martes, 15 de junio de 2021

La comida tradicional omañesa (I)

 

De la pota al plato: Los productos de la tierra

 

 


Huerta en Paladín, a principios de verano. Foto: MAR

 

En un artículo anterior (Del pote a la pota) escribía sobre los recipientes y utensilios de cocina, en este  voy a llenarlos de comida. Pero no de la comida actual, sino de aquella que se comía en los pueblos de Omaña en las décadas centrales del siglo pasado. Comenzaré hablando de los alimentos que venían de la tierra: las hortalizas, las legumbres, el pan… En artículos posteriores escribiré sobre los productos de la matanza, los relacionados con la leche y los procedentes de  las aves de corral, son olvidarme, por supuesto, de los cuchiflitos o cuchifritos. En todos los casos procuraré usar las palabras de la fala omañesa con las que se denominaban esos productos o su manipulación (estas palabras aparecen escritas en cursiva).

La comida de los omañeses siempre fue sencilla y la forma de alimentación estaba relacionada con las actividades y los ciclos agrícolas. En general, estaba supeditaba a la economía de autoconsumo, es decir, a los productos que se cultivaban y a la carne de los animales que se cebaban en casa. Los alimentos básicos eran las patatas y el pan, acompañados de productos de la matanza.

La alimentación a lo largo del año  cambiaba al compás de las estaciones, aunque las patatas siempre estaban presentes, solas o acompañadas, y se podían tomar en la comida y en la cena, y, a veces, incluso en el desayuno. Unas veces se comían solas: eran  los cachelos o patatas viudas, otras veces se guisaban con un puñao de arroz, con bacalo, con costillas… Y frecuentemente acompañaban a las verduras o legumbres de la comida del mediodía.

 Por la noche se solían comer sin acompañamiento, generalmente sazonadas con sebo, que se fundía en la sartén y producía un olor desagradable. Poco a poco el sebo  se fue sustituyendo por aceite. Primero, por aceite de soja, que era más asequible en el precio y que tampoco olía demasiado  bien, y luego, por el de girasol u otras semillas. El de oliva, solamente se usaba, de forma esporádica,  para guisos especiales y en algunas casas no se compraba nunca por su precio más elevado.  Había toda una cultura sobre la forma de usar las patatas en la alimentación. Por ejemplo, sobre la forma de cortarlas en trozos antes de cocinarlas. No bastaba cortar con un cuchillo, sino que además de cortar había que escacharlas, es decir,   el corte debía provocar un sonido como de algo que rompe. Así el interior de la patata liberaba toda su esencia…

Cuando no había leche para almorzar (así se llamaba al desayuno), porque las vacas no siempre podían muñirse, también se guisaban patatas para el desayuno, al menos para la gente mayor. Para ello, el ama de casa debía  ser más madrugadora que el resto de la familia  para encender la cocina y preparar el guiso. Los niños tenían el privilegio de poder sustituirlas en el desayuno por chocolate  (o cacao), hecho con agua.   En resumidas cuentas,  las patatas estaban presentes en las tres  comidas fundamentales del día, por ello aquel dicho: "Por la mañana patatas, al mediodía patatolas y por la noche patatas solas".   

Las patatas se comían todo el año. Se sacaban en  octubre, y  siempre se estiraban hasta la cosecha siguiente. Las que excedían del gasto del consumo doméstico se vendían. Era uno de los ingresos importantes de la agricultura omañesa, por eso, entre las familias, se hablaba de los carros que había recogido o vendido cada una.  Las patatas del Valle Gordo eran famosas por su calidad. Desde los pueblos de la Omaña Baja se iban a buscar o a intercambiar para simiente, pues en estos pueblos también era un cultivo general y que se producía con facilidad. Una vez sacadas de la tierra en la otoñada, se guardaban en la patatera  o el cuarto bajo, un lugar fresco y oscuro, pero a resguardo de las heladas, y que facilitaba su conservación. En ese lugar solían estar también las paneras,  las  tinas o tinos  y los  escriños donde se guardaba el cereal. (Un tino era una especie de cuba  muy grande, construida con tablillas en que se  guardaban  cereales. Cuando era de tamaño más pequeño se le llamaba tina. El escriño era una especie de cesta grande circular  tejida de paja y  de varas de palero. Se usaba para guardar harina, legumbres…).  Las patatas no  había que moverlas de lugar para que no se pusieran negras, pero con la llegada del calor de la primavera echaban guijos que había que quitar y. para ello sí había que limpiarlas y cambiarlas de sitio, siempre muy amodín.  Se iban arrugando a medida que pasaban los meses, pero no perdían su buen sabor. Y si se metían en agua, una vez peladas, se rehidrataban y recuperaban parte de su consistencia. Cuando aparecían las nuevas en agosto, las viejas se usaban para cocerlas y las nuevas para freír. Sin embargo, la modernidad trajo también un producto conservante que se añadía a las patatas en la patatera y conseguía el “milagro” de que conservaran su buen aspecto hasta la llegada de las tempranas. También a Omaña habían llegado definitivamente los polvos de  la química.

