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miércoles, 24 de julio de 2024

De colorido leonés. Y tú, ¿qué lengua hablas?

 

Artículo  publicado en la revista La Curuja de Noceda del Bierzo en el número de julio de  2024

  De colorido leonés

                                                       

Y tú, ¿qué lengua hablas? Si quieres responderme, es posible que me contestes,  con total seguridad: Yo hablo castellano o español. Y probablemente es  verdad, pero solo una verdad a medias, porque yo, que soy también una lengua milenaria, estoy ahí, a tu lado, agazapada bajo tu castellano, y en cualquier momento afloro a la superficie y pongo un color especial lleno de musicalidad   en tu forma de hablar. Yo soy la lengua leonesa, eso que ahora muchos llaman llionés. En realidad lo que tú  hablas es un castellano “leonesizado”, del que a veces no eres consciente.  Pero, aunque no lo sepas, ahí estoy, como fiel compañera, ayudándote a ver el mundo con ojos leoneses.  Te enseño a medir el tiempo por ratines o minutines, las cantidades por pizquinas, si son pequeñas, o abondo,  a embute,   a esgaya o bien d´ello, si son muy abundantes. Te ayudo a repartir besines, que yo revisto de especial cariño…


Incluso cargo de afecto las palabras bobín y bobina, porque mis auténticos bobos  son los fatos; mis atolondrados, los tolos o tarolos, y mis pillos son los  alipendes o pillabanes. Mis niños se llaman guajes o rapaces y mis adolescentes, mocinas. Y mis heridas son mancaduras que recubres con encaños hasta que se formen las  postillasY,  como los leoneses sois personas que queréis aprovechar el tiempo,  aguantáis para volver luego, que no es después, sino pronto. ¡Y quisió cuántos cientos o miles de  palabras que, ensin más ni más, vas introduciendo en ese castellano tuyo peculiar, porque la mayoría de los achiperres que tienes alrededor tienen nombre leonés! ¡Cuánto me presta seguir oyendo esas palabras que siempre he puesto a tu disposición!


Yo soy esa lengua leonesa que, como el castellano  y otras, procedemos del latín, pero que las vicisitudes históricas han hecho que a ellas  siempre se les haya dado la consideración de lenguas,  que a mí  me han negado durante siglos. Y eso que soy más antigua que mis hermanas. Pémeque algunos estudiosos incluso me consideran un dialecto del castellano  o una forma paleta de hablarlo.  Nada más lejos de la realidad. Decía Unamuno: “Nadie aprendería nada de su propia experiencia, si no tuviera a la vista el diccionario de la experiencia ajena, el lenguaje. Nadie distinguiría los síntomas de la Naturaleza, sino gracias a los nombres que les hemos puesto”.


A ti que has nacido   en las montañas del noroeste de León (Bierzo Alto, Laciana, Babia, Omaña…), yo, tu lengua leonesa, te regalo un montón de palabras para que distingas bien los signos de esa  naturaleza  exuberante en que te mueves. Palabras  que nos hablan de los cambios que se producen, a lo largo del año, en ese entorno en que vives o  palabras que nos hablan de sentimientos relacionados con él. En esta carta que te escribo  solo puedo recordarte algunas. Por ejemplo, las  “palabras de nieve”, porque la nieve forma parte de tu forma de vivir y de ser leonés.


Ahí van algunas. Si caen falampos o simplemente unas farraspinas  echas mano de las madreñas una vez que, a fuerza de espaliar, has abierto una buelga y puedes afullancar a través de la nieve, si alguna trabe no te lo impide. Si la nieve está muy seca, la llamas fallusca y la enterrentas para que llegue antes el desnevio. Y cuando el día está de blandura, los ríos crecen  y se produce una llena, porque baja  una tangada de agua.  Si hay mucha friura y te mantienes  albentestate del abesedo se te arfía la cara, especialmente si por la noche ha caído una fuerte pelona. Aún en la primavera  nos podemos encontrar con muchos días gafos  de marzadas en que el aire bufa. Y qué decir de los ñuberus o reñuberus, esos espíritus de las nubes ─que no tormentas, puesto que  en León vien la nube─ que nos asustan  con sus  fuertes tronidos y temibles colubrinas. Y caminando hacia la otoñada verás cómo se marea la hoja en los árboles y, al tiempo que recogemos los frutos, nos preparamos para los magostos que son una buena forma de defendernos de esa niebla, poco densa, que empieza a bajar al valle  y para la que te regalo otra palabra leonesa: calabrina. ¡Qué  mengua se produciría en tu capacidad de expresión si olvidaras todos estos matices y las palabras que los nombran! Conocer distintas lenguas siempre enriquece.


 No me olvides, no me desprecies, no me consideres inferior.  No me conviertas en una lengua extinguida, como esas veinticinco que desaparecen cada año en el mundo.  Siéntete orgulloso, porque no soy una modalidad lingüística inferior. No soy chapurriau, como algunas de  las gentes de la montaña  llaman, de forma un tanto despectiva, a esa forma de hablar que mezcla los dos idiomas. Para cada hablante, independientemente de la importancia social que se dé a su lengua,  su forma de hablar es la más importante del mundo, porque es su forma de percibir la realidad, de pensar  y de expresarse. Y de dejar huella para la posteridad. Por este motivo es una tragedia cultural el hecho de  que una lengua desaparezca.


