viernes, 25 de octubre de 2019

Los miedos de nuestra infancia






El miedo es un sensación  muy humana  que todos hemos experimentado a lo largo de la vida. Pero hay una etapa en la que los miedos se hacen especialmente presentes: la infancia. Todos hemos sentido de niños algún tipo de miedo. Hay miedos comunes a todos los niños, de pueblo y de ciudad, de antes y de ahora. Por ejemplo, el miedo a la oscuridad.  Sin embargo, hay miedos más específicos que experimentan los niños de los pueblos. Cualquier espesa arboleda, cualquier curva de un camino, cualquier sombra no reconocida, cualquier sonido no identificable, cualquier persona desconocida, cualquier animal pueden despertar la sensación de   miedo. Omaña, comarca leonesa en que transcurrió mi infancia, es una zona de generosa naturaleza que también podía facilitar esos miedos…  También las leyendas de pozos, de cuevas,  de venenos, de moros... producían un especial desasosiego.

Pozo del Piélago (río Omaña), donde, según la leyenda, había un sumidero   que tragaba la paja menuda  que echaban
  e  iba a salir a una fuente en Villadangos del Páramo. (Foto MAR)

Voy a tratar de rememorar cómo eran los miedos de mi infancia, lo que me obligará a viajar a las décadas de los 50 y 60 del siglo pasado.

Unos  cuantos personajes misteriosos parece que recorrían los caminos de Omaña, al menos en la imaginación de los niños, y que nos producían miedo.

Duérmete, niño,
que viene el coco
y  se lleva a los niños
que duermen poco.

En realidad estos versos eran parte de una nana que se usaba para dormir a los rapaces, aunque fueran bebés y no se enteraran del alcance de la amenaza. Pero, ¿quién era el coco? En nuestra tierra coco es el nombre que se da a bichos pequeños, generalmente insectos. Pero este coco con el que se asustaba parecía más bien un personaje. Los niños lo identificábamos con un ser real y malvado. Se asociaba a la noche, pues  se asustaba a los niños con él cuando íbamos a dormir, para que permaneciéramos quietos en la cama y no saliéramos de la habitación. No sabíamos dónde vivía ni cómo era, solo teníamos claro que podía salir de la oscuridad. Teniendo en cuenta  que cuando se asustaba con estos seres las casas tenían un deficiente alumbrado y las calles no lo tenían, procurábamos estar quietos en la cama por si acaso aparecía y teníamos ocasión de ver su imagen, cosa que queríamos evitar.

Asustar con el coco es una costumbre que trasciende la cultura leonesa y española. En Portugal y en muchos países de Hispanoamérica también  aparece este personaje. En el Lazarillo de Tormes, Lázaro tiene un hermano de la relación de su madre con un hombre negro.  Cuando Lázaro lo ve por primera vez se asusta, porque no ha visto nunca a alguien con piel de ese color, y dice a su madre: -¡Madre, coco! 

En aquellos valles y montes, pues, nos podía asustar el personaje indeterminado llamado el coco o también los cocos abundantes que viven en el mundo rural.

¿Y  qué niño de aquellos pueblos  y de aquel tiempo no se le ha asustado alguna vez con el tío del saco o el tío del unto?

El tío del saco sí éramos capaces de visualizarlo. Un hombre de mal aspecto que llevaba un saco a la espalda en el que metía a los niños para llevárselos  y degollarlos como el peor ogro. Por ello, cuando llegaba a cualquier pueblo un hombre desconocido generaba en nosotros desconfianza. A veces se trataba de los “pobres del palo”, que de vez en cuando pasaban por cada pueblo y que eran atendidos, siguiendo una velía, cada vez por un vecino (el que tenía el palo de los pobres que se iba pasando de casa en casa). Era un ejemplo notorio de solidaridad colectiva con los necesitados, pero a los niños nos ofrecía algún recelo. Aquel personaje al que se le había dado la cena y que después iba a dormir al pajar despertaba una alerta en las mentes infantiles, a pesar de que veíamos tranquilos a los mayores y eso nos inducía pensar que aquel no era el hombre del saco al que debíamos temer.