Las patatas se sembraban en el mes de mayo. Había que escoger bien las piezas, de forma que   tuvieran en la superficie  unos pequeños  hoyos por los que pudieran germinar los guijos, brotes  de los que luego saldría la planta de la patata. Una patata de piel totalmente lisa no servía para simiente. Cada patata se cortaba para la siembra en dos o tres trozos, cada uno con, al menos, un guijo, y se echaban en el surco a la distancia conveniente para que las plantas pudieran crecer bien. Según datos de Adolfo Díez Muñiz, doctor de Historia, de Carrizal de Luna, en 1945 llegó a Omaña el escarabajo, lo cual provocó preocupación y desconcierto entre los labradores. Inicialmente trataron de recoger los escarabajos manualmente, y así, un día a la semana cada uno recogía los de su finca y después los quemaban de forma comunitaria. Posteriormente usaron arsénico y por no conocer la manipulación correcta de este producto, parece que provocó muertes en otros animales. Años después llegó insecticida adecuado, que la gente llamaba el sulfato, que era un producto en polvo. Las mujeres, que eran las que solían hacer la labor de sulfatar, se las ingeniaban para usar algún artilugio que les facilitara el trabajo y para que no desperdiciara el producto. Generalmente se usaba una media que permitía espolvorear el producto encima de la planta, bien con un bote, en cuya boca se ponía la media o  con un palo en forma de forqueta que se colocaba dentro de la media, para que esta tuviera más superficie por donde pudiera espolvorearse el sulfato. . A pesar de ello todavía quedaban personas que iban planta por planta recogiendo los bichos y matándolos después. Décadas más tarde llegarían las sulfatadoras manuales en las que se usaba un insecticida disuelto en agua. Cuando ya había que cargar con varios litros de agua a la espalda, fueron los hombres los encargados de realizar este trabajo.

 A las patatas se les daban dos o tres regaduras durante el verano, cuando se veía que la hoja empezaba a estar mareada. Y cuando comenzaba a  amarillear la rama y secarse, la patata podía empezar a sacarse. ¡Qué sabrosas nos sabían  aquellas patatas que sacábamos de la tierra arrancando una rama a principios del otoño y que asábamos en las brasas de la lumbre que encendíamos en los prados mientras guardábamos las vacas! No necesitaban ningún guiso especial. Era la patata en su propia esencia. Donde hay mata hay patata, dice el refrán, sin embargo, los labradores omañeses a veces desconfiaban de que el vicio de las ramas se correspondiera con la riqueza del tubérculo, pero, en realidad, pocas veces se quedaban decepcionados.

La comida habitual del invierno eran las berzas (la berza en enero es carnero), los (a)fréjoles secos, las habas y los garbanzos. Las berzas, que no repollos, se comían varios días a la semana. Se decía que  había que untarlas, o sea, añadirles productos de la matanza para  que tuvieran grasa y  al cocer no quedaran llandias (duras y sin sustancia). Otra comida que tenía también gran presencia en la mesa omañesa eran las legumbres. La legumbre que se consideraba más fina y estimada eran los garbanzos, llamados también cucos o garigolos. Con ellos, unos cachelos de patata y su acompañamiento (chorizo, tocino, pata, oreja, morcilla…) se elaborada el exquisito cocido omañés. Y todos los que éramos niños entonces tuvimos siempre muy claro qué era aquello del garbanzo negro, ese garbanzo verde que cambiaba de color al cocer. Más tarde aprenderíamos que podía haber también garbanzos negros fuera del pote.


Cocido omañés elaborado en el restaurante Villamor de Riello

 La noche anterior había que escoger las legumbres. Se trataba  de quitar los granos de cereales o alguna pequeña piedra que hubiera llegado desde la era, al majarlas. Además de los garbanzos, también se comían  habas y  fréjoles secos. De las habas se cultivaban  dos variedades: las blancas y las rajonas, que eran de color marrón. Estas últimas añadían  un  color  oscuro  al caldo, similar al de los fréjoles secos. Pero estos últimos  tienen una piel desagradable, mientras las habas o alubias tienen una  textura más fina. Y poco a poco empezaron a incorporarse las lentejas que se cultivaban en algunas casas  para consumo familiar, aunque no eran un cultivo tradicional.