Yo, tu lengua leonesa, estoy ahí: en tu pensamiento, en lo que dices y en lo que oyes, y en todo aquello que te rodea. Cuando  expresas la intensidad de un sentimiento con interjecciones  como hospe, home,  meca… estás usando la  lengua leonesa. Y cuando lo haces  con gestos, también pongo a tu disposición unas cuantas palabras para llamar a cada uno: gayolas, esparavanes, esparajismos, licuelas, cigañuelas…Todas estas palabras, muy expresivas, presentan una gran variedad de matices.


 Cada día, desde que ves la luz de la amanecida  hasta que contemplas   las rubianas del ocaso, aunque no seas consciente, yo, tu lengua leonesa, tiño  varias veces  tu mente o  tu habla  de colorido granate. Solo con que me reconozcas alguna vez, ya me siento agradecida  y afalagada. ¡Y viva!


Margarita Álvarez Rodríguez, filóloga







                 

viernes, 11 de febrero de 2022

Ser en la vida árbol

Omaña es tierra de árboles: de ribera y de montaña.

A esos árboles, que nos miran desde arriba, va dedicado este artículo.


Es verdad que la vida nos tiene señalados destinos de los que no podemos apartarnos. A otros les ha tocado ser casa, camino, carro… A mí me ha tocado ser árbol. Los árboles somos unos seres especiales. Estamos llamados a ver la vida desde arriba. Dicen que somos imprescindibles, porque generamos oxígeno, reducimos la erosión del suelo, producimos madera para los usos más diversos: nos convertimos en vigas, en cajas,  en muebles, en puentes… Calentamos las casas…  Somos seres importantes.

Servimos de cobijo para las personas. Para esa  que busca una sombra en un día de verano de gran calorina o  para esa otra que ha sido sorprendida sin tapadura y se resguarda de la lluvia… Servimos de  casa para los pájaros, pues  en nuestras ramas cuelgan los  nidos en  que habitan de marzo a julio.  En ellos ponen los huevos y los guaran,  en ellos cuidan a  sus hijos… Ya lo dice la retahíla: Marzo ñalarzo; abril, gogueril; mayo, pajarayo; en san Juan volarán y en santa Marina se buscarán la vida. Los árboles  somos altavoces de un maravilloso coro cuyas voces son   el piar y los cantaridos de  lavanderas, forines, pardales, pegas, aviones… Solo  hay uno que desentona porque elige la noche y su canto es desagradable: la cabrallouca. Y a veces  el protagonista de  una música no tan agradable  es  el bufido  del viento que mueve nuestras ramas y las hace también danzar  a su paso.   

El Escobio, Trascastro de Luna. Foto: MAR

Yo soy no un árbol cualquiera. Mi destino me ha hecho  ser chopo. Por serlo soy un árbol espigado, y eso ha sido una suerte, pues puedo sobresalir por encima de los demás y ver cómo se desarrolla su vida. Solamente pueden ver por encima de mí los que están situados en las laderas. Esos juegan con ventaja: son pinos, robles, abedules… Pero pocos son más altos  que  yo. Yo  crezco en el valle, soy de ribera, aunque también podría hacerlo en otro lugar que no fuera excesivamente seco.

Soy un chopo del país, por eso ya empiezo a ser viejo. No sé con certeza los años que tengo, pero ya he superado con creces el medio siglo. He tenido la fortuna de no ser cortado para madera. Mi suerte ha estado ligada al hecho de que los dueños de la finca donde vivo hace años que se ausentaron del lugar y creo que ni siquiera saben de mi existencia. Y también a mi aspecto. Hace mucho, mucho tiempo que fui plantado aquí, cuando era un chopo pequeño y delgado, una simple planta (de chopo), pues  así llamaban en el lugar  a los chopos nuevos destinados a ser plantados.

Durante años una mano amiga me fue podando para que creciera fuerte y robusto. Cuando ya me hice grande, cada dos o tres años, contemplaba cómo un hombre muy ágil trepaba por mi tronco de rama en rama, con la agilidad de una ardilla, hasta que llegaba a lo más alto. Entonces se agarraba con una sola mano y con la otra empuñaba una macheta que había subido  consigo colgada de las hebillas del pantalón, y empezaba a cortar mis ramas de arriba abajo. Este trabajo se hacía en otoño para conseguir  los llamados fuyacos o fiacos. Con  las ramas llenas de hojas que me arrebataban,  alimentaban a las ovejas y cabras cuando, en invierno, no podían salir al monte. Tanta poda continuada me ha hecho más fuerte, pero ha dejado cicatrices  en mi piel, que son  los nudos que se ven en mi tronco. Dicen  los hermanos que son como yo  que nosotros somos muy resistentes, más que esos otros chopos adoptivos  que veo cerca  y que llaman canadienses. Esos crecen muy rápidos y tienen mejor aspecto, pero su madera es poco consistente. Tienen buena fachada, pero hechos  engañosos… En los últimos años los vientos huracanados de otoño e invierno han arrancado varios  y he sufrido mucho al verlos con sus hojas llorosas pegadas al suelo y con sus raíces impúdicamente al descubierto. Es verdad que algunos de  mi generación  también han sido derribados, pero esos lo han sido porque la vejez les ha ido quitando fortaleza y, a veces, la vida.