Algo similar ocurría con el tío del unto o sacamantecas. No sabemos si con saco o sin saco, este personaje se acercaba a los pueblos para raptar a los niños y sacarles el unto. En la montaña leonesa el unto o manteca era la grasa de los cerdos que se derretía  y conservaba en ollas para  sazonar la comida o para meter los chorizos en conserva. Se supone que con malas artes estos personajes extraían el unto del cuerpo de los niños para usarlo  con alguna finalidad cruel y misteriosa.

El tío Camuñas también era un personaje que infundía terror. Camuñas es en realidad   un pueblo de la provincia de Toledo y el nombre del pueblo ha sido el apodo que usó el personaje que ha dado origen a la leyenda. Porque el personaje  de los miedos existió realmente.

Francisco Sánchez  Fernández o Francisquete  nació en ese pueblo el 11 de septiembre de  1762. A partir  de la ejecución  de un hermano durante la invasión francesa, que fue colgado de las aspas de un molino,  juró que vengaría esa muerte. Así se convierte en guerrillero con un grupo de  secuaces,  luchó denodadamente durante años contra el ejército invasor y le causó graves daños, en distintos lugares de la Mancha. Por este motivo, Camuñas y sus guerrilleros  terminaron siendo temidos por el ejército francés. “Que viene el tío Camuñas”, parece que gritaban los franceses cuando el grupo de Camuñas podía causarles estragos. El 13 de diciembre de 1811 fue apresado por los franceses en Belmonte y ajusticiado. Su pueblo le ha rendido homenaje erigiendo una estatua en la plaza del pueblo que lleva su nombre.

En Camuñas, Toledo

En realidad, Camuñas fue héroe para su pueblo, pero  se asociaba también con el miedo que causaban sus acciones violentas. Así entró en la leyenda y terminó convirtiéndose en un personaje aparentemente ficticio y usado para asustar a los niños. En León, la alusión a Camunas tenía doble uso, pues se asustaba a los niños diciendo que venía Camuñas y también de personas desastradas se decía que se parecían el tío Camuñas.

Había también personas que en la imaginación infantil despertaban ciertos temores. Temor nos infundían los agentes de la Guardia Civil como representantes de la autoridad. Con sus grandes capas y sus tricornios, su figura se presentaba ante los ojos infantiles como la de alguien extraño y todopoderoso. Nuestra mente de niños nos los hacía ver como enemigos, porque pensábamos que nos podían detener y llevar a la cárcel. Un cierto miedo también existía entre los mayores. Eran entonces una mano ejecutora de la represión de la dictadura franquista. Se detenía a la gente por motivos ideológicos o se la multaba, por ejemplo, por trabajar los domingos o festivos…  Recuerdo cómo en una ocasión, en un festivo, mi padre estaba arreglando la fachada de la casa y un familiar fue a advertirle para que bajara rápido del andamio, porque andaba por allí la pareja de la  Guardia Civil.


Relacionado con lo anterior, existía otro miedo indefinido, pero cierto, que sentían nuestros mayores y que creaba una situación de alerta en los niños. Era el miedo a ser sospechoso, aunque yo no sabía muy bien de qué. Recuerdo cómo mi padre nos mandaba cerrar las contraventanas en las horas nocturnas cuando encendía la radio y, en onda corta, trataba de sintonizar, entre muchas interferencias, La Pirenaica. Yo solo sabía que allí nos podían contar cosas que otras emisoras no contaban. Aquello de “aquí Radio España Independiente, estación pirenaica” quedó grabado en mi recuerdo, junto con la sensación de clandestinidad. Tardaría en saber que era una emisora comunista y que emitía desde Bucarest. Y también los miedos que generaba la dictadura franquista.

