domingo, 21 de enero de 2018

De mancaduras y encaños...



¿Mancástete? Te ponemos un encaño.

Entre las palabras que identifican al leonés, hay una inconfundible: mancarse. Porque los leoneses no nos hacemos daño o nos lastimamos, eso sería demasiado largo o fino, nosotros nos mancamos. Tampoco nos ponemos vendas o tiritas: nos encañamos. Las mancaduras leonesas son diversas y nos permiten tener un vocabulario muy rico y expresivo.




 Con frecuencia los  jostrazos, jostradas o jostrapadas son golpes que nos hacen medir el suelo con metros que quedan fuera de las matemáticas.  Parece que quisiéramos coger una liebre, que se esconde tras una panguada, arrastrándonos por el suelo. Unas veces caemos en tierra de forma accidental y otras, porque alguien con mala intención nos da un emburrión.

Las técnicas para medir el suelo pueden ser muy variadas. Con  tripadas, culadas, llombadas o lomadas, costaladas, ñalgadas, tumbonazos… Es fácil adivinar el tipo de cinta métrica que usaríamos en cada caso.  Podemos también medirlo  a morrazos o, cual elefantes o  sapos, a trompazos, sapadas.

Y si el suelo no está limpio el resultado será un guarrazo. Pero siempre es  mejor darse un guarrazo, aunque quedemos poco presentables,  que  partirse la crisma, escalabrarse o esnucarse. Si preferimos medir paredes, postes… entonces es preferible el cotazo o trancazo. Después de todo este ejercicio  gimnástico, posiblemente quedemos un tanto escogorciados.



En algunas ocasiones quedamos en equilibrio inestable, no llegamos al suelo, y la mancadura se convierte en  torcedura. Los pies también sufren sus propias penas.  Tras una larga caminata o un calzado inapropiado se quejan por sentirse aspeados o  por  presentar bojas, producto de las mancaduras.

Las piedras,  y las manos que las lanzan, pueden ser también nuestras enemigas.  Quizá  alguien decide acantiarnos y un buen  cantazo o pedrada seguro que nos produce  un renegral en la piel. Un morrillo que ruede sin control puede convertirse en  enemigo de nuestros pies que recibirán el morrillazo en un ay  y de no muy buena gana. Y las piedras también están presentes si alguien nos achuquina o nos estimpana contra una pared.

Las plantas  se convierten en algunas ocasiones en amenaza para nuestra integridad física. Si pasamos por entre vardascas, ramascos o jamascos, conoceremos bien lo que son vardascazos, ramascazos o jamascazos en nuestras piernas y brazos.  Y después de una quema en nuestros montes,  los garranchos y estaracos también pueden dejar señal visible en nuestra piel. Algunos, además, probaron  cuando eran niños las famosas  varas de mimbre  (brimbias) o de avellano, o recibieron un fuchacazo, con vara de roble, en sus espaldas o posaderas.

Los animales adquieren protagonismo en algunas de nuestras mancaduras: un gato que nos arresguña y nos produce un arañón,  un perro que nos da una mordilada,  un    un fínife o ganga  que, con sus picotazos,  nos adorna la piel con unos decorativos tortollos,  una abeja que nos deja de regalo su aguijón,  una avispa que nos deja su mordida,  las vacas acornionas que nos pueden clavar un cuerno o amenazarnos con una turriada, un gallo que, cual piqueta, cava  en nuestras piernas… Y la peor mancadura  de animales en la montaña leonesa sería ser alobanados o alobadados,  si, literalmente, nos metemos en la boca del lobo, aunque los lobos suelen preferir el rebaño al pastor.



El trabajo nos deja a veces sus  marcas. Por hacer un esfuerzo físico no ordinario nos podemos ganar en pago unas  burras en las manos,  burras que  las decoran con sus bojas transparentes.  En algunas ocasiones, con el añadido de las muñecas espalmadas o abiertas. El trabajar con ferrunchos, con frecuencia, puede provocar heridas, que son especialmente peligrosas porque suelen estar forroñosos. Y una madera que se astilla puede clavarnos una bresna en las manos.

La piel también puede ser agredida por el  fuego demasiado cercano, que nos abura y nos  provoca quemaduras; por el frío intenso,  que nos arfía y nos provoca empiñas,  por el roce, en el caso de las personas encamadas a las que se les forman encetaduras. Las escoceduras también pueden ser nuestras   acompañantes no deseadas. Las ortigas suelen ser inmisericordes con nuestra piel, si nos atrevemos a hacerles una caricia. Nos ortigan y nos agranotan la piel con un sarpollo y una  picadera muy desagradables.



Por despiste nuestro o ajeno, nos podemos encontrar con algún dedo entallado o entratallado por una puerta o por algo que nos cae encima.  Tanto si es dedo como si es deda, el dolor suele ser conocido por todos y también  la experiencia posterior de la uña renegrida y la caída de la misma.