Chopos de  tipo canadiense arrancados por un vendaval. Foto:MAR 

A vista de chopo, veo todo lo que me rodea y cómo ha ido cambiando el paisaje a lo largo de los años. Antes los chopos formábamos parte de los cierros (sebes)  o de los riberos que había a las orillas de una presa, de un arroyo o del río. Éramos más solitarios y teníamos más personalidad. No solíamos formar parte de  choperas, como las actuales,  donde están colocados todos en filas  rectas y a una distancia determinada. ¡Parece que han perdido su personalidad!  En el pasado, los labradores de nuestra tierra necesitaban cultivar las linares y huertas.  En ellas sembraban patatas, remolacha y otros sementijos para autoabastecimiento  y venta.  También  cuidaban los prados para que produjeran hierba para alimentar  el ganado. Por estos motivos  raramente  se hacían plantaciones de chopos en las tierras y praderíos. Había  vecinos que, para  conseguir tener algunos  chopos de su propiedad, los plantaban  en los comunales y los  marcaban en el tronco con sus iniciales.  Ahora, en cambio, tengo muchísimos hermanos, a algunos les puedo dar la mano, incluso abrazarlos con las ramas cuando el viento nos bambolea. A medida  que los pueblos se han quedado solitarios y silenciosos nosotros hemos aumentado en número. Formamos bosques de ribera que en ocasiones ocultamos casi los pueblos.  Y la regla es inversamente proporcional: más población vegetal, menos población humana. Donde antes había fértiles bagos  sembrados con distintos frutos ahora la tierra se ha convertido en improductiva bajo nuestra sombra y sobre nuestras raíces. 

He oído que ya no hay gente que cultive las tierras, que los que viven en estos pueblos  están jubilados o se dedican a la ganadería y tanto estos como los que se han ido han creído que los chopos somos el mejor "cultivo". Pero nos plantan para cortarnos y hacernos madera, por eso, cualquier día podemos ver con desolación cómo una sierra y un camión se acercan a una de nuestras plantaciones y derriban a muchos hermanos. En su lugar quedarán  los tueros, que tratarán  de revivir en la primavera  siguiente. En otros casos vemos levantarse nuevas plantaciones y nos alegramos, y hasta  queremos proteger a esos recién nacidos, sin darnos cuenta de que nuestra sombra protectora los perjudica…

Paladín. Foto: MAR

Los chopos hemos sido un elemento fundamental en la construcción de muchas casas omañesas. Nuestra longitud ha permitido que nos convirtamos en vigas que atraviesan las casas de una pared a otra, en estructuras de pisos y armantes. Y en forma de tablas hemos sustentado las tejas…  Pero ahora dicen que nuestra madera es poco valorada y  el principal destino es  transformarnos en aglomerado o pasta de papel. 

Nuestra familia es muy extensa. Compartimos espacio en las riberas del río con otros muchos árboles. Si me agacho un poco veo la copa de los alisos. Algunos son altos, pero no logran superarme. Son árboles muy abundantes en Omaña. Su madera, de color oscuro, es poco apreciada. Sus hojas son parecidas a las mías, de un verde más intenso. Yo he visto cómo hace muchas décadas se cortaban cortezas de su tronco que usaban las mujeres para teñir la ropa de negro. Pero, de vez en cuando un machao, tronzador o  sierra asesina también deciden convertirlos en leña.

Aliso sobre el río Omaña. La Omañuela. Foto: MAR

A los chopos, lo mismo que a los alisos,  nos gusta reflejarnos en las aguas del río, especialmente  en otoño, a la caída de la tarde. Entonces trasladamos al agua el color amarillo de nuestras hojas y la teñimos de oro.   Cuando alguien se para a observar ese reflejo notamos que su mirada absorta queda prendida en la belleza que contempla. Según la estación del año modificamos el cuadro impresionista, pero el resultado es siempre guapo. En verano, mis ramas verdes abanican el agua y en invierno esta me devuelve la imagen de mis ramas desnudas y ansiosas de  primavera.  Y siempre el espejo del agua nos multiplica: árboles que miramos al agua y árboles que nos miran desde el agua.


Tristemente cuando se producen grandes llenas alguno de nosotros ve cómo el río foza en nuestras raíces y consigue arrancarnos y arrastrarnos. Entonces, de  forma inesperada y violenta, nos convertimos en leña. (Hace décadas, acabadas las riadas, las Juntas Vecinales  subastaban la leña que había quedado en término del pueblo. Ahora es la Confederación Hidrográfica del Duero  la que realiza la limpieza del río).