El médico era otro personaje que imponía un respeto especial. Y no era tanto porque nos llevaran a su consulta, sino simplemente cuando lo veíamos por el pueblo, porque iba a visitar  a algún enfermo. Sabíamos que sus decisiones tenían que ver con la vida y la muerte de nuestros vecinos o con la nuestra propia y eso no era cualquier cosa. Si además nos prescribía inyecciones, el temor estaba más justificado.

Un grupo de personajes que despertaban temores eran los gitanos o quinquilleros que, al menos una vez al año, llegaban a los pueblos. Era un grupo de gentes que nos inspiraban cierto temor. Teníamos la sospecha de que podían robar, cosa de la que oíamos hablar a  nuestros mayores, y  veíamos  que, además, adoptaban la  medida de cerrar bien las puertas para poner todo a buen recaudo. La forma de vestir de los  hombres y mujeres de estos grupos, la forma de vida y  el mal aspecto era algo que impresionaba  las mentes de los rapaces. También el hecho de que fueran familias con niños, niños que vivían una vida muy extraña y miserable. Solían asentarse con todos sus achiperres en el portal de la iglesia y permanecían dos o tres días.

Las mujeres ejercían la venta ambulante y los hombres se dedicaban a actividades de hojalatería, eran estañadores.  Se les llevaban las sartenes, las potas y otros cacharros para que los compusieran. Eran capaces de estañar o lañar para arreglar un agujero, poner un asa… También transformaban una simple lata en otro recipiente: un tanque, una zapica para ordeñar, una aceitera, una mazadora… Porque en aquella sociedad nada se tiraba, todo se transformaba y adquiría nueva vida… También hacían tratos de compraventa con los burros y  las mulas en los que tenían fama de engañar.


Aceitera realizada por un hojalatero a partir de una lata del queso de la ayuda americana
que llegaba a las escuelas. (Foto MAR)

Un lugar que también era sinónimo de miedo  era el cementerio. Se contaban historias de que se veían luces por las noches, los famosos fuegos fatuos, luces blancos o verdes, que surgen de sustancias en descomposición como las que hay en zonas pantanosas o en cementerios. Los  huesos humanos contienen mucho fósforo y sales de calcio, por ello podían aparecer esos fenómenos cuando se enterraba en tierra y  los huesos de enterramientos anteriores quedaban al descubierto. No sé si alguien llegó a ver alguna vez tales fuegos, pero la leyenda los presentaba como cosa cierta.

Y con los cementerios, los muertos. Bien mirado, un muerto no nos podía causar ningún daño, pero la muerte representaba el mundo de lo desconocido y  todo lo desconocido nos inquieta, especialmente a un niño que aún no ha tenido contacto con la muerte. La idea de no volver a ver a una persona, o el temor a que se nos apareciera después de muerto nos producía mucho desasosiego. Seguramente todos superamos ese miedo cuando vimos por primera vez un muerto cercano.

Otra situación que creaba pánico en los niños e inquietud en los mayores eran las tormentas, llamadas por aquellos valles nubes. Oír la frase: ¡Que vien la nube!, nos producía una alarma especial. Las colubrinas y los fuertes tronidos nos daban mucho miedo. El miedo se agravaba al ver la preocupación de los mayores  por si la nube traía piedra y arruinaba la cosecha, o por los animales y personas que estuvieran en el campo… O por un rayo que podía quemar una casa o incluso matar a una persona. Eso acentuaba el miedo en los niños, especialmente, cuando veíamos que los mayores rezaban para que pasara la tormenta o se hacían sonar las campanas. Yo recuerdo que nos metíamos en una habitación que no tenía instalación eléctrica (para estar más seguros) y nos tumbábamos en la cama, que tenía un colchón de lana, porque, según se decía, la lana era aislante. Nos aterrorizaban las historias que oíamos sobre rayos que habían matado o lesionado a personas, los árboles que habían quedado abiertos en canal por la fuerza de un rayo, las instalaciones eléctricas quemadas, el que se fuera la luz… Mi padre fue derribado de la bicicleta por un rayo, porque atrajo la electricidad una hoz que llevaba colgada de la petrina. Todo ello acentuaba los miedos infantiles.

