En invierno, en madreñas; en verano, a la mazuela.
En
este artículo voy a tratar de desempolvar y airear algunas prendas que formaban parte de la
indumentaria de la montaña leonesa, y especialmente de la comarca de Omaña, a lo largo del siglo XX. Al irlas aireando,
saldrán también de ese baúl olvidado los nombres que servían para denominarlas,
esas palabras con las que los montañeses de otra época configuraban la realidad
que los rodeaba y su pensamiento.
Parte de esas prendas quizá permanezcan aún
hoy guardadas en algunas casas, tal vez en algún museo etnográfico. En el
último caso, la palabra acompañará a la prenda, al menos expuesta en una cartela; en el primero, en
cambio, es posible que tengamos todavía a
mano la prenda y no sepamos ya cómo se llama. (Marcaré en letra cursiva
esas palabras).
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Madreñas (o galochas) herradas. Foto gentileza de María Dolores Rodil |
No
soy una experta en historia de la vestimenta, por ello lo que viene a
continuación no es un artículo etnográfico, es solo una somera memoria del
pasado que me sirve para rescatar algunas de las palabras relacionadas con la
vestimenta que formaron parte, hace décadas, de la fala omañesa.
En
una época en que la escasez y la sobriedad presidían todas las parcelas de la
vida, la vestimenta no era una excepción.
Escasez y sobriedad que se manifestaban en la poca cantidad de ropa de
la que se disponía y en el colorido de
la misma, pues en la vestimenta de diario predominaba el color negro o pardo.
A
pesar de la escasez de piezas con que contaba la indumentaria, había variación
en la vestimenta que se usaba en el invierno con respecto a la del verano. En el invierno, era preciso
abrigarse bien, pues muchos de nuestros pueblos superan los 1000 metros de
altitud y la invernía en ellos es larga y dura.
Hagamos, pues, un repaso de cómo se vestían
las mujeres en invierno. En la primera mitad del siglo XX las
mujeres no gastaban pantalones (y
tardarían mucho en incorporarlos las mujeres del mundo rural), así que tenían
que usar ropa adecuada para protegerse del frío. El justillo ceñía el torso de
la mujer. Iba abierto por delante, llevaba ojales y se ajustaba con cordones. Las niñas solían llevarlo bajo la camisa
y las mujeres se lo ponían sobre esta. Hacía también las veces de sostén,
prenda que, cuando empezó a generalizarse, era llamada ajustador. Las
mujeres dejaron de utilizarlo antes, las niñas lo usaron hasta el inicio de la
segunda mitad del siglo XX.
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Justillo. Foto gentileza de María Dolores Rodil |
Las bragas inicialmente solían ser de lienzo y tenían
forma de pantalón corto. A mediados de siglo, las mujeres y empezaron a usar las bragas de algodón. Otra
prenda interior que con que se vestían las
mujeres eran las enaguas, una especie de
falda interior, o la combinación, prenda que se ponía bajo el vestido y que
estaba confeccionada con tela de lienzo, tenía tirantes y cubría todo el cuerpo. Sobre las enaguas o
combinación iba el refajo (también se
podía usar sin enaguas), que era una
especie de falda o vestido interior de
paño fuerte y grueso o de lana, rematado
con una puntilla de punto.
Sobre
el refajo, se colocaban los rodaos (manteos), tipo de falda, generalmente de lana basta y de color
pardo, para el trabajo del campo, y de
colores más vivos, para la fiesta. En la parte superior del cuerpo, sobre la
camisa, se ponía el justillo y después el dengue, de paño negro o de color, que cubría por detrás hasta la
mitad de la espalda y por delante iba cruzado sobre el pecho. El rodao sería sustituido después por las sayas, que eran faldas largas, generalmente de color
negro, aunque las había también de otros colores. Este tipo de prendas fueron desapareciendo en las primeras décadas del
siglo XX.
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Vestimenta de la mujer omañesa. Foto gentileza de José María Hidalgo.
Incluida en el libro de Concha Casado, Indumentaria tradicional de las comarcas leonesas.
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Las
sayas, ya casi mediado el siglo, se fueron sustituyendo por faldas un poco más cortas, y por
batas y vestidos, siempre por debajo de la rodilla.
Si se quería que las
faldas de niñas y mozas tuvieran más volumen, se colocaba debajo un cancán, que se almidonaba
convenientemente para que quedara más rígido y mantuviera su forma abombada.
