Reconocer es una palabra de gran peso semántico y, a la vez, una palabra curiosa. Estamos ante un palíndromo, o sea, ante una palabra que se puede leer en cualquier dirección: R E C O N O C E R. Cuando el palíndromo se da con números lo llamamos capicúa.
El verbo reconocer tiene por lo menos una docena de acepciones en español. Reconocemos a alguien por su forma de hablar, nos sometemos a reconocimientos médicos, un gobierno reconoce a otro en relaciones internacionales, se reconocen hijos extramatrimoniales, las leyes nos reconocen derechos, nos reconocen o no nuestros méritos, nos reconocemos las personas... Pero, entre todos, hay un significado que tiene especial interés: admitir algo como cierto.
Sobre esta última acepción es sobre la que quiero hacer algunas reflexiones. Este fatídico año 2020 nos ha hecho conjugar, de forma consciente o inconsciente, el verbo reconocer en singular y en plural, y en todas sus personas gramaticales. Hemos hecho mucho ejercicio de reconocimiento, en ese sentido de la palabra.
Hemos reconocido que somos vulnerables, que nos sentimos indefensos. Nuestro primer mundo, que era la envidia de países en vías de desarrollo, ha perdido su seguridad. La sociedad de la abundancia, la de la “superioridad”, ha sufrido un brusco choque del que no ha salido indemne. Hemos sido conscientes de la fragilidad de los servicios sociales que no son capaces de atender las necesidades de los más vulnerables, tanto en lo económico como en lo personal, a pesar de que se hayan tomado medidas legales para paliar los problemas. Hemos reconocido que los estados, por sociales que sean, nunca llegan a todos los más necesitados, por gestión lenta o inadecuada, o por otros motivos. Sabemos que la justicia se sitúa en un rango superior a la caridad (entendida como limosna), pero, ante las colas del hambre u otros problemas sociales, somos conscientes de que la solidaridad entre los ciudadanos (de forma personal o a través de ONGs) sigue siendo imprescindible para llegar a los que el Estado no sabe o no puede llegar.
Nos hemos dado cuenta de que un virus puede también colapsar el sistema sanitario, y desconcertar a la ciencia, y dañar la economía, y herir cruelmente nuestros sentimientos. Nos hemos percatado de que nos duelen colectivamente las ausencias: ausencias de vidas, ausencias de salud, ausencias de encuentros, ausencias de abrazos, ausencias de alegría.
Hemos reconocido que la posesión de la libertad de la que presumíamos en las democracias liberales del primer mundo no es un bien absoluto, que puede tener restricciones con las que no contábamos. Hemos reconocido que la limitación de la libertad que han impuesto las autoridades es necesaria en aras a un bien superior: la salud. Hemos estado confinados en nuestras casas, en nuestros barrios y ciudades, en nuestras comunidades autónomas; hemos aceptado horarios y normas sociales; en definitiva, hemos puesto nuestra libertad individual en manos de las autoridades para que velen por la libertad de todos.
Hemos reconocido que la salud es más importante que la economía y oído muchas veces que “sin salud no hay economía”, pero a medida que se alarga la situación pandémica nos inquieta cada vez más la situación económica y ya empezamos también a preguntarnos si hay salud sin economía. Los problemas económicos y sociales derivados de la pandemia, que afectan en mayor medida a los que menos tienen, están generando también preocupantes manifestaciones de falta de salud psíquica en toda la población. Y sin salud mental tampoco hay salud. La búsqueda de equilibrio, con medidas y ayudas acertadas para resolver los problemas sanitarios y económicos, debe ser la principal ocupación y preocupación de nuestras autoridades, de cualquier ámbito.
Hemos reconocido que hemos globalizado la economía, la cultura, la forma de vestir y hasta la forma de pensar. Los transportes nos llevan a cualquier parte, los medios de comunicación difunden las noticias de forma casi instantánea y desaparecen nuestras raíces culturales, pues compartimos las mismas modas en comida, vestido y ocio en lugares alejados del mundo. Hemos establecido relaciones económicas, laborales, turísticas y políticas por encima de las fronteras de los países, pero no éramos conscientes de que íbamos a globalizar también los virus al pasar de nuestra aldea originaria a la aldea global.
Hemos reconocido que no hemos tratado bien a nuestros profesionales ligados al mundo de la ciencia, la tecnología y la salud, que han tenido que desarrollar su vida laboral y científica en otros países, en los que son más valorados que en España. Y nos duele ver cómo nuestros talentos no están al servicio del país que los ha formado. Reconocemos que tenemos que invertir más en I+D+I, pero seguimos esperando esa inversión. ¿Hasta cuándo? Cultura sí, turismo sí, pero ciencia y tecnología, también.