Cerca también puedo ver cómo  asoma la cabeza algún  fresno, con sus hojas más finas que la nuestras. ¡Cuántas veces he observado que los labradores acudían a él para coger una vara que les sirviera para hacer una ijada o simplemente para apoyarse para caminar por el campo! 

Allí, no muy lejos sé que viven algunas cerezales. Hay tres momentos del año en que su visión no se me puede despistar. En primavera, mientras nosotros echamos la hoja que va cubriendo nuestras ramas de verde, ellas se llenan de flores y desde aquí arriba contemplo las estampas de pequeños jardines que van formando en los prados. En julio, entre sus hojas verdes, aparecen sus arracadas rojas. Son cerezas silvestres, pero que siempre han sido muy golosas. He oído pasar a gente que decía: Vamos a cerezas. Y más tarde los veía volver con unas cuantas ramas en que se apreciaban esos lunares rojos o negros  entre la hoja. Ya saben que en julio sufren estas pequeñas mutilaciones, pero se sienten felices de poner un poco del dulzor (a veces más bien amargor) de su fruta en el paladar de los labradores que están en pleno proceso de recogida de la hierba. Más cerca del pueblo hay algunas cerezales cultivadas. Esas dan productos de mejor calidad, cerezas de alforja o rojas, y están más cuidadas. Otro momento en que las cerezales brillan de forma especial es el otoño. El color rojo de sus hojas parece que las convierte en llamas en medio del paisaje otoñal.

Cerezales en otoño y en primavera. Foto: MAR

Si tiendo la vista hacia los prados que me rodean  veo los cierros  en que abundan las paleras y los salgueros.  Muchos fueron en su origen solo fincones en que se ataban ramas con bilortos  para hacer las sebes vegetales. En otra época he visto a gente andar a varas y llevarlas a brazaos. Entretejiéndolas,  los hombres elaboraban las cestas que en una casa de campo eran útiles para transportar cualquier cosa: patatas, nabos, leña… Pero su destino fundamental es convertirlos en leña para atizar, por eso son podados con frecuencia y su aspecto es más bien rechoncho, aunque sus hojas sean estrechas y largas.

Si dirijo la vista hacia el pueblo veo  nogales y otros árboles frutales. Las nogales (femenino en leonés, como la mayoría de los frutales) llaman la atención por sus copas redondeadas. He oído decir que son los árboles  perfectos para dar sombra en verano. Son  muy estimados por su valiosa madera y por sus frutos: las nueces de Omaña, que  tienen un sabor y una calidad especial. El mes de octubre era el  mes de la recolección, se vareaban y, una vez quitado el conjo que manchaba las manos de color negro, se asoleban varios días antes de recogerlas. Y hablo en pasado porque desde hace años las nogales dan pocas nueces. Las fuertes pelonas las dañan con frecuencia, además, como apenas hay gente que pueda realizar el vareo, los lugareños se conforman con recoger las que caen al suelo.

Nogales  vestidas de otoño en La Utrera. Foto MAR

Cerca de los pueblos, en las huertas hay también árboles  frutales: las perales, los manzales, las brunales… En el mes de abril brillan las flores blancas de las perales y las sonrosadas de los manzanales… A lo largo del verano vemos cómo crece la fruta, salvo que esté  cocosa o dañada  y se caiga antes de madurar. A principios de otoño la vemos brillar con su color amarillento o encarnado… Hasta me llega el aroma inconfundible de las manzanas… Es verdad que los frutales han ido disminuyendo por falta de cuidados, de fumigaciones y podas o por enfermedades como el fuego bacteriano que obligó a arrancar muchas perales. Hace años también vimos desaparecer a los negrillos, esos árboles, llamados olmos en otros lugares,  de madera muy dura, pero  que terminaron sucumbiendo a la grafiosis. Han renacido algunos, pero hoy apenas puedo localizarlos en el paisaje.

Manzanal que hace de sombrero sobre este pozo de Paladín

También  soy capaz localizar a los sabugos, especialmente cuando están floridos a principios del verano. En algunos momentos parece que me llega su intenso olor. Sé que algunos lugareños recogían esas flores para darles diversos  usos medicinales. En Omaña ha dado lugar al nombre de un pueblo  y hay omañeses que lo llevan como apellido.  No lejos de los pueblos también puedo ver  algún avellano y castañal, aunque en esta tierra no son abundantes. En eso no podemos competir nuestros vecinos de  La Cepeda.

Si miro a las laderas  y testeros intercambio miradas con los robles, los rebollos, los bidules y con arbustos como las urces y las escobas que alfombran el paisaje  en primavera con sus  colores amarillos y rosáceos. Algunos robledales han estado allí desde siempre, formando amplios bosques, especialmente en la Omaña Alta.  Otros han ido colonizando las tierras centeneras, lo mismo que las urces y escobas, tierras que ocupan las chanas y las laderas y que fueron quedando de vaco  y hoy están irreconocibles.