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Niña omañesa con cancán,
h. 1957. MAR. Álbum familiar |
Las fibras más usuales para elaborar los
tejidos, tanto para la ropa de mujer como de hombre, eran la estameña, la lana,
el lino, la seda, el sedón… Con ellas se
elaboraban las prendas en los
tejedores de la zona. La textura era muy
áspera. Con tela de lienzo preparaban
los paños higiénicos que usaban
durante la menstruación y que, una vez lavados, servían para ser reutilizados en
sucesivas ocasiones. En la década de los 60 se sustituyeron por paños “de
compra”, que ya no eran de fibras naturales, hasta que la llegada de las
compresas los desterró como parte de la indumentaria femenina.
La
chambra era una especie de chaqueta
con que se cubría el pecho. Las
chaquetas tejidas en casa, de lana de oveja, de manga ranglán o pegada, fueron dejando atrás a la chambra. También se usaba una especie de capa, que podía llegar hasta el trasero o la rodilla, llamada el mantillín. Servía para taparse y para echárselo sobre la cabeza
cuando había que entrar en la iglesia.
Otra prenda de abrigo era la peregoina, una toquilla redonda y sin flecos. Esta prenda estaba siempre a mano para
echársela sobre los hombros en el invierno y en las noches frescas de verano. Y
en el escaño, nunca estaba de más la
manta de lana o de ganchillo llamada yeitero.
Las
mujeres, hasta la década de los 60, se arropaban en invierno, para salir a la
calle, con el mantón, especie de
manta pequeña y alargada de lana, de color negro, rematada con cerras en sus bordes. Con el mantón se envolvían el cuerpo y la cabeza. Recuerdo
muy bien esa imagen de la mujer, vestida
de negro, que, cual fantasma o ser misterioso, salía o entraba de las casas en las noches de
invierno para ir a velar a casa de
algún vecino y participar en el filandón
o filandero.
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Mantón de hacia 1930. Foto gentileza de María Dolores Rodil. |
Las
piernas se abrigaban con medias negras y
calcetines de lana. Tanto las chaquetas
como los jerséis eran tejidos con esmero
por las mujeres en esas noches largas de las veladas invernales.
Los
hombres se protegían del frío con canzoncillos largos de franela o de felpa, abocinados en los tobillos, sobre los que se ponían
pantalones de pana. El tronco lo abrigaban con camisetas, camisas de franela y
con chaquetas de pana o jerséis. Sobre el pantalón y la camisa se colocaba la faja. Era una especie de bufanda larga
que rodeaba la cintura con varias vueltas y servía para proteger la
espalda del frío y de los esfuerzos del
trabajo del campo. Para salir a la calle se tapaban con una pequeña manta
alargada, de lana, y generalmente de cuadros, con la que se envolvía el pecho y la cara. Era el tapabocas.
En ocasiones el tapabocas se parecía
más a un poncho, pues tenía una abertura en el centro para la cabeza y se
cerraba por los costados.
En
los pueblos de Omaña seguramente todos sabían lo que era llevar a alguien tapadura. Se trataba de proporcionar
a la persona que estaba en el campo sin prendas de abrigo la
vestimenta adecuada o el paraguas, especialmente cuando amenazaba lluvia de
tormenta.
Otra
prenda que acompañaba siempre a los hombres era la boina redonda, sin vuelo. Era de lana y de color negro. En la parte
superior sobresalía una especie de pequeño pezón o rabillo que servía de remate
de las piezas que le daban forma. Cuando se rompía por vejez de la prenda o de
forma accidental se decía que la boina estaba capada o era una boina capona. Este tipo de gorra ha
pervivido más tiempo, e incluso traspasado el umbral del siglo XXI.
Había también una prenda
con la que se protegía la cabeza era el pasamontañas
o verdugo, tejido también por las
madres o abuelas. Los que lo usaban con mayor asiduidad eran los niños. Cuando el
frío era intenso los hombres usaban la zamarra,
prenda rústica de piel ovina, o el tabardo.
Los más pudientes usaban un capote de
paño, hecho con tejido de lino o lana.
El
abrigo, la cazadora, el chaquetón, la gabardina el impermeable…, para hombres y
mujeres, tardaron mucho en llegar a la indumentaria rural, y solo se usaban en
ocasiones especiales. Lo mismo ocurrió con el pijama, pues lo ordinario era
dormir con la ropa interior puesta. Como la ropa interior no se cambiaba a
diario, era también una forma indirecta de protegerse del frío, pues no debían
desnudarse totalmente para volver a vestirse a la mañana siguiente. Algunas
mujeres usaban un camisón de lienzo para dormir.