Hemos reconocido, una vez más, que somos un pueblo de gresca, de disenso, que no es capaz de superar aquellas “guerras de nuestros antepasados” de las que hablaba Delibes, que no somos capaces de ponernos de acuerdo ni siquiera en situaciones de emergencia y en pro del bien común. Hemos globalizado casi todo, pero no somos capaces de globalizar unas pautas sanitarias y económicas comunes para luchar contra la pandemia, ni en España ni en la Unión Europea. Hemos reconocido muchos errores de gestión y de comunicación: muchas medidas ambiguas o contradictorias que nos han desconcertado, nos han vuelto incrédulos, y que nos tienen exhaustos. Los ciudadanos necesitamos claridad y firmeza, aunque sea para recibir malas noticias.
Lyonel Feininger, El hombre blanco, 1907. M. Thyssen. Foto: MAR |
Nos hemos percatado de unas cuantas verdades, pero apenas nos reconocemos a nosotros mismos. No nos reconocemos porque ha cambiado mucho nuestra forma de vivir y nuestra forma sentir y de pensar en esta “nueva normalidad”. No somos los mismos. Hemos dejado de ser un país de besos y abrazos. Oímos ya sonidos navideños, adornamos las ciudades con luz y color, pero a nuestro corazón este año le falta el calor y el color de la ilusión. Siguen cayendo sobre nuestra conciencia cifras que no son mera matemática: son nombres, son personas, son sufrimiento. No nos reconocemos porque vivimos rodeados de desconfianza y andamos por las calles como seres extraños. Desconfiamos de aquellos que se cruzan con nosotros, del transporte público, del ascensor, del supermercado, del centro de salud, del cine, del cubo de la basura, de los niños, de los jóvenes, del vecino y hasta de los familiares cercanos. Y con la desconfianza permanente es difícil convivir.
Tampoco nos reconocemos físicamente, porque vamos disfrazados con mascarilla que no deja apreciar nuestra sonrisa y dificulta la comunicación oral. En realidad, las mascarillas son nuestros auténticos confidentes, pues son las primeras receptoras de las palabras que pronunciamos.
Nos hemos percatado de que quizá algunos comportamientos que debemos observar ahora no son malos y podrían quedarse con nosotros. A fin de cuentas, está bien lavarse las manos cuando se llega a casa del exterior, durante la jornada laboral, cuando se entra en un establecimiento, en un cine, antes de manipular alimentos… Está bien guardar una distancia en una fila, proteger a los demás de nuestros estornudos, no tener la “obligación” de saludar con dos besos a la persona que se acaba de conocer...
Pero aún nos quedan algunas cosas por reconocer. Hay comportamientos que están permitidos, pero que no son aconsejables. Podemos salir a la calle con mascarilla, pero no deberíamos aglomerarnos en las calles o en otros lugares. Podemos reunirnos con familiares y amigos, pero es conveniente que restrinjamos esas reuniones. Y también hay comportamientos que no están permitidos y que llevan a cabo personas insolidarias y desaprensivas que perjudican al resto de la población.
Y, según las estadísticas, parece que no hemos reconocido todavía que ponerse la vacuna es un deber de responsabilidad y solidaridad, siempre que así se aconseje por parte de los científicos. “Que se la pongan otros” suena demasiado al grito de Unamuno “que inventen ellos”. Lo segundo parece que nos ha ido mal, esperemos que no ocurra así con lo primero.
Seguro que nos quedan por reconocer unas cuantas cosas más, que tal vez sepamos. Porque no basta con conocer algo, hay que reconocer, o sea, saber qué hacer con lo que sabemos. Y, sobre todo, reconocer nuestros errores y ser conscientes de que nuestra sabiduría es muy limitada.
RE-CONOCER, RECONOC-ER. ¡Inmensa palabra de claridad meridiana!
Foto: MAR |
Muy bien explicado Margarita, como siempre, es hora de reconocer, y aprender de todo ésto aunque cueste y nos cueste reconocerlo
ResponderEliminarGracias, Faly.
EliminarTienes razón, "reconocer" es una palabra que da para mucho, lo reconozco. Un abrazo
ResponderEliminarVolver sobre lo conocido, de lo que a veces no somos del todo conscientes. Gran ocupación a lo largo de la vida. Gracias.
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