 En verano, la comida más recurrente  eran los (a)fréjoles, que se recogían a diario del frejolar  y se llevaban a casa en el mandil (un mandilao podía ser la medida adecuada para las necesidades de la familia). También se llevaban de la huerta las lechugas,  los tomates,  los pimientos y alguna que otra verdura. Las lechugas se solían sembrar en medio de la remolacha forrajera, pues los dos cultivos amecían bien.  Los pimientos a veces  se cocían al mismo tiempo que los fréjoles y luego se sacaban y se preparaban en ensalada con la lechuga y los tomates. Posteriormente se fueron introduciendo otras verduras: zanahorias, calabacines, acelgas… En todas las casas  se recogían ajos y cebollas para el consumo anual. Con ellos se hacían riestras, que, cual trenzas artesanales,  se colgaban en los varales o de alguna punta dispuesta para tal fin. Del campo se recogían y comían en primavera las acederas, bien en ensalada o bien masticadas las hojas al natural. En los pueblos en que había arroyos se podían recoger también los berros que se tomaban en ensalada. Parecidos a ellos eran los frailes (canónigos) que en general no se comían.

Para elaborar comidas y cenas  los productos que se compraban, ya que  no se producían en la tierra, eran fideos y arroz. Alrededor de 1970 se empezaron a introducir otros tipos de pasta.

En la comida de mediodía, llamada  cocido o pote de forma genérica, se incorporaban los productos curados procedentes del cerdo, que constituían la ración. Se trataba de huesos con restos de carne, morcilla, chorizo de callo o sabadiego, costilla, espinazo,  llosco, androya, tocino, pata, oreja… Eran el acompañamiento habitual tanto para la berza como para las legumbres. Cada miembro de la familia recibía una pequeña (con frecuencia, muy pequeña)  ración de estas carnes. Las cenas de las personas mayores, con cierta frecuencia, eran las sopas de ajo que se hacían en un cazuelo de barro. Se llenaba el cazuelo de pan cortado en rebanadas muy  finas  y sobre ellas se echaba el caldo que se elaboraba en pota o cazo  aparte, con agua, ajos machacados, pimentón y sal. Raramente llevaban otros añadidos.

 

El pan


Casa Forno de Murias de Ponjos. Restaurada en 2019. Foto: Roberto Melcón


Otro elemento básico en la alimentación era el pan. El pan se hacía en casa o en un horno colectivo, y el oficio de amasar era todo un arte. En los últimos 50 años, los omañeses, en general, han comido pan de trigo, no así en la primera mitad del siglo en que era más habitual el pan de centeno. La harina se ponía en la masera con agua y sal. Allí se amasaba añadiéndole el hurmiento o furmientu, que era un poco de masa que se había guardado de un amasado anterior y que servía para activar la masa del nuevo amasado a modo de levadura. El hurmiento era algo que se pedía prestado y que iba de casa en casa. El último que amasaba guardaba en una pequeña cazuela de barro un poco de masa para el que hiciera el siguiente amasado. Una vez trabajada la masa de este, se dejaba reposar hasta que se viniera el pan, se hacían las huguazas (hogazas)  y se metía al horno, una vez que se había calentado lo suficiente (se había arrojao o arroisado), con la pala de madera. Además de las hogazas ordinarias, se hacía una empanada especial, la pica, rellena con tocino y chorizo, que se comía antes que el resto del amasado. Con las raspaduras de la masera se elaboraba el bollo rallón, un pequeño bollo de masa más apelmazada, que hacía las delicias de los niños. En cada amasado se solían hacer entre diez y quince piezas, que duraban para unas dos semanas. El día que se amasa se farta la casa. Aquel corrusco de la encetadura de una hogaza nos sabía a gloria bendita,  incluso si era un rebojo ya duro.




En los pueblos "del alto" (o del Campo) del Ayuntamiento de Soto y Amío se cultivaba el trigo con facilidad. Las personas que contaban con cosecha de trigo tenían que molerlo para poder elaborar el pan. Como no todos los molinos que había en los pueblos omañeses cernían el trigo (solía molerse centeno), a veces había que acudir a otros más lejanos. Desde mi pueblo, Paladín,  era necesario acudir al molino de Santa María de Ordás o al de San Martín de la Falamosa. El burro llevaba la quilma con el grano o la harina y el dueño hacía el camino andando, lo que suponía caminatas de muchos kilómetros. El pago al molinero se hacía en forma de maquila. Andando el tiempo se dejó de amasar en casa y se empezó a comprar el pan a los panaderos que lo vendían de forma ambulante por los pueblos.  En mi casa se  hacía un trueque con Olegario, el panadero de La Grandilla: entregábamos el trigo a cambio de pan ya elaborado. 

En esta tierra no se concebía una buena alimentación en la que no estuviera presente el pan. Con harina de trigo o maíz disuelta en leche y cocida unos minutos, se elaboraban también las papas para el desayuno.  En algunas ocasiones se tostaba previamente sobre la chapa de la  cocina, especialmente si era para alimentar a bebés.


Y cerramos este apartado relambiéndonos de gusto, mientras  llegan las nuevas entregas que complementarán la alimentación de los  omañeses  con los productos procedentes de  los animales.


Licencia Creative Commons
La Recolusa de Mar por Margarita Alvarez se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.