En verano había que desprenderse de parte de
la ropa de abrigo. Se guardaban en el baúl los refajos y se usaba solo la combinación
de lienzo. Poco a poco, las mujeres se fueron mercando unas combinaciones
más finas, de fibras artificiales, que a veces tenían encajes, y que para ellas
eran todo un lujo y una íntima satisfacción, a pesar de no tener el significado erótico que actualmente se da a la lencería.
Las
combinaciones servían también para
que aquellas mujeres más osadas pudieran bañarse en el río, en una época en que
el bañador no había llegado a los pueblos. Recuerdo haber visto nadar a mi
propia madre con la combinación mojada y pegada al cuerpo. Parecía una Gracia
de La Primavera de Boticcelli, que permanece retratada en mi retina con la misma imagen de la técnica
del paño mojado, pero mucho más recatada.
Con las combinaciones
empezaron a llegar también las medias de nailon y de cristal que surgieron en EEUU, en los años 40. Se llamaron medias porque cubrían la mitad que las calzas. Aunque a los pueblos omañeses llegarían mucho más
tarde, pues no estaban al alcance de todas las mujeres por su precio ni tenían
las mujeres campesinas muchas ocasiones de lucir esas medias.
Más uso tuvieron
las medias de espuma, negras y de “color media”, que
se sujetaban con ligas por encima de la rodilla. Unas ligas de goma, sin ninguna sofisticación
ni erotismo, que se preparaban en casa
cosiendo un trozo de goma para darle la forma de un aro que pudiera sujetar la media para que
esta no se deslizara por la pierna. Estas
medias nos sitúan ya a mediados del siglo XX. Cuando llegaba el calor, al final
de la primavera, las mujeres jóvenes que no estuvieran de luto (el luto
implicaba ir con medias negras, incluso en verano) también se quitaban las
medias y comenzaban a ir a la
mazuela.
Los
hombres también dejaban en el baúl los calzoncillos afelpados y los sustituían por unos calzones
cortos de lienzo. La camiseta de media manga, la sustituían por la camiseta de
tirantes o camiseta de imperio. En el
mismo baúl quedaba aparcado el pantalón de pana que era sustituido por el de mahón azul, sujetado en la cintura por un
cinto ancho: la pretina. Este
cinturón a veces cambiaba de cometido y se usaba para poner rojo el culo de algún niño
mal mandao. Las camisas eran de manga larga y se solían llevar arremangadas
por el codo. En muchos casos sobre la camisa se llevaba un chaleco sin
abotonar.
En alguna percha quedaba la boina colgada
durante unos meses y se usaba el sombrero de paja para trabajar en el campo. No
era raro que se improvisara una
gorra que cubriera la cabeza de la fuerza del sol,
cuando se estaba trabajando y no se disponía de sombrero. Para ello se usaba el
moquero, aquel moquero blanco o de cuadros blancos y azules, que estaba siempre
presente en los bolsillos, al que se le hacía un nudo en cada una de sus cuatro
esquinas para que se sujetara en la cabeza a modo de visera cuadrada. No era
raro ver a hombres por el campo con ese original “tocado”.
Las
mujeres cubrían la cabeza con un pañuelo que ataban bajo la barbilla y que
cubría parte de la cara. En la vestimenta más antigua se llevaban pañuelos de seda, de sedón o de lana merina, que se fueron sustituyendo por pañuelos de otros tejidos, cuando se dejó de
usar el rodao.
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Pañuelo de sedón, para traje de fiesta. Mediados del siglo XX.
Foto gentileza de María Dolores Rodil |
Si la
mujer era mayor o se había quedado viuda, el pañuelo era siempre negro y se
llevaba de forma permanente. Si la mujer
enviudaba ya en su madurez, el negro iba a ser el color que la acompañara el
resto de la vida. Las mujeres jóvenes se ponían una pañoleta de colores vivos. Unas veces la ataban debajo de la
barbilla y otras, en la nuca, generalmente en épocas de calor. O la usaban como
racilla, atándola en la parte
superior de la cabeza, así les servía para sujetar el pelo a modo de diadema.
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Pañuelo de lanilla, procedente de La Omañuela. Primeras décadas del siglo XX.