Bosque de robles, acebos y salgueros. La Urz. Foto: Paco Álvarez

Los robles son árboles duros y resistentes, muy estimados para madera…  Los niños se dedicaban a recoger sus gallarones, que por aquí llamaban bolajos y bolajas, para  jugar con ellos como pequeñas pelotas. Antes se recogían sus bellotas en otoño para alimentar al ganado menudo. Desde mi posición veo brillar los troncos blanquecinos de los bidules que se agrupan en amplios bosques  y que con su colorido nos regalan un otoño espectacular. Por el monte también puedo ver  algún capudo o capudre, que en otros lugares llaman serbal de los cazadores. Sus frutos en baya, de color anaranjado, ponen bellas gotas de color en los montes. He oído decir que esas serbas tienen muchas propiedades medicinales.

Capudo (serbal) y bidules (abedules). Vivero. Foto: Paco Álvarez

Por los montes de Omaña también puedo ver el acebo, que destaca de los demás árboles, sobre todo en invierno, porque tiene hoja perenne.  Es el árbol al que nadie se puede abrazar porque sus hojas llenas de pinchos seguro que rechazarían el abrazo. Sin embargo, los árboles femeninos, en invierno, nos dejan bellos puntos rojos en el paisaje  que son  sus frutos rojos y brillantes.  He podido ver cómo por Semana Santa algunas personas toman ramos de los acebos para llevarlos a la iglesia el Domingo de Ramos. Sus hojas rígidas  destacan por un color verde brillante por el haz y por un  tono más amarillento por el envés. Son árboles que con frecuencia pasan de centenarios. La infusión de  sus hojas cocidas parece que tiene propiedades diuréticas y laxantes.

Hasta no  hace  muchas décadas, los acebos  eran los árboles de hoja perenne por excelencia de Omaña. Ahora ya veo que les ha salido  un competidor: el pino. Cuando llegaron los primeros los miré con recelo. Mientras yo me desnudaba en el otoño, ellos seguían allí con su insultante color verde, manteniendo su orgullo y dignidad.  Me sorprendían sus hojas tan extrañas que nada tenían que ver con nosotros, los árboles omañeses. Tenían tronco, tenían ramas, pero sus hojas no eran hojas, ¡eran agujas! Y sus frutos, me resultaban también extraños. Pero poco a poco me he acostumbrado a  su presencia y convivimos cordialmente. ¡Los árboles somos muy tolerantes!

Pino y urces engalanadas. Paladín. Foto: MA


Los pinos me sorprendieron, pero pronto los reconocí como árboles, sin embargo, no he podido  reconocer a otros “árboles” muy extraños que veo en lo más alto de los montes. Deben de ser altísimos, o así me parecen, aunque los veo a lo lejos. Estos sí que son raros: son de color gris, tienen ramas solamente en la parte superior y no cambian de aspecto en todo el año.  Sus ramas se mueven cuando hace viento, pero no como las nuestras, esas giran  como si fueran grandes palas y producen un sonido que es capaz de asustar a los animales  y que  nada tiene que ver con el nuestro.  Ellos no sirven de casa a los pájaros… Los asustan... los matan. No son símbolos de vida… Por la noche emiten unas luces extrañas que hasta a mí, que he visto de todo, me asustan. ¿Serán así los árboles modernos? Espero que no, porque entonces para mí, se acabaron los abrazos y las conversaciones. Soy viejo   y mi mundo esté muriendo conmigo,   por eso me cuesta aceptarlos como parte de mi familia.  

Molinos eólicos. La Lomba. Foto Paco Álvarez

Por ahora, aquí sigo, viendo pasar la vida a mi alrededor… Cuando desaparezca, espero que alguien me tome el relevo y pueda  seguir dándoos noticias de lo que hacen mis hermanos. Si puedo elegir, le pasaré el testigo a un roble…  Él, desde arriba, podrá vigilar mejor a los intrusos… Tengo confianza en su fortaleza, aunque no estoy tan seguro de que cualquier máquina inmisericorde   o una mano asesina   que  achisme el monte y provoque  una quema no  puedan acabar también con su vida. O tal vez esos "árboles" extraños.  Dicen que los omañeses han sido siempre duros como robles. Espero que ellos sabrán cuidar a ese árbol que es  símbolo de su tierra y de su propia vida.

Un roble centinela en La Chana de Paladín. Foto: MAR

Y ya he hablado demasiado, dejo  la palabra a otros… Que me perdonen los árboles que no he citado. Mis ojos están cansados y ya me cuesta distinguir unos árboles de otros…

Robles que vigilan, desde Paladín,  el bosque de chopos de la ribera del Omaña
y los molinos eólicos del Valle de Samario y Andarraso. Foto: MAR

Omaña está dentro de la Reserva Mundial de la Biosfera de los Valles de Omaña y Luna. 

 Autora del texto: Margarita Álvarez Rodríguez

martes, 9 de noviembre de 2021

Ser en la vida camino

 




En la vida cada uno de nosotros tiene un destino. A unos les toca ser labradores, a otros ministros o policías o mineros… O ser hombres o mujeres… O ricos o pobres. A mí me ha tocado en suerte ser camino. Sí, ser camino. Como a otros seres les ha tocado ser árbol, piedra, musgo,  manzana… Y es que en la naturaleza también hay destinos. Y yo estoy orgulloso de mi destino. Soy un camino, uno de tantos caminos  que cruzan la comarca de Omaña. 