¿Y qué decir si la mancadura es producto de un castigo o agresión? Nos pueden amenazar con soplarnos los mocos… ¡Bienvenida sea esa amenaza, porque nos evita usar moquero! Nos pueden agasajar con darnos algunos regalos frutales: unas guindas, un níspero, una castaña o un castañazo. O nos dan una panadera, que nos traerá  una galleta, una torta o un tortazo, si hacemos más méritoscon hule incluido. Y todo ello para tomarlo con una leche o para acompañar a la chuleta, a la carrillada o las sardinas de cinco rabos... Y también nos pueden proteger del frío con una guantada, un guantazo, una somanta...

 ¡A que cobras!, tampoco nos suena mal, aunque casi siempre sea una falsa promesa, que amenaza y no da. Zurrar la badana o la pandereta nos vuelven la piel más fina y, además, con acompañamiento  musical. Otras amenazas o actuaciones suenan peor: dar un sopapo, cachete, tunda, paliza, mosquilón, lamprazo, somanta, mandangas, ñalgadas, palestrina, tralla, tulipanda, torniscón, sornavirón tortazo, zurra, zurriagazo…  Y si nos andan con el culo, nos lo pueden redecorar  y ponerlo como un tomate  o calentarlo, si nos arrean candela. Y ya que nos han dado  candela, nos pueden después brear.



Peor sería aún si nos dan una camada o una tunda de palos y, dándonos tralla, nos parten los morros. O que nos estrellen contra el suelo o una pared. O que nos cojan por las gorjas, nos apescuecen, y estén a punto de añuesgarnos. Y lo más cruento de todo sería que nos comieran los hígados, el normal y el de repuesto. O que nos saltaran la tapa de los sesos. En esos casos, ya llegaríamos tarde con los  encaños

Después de haber sufrido cualquiera de las “averías” anteriores, nos podemos quedar espatarrados, espanzurrados, estingarrados, escalabrados, esmorrados, esgañados, esnucados, escadrilados… Esperemos que nos queden fuerzas todavía para   dar agraídos. Y si la cosa no es tan grave, nos podemos encontrar con  algún huevo o cuerno, producto de un coscorrón, con renegrales en el cuerpo o con heridas que necesiten un encaño.  Tendremos que vigilar para ver si la herida tiene buena encarnadura hasta que se forme la postilla. Si no hay herida, pero sí algún hueso o tendón que no está en su sitio, siempre podremos acudir  a un componedor o que nos pongan una bizma.

Pero si la matadura es  seria, el médico será nuestro mejor aliado, no vaya a ser que se nos salga por ella el alma piquiñina...


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miércoles, 17 de enero de 2018

Poner la guinda en el pastel


Expresiones relacionadas con la cocina VIII: postres



Después de haber preparado los utensilios para cocinar y haber elaborado jugosos primeros y segundos platos en artículos anteriores (al final aparecen los enlaces),  ahora vamos a hablar  del   postre:  a poner la guinda, para que la comida resulte más sabrosa y mejor presentada.



En una comida festiva es mejor no  pedir peras para postre, por si se las pedimos  al olmo, ni poner la manzana prohibida. Conviene  servir un pastel,  porque a nadie le amarga un dulce, aunque no sea la flor y nata del mejor postre. 

Para elaborar con mimo los dulces tenemos que dedicar el tiempo suficiente (¿no son buñuelos?), y no ahorrar en el coste de los ingredientes, porque el ahorro sería  como el chocolate del loro y el resultado podría convertirse en  un churro. De esta forma, terminaríamos pareciendo  el tonto de los pasteles dedicándonos a   vender miel al colmenero, mientras vemos  cómo otros se reparten el pastel sin contar con nosotros.



Si hay que  descubrir el pastel, hay que hacerlo con sumo cuidado, para que no sea una mala noticia que nos  den disfrazada  con azúcar o con queso, y nos deje cuajados. Es preferible hablar claro y llamar al pan, pan,  y al vino, vino, porque siempre se dijo que  las cosas debían ser  claras, y el chocolate espeso.  Además, nunca es  recomendable ser más dulce de lo que conviene y hacerse de miel, pues si somos excesivamente melosos parece que estamos haciendo unas gachas y, si hay que enfrentarse a un problema, con azúcar está peor. 

Para cocinar buenos  postres conviene evitar los momentos en que no está el horno para bollos, porque nos podemos armar un  bollo en la cabeza, especialmente si nos tomamos de postre  otro chocolate no comestible. Siempre es preciso seleccionar la masa, porque, si el pastel  es de  mala masa, un bollo basta

Pero, si el esfuerzo resulta excesivo, hay que perdonar el bollo por el coscorrón, salvo que nos apropiemos del esfuerzo ajeno y actuemos como ese que hace bollos que no se han cocido en su horno.



Es imprescindible  cocinar con tino y tranquilidad y estar a punto de caramelo, pues si estamos nerviosos como un flan, es posible que nos pasemos de rosca y el resultado sea un pestiño, aunque nos cueste la torta un pan. ¡Y ay de nosotros si encima nos lo pagan con una torta o una galleta!