Foto gentileza de María Dolores Rodil |
Otros
complementos eran la faltriquera y el
zurrón, la fardela o el morral. La faltriquera era un bolsillo de tela que se ataba en la cintura y se
llevaba colgando por el interior de la ropa o debajo del mandil. Resultaba un lugar seguro para guardar el dinero. Por eso, quien tenía muchos posibles tenía buena
faltriquera. Y rascarse la
faltriquera era dar dinero de mala gana. El zurrón
era una bolsa de tela fuerte, que usaban los hombres, sobre todo, los pastores,
para llevar al campo la comida y demás utensilios que necesitaran en su labor
de pastoreo.
Para
proteger la ropa, en el trabajo del campo, se usaban también los zajones (zahones), calzones de cuero y
paño atados a la cintura a modo de mandil, con perneras abiertas por detrás que
se ataban a la pierna. Cuando, entrados en la segunda mitad del siglo XX, apareció
el mono de mahón, vestimenta
de cuerpo entero, cerrada por una cremallera larga que abarca todo el
tronco, los hombres dejaron de utilizar
otro tipo de ropa protectora y se
convirtió en la prenda más habitual de
trabajo para los labradores, los mineros
y otras profesiones.
Un
elemento fundamental en la vestimenta de nuestras mujeres ha sido siempre el mandil. Inicialmente era de merino fino, de algodón… y se
usaba también en la ropa de fiesta. Pero, sobre todo, adquiría una importancia especial en el quehacer
diario. Fue cambiando de tipo de tela y de función con el tiempo La mujer omañesa usó está prenda como un elemento más de la
indumentaria habitual. La utilidad de esta prenda es clara en la cocina, pues
preserva la ropa de la suciedad, pero también tenía gran utilidad fuera de
casa, en la huerta o en el corral, pues servía como recipiente improvisado para
transportar cualquier cosa. Casi se puede decir que un mandilao se ha
convertido en Omaña en una medida de capacidad. Todo el mundo se hacía una idea
aproximada de lo que era un mandilao:
de fréjoles, de manzanas, de patatas,
de castañas… Iba sirviendo de continente para trasladar productos diversos a
medida que avanzaban las estaciones. A
veces eran los huevos del ñal los que
llegaban a la cocina en un mandil, con sumo tiento y muy amodín para no hacer tortilla antes de tiempo.
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Foto gratuita Pixabay |
El
mandil era una prenda muy versátil. Servía para secarse las manos, para limpiar
las caras y los mocos de los guajes que andaban alrededor. El mandil
sustituía a los guantes o chaquetas para envolverse los brazos y protegerse del
frío. Servía para hacer una limpieza rápida de una mesa o un mueble que las
visitas inesperadas no debían ver sucio. Y por, supuesto, servía para agarrar
el asa de la pota o el mango de la sartén.
También los bolsillos del mismo eran de mucha utilidad para guardar el moquero
y otros “tesoros”.
El
mandil era insustituible. Es importante no confundirlo con el mandilón, que era lo que luego se llamó
el babi escolar. Además esta palabra
tenía en Omaña otro significado
peyorativo, pues se llamaba mandilones
a los hombres poco resolutivos.
Todas
las mujeres tenían también un velo
negro para cubrirse la cabeza en la iglesia cuando asistían a las ceremonias
litúrgicas. La mayoría tenían uno simple, muy usado, y otro más fino que se
ponían en las ocasiones especiales. Las más pudientes tenían también mantillas. El velo dejó de usarse paulatinamente en la
iglesia a partir de las novedades que introdujo en la liturgia el Concilio
Vaticano II.
Otras
vestimentas femeninas ligadas al hecho religioso eran los hábitos que por ofrecimiento, y como signo de agradecimiento,
podían llevar las mujeres durante períodos más o menos largos, a veces, de por
vida. Iban dedicados a distintas advocaciones de la virgen o santos,
relacionados con aquello que había que agradecer o pedir. En el santuario de
Nuestra Señora de las Angustias, en La Garandilla, existía un tipo de hábito peculiar, que llevaban de manera puntual para asistir a
misa el día 8 de septiembre los
penitentes que estaban ofrecidos. En
su mayoría solían ser mujeres. Este tipo de hábitos los proporcionaba el
santuario, a cambio de un módico alquiler, y se llamaban mortajas. Era frecuente que las mujeres llevaran algún escapulario devocional. Eran dos pedazos
pequeños de tela, unidos por cintas largas para colgarlo del cuello y que caían
sobre los hombros (por eso se llamaba
escapulario, del latín scapula). En
la tela estaba bordada la imagen del
motivo de la devoción: la Virgen del Carmen (marrón), la Dolorosa (negro), la
Inmaculada (azul), san José… Se creía que se obtenían beneficios espirituales
llevando el escapulario. En algunos casos se usaban abalorios a modo de collares decorativos que incluían pequeños
relicarios.