Desde Los Bayos al norte

hasta llegar a La Utrera,

los caminos y senderos

recorren Omaña entera…

        De Canto a Omaña (M.A.R.)


Me tiendo y me extiendo bajo la luz omañesa. Veo el sol la mayoría de los días del año, en ese cielo tan azul de la montaña leonesa. Y cuando  llueve o nieva me quedo agazapado hasta que escampa, aunque a veces abro los ojos  para no perderme  la belleza de  algún  arco iris  o para ver los charcos que ha dejado la lluvia o el desnevio. 

Por ser camino me he sentido siempre  útil,  muy   útil y, además,  he podido unir el destino de  mi vida al   de miles de personas de muchas generaciones.  En general,  me gusta ser pacífico y vivir  una vida  tranquila, pero algunas veces tengo fricciones con la naturaleza que me rodea. Con ese árbol usurpador, cuyas frondosas ramas ocupan parte de mi espacio. Con esa zarza rastrera que poco a poco ha ido adueñándose de un lugar que no le pertenece, y  lo hace silenciosa, pero sus espinas  acechan  y atacan traicioneramente a cualquier pierna o brazo  despistados, y los marcan con un arañazo.  Con esa piedra que quizá rodando desde monte se ha colocado en mitad de mi lecho y provoca que las personas, animales o vehículos tropiecen en ella y la maldigan.  Tengo mejor relación, en cambio, con la hierba que, sobre todo en primavera, decide convertirme en un  prado más. Un prado largo y estrecho del color de la esperanza.

La hierba me transforma en un suave colchón vegetal que permite  caminar sobre mí  con suavidad. Y tal vez haga feliz a alguna vaca que siempre  estará dispuesta a llenar la andorga con ella.  Es verdad que esa hierba que me cubre tiene un inconveniente: se llena de urbayo (orvallo) por las noches y moja los pies del caminante. Pero, en general,  los que me han hollado durante siglos iban (algunos van aún) bien pertrechados de botas de goma, madreñas o chanclos   para protegerse los pies de ese rocío mañanero.

Paladín


Durante siglos los lugareños que precisaban de mis servicios, me cuidaban, me mimaban. Al repique de campana eran llamados a hacendera y los veía venir hacia mí para lavarme la cara y acicalarme.  Con hoces, fozorias, forcas… y ganas de hacer bien el trabajo, cortaban la zarzas invasoras y las ramas, me espedraban... Y me dejaban listo para cumplir mi cometido. Desde hace años han desaparecido las hacenderas, a la par que lo hacían las gentes y que se mecanizaba el trabajo rural.  Y eso nos ha hecho sufrir a todos los caminos, pues el destino de muchos hermanos ha sido desparecer sin apenas dejar rastro, salvo el que siga vivo en el recuerdo. En los últimos tiempos, sin embargo, obreros municipales se acuerdan de nosotros y acuden a rasurarnos las barbas que nos habían dejado las caras casi irreconocibles. Yo hasta me pongo contento cuando oigo cerca el ruido de una desbrozadora.

En realidad, tengo suerte, estoy cerca del pueblo. Y la mayoría de  los lugareños sigue recordando mi nombre.   Pero hay muchos que  no solo han perdido su fisonomía, porque la naturaleza salvaje los ha devorado, sino que  incluso han perdido su nombre. Y cuando algo no tiene nombre, pierde su existencia,  la física y la de la memoria. En unos casos porque conducían a términos que hoy  son adil pues las  tierras están de baco y ese camino ya no lleva a ninguna parte; en otros, porque su espacio ha sido ocupado por una carretera.


Paladín


Los caminos  hemos nacido para dar servicio.  Para  abrir  vías de comunicación  entre personas del mismo pueblo o de lugares diferentes. ¡Con cuánto esfuerzo físico y con cuánta generosidad tuvieron que ceder parte de sus fincas sus propietarios para que naciéramos nosotros, los caminos!  Y es que un camino siempre lleva a algún lugar. A esa linar donde se siembran los sementijos. A ese prado que hay que barrer y regar para que produzca hierba en primavera… A ese cueto de tierras centeneras.  A la escuela… A la ermita… Al cementerio… A ese otro pueblo, con el que se tienen buenas relaciones de vecindad, al que hay que ir a la feria a vender un animal, a comprar alimentos y ropa…  Al médico.  O quizá hayáis tenido que  caminar por un camino parecido al que os habla durante varios kilómetros o a lomos de un animal para llegar a ese pueblo más importante  donde  teníais que  coger el coche de línea que os  llevara a la ciudad.

Pero hay variedad de caminos,   lo mismo que  de  personas: unos somos llanos, otros, pindios; unos  tenemos el  piso en buen estado; otros, quedamos arroyados y llenos de carcavones después de las tormentas; algunos somos rectos, otros, sinuosos.  Unos surcamos los  valles y otros subimos  a  lombas y chanas.  Unos dejamos ver el panorama que nos circunda y otros  están  escondidos entre la vegetación, casi adivinados. Hasta los hay escoltados por muros de piedra, unos muros realizados con piedra seca (sin argamasa) que son unas obras admirables  y que marcan la geografía física de esta tierra.  Pero todos somos (o éramos) transitados, pues hemos nacido para eso.

