Otro aspecto interesante de la comida omañesa tenía que ver con la elaboración de
los dulces: eran los llamados cuchiflitos o
cuchifritos. ¡Qué hermosa manera de denominarlos! En la época de otoño e
invierno se hacían frecuentemente los frisuelos o fisuelos, a base de leche, huevo
y harina, como ingredientes fundamentales. Se batían los ingredientes con un batidor hasta formar una masa más bien líquida o rala. Se echaba la masa con una cuchar con forma aleatoria sobre
aceite muy caliente y se freía durante un minuto aproximadamente. Una vez frito
parecía una celosía, que se espolvoreaba con azúcar. También se les podía dar forma redondeada como si fueran buñuelos. Algunas personas actualmente los elaboran en forma de tortas finas, similares a las crêpes, y los acompañan de mermelada, chocolate... Las flores fritas también han sido un dulce habitual de Omaña. Se hacían con
un molde de hierro especial que les daba esa forma, el cual se sumergía en la masa e, impregnado de ella, se introducía en la sartén en aceite muy caliente. El efecto del calor desprende la masa del molde y aparece la flor, que se fríe en unos segundos. También se hacían rosquillas
o roscas fritas, que estaban muy sabrosas. Y en
el horno, galletas. Felizmente, la costumbre de hacer frisuelos, roscas y flores sigue viva en nuestra cultura gastronómica.
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Molde para hacer flores fritas. El mango largo permitía meter la masa en el aceite caliente, sin quemarse. Foto: MAR |
Si se trataba de preparar postre para una fiesta, entonces lo más característico
era el mazapán, un tipo de bizcocho al horno que se hacía en un molde
redondo, la mazapanera, que tenía una forma que permitía que quedara un
hueco en medio del dulce. El molde lo había hecho un hojalatero o estañador, a partir de una lata grande. El otro dulce fundamental era el brazo de gitano. Se preparaba un
bizcocho en varias capas finas y rectangulares y luego se envolvían en redondo
con un relleno dentro que se hacía con chocolate o con crema pastelera. El
nombre de este dulce es un tanto curioso y existen varias teorías sobre su
origen. Una de ellas achaca su nombre a un monje viajero berciano de la Edad Media que lo llamó “brazo
egipciano”, nombre que se transformaría en el actual. Otros simplemente lo
explican por su forma parecida a un brazo o por el color oscuro de su relleno
similar al color de la piel de esa etnia. La víspera de la fiesta patronal de cada pueblo el olor a mazapán salía de los hornos de muchas cocinas. en algunos casos se reunían varias mujeres en una casa para hacer los dulces de forma colectiva.
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Batidor que ha batido la masa de muchos mazapanes. Foto: MAR |
También se elaboraban una
especie de empanadillas dulces que en mi casa les llamábamos crestas, por su forma. Y no faltaba el
flan y las natillas. Originariamente se elaboraban con huevos y leche y se
cocían al baño maría. Luego llegaron los sobres de Flanín y de otras marcas para elaborar un flan, que no llevaba huevo, y empezamos a hablar de flan de sobre,
menos natural, pero de elaboración más sencilla. Cuando se comenzaron a difundir recetas que llegaban de otros lugares,
el menú de los postres dulces se fue ampliando. Para las bodas se preparaba una
rosca dulce, que solía ser regalada por la madrina. Era especial por su tamaño y tenía por finalidad ser disputada en una carrera, que era parte de la celebración, y que se llamaba correr la rosca. Se celebraba en las eras o en algún campo cercano a los pueblos y competían los mozos del pueblo con otros llegados de pueblos próximos. A medida que la comida se fue “modernizando” se
introdujeron otros postres.
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Mazapanera. Foto: Paco Álvarez. En la foto se puede apreciar cómo fue elaborada por un hojalatero a partir de una lata. |
En las Navidades llegaban a las casas algunos dulces especiales, como
el turrón. No existían tantas variedades de turrón como hay en la actualidad; solamente, turrón duro, blando y de yema. Pero aquellos turrones a veces eran
meros sucedáneos del turrón de almendra, pues estas eran sustituidas por
cacahuetes, materia prima mucho más barata. El turrón solía ir acompañado de
los higos, un producto que en Navidad llegaba a nuestras mesas y quizá algún
polvorón. Los higos formaban parte también del aguinaldo que recibíamos de
nuestros padrinos y abuelos. En las casas más pudientes quizá se añadieran más
dulces navideños.
La fruta, que hoy tomamos
de postre, no era un alimento esencial, ni había costumbre de comerla después de comer. Se comía si los árboles frutales: manzanales, perales… que poseyera cada
propietario daban producción. Y no siempre llegaba la producción a cogüelmo por
las inclemencias del tiempo, especialmente por las pelonas que caían cuando la flor estaba en su apogeo. Los pueblos
situados en lugares elevados suelen salvarla mejor de las heladas, porque la
brisa mañanera sacude la escarcha antes de que dé el sol. En los pueblos situados en los valles
es más difícil que la flor de los frutales se libre de las heladas. Eso es así hasta hoy.