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Collar con relicarios. Riello. Foto gentileza de José María Hidalgo |
Los
hombres no tenían en sus vestimentas condicionamientos religiosos, excepto el hecho de que debían descubrirse la cabeza en la
iglesia en señal de respeto.
Hacía
mediados del siglo XX, en los pueblos omañeses, las mujeres se casaban con un
traje negro. Iban vestidas de manera muy sobria y se permitían pocos adornos:
unos botones dorados, algún broche, unas perlas…
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En traje de boda, Ireneo y Patro. Paladín, 1952.
Foto: MAR. Álbum familiar |
El
negro era también el color del luto, como en el resto de España. Y el luto
solía ser muy largo. Si la mujer viuda era joven, andando el tiempo, volvía a
vestirse de color, pero si tenía edad madura, lo más frecuente era que el luto
fuera muy largo o permanente. Cuando se abandonaba el negro del luto se pasaba
por una situación intermedia en que las mujeres vestían ropa jaspiada que mezclaba el negro y
el blanco. Era lo que se llamaba vestimenta de alivio. Cuando los niños se quedaban huérfanos también se les
vestía de negro. Así ocurrió a la muerte de mi abuela, pues se vistió de negro
hasta a la más pequeña de sus hijas que tenía solo dos años. Una vecina y amiga
le hizo un vestido para la ocasión con las mangas de un vestido viejo de mujer.
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Luto por la muerte de la madre. De izda a dcha: Patro, Beatriz, Iluminada, Pepín, José (con gorra) y Maruja
Camposalinas, 1941. Foto: MAR. Álbum familiar |
Los
bebés omañeses también tenían su peculiar vestimenta en los primeros meses de
vida. De cintura para abajo se les
envolvía en pañales de lienzo, sobre los que se colocaba la mantilla
(una especie de pequeña manta fina), y sujetados ambos alrededor de las piernas
por el orillo. A todo ese envoltorio se le llamaba bruyo o brucho. Evidentemente, cada
vez que se cambiaba un pañal había que lavarlo para poder volver a utilizarlo.
Aunque, alguna vez vi que había mujeres
que, cuando el pañal solo estaba manchado de orina, lo secaban y lo volvían a
utilizar. Faltaba mucho, en las décadas
centrales del siglo XX, para que
llegaran las gasas, los picos y, posteriormente, los dodotis. A pesar de que
tenían aprisionadas las piernas en los primeros meses de vida, aquellos niños
solían andar antes del año. Y andaban como rejiletes.
En
cuanto al calzado, nuestros bisabuelos calzaban albarcas
en verano, que las ataban a la pierna con los corbales. Inicialmente eran de pellejo de vaca. Después empezaron a
elaborarse con la goma de la llanta de los coches. En el invierno, para ir calientes, se calzaban
carpines (escarpines)
o zapatillas y madreñas, aunque algunos prescindían de las zapatillas o los carpines
y metían el pie solo con el calcetín, o
sin él, en la madreña, lo que se llamaba andar a la chancleta. Los carpines
estaban hechos con paño de color pardo, cubrían el tobillo y se abotonaban por
el lado externo. Para preservar del frío y la humedad, también se usaban las polainas, piezas de piel de oveja que se
ponían sobre las pantorrillas y se sujetaban con cuerdas o hebillas. Los
zapatos eran calzado de lujo. Como mucho se poseía un par para las fiestas y
las ceremonias. En algunos casos los zapatos y el traje de boda servían para
todas las fiestas de la vida de la persona, incluso para su mortaja.
Las madreñas
eran en Omaña casi una seña de identidad. En realidad fue un calzado utilizado en
todo el norte de la Península (en otros lugares llamadas almadreñas o galochas), pero no se concibe la imagen invernal de un omañés sin unas madreñas en sus pies Era la
mejor manera de llevar los pies calientes en invierno y de sortear la humedad o
el barro que abundaba en nuestros pueblos. Unas cuantas madreñas,
perfectamente pareadas, se veían a la entrada de las casas o de la iglesia. Todos
los miembros de la familia tenían sus madreñas,
por tanto, las había de todos los tamaños, perfectamente cinchadas, para que no
se abrieran, y calzadas con tacos de
goma o con clavos de hierro (herradas) en
los poyos o pies, para evitar el
desgaste.