Paladín


Los caminos hemos sido durante generaciones lugares de movimiento, de vida, de relación… Y símbolos del trabajo. Hemos visto a las vacas pasar –y pacer- cuando se dirigían a un prado, a un coto, a una  veiga. Parece que oigo aún la voz chillona  de un guaje  que  maldecía  a alguna vaca, armado con un palo mayor que él: ¡Galana, no seas lambriona…! O a un hombre o a una mujer que con una ijada en la mano les daba órdenes o las animaba: Vamos, Garbosatira, Pinta… Las he visto también bramar, reburdiar, moscar…  Y a veces, cuando  andaba alguna tora, se ponían a rebincar  y a correr y era difícil atoledarlas. También las he visto  pelearse con otras y escornarse.  En cualquier caso, siempre me ha prestado mucho  oír aquellos nombres tan guapos con que las llamaban: Triguera, Bardina, Silga, Torda… Estaba  claro para mí que eran parte de la familia que las cuidaba.

Los caminos hemos visto pasar  carros y carros… Un día pasaba  uno muy voluminoso que, entre sus pernillas y talanquera, llevaba una carrada de hierba e iba dejando un rastro a su paso, a pesar de haber sido bien peinado.  O un carro  de centeno. O de bálago, después de haber majado. Otro día era  un carro cargado de tueros   o leña de roble, palera, chopo...  O de  urces… Para atizar en el largo invierno omañés.  Y a veces hasta tenía que adivinar qué llevaba ese carro escondido dentro de sus cebatos o cañizos, porque  desde el lugar en que estoy recostado no podía ver qué contenía. ¿Manzanas, nueces? Ah, no, eran patatas.  ¡Cómo no me había dado cuenta! Había sido    la fiesta de la Pilarica y era la   época de  recogida de las patatas.   Entonces pasaban  muchos carros… Y es que estas tierras omañesas siempre han producido  buenas patatas. Especialmente famosas han sido siempre las del Valle Gordo. También he visto algunos accidentes de carros que se baltaban por llevar mal distribuido  el peso, por llevar demasiada carrada o   por el  mal estado en que yo me encontraba.  Pero la verdad es que de esos percances no me siento responsable. 

También he visto pasar  burros y caballos. Unas veces caminaban transportando  en los cuévanos trébol, alfalfa o cualquier otro producto para alimentar a los animales en casa. En otras ocasiones  llevaban en los serones o alforjas alimentos u otros útiles caseros. En la actualidad echo de menos aquel rechinar de las ruedas del carro y las órdenes que recibían las vacas que lo arrastraban. Ya hace años que no pasan carros, ahora veo y oigo el ruido de los tractores y siento el peso de sus grandes ruedas. La hierba se lleva empacada  y no deja rastro. Y apenas se siembran cultivos de huerta. Desde mi posición solo veo prados  y arboleda.

Paladín


Pero, sobre todo, he visto pasar a gente andando… Casi siempre llevaban algo al hombro, que variaba al compás de las estaciones… Un día los veía con una zada y un caldero. Iban a plantar berzas, tomates,  cebollín… Y había que echarles un poco de agua.  O  llevaban un azadín, porque  habían nacido las patatas o la remolacha  y tenían que escabarlos para quitar las malas hierbas. Tal vez la zada sirviera  también  para cavar unos tapines y atorcar el agua para regar.  Otro día día los veía con un gadaño, los cachapos colgados de la pretina y un rastro.  Había pasado san Juan y  la siega de la hierba estaba a punto de empezar.  En julio las gentes del lugar seguían los caminos que iban a las tierras altas con la hoz en la mano. Ya estaba llegando la fiesta de  santa Marina y había que segar el pan. El otoño era la época de las cestas y de  macheta

También he visto pasar a grupos de personas alegres. Se trataba de  la mocedá. Tal vez iban a la fiesta de algún pueblo de los alredores… Corpus, San Juan, Santa Marina, Santiago, san Lorenzo… La Virgen de agosto, san Juan Degollao. Regresaban de madrugada. Es posible que tropezaran  en alguna piedra, porque no la veían o porque habían pimplado más de la cuenta… Aun así, su vuelta a casa  era siempre bulliciosa. Había que disfrutar de los  pocos momentos de fiesta. Pero no siempre oía voces alegres. A veces las  voces parecían ansiosas, eran más bien lamentos… Por lo visto habían  oído tocar a fuego en el pueblo de al lado y corrían  a ayudar con  calderos o con jamascos… O caminaban silenciosos porque había muerto ese buen vecino que siempre habían  conocido y lo querían acompañar en su entierro.  