Colubrinas en una tormenta

Nos impresionaban las velas encendidas, las oraciones a santa Bárbara  y aquellas jaculatorias misteriosas con las que se conjuraba a la nube.


Tente nube;
tente, tú,
que Dios puede
más que tú.
Tente, nube;
tente, palo,
que Dios puede
más que el diablo.


El fuego era otro elemento que nos infundía temor. Alguna vez contemplamos un fuego que destruía casas o pajares o una quema en el monte. Impresionaba  oír tocar a la vez las campanas de varios pueblos para alertar sobre un incendio y pedir la colaboración de vecinos de todos los pueblos próximos. Era para mí un misterio que la gente distinguiera esa forma peculiar de toque de campañas de otros toques diferentes. Y también me impresionaba el ver a personas de otros lugares que habían perdido su casa o sus enseres pedir para casa quemada. Cada vecino colaboraba con lo que podía para ayudarles a reponerse de esa desgracia.

En un lugar en que en invierno y primavera había fuertes crecidas del río Omaña, resultaba impresionante el ruido que producía el río por la noche. También quedó marcada en mi mente de niña el saber que había vecinos que no dormían y vigilaban durante la noche la crecida para que el río no se les metiera en casa. El miedo se agudizó cuando, con solo seis años, tuve conocimiento de la catástrofe de la rotura del pantano de Ribadelago, que provocó la muerte a más de cien personas. Tengo un recuerdo angustioso del relato de aquellos hechos, que con máxima atención y pena escuchábamos en la radio. Años más tarde, mi pueblo estuvo a punto de quedar por debajo del muro del pantano que se quería construir en Omaña y tal vez inundado por el retén que se iba a construir río abajo, excepto dos casas, entre las que estaba la mía. Y el recuerdo de Ribadelago volvía a mi mente.

Aquel temor me llevaba a pensar  que si un día tenía que luchar contra los estragos del agua o del fuego  prefería  lidiar con el último, porque el fuego se podía apagar con agua  y la lucha contra el agua me parecía que era imposible. Pronto comprendí que tanto el uno como la otra producían daños difíciles de reparar.


Una de las crecidas del río Omaña (Foto MAR)


Algunos animales también eran generadores de miedo para nuestras mentes infantiles. A la cabeza de todos estaba el lobo. En nuestros pueblos de montaña el lobo  era una amenaza cierta para los rebaños y existía sobre él un temor colectivo que generaba también miedo a las personas. Se decía que se le distinguía en la noche por el brillar de sus ojos. Recuerdo vivamente las batidas al lobo con mucha gente en el monte para tratar de hacer un círculo y cercarlos en su madriguera. El grito   de “ahí va el lobo” resonaba con eco y se podía oír desde los pueblos. Dos imágenes siguen muy vívidas en mi retina. El ver a un cordero, oveja o cabra  desangrada con el cuello ajagayado, después de ser atacados por el lobo, y al pastor que llegaba desolado al pueblo diciendo que le había salido el lobo. En alguna ocasión, una manada. La otra imagen es la del lobo capturado después de una batida. Después de muerto, se le  desollaba y la piel se metía en un pequeño varal y colgado a los hombros de dos hombres se la llevaba por los pueblos de la contorna y se pedía para el lobo. Cada cual colaboraba con algo de dinero o viandas con las que  los cazadores se preparaban una merienda para celebrar el éxito de la batida.