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Madreñas cinchadas y con tacos de goma. MAR |
Los madreñeros del Valle Gordo fueron famosos en Omaña. Tallaban las madreñas en madera de abedul, árbol frecuente en la
zona, por su resistencia y su facilidad para ser trabajada. (En el Boletín de
la Asociación Cultural Omaña, nº 11, de mayo de 1994, aparece un magnífico artículo de José María Hidalgo, -Los últimos madreñeros de Omaña-, en el que habla del proceso de
elaboración de la madreña y de los
madreñeros omañeses más famosos).
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Amaro Calzada. Fasgar. Foto: José María Hidalgo |
Las
madreñas artesanas eran pequeñas
obras de arte por los dibujos que se labraban sobre la pechuga, más finos y elaborados en las usadas por las mujeres.
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Ilustración publicada en el artículo citado supra |
Las
gentes de Omaña las adquirían generalmente en las ferias del Castillo y de
Riello, y fueron durante muchas décadas la protección perfecta para los pies de
los omañeses.
Durante
un tiempo las madreñas convivieron con los
chanclos (invento posterior), un calzado de goma que permitía
introducir la zapatilla en el interior para tener los pies calientes, y con las botas de goma. Poco a poco, se fueron
arrinconando las madreñas en algún lugar
del corral o de la cuadra, aunque nunca se ha olvidado su uso del todo. Había que tener una cierta maña y estar
acostumbrados a usarlas para andar con
ellas con soltura. Cuando llegaba el verano ya
todos podían calzar alparagatas.
La
ropa que tenía cada persona era escasa. Una muda
de quita y pon para diario y un traje de vestir para cuando era necesario ponerse pincho.
Como se vestía frecuentemente de negro,
especialmente las mujeres, las prendas perdían color, se esmaltaban, y se volvían rajonas.
A veces presentaban también quemaduras superficiales, que podían inutilizar una prenda, porque se habían
esturado al lado del fuego. En
algunas ocasiones saltaban chispas al abrir la fornigüela de la cocina económica
o bilbaína para atizar y hacían pequeñas quemaduras en la ropa que
se llamaban raposas.
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Mantón de abrigo que está esmaltado y se ha quedado rajón por una cara.
Procede del Ariego de Arriba. Foto gentileza de María Dolores Rodil. |
Como
no había dinero para cambiar de ropa, con frecuencia esta se arremendaba, donde se había producido el esgarrón o se arreglaba de una manera más artística, añadiéndole más piezas de una forma simétrica. Este tipo de arreglo se llamaba remontar la prenda.
No era infrecuente que se le diera la vuelta para utilizar el tejido por el lado del revés, porque se mantenía más
nuevo. El mucho uso desgastaba tanto las prendas que terminaban estando muy rasinas y a punto de atazarse o romperse. En esos casos, o
cuando se producía un esgarrón y
aparecía un siete (o “cualquier otro número”), se repasaba o zurcía hasta que esa
operación era ya imposible. Quedaba solo
la solución de ponerle un
remiendo con otra tela lo más parecida posible. Esta operación se hacía
también con la ropa de cama. Resultaba desagradable dormir encima de una sábana
bajera que tenía una costura por la mitad, porque se habían unido dos piezas de
lienzo estrecho o porque tenía un remiendo. Aunque, eso sí, la costura era
perfecta, porque las mujeres sabían hacer buenos repulgos (así se llamaba también a los piropos).
Cuando
la prenda quedaba estrecha y arratigaba el cuerpo se trataba de enanchar utilizando la tela de las
costuras. En otras ocasiones, sobre todo, cuando era ropa “regalada”, había que estrecharla, si nos resultaba
grande, porque dentro de ella parecíamos sacos o falmegos. Había que
revisar bien la prenda para que no nos
pingara de algún lado y para que armara bien. Así
que a las mujeres se las veía
frecuentemente enfilando la auja. Y siempre quedaba la posibilidad
de teñirla para darle un aspecto
diferente. El agua de las hojas de aliso cocidas
se utilizaba para teñir, antes de que llegasen los tintes industriales. Y como
nada se tiraba, cuando una camisa o prenda similar ya no servía o estaba
deteriorada, se utilizaban las partes que se conservaban en mejor estado para
hacer mandiles, rodillas o rodeas. Recuerdo que las faldas de nuestros
uniformes del colegio de León terminaron usadas en la cocina para ese menester.
Era frecuente que la ropa se heredara, bien
de hermanos o de otros familiares mayores, en el caso de los niños, o bien de
otras personas fallecidas o que tenían más posibles, en el caso de los mayores.