En los pueblos omañeses se recogían,
fundamentalmente, peras, manzanas, ciruelas, guindas, creizas
o cerezas, tanto las silvestres y como las de alforja (una variedad sonrosada),
arándanos y nisos o brunos. Estos últimos los metíamos unos días en la panera, en medio de los cereales para que maduraran. Las cerzales silvestres (hay que recordar que la mayoría de los nombres
de árboles frutales son femeninos en leonés) abundaban por los pueblos que
estaban en las riberas de los ríos, pues
solían crecer en los cierros o sebes. Aunque estas cerezas son de
pequeño tamaño y con frecuencia amargas, por santamarina (julio), se comían con gusto cogiéndolas directamente de los
árboles esgarrando o esgamotando los caños. Eran una fruta
golosa y bienvenida, porque no abundaban otros tipos de fruta temprana. Se decía que no convenía comer cerezas y beber
agua, pues podían provocar cagalera. Las cerezas que quedaban en los árboles se
secaban al final del verano y las recogíamos del suelo, para comerlas como
cerezas pasas. Eran los llamados cuscuritos,
una palabra que siempre me pareció bellísima. Aunque eran poco más que piel,
resultaban sabrosas y más dulces que cuando estaban en su punto.
Una fruta
parecida a las cerezas, pero más amarga, era la guinda. A veces las comíamos,
aunque nos hicieran ñisgar el ojo, pero
lo más frecuente es que se usaran para meterlas en orujo y crear el famoso orujo de guindas, bebida de alta
graduación, pero muy estimada para beber una copina después de la comida.
También se usaban los arándanos con la misma finalidad. Se justificaba, además,
diciendo que es una bebida digestiva. Y tal vez lo sea.
Las manzanas se comían con frecuencia asadas en la cocina
económica y también fritas y con azúcar espolvoreada por encima. Se convertían así también en cuchifritos. En invierno,
se agradecía comer estas presentaciones calientes de la manzana. Predominaban las clases reineta y camuesa.
Luego se fueron introduciendo otras variedades: verde doncella, golden… Había
también manzanales silvestres que producían las manzanas montesinas. Las peras se comían asadas o cocidas en vino.
Y se comían a pesar de que tuvieran
apariencia de estar pasadas o podridas. Eran las peras
morgas. En torno a esto existía una retahíla que decía: Me llamaste pera morga, yo a ti manzana
podrida, la pera morga se come y la manzana se tira. Parece que la pera
sacaba su orgullo a relucir frente a la manzana. Estas frutas se recogían en
octubre en las cestas elaboradas con varas de palera, salvo alguna variedad que
fuera más temprana. Una vez en casa se solían extender en el suelo para controlar mejor si
alguna se pudría y poder retirarla. Se conservaban durante meses y, aun
arrugadas, seguían conservando su olor y buen sabor. Pero como los niños omañeses
teníamos gulisma de comer fruta, con
frecuencia las comíamos royas, hecho
que nos provocaba dentera o, peor, molestias digestivas, porque los gases nos
hacían sentirnos entelados, como les
ocurría a las vacas cuando comían mucha hierba verde. Los años en que había
mucha producción y no se vendía toda la fruta se aprovechaban también para
hacer mermelada.
Recuerdo que al lado de la escuela había unas huertas con frutales y aprovechábamos el recreo para darnos una vuelta por ellas para conseguir alguna pera o manzana, que seguramente habían quedado sin recoger en las ramas más altas de los árboles y luego iban cayendo en el otoño. Aquellas manzanas y peras "robadas" (más bien encontradas) nos sabían a gloria, especialmente si no teníamos cosecha de fruta en casa. Conservo muy vivo el recuerdo de mi niñez de cómo la señora Elvira, que pasaba por una calle que había por detrás de nuestra casa para ir a buscar manzanas a un cuarto alejado de su casa, si nos oía, a la vuelta, desde su mandil, hacía volar alguna manzana para que cayera en nuestro corral y pudiéramos comerla mi hermana y yo, pues entonces nuestra familia no disponía de árboles frutales. Quizá las manzanas rompieran alguna teja si impactaban contra el tejado, pero se disculpaba, porque era un detalle muy generoso por su parte compartir lo que tenía. ¡Y qué ilusión nos hacía ver cómo aterrizaban las manzanas a nuestros pies! Algunos vecinos tenían viñas o parras y de vez en cuando nos daban algún racimo, que también agradecíamos.