También la raposa (zorra) imponía por ser un animal muy astuto que se introducía en los pueblos  y atacaba a las gallinas, lo mismo que hacía la garduña. Aunque no atacaban a las personas, el hecho de que atacaran a los animales domésticos también producía cierto miedo. El nombre de la garduña pasó a designar metafóricamente a la persona (mujer) que se aprovecha de lo ajeno.

Otro animal de mis miedos infantiles era la cabrallouca,  chotacabra o coruja (lechuza). Un animal nocturno y desconocido, que oíamos en las noches de otoño e invierno, pero que no veíamos, por lo que se acentuaba  más miedo. Con ese nombre, yo no tenía claro de niña que  el animal fuera un ave. ¿Cabra y loca? Lo de  cabra-loca imponía mucho más temor. Su canto impresionaba en las noches negras y frías, máxime cuando se nos asustaba con el canto del  ave  al decirnos que en su canto repetía: “Traémelo p´acá, traémelo p´acá”. Es evidente que todos temíamos que viniera a por nosotros.



Lechuza (Pixabay)

El milano  también era un ave que producía un poco de respeto. Los mirábamos con desconfianza pues sabíamos que eran aves de rapiña. Algunas retahílas populares, conocidas en muchos pueblos, contribuían a alentar ese miedo.

Pepe, repepe,
pastor de los pollos,
vino el milano,
comióselos todos.
Pepe lloraba,
el milano cantaba,
Pepe decía:
Así reventaras.

Si se comía a los pollos, podría intentarlo también con algún rapá. En algunos lugares el animal que se lo comía a los pollos era la raposa.

Peor impresión  aún nos producía  el cuervo. Cuando aparecía una bandada de estas aves se decía que sacaban carne, frase que aludía a que iba a morir alguien. Y nos preguntábamos en quién iban a hincar sus picos.

Había también animales  de los que temíamos las picaduras, lo mismo que puede ocurrir a los niños de hoy: avispas, abejas… ¿Y qué decir de las culebras y los sapos? Además de miedo a la picadura de las culebras, también se nos contaban historias sobre culebras  que se  habían enroscado en el cuello de alguna persona a la que habían ahogado. Los sapos más bien producían asco, pero también nos producían un poco de miedo, porque se nos decía que nos podían lanzar la orina a los ojos y dejarnos ciegos.

Aunque fueran animales que generalmente no veíamos, también teníamos un miedo especial a las salamanquesas y a los escorpiones. Un refrán que  se oía con cierta frecuencia alertaba de la peligrosidad mortal de la picadura de estos animales. Decía: Si te pica un escorpión, con la pala y el azadón; si te pica una salamanquesa, con la pala y la artesa (ataúd). Evidentemente el refrán aludía a  que las picaduras de ambos animales eran mortales. En cambio, ningún animal doméstico nos producía miedo. Sin embargo, la salamanquesa no es animal venenoso, pero el mito de su veneno letal está muy extendido. En ningún caso pueden picar, como máximo morder si se las atrapa, pero en general huyen de la gente.


Salamanquesa (Pixabay)

 Convivíamos amistosamente con las vacas, los burros, los las cabras, las  ovejas, las gallinas… Los gochos nos gustaban un poco menos.

Pero había un animal que era muy misterioso. Un animal que se cazaba por la noche, en todas las épocas del año, porque no le afectaban las restricciones a la caza. Habrá pocos omañeses de edad madura que no hayan oído hablar  de los gamusinos o hayan sido invitados a cazarlos. Era una broma a la que se sometía a personas que nunca habían oído hablar de esos seres. El “listo” simulaba que los cazaba y los iba metiendo en un saco con el que hacía cargar al más ingenuo, hasta que este descubría que lo que llevaba en el saco era un engaño. Nunca nadie pudo ver ni atrapar un gamusino, porque era solo un animal imaginario, pero a los guajes nos producía por lo menos intriga. Una vez que descubríamos qué eran  los gamusinos, perdíamos el miedo  y los propios chavales hacíamos referencia a ellos   para engañar o asustar a otros niños. La palabra está recogida en la mayoría de comarcas leonesas, según anota  J. Le Men en su diccionario Léxico del leonés actual.  También el Diccionario General de la Lengua Asturiana (DGLA) recoge la forma gamusín, y  en el DLE (RAE) aparece también gamusino con el mismo significado, lo que quiere decir que es una leyenda compartida con otros lugares de España.