A nuestra casa llegaba, en alguna ocasión, la ropa que una persona cercana
traía del extranjero, procedente de personas en cuyas casas servía, y que
repartía entre la familia. ¡Y la recibíamos como el mejor regalo!
Parte
de la ropa de abrigo se hacía con lana
de oveja, que antes de tejerla se había escarpenado
(carmenado), luego la rucada (cantidad de lana que se ponía de
una vez en la rueca para hilar) se había colocado en la rueca y,
posteriormente, se había filado, torcido, hecho un cadejo
(madeja) y después un gorgoto
(ovillo). Y así, preparada para tejer, se iba convirtiendo en chaquetas,
calcetines, bufandas… Estas prendas, tejidas con amor, eran poco amorosas, pues
tenían un tacto desagradable y picaban
en la piel, por ello, celebrábamos tener una prenda de carácter industrial que
nos resultara de tacto más agradable.
Los
calcitos y medias se tejían
utilizando cinco agujas llamadas subinas.
Con ellas se podía tejer la prenda en redondo, de forma que no tuviera
costuras. Con cuatro subinas se mantenía la forma redonda
–más bien cuadrada- y con la quinta se tejía haciendo par con alguna de las
otras cuatro. Con las agujas largas de hacer calceta se tricotaban las
chaquetas y jerséis.
En
la mayoría de las casas omañesas había una máquina de coser: una Singer, una
Alfa… Las más sencillas se movían a manivela y las más cómodas, con los pies.
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Máquina de coser de manievela.
Foto: Freeimages |
La
mayoría de las mujeres eran capaces de confeccionar prendas sencillas, ropa de cama y de poner remiendos. Cuando se
quería una prenda de confección más compleja se recurría a una modista, que
conocía el arte del corte y confección.
Algunas de ellas enseñaban los secretos del oficio a las mozas para que prepararan bien su futuro oficio de amas de
casa.
Había
que cuidar la ropa para que durara limpia toda la semana, pues, en general, la
gente se mudaba los domingos. Por eso
se reñía mucho a los niños cuando nos pingábamos
y nos caía un lamparón de grasa en
una prenda o nos manchábamos de otra forma. No era infrecuente que termináramos
entisnaos (entiznados) o encisnaos, si andábamos alrededor de la lumbre. Si la
suciedad era de otra procedencia, decían que andábamos encacinaos o teníamos cotra y nos dedicaban
los calificativos de puercos o gochos. Y, si estropeábamos mucho la ropa o el calzado, entonces éramos unos estrozones.
Había
también entre los adultos algún adán que no cuidaba mucho el aspecto físico.
Para este tipo de persona los calificativos eran numerosos: balandrán o malandrán, farocho, madejón, malandrina, mandrángolas... Si además la persona era poco cuidadosa en el vestir y en el hablar, se la
llamaba tambarón. Si
llevaban la camisa sin abotonar, se decía que andaban desapichalaus. Si iban mal vestidos, en el aspecto general, se
les llamaba esllandráus. La ropa arrugada tenía grullas o se decía que estaba arregrullada.
Los
que iban con vestimenta en mal estado se se decía que se vestían con farrapos, zarandajos o zamarrazos, por lo que eran unos esfarrapaus o farrapudos y parecían unos falampernos. Eran pura zarriería. Si a los harapos se añadía el
desaseo o el desaliño, las palabras zarrapastroso, esfaragachao o zafarrón aparecían también como calificativos en la fala omañesa (zafarrón designa también en Omaña a los hombres disfrazados del
carnaval tradicional).
Pero
también había personas muy pinchas, relambidas o de pitiminí que se empingorotaban
cuando tenían la posibilidad de hacerlo. Y si se adornaban en exceso para parecer de ringondangos (ringorrango) se decía que se emperejilaban. Por eso, la palabra perejila designaba a mujeres y niñas que se acicalaban con excesivo
esmero. La verdad es que las mujeres de los pueblos no tenían muchas posibilidades
de ser perejilas. Un poco de colorete en las mejillas, unas arracadas (o arrecadas) en las orejas, quizá un collar
de perlas y poco más. Los hombres podían llevar un reloj de bolsillo, algunos
con cadena y, los más, sin ella.