En muchos pueblos omañeses abundan las nogales. Uno de los
pueblos más nogaleros de Omaña es La
Utrera. Cuando la producción era alta, se vareaban las nueces en otoño,
se les quitaba el conjo, que
teñía las manos de un color oscuro difícil de quitar, y se asoleaban unos días para luego
venderlas o guardarlas. Se comían, sobre todo, en invierno. Estas nueces "del país" siempre han sido especialmente sabrosas. En algunos pueblos
también se recogían castañas, aunque lo más frecuente es que se compraran en La
Cepeda, donde son muy abundantes. Se asaban en el horno o se cocían
y luego se ponían un ratín al horno para poder pelarlas mejor. En
algunos pueblos se recogían avellanas, pero no eran tan frecuentes. Algunos vecinos tenían dos o tres colmenas para disponer de miel para el consumo. La miel omañesa es una miel densa y oscura, de notable calidad, que se tomaba de muchas formas. Una de ellas era untándola sobre una reboja de pan con manteca. El resultado era un sabor delicioso.
También los frutos silvestres eran valorados. Los niños agradecían
que los pastores les trajeran del monte los mantigones o mantecones que crecían en el suelo
semienterrados debajo de las que llamábamos argomas
(árgomas). De color amarillo,
tienen varios tetos (así les llamábamos)
rellenos de una crema lechosa y dulce que sale de ellos al estrujarlos. Hace años me explicó José Luis Fernández Alonso, doctor en Botánica,
del CSIC, que los mantigones son parásitos de un tipo de jarilla (la planta que
creemos árgoma, pero que no lo es) y que su
nombre científico es cytinus hypocistis. Por los pueblos en que los había solo conocíamos su nombre vulgar, pero ¡con qué expectación
esperábamos, al comienzo del verano, a
las mujeres que habían estado en el monte de pastoras con la vecera de cabras y
ovejas para ver si en la bolsa de tela en que habían llevado la merienda traían a la vuelta mantigones para los niños! Era nuestro mejor pan de pajarines.
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Mantigones, en Paladín. Foto: MAR |
También por los riberos de los praos se buscaban los morondones
o miruéndanos, una especie de fresa silvestre pequeña, pero muy
sabrosa. Mediado el verano, las moras
de zarzamora hacían las delicias de todos, enteras o estrujadas para beber
su zumo. Las brunales nos permitían degustar los brunos, abrunos o prunos,
especie de ciruela silvestre de color verde oscuro. Del majuelo comíamos las ramas
tiernas, una vez quitada la piel. Cualquier producto comestible del campo era
bienvenido en aquella economía de subsistencia
y en aquel vivir pegados a la naturaleza.
Y para cerrar la comida, el café, el famoso café de puchero. Se echaba el contenido de una cucharada de café
molido por cada pocillo de agua. Se cocía brevemente luego se colaba con el colador de tela
llamado la manga. Pero el café solía estar reservado para las fiestas. A diario, lo que se tomaba con leche o agua era la malta
o malte y la achicoria, mucho más baratas.
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Cafetera y pocillos de al menos 60 años de antigüedad. Foto: MAR |
En cuanto a la bebida, el agua de montaña, fresca y saludable, ha sido
siempre la bebida fundamental. Ya decía Estrabón en la época romana que “todos
los habitantes de estas montañas son sobrios, no beben sino agua”. Para los
bebedores, también había en las casas el vino y el aguardiente u orujo. Este se
bebía a gotines o nozadas. El aguardiente solía tomarse en ayunas
y los que tenían arraigada la costumbre de tomarse una copina solían
tener larga vida, por eso, decían por esta tierra que “el orujo conserva”. El
vino se servía por chatos a cualquier hora del día, con frecuencia mezclado con gaseosa. Se
compraba por cántaras. En algunos pueblos existían viñas, y sus propietarios elaboraban
el vino en casa, aunque su presencia no era muy significativa. Anís de la
Asturiana o Castellana (en la famosa botella de cristal labrado que se convertía luego en
instrumento musical), aguardiente de guindas, coñac… eran las bebidas
alcohólicas que podía haber en casa de los omañeses. Y los niños teníamos el
“privilegio” de beber vino cuando estábamos acatarrados, pues nos lo daban caliente con azúcar. Y si no, infusión de oriégano.
¡Y mano de santo! También recuerdo que se recogía la manzanilla silvestre y otras hierbas para infusiones. La comida y la bebida se convertían así también en medicamentos.
Para concluir, hay que decir que la comida puede ser que resultara repetitiva y no demasiado abundante, pero, en Omaña, se pasó necesidad de muchas cosas, pero no se pasó hambre (salvo raras excepciones) en la segunda mitad del siglo XX. Quien más quien menos cultivaba patatas y otros productos de huerta, tenía gallinas, cebaba algún gocho y otros animales y, en muchos casos, se disponía de leche casera. Y la gente menos pudiente también contaba con la ayuda de la vecindad, tanto para comer como para otros menesteres. Esta gran solidaridad entre las gentes de la montaña se ha ido perdiendo a medida que hemos ido pasando de nuestras aldeas rurales a la aldea global en la que todos estamos inmersos en la actualidad. Conocemos lo que ocurre a miles de kilómetros de nuestros pueblos y tal vez desconocemos los problemas del vecino. Desgraciadamente, es el signo de los tiempos.
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