposa en la ropa o esturarla con
una quemadura más superficial. El excesivo calor del fuego, tan próximo,
también podía provocar manchas o bojas
en las piernas que se llamaban cabras
o cabrillas.
La cocina económica también servía para secar la ropa en invierno, pues sobre
toda la bancada de la cocina, de lado a lado de la pared, se colocaban unas
cuerdas para tender la ropa y ese era el
lugar en que se secaba en los días de mucho frío o humedad. Seguramente la ropa
llevaría bien impregnado el olor a humo y el de las grasas de la comida que se cocinaba.
Si
quedaba algún palo sin quemarse del todo, se convertía en un tizón, que se usaba para
la lumbre del día siguiente. La tarea de andar con la
lumbre llevaba a entisnarse muchas
veces la cara, las manos y la ropa. En
algunos casos, cuando había un buen remuerto
en la cocina, se sacaban las brasas con
un recogedor metálico, para colocarlas en un brasero, que, colocado debajo de una mesa, servía
también para calentar los pies. En algunos lugares de Omaña, como el Valle Gordo,(según apunta Celia Rabanal Rubio) de la lumbre de la cocina se tomaba la llama para encender los faroles y candiles. El objeto transmisor no eran las cerillas, sino las garametas, los troncos porosos de los gamones que quedaban después de perder las flores.
Además
de la cocina en que se cocinaba y se hacía la vida, en las casas rurales solía
haber otra cocina: la cocina de horno (forno) o cocina de curar. Cuando el pan
de panadero no llegaba aún a los pueblos, en todas las casas se amasaba pan para el consumo de la familia. Se solía hacer para
unos quince días. Muchas casas tenían su propio horno y en la mayoría de los pueblos existía, además, un horno colectivo en que podían ir a amasar las personas que no lo tenían en su casa. Recientemente se han recuperado algunos, como ha ocurrido con la acertada restauración del horno comunal que se ha realizado en Murias de Ponjos (Ayuntamiento de Valdesamario).
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Casa Forno de Murias de Ponjos. Foto gentileza de Roberto Melcón |
Para poder cocer el pan, previamente había que prender y calentar el
horno. Para ello se metían palos o unos fejes
de urces secas y se atizaba hasta que el techo arrojase, o sea, se pusiera de color rojizo y las piedras de la boca adquirieran un color blanquecino. Ese era el momento en que había cogido el calor suficiente para poder meter la hornada (fornada): hogazas de pan, la pica, el bollo rallón, la torta
dulce… La tarea se llevaba a cabo con la pala de madera, después de haber barrido
las brasas hacia los lados del horno para que mantuvieran el calor mientras se
cocía el pan. Había un instrumento,
formado por un palo largo terminado en forma de cruz, que servía para remover brasas y hogazas en el horno llamado el cachaviello.
Unas horas después, podíamos disfrutar
de las exquisiteces que allí se habían cocido.
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El forno de Murias de Ponjos preparado para hacer pan el día de la inauguración. Y el resultado del amasado. Foto: Roberto Melcón. |
Antiguamente,
antes de la existencia de la bilbaína,
la lumbre en el hogar se colocaba en un
lugar bajo, el llar, y alrededor de
él, sobre la trébede, se realizaba la convivencia familiar. La leña se colocaba sobre dos caballetes
metálicos, los morillos o murillos. Ese fuego se usaba también para
curar la matanza. ¡Qué prestoso debía de ser tener por encima de las cabezas
unos cuantos varales de los que colgaban docenas de corras de chorizo (de los
de carne y de los de callo o sabadiegos),
de morcillas, algunos lomos, tocino y jamones! La matanza se ahumaba durante
varias semanas. Y así llegaban al
paladar esos famosos embutidos leoneses con sabor a humo…
Cuando
dejaron de usarse esas cocinas de llar
de las casas antiguas para cocinar, se aprovecharon para seguir curando la
matanza o se construyeron otras “cocinas viejas” de forma específica para ello.
En estas cocinas había una cadena que colgaba del techo provista de un gancho
donde se podían colgar las marmitas en que se cocinaba: las pregancias. La pota
también se podía colocar sobre las estrebedes
(variante de la palabra trébede con otro significado), un aro con tres patas
que se ponía sobre el fuego. Se podía
optar, además, por usar el pote,
recipiente de hierro que tenía tres patas que se colocaban directamente sobre
el fuego. Con frecuencia la cocina de curar estaba en la misma estancia en que
se ubicaba el horno, por lo que se la llamaba la cocina del horno. La lumbre que se hacía para curar la matanza
también se aprovechaba para cocer comida
para los gochos: patatas, nabos… Se
colgaban grandes calderos de hierro de las pregancias y en ellos “se cocinaba”
para los gochos. ¡Eran animales con suerte que comían comida cocida y
caliente! En mi casa la reina de la cocina de curar era mi tía-abuela Celia. Ella cocía la comida de los gochos y cuidaba la matanza casera y la de otras personas que también curaban allí. Y ella me deslizaba un cachín de chorizo, a espaldas de mis padres, cuando apenas había comido, porque no me gustaban las berzas.
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Caldero en el que se cocía la comida de los cerdos
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Las
señales de la lumbre quedaban marcadas en las paredes de las cocinas por el
humo que se escapaba, sobre todo si la cocina tiraba mal, así se iban poniendo
ennegrecidas poco a poco y había que blanquearlas con cal una vez al año.
Aunque esto no se hacía regularmente en todas las casas y algunas lucían en
paredes y techos colores que se parecían más al negro que al blanco. Si se
trataba de la cocina de curar, las vigas y tablas del techo eran siempre del
color de la noche, pero una noche con un encanto especial. Todavía hoy se puede
contemplar cocinas de curar que tienen décadas de humo acumulado en sus
maderas.