La
labor de lavar la ropa requería mucho tiempo y esfuerzo. Todo se lavaba a mano hasta que a finales de los 60 y
principio de los 70 empezó a llegar el
agua corriente a las casas y con ella las lavadoras automáticas. Hasta
entonces, armadas de taja o
tabla de lavar, de su cajón o bugadeiro para ponerse de rodillas y no mojarse, y un balde lleno de ropa, las
mujeres se encaminaban al lugar donde hacían la colada.
En el verano se lavaba
en el río o en alguna presa de riego o regacho.
En el invierno, se buscaba algún pozo con agua de manantial que estaba más
templada. Aun así, la tarea era especialmente dura, pues no había guantes de
goma y en las manos quedaban marcados los estragos del frío. Los pueblos que no
tenían río o arroyos contaban con lavaderos o pozos donde se realizaba esta
labor.
Como
la ropa solía estar bastante sucia, se ablandaba,
poniéndola algún tiempo a remojo, después se le daba la primera jabonadura y se tendía al verde para que le diera el sol. Se dejaba varias
horas, durante las cuales había que regarla varias veces, especialmente en
verano, para devolverle la humedad, y, posteriormente, se daba la segunda
jabonadura. Ese día, o al día siguiente,
se aclaraba y se torcía bien
para que secara antes. Era el centrifugado de la época.
Como la ropa de cama y la ropa interior eran
blancas, para devolverles su blancura original, se les añadía azulete en el último aclarado. A veces
había que dejar que las prendas pesadas escurrieran encima de alguna pared
antes de echarlas al balde de cinc que
las llevaría al tendal. Las mujeres
rivalizaban en el arte de saber lavar bien
y en la blancura de su ropa. Era curioso ver cómo las sábanas de lienzo moreno, que se
confeccionaban en casa, ,
a fuerza de lavaduras, iban perdiendo
su color oscuro y restrolucían de
blancas. En cambio, el lienzo blanco parece que daba peor resultado.
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Tendal.
Foto Pixabay |
El
jabón se elaboraba en casa con ingredientes naturales: tocino, sebo, grasa o aceite
usadas… que se mezclaban con sosa
caústica y agua. Se le añadían también unos polvos que llamaban jaboncillo para que diera más espuma. Se mezclaban todos los componentes en un cubo
grande. Se revolvía incesantemente con
un palo o tabla durante algunas horas hasta que la sosa disolviera la grasa.
Una vez transformado todo en una masa uniforme, se vertía en un molde alargado
de madera llamado jabonera. Se dejaba unos días y cuando estaba ya muy
sólida se cortaba en panales. Con
estos panales se lavaba hasta que ya estaban tan desgastados que solo quedaba una cala.
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Panal de jabón casero. Foto: MAR |
Un
arca y algún baúl servían para guardar toda la ropa de los miembros de una
familia. Hoy, en cambio, necesitamos poner contenedores en la calle para dejar
en ellos la ropa que desechamos en buen estado. Hemos pasado del auténtico
reciclaje doméstico, en que todo tenía utilidad, al reciclaje industrial, o
simplemente al hábito de usar y tirar.
En
los años 60, fueron llegando a las casas los roperos de color oscuro y de
chapa brillante. Para colgar en ellos
las prendas se hacían las perchas de forma artesanal. Por el contrario, nos fueron
dejando la lana doméstica, el lienzo, el
lino, la lona, la pana… y llegaron el
poliéster, el nailon, los tejidos acrílicos... Y todos
aprendimos una palabra extraña: tergal.
Palabra que parece que procede de la última sílaba de la palabra polyester y las primeras letras de galo, porque la empresa que lo
comercializó era francesa. Al menos las
planchas de hierro podían reposar un poco.
El tergal acabó con las sábanas de
lienzo llenas de festones y bodoques que, con tanto primor, habían bordado
nuestras madres y abuelas, y se encerraron para siempre en un baúl olvidado. El
tergal nos trajo también las faldas
plisadas de los años 60. Y el
entorno doméstico nos obligó también a aprender otras palabras novedosas: prexiglás, duralex… Eran los signos de
un tiempo imparable que incorporaba la vida silenciosa y apartada de los
pueblos de montaña a los modos de la vida urbana y a la “civilización”.
En
ese baúl de los recuerdos amarillos ha quedado parte de nuestro pasado, pero,
de vez en cuando, conviene abrirlo y sacarlo a la luz para
que su contenido no se apolille y se pierda para siempre.
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Cirilo y Celia en traje de domingo. Paladín, 1954.
Foto: MAR. Älbum familiar |
Nota: Mi agradecimiento a María Dolores Rodil Osorio y a José María Hidalgo Guerrero por la información y las fotografías que me han aportado.