Siempre tengo los ojos muy abiertos y despierto el oído.  No quiero perderme nada de lo que ocurre a mi alrededor. Y la verdad es que tengo mucho que percibir, porque mi entorno cambia mucho de una estación a otra y se repite año tras año. En primavera me orlan las flores más diversas. Las urces con sus galanas pintan el paisaje de  colores rosáceos y blancos. Las escobas y árgomas me visten de amarillo. Y en mis bordes unas tímidas violetas exhalan un olor inconfundible que se acrecienta bajo una pisada. También veo variedad de flores amarillas. Y de vez en cuando  un rapá me da un pequeño susto al explotar sobre la mano un estallete o santibáñez,  esa flor que por otros lugares llaman dedalera. La cantadera de los pájaros me hace disfrutar de una sinfonía  a lo largo de todo el día que me presta mucho. De vez en cuando oigo cantar al cuco y a alguien que pasa diciendo: Cucú, cuquiello, rabiello, rabo de escoba, cuántos años faltan pa la mi boda… Y a continuación oigo contar: Uno, dos, tres… Y así hasta que el cuco deja de cantar. 

También en esos meses  vuelven a llegarme con más frecuencia las conversaciones de la gente. En algunas ocasiones hasta oigo a personas que hablan solas… Sus pasos y reflexiones. Una forma de aprovechar bien el tiempo. ¡Cuántas conversaciones he escuchado a lo largo de mi vida! Sí, escuchado, porque más de una vez he puesto el oído atento para enterarme de lo que ocurre por aquí. Y os podría contar muchos secretos...

Algunas de las flores que me acompañan se mantienen a lo largo de todo el brano.  En ese tiempo veraniego me hacen compañía y me sirven de parasol las ramas de los árboles…  En los últimos tiempos oigo las pisadas de mucha gente… No son los labradores que van a su trabajo. Son personas que disfrutan de sus vacaciones  o domingueros que se dirigen a una zona de baño. Poco a poco voy percibiendo que ganan en número a los que trabajan y viven en el pueblo. Ya no pasan por aquí aquellos rapaces que iban con las vacas. Pero en verano sí oigo con frecuencia risas y voces infantiles. Son niños que viven en la ciudad, pero que están aprendiendo a disfrutar de los pueblos. ¡Ojalá les enseñen a respetar esta naturaleza que me rodea! Y sobre todo me encantaría que me llamaran por   mi nombre.


Trascastro de Luna

Me alegro de que me transiten, pero a veces también me enfado. Y lo hago cuando vehículos a motor me pasan por encima sin necesidad y de forma impune, con su ruido y  sus humos, a pesar de que hay indicaciones para que no lo hagan… En cambio, las bicis no nos molestan a los caminos.  Y es que los caminos queremos seguir siendo lo  mismo que hemos sido durante siglos.


La Utrera (verano y otoño)


Me encanta el lugar donde me encuentro. A un lado tengo el monte, al otro la ribera del río Omaña. Si me asomo un poco veo el río cercano, que casi me lame los pies. Oigo el rumor del paso del agua, a pesar de la merma del final del verano. A mi alrededor se mantiene el verdor y el canto de los pájaros me sigue acompañando. El otoño es para mí una estación muy guapa: me viste de oro. Las hojas caídas de los árboles alfombran las pisadas. Ahora oigo un nuevo sonido, el crujido de las hojas bajo los pies, aunque hay días en que las hojas están húmedas y  me pueden pasar desapercibidas unas pisadas.  El viento empieza a arreciar y también crea su propia melodía, a veces desacompasada, en las ramas de los árboles.


Camino de otoño (Paladín)


En invierno me quedo  silencioso y a veces duermo un largo sueño tapado con   un cobertor blanco que en forma de pelona o de nevada oculta mis contornos… Pero si alguien se atreve a hollarme, dejará en mí la huella ostensible de su pisada. Algunos días veo huellas que no reconozco fácilmente, pero sí sé que no son humanas, ni de vacas, ovejas…  ¿Quién me ha visitado? ¿Lobos, raposas, jabalíes, corzos, nutrias? Es igual, en realidad a mí no me molestan, pero sí me preocupa que se sirvan de mí para llegar al pueblo… También oigo un sonido poderoso, en ocasiones tan  impresionante que no me deja dormir. Es el río, que con su gran crecida, corre furioso. A veces me inunda y desaparezco parcialmente bajo un pequeño mar. Dejo de ser camino… Algún invierno incluso me ha dado un zarpazo  del que manos generosas han sabido curarme. Y si algún caminante me  visita, siempre agradezco los pasos perdidos de quien no se olvida de mí.


Paladín

Y aquí sigo, viendo pasar el tiempo… No sé cuándo nací, pero debo de ser ya  viejo… Y espero seguir envejeciendo, pero con salud. Ya sé que  alguna vez he sido maldecido por no ser carretera… Pero yo no soy responsable de las decisiones ajenas. Soy pariente de los senderos, de los cordeles de merinas y de las carreteras, pero cada uno de nosotros tiene una vida propia, aunque convivamos amistosamente. Y  yo solo tengo una aspiración: seguir siendo camino: camino pisado, camino sentido, camino vivido. Cuidadme, por favor.

 

Paladín

Texto y fotografías:   Margarita Álvarez Rodríguez

Texto relacionado: Canto a Omaña


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La Recolusa de Mar por Margarita Alvarez se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.