Si los bollos no nos salen bien, porque estamos con la torrija, siempre podemos hacer la rosca de forma interesada. Quizá consigamos  turrón, porque lo que sí está claro es que no nos comeremos la rosca que estábamos preparando. Desde luego, cualquier postre dulce: pasteles, miel (sobre todo si es miel sobre hojuelas), bollos, roscas, pestiños…  nos lo vamos a comer como  rosquillas.

Si no somos melindrosos, como la dama de la almendra, podemos olvidarnos de los dulces y poner en la mesa unos frutos secos. Si se trata de nueces,  debemos cascarlas nosotros mismos, porque a nuestro pelo no le agradaría nada que le cascaran las nueces de otra persona. Comer  castañas también es una buena elección: asadas,  cocidas…  Y, sobre todo, las exquisitas marrón glacé.


En cambio, si no se comen, no nos gusta que algo resulte una castaña, ni que nos den para castañas, ni tener que sacar las castañas del fuego a alguien… Es un fruto sabroso, que no cansa, siempre que no pase de castaño oscuro o que las castañas o nueces vuelvan al cántaro sin apretarle a nadie la nuez. En definitiva, siempre que no haya que decir: ¡Vaya castaña!

Los postres no siempre van acompañados de  dulces palabras, salvo que estemos hablando de una luna de mielBrava mermelada se llama a un despropósito que, aunque sea una afrenta, nunca debe terminar con jarabe de palo. Es mejor que cualquier desencuentro acabe con jarabe de pico, a pesar de que las promesas no se vayan a cumplir, especialmente si el que se embarca en ello lo hace con poco bizcocho. 
 
Las frutas también pueden acompañar, como postre, a los pasteles. El que quiera fruta tendrá que subir al árbol y, si es fruta prohibida, la más apetecida, pero que el trepador no sea un soplaguindas porque, si sopla, la fruta se cae y se estropea. 

Cogida la fruta, hay que prepararse   para mondarla, pero en plan serio, porque si nos mondamos de risa nos podemos cortar.  Y si nos decidimos por las  naranjas, que sean las nuestras, y enteras, que no queremos medias naranjas ni naranjas de la China.


Si elegimos la pera, que sea una perita en dulce, pues no parece apropiado que al convidado  le demos para peras. Pero si elegimos peras al vino, quizá alguno termine hecho una uva, por eso es mejor catar el melón antes y comprobar la capacidad de resistencia de cada uno. Y si elegimos manzana, que no sea la manzana podrida o la de la discordia.

También podemos comernos unos  higos, una de las frutas más dulces, y   la que más connotaciones tiene en el ámbito del disfemismo. Pero, ¡no caerá esa breva! El que está en la higuera (quizá haya subido por eso de que el que quiera fruta tendrá que subir al árbol) está  ajeno a la realidad circundante, por eso no la estima en un higo, ni da un higo por ella. Es posible  que lo que  tenga alrededor no valga un higo, pero, si no baja  a tiempo del árbol, se va a quedar  tan arrugado como los  higos que le hacen compañía. 


Si aspiramos a tener una piel de melocotón, esa es la  fruta que debemos tomar, aunque a veces nos tenemos que conformar con la poco lustrosa piel de naranja. Y si elegimos las uvas, no seamos unos camuesos y   estemos  de mala uva mientras las comemos. 

A veces, se alarga tanto la sobremesa que   nos pueden dar las uvas de la medinoche, y no, precisamente, de segundo postre.  En una comida larga también se pueden generar discusiones, sobre todo, si se mezclan uvas con agraces o alguien está a por uvas o se dedica a mondar nísperos. Al final, todo suele terminar  en mucho ruido y pocas nueces.

Desde luego, hay que desembarazarse de los posibles melones que haya a nuestro lado en  la mesa que no sean comestibles, porque la conversación con ellos sería insustancial. Y mejor prescindir de  la cereza, porque son como los males, detrás de una vienen cincuenta.  También hay que  estar atentos para que no nos hagan   una pera, porque esta fruta se daña y,  dañada una pera, dañadas las compañeras, y  no comer  los nísperos, porque el que nísperos come y besa a una vieja, ni come ni besa. 

Y para postre, lo peor sería tener que compartir mesa aguantando  a algún maestro Ciruelo. Siempre suele aparecer alguno que se las da de café con leche y consigue darnos el té. Aunque no se sabe si es mejor aguantar al presumido, al inexperto yogurín o al pastelero que se acomoda a todo y pone la guinda en el pastel. También se puede cortar de cuajo la armonía de una comida, porque alguien, a los postres,  descubra algún pastel no comestible o porque quiera dárnoslo con queso.

Después de haber  servido la comida en bandeja y de haber comido como es menester, porque quien come mal, a la cara le sal(e),  nos retiramos a descansar con mucho cuajo, porque ya nadie va a pasar la bandeja.  Y, ya se sabe: comida  sin siesta, campana sin badajo. 

Otro día seguiremos, pues, aunque esta no se coma, no hemos colgado la galleta.




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La Recolusa de Mar por Margarita Alvarez se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.