Otro
lugar en que había que prender lumbre y atizar para conseguir calor era la
escuela. En mi pueblo, en los años 50-60 del siglo pasado. cada día o semana
encendía la estufa de la escuela
una familia. Íbamos a con nuestro padre o madre y un
brazao de urces y leña menuda para encender la estufa de hierro fundido que
se colocaba en medio del aula y conseguía calentar el local. Los niños y la
maestra nos encargábamos de atizar para mantener la candela.
También prendíamos
lumbre para calentarnos en otros lugares más inverosímiles. Recuerdo ir a la
parada de los coches de punto (de Amaro y Amable, de Valdesamario), que nos llevaban a León, y años después a la del coche de línea con otro brazao de leña para hacer lumbre mientras esperáramos
a que llegaran a nuestra parada (nunca puntuales), a primeras horas de la mañana y con fuertes
pelonas de varios grados bajo cero. Así nos calentábamos algo las manos y los pies, helados porque no estaban
acostumbrados a llevar zapatos, mientras soportábamos la tediosa espera. Cuando
íbamos con las vacas, en días fríos de otoño, también hacíamos lumbre (a veces
buenas fogaratas) para calentarnos. Y
si había cerca algún patatal, aprovechábamos para meter unas patatas entre las
brasas para comerlas asadas después. Nos parecían una delicia y su calor nos reconfortaba el cuerpo por dentro.
En el campo, nos estaba permitido a los niños remover la lumbre con algún palo, en presencia de algún adulto, no así en casa. La prohibición tenía forma de amenaza y de predicción: "Si andas con lumbre, te meas en la cama" Y nadie quería vivir esa situación comprometida y deshonrosa.
Durante
siglos, y aún ahora, si al llegar a un pueblo tiraban las chimeneas ese era el mejor signo de que las casas
estaban habitadas. Desde las casas más altas se podía contemplar, como un
espectáculo un tanto mágico, cómo se iban encendiendo las cocinas en invierno.
Con ello, comunicaban también que la gente se había levantado y recobrado la
actividad. Hoy, a las cocinas tradicionales, se han sumado las chimeneas
francesas y las estufas que también aportan las volutas de humo de sus
chimeneas al paisaje invernal.
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Horno de la casa familiar. En la boca, los cazuelos de las sopas de ajo y las tarteras de perigüela |
La
lumbre es, pues, algo doméstico, familiar, reconfortante y cercano, que nos trae consigo muchos recuerdos y vivencias. ¡Cuántos
filandones, filanderos o veladas se
han celebrado alrededor de un llar o al amor de la cocina de hierro en las
largas noches de invierno! Veladas quizá interrumpidas por una voz que decía de
vez en cuando: ¡Mete una racha! Y
metida la racha, se reanudaba la conversación. En torno a la lumbre ha girado
gran parte de la rica cultura oral de la montaña leonesa, cultura de
leyendas, de romances, de juegos… Y también parte del trabajo femenino: escarpenar los vellones, hilar, hacer cadejos, tejer, mazar... eran
faenas realizadas, generalmente, en invierno,
en la cocina, y al lado de una
cocina de lumbre.
Prender
lumbre, sin embargo, no es lo mismo que prender fuego. La lumbre tiene ese
componente interior, amoroso, reconfortante, que está
lleno de vivencias. La lumbre es el calor que nos protege del frío, es el
combustible para cocinar, es el olor a hogar, es el color del amor… La lumbre acaricia nuestros sentidos. Es un recuerdo vivo de olores, sabores, colores, sensaciones táctiles, sonidos... Y a veces hasta nos acuna y nos hace dormir.
Prender fuego tiene, en cambio,
connotaciones negativas. En algunas ocasiones se convierte en imprecación
cuando alguien expresa su enojo con frases del tipo: ¡Voy a prender fuego a la casa y me olvido de todo! Prender fuego o
achismar es algo que hacen individuos
desaprensivos que queman los montes y
nos los dejan llenos de estaracos
(sobre este tema escribí en su día un artículo: "Rojo, rojo, negro: lo que va de las galanas a los
estaracos”.). Estas quemas producen
un daño medioambiental irreparable, además del daño emocional que supone el
ver cómo el fuego se lleva por delante la vegetación que ha crecido durante
muchos años –o siglos- en los montes. Esas quemas, que una vez iniciadas avanzan con ferocidad, nos producen impotencia y miedo.
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Una quema, hace unos años, en San Martín de la Falamosa |
El fuego también ha dejado desolación
cuando se ha llevado en ocasiones construcciones y dejado sin vivienda o sin
pajares a algunos vecinos. Sin embargo,
es gratificante poder destacar las acciones solidarias que se producían en ese caso
entre el vecindario del pueblo y de otros próximos, tanto para tratar de apagar
el fuego, pues acudían al oír el toque a
fuego de las campanas, como para
ayudar a los afectados a sobrevivir económicamente. Aquel pedir (y dar) para
“casa quemada” era un hermoso gesto de solidaridad.
No
queremos, pues, que haya personas que achismen,
pero sí personas que sigan prendiendo la lumbre en sus casas, pues mientras las
chimeneas echen humo habrá alguien detrás atizando y diciéndonos que su casa sigue abierta y su
pueblo también.
Que sigamos disfrutando al amor de la lumbre de la lumbre del amor.
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Observando chimeneas desde mi casa, en Paladín-Omaña |
© Texto y fotos: M. Álvarez, noviembre de 2020
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