Y aún existían otros miedos. Las vivencias religiosas que nos inculcaban cuando éramos niños también reflejaban más temores que amores. No era extraño que se reprendiera a  un niño diciéndole que lo iba a castigar Dios. Y en el ámbito de  la educación religiosa la insistencia en hablar de pecados llevaba también aparejada la idea de ir al infierno, un infierno de fuego eterno. En algunas ocasiones  podíamos sentir  muy cerca al demonio. En las noches muy desapacibles del otoño e invierno, con fuertes rachas de viento y lluvia, se decía que andaba el diablo suelto por la calle. Seguramente con mala intención, pensábamos. Hasta que entendíamos que eso solo era una metáfora, nuestra imaginación veía a esos diablos que habían tomado el espacio exterior a las casas y de los que nos teníamos que guardar.

No faltaban en algún caso los miedos a los castigos, aunque en general eran leves, pero cuando se hablaba de que nos iban a meter en algún cuarto oscuro (en la corte de los gochos) nos producía un temor especial. También cuando veíamos que podíamos recibir un castigo físico, en casa o en la escuela. Se decía que algunos maestros tenían la vara de avellano dispuesta para el uso. Yo no llegué a verla.  En la mayoría de los casos se trataba de amagar, pero sin dar, porque sabíamos que había que obedecer por imperativo moral. El sí señor y el mande usted teníamos claro lo que significaba. Ya, en otra ocasión, he escrito sobre los castigos físicos.

Cuando superábamos alguno de estos miedos empezábamos a sentirnos mayores y no era extraño que tratáramos de asustar a otros niños más pequeños. Muchas veces me  ha recordado mi hermana menor que yo la asustaba en (y con) la oscuridad y el gamusino que se acercaba sigilosamente desde el exterior de la casa hasta la cama, mientras recitábamos: ¡Ay, mamina mía, mía, quién será! Calla, hijina mía, mía que ya marchará...  Espero que ya me  lo haya perdonado. Pero es posible que viviéramos los miedos a medias, aunque yo quisiera presumir de lo contrario, porque la oscuridad de la casa, los sonidos de la noche (entre ellos el crujir de las maderas), el viento que soplaba, los ladridos de los perros y otras experiencias desagradables no dejaban  descansar  la imaginación de ningún niño.

Visto desde hoy, llama la atención el hecho de que nuestros padres nos encomendaran labores  que, además de generarnos miedos, podían suponer un riesgo para nosotros, niños de pocos años. Teníamos que ir a otros pueblos a hacer recados andando por  la carretera o por caminos solitarios, a llevar la comida a las tierras del monte a los segadores en época de recogida de pan, a guardar las vacas a prados apartados del pueblo… Es verdad que los peligros de entonces no eran tantos como los de ahora -o quizá no se veían-, o  bien había que hacer de la necesidad virtud. Recuerdo que tenía bastante miedo y desconfianza cuando en circunstancias como las descritas veía aparecer a algún hombre desconocido. Tengo varios recuerdos desagradables al respecto. Incluso me daban miedo los camiones que transportaban el camión de las minas, miedo por el vehículo en sí mismo y temor a que los conductores me secuestraran a bordo del camión. No sé si aquellos niños éramos más maduros que los actuales o simplemente la realidad que vivíamos nos hacía adaptarnos al medio.


A nuestra infancia no llegó Halloween (esa modernidad que hemos copiado de una cultura bien diferente), pues el miedo no era una fiesta ni una experiencia de un día. No necesitábamos telas de araña artificiales, (las veíamos cada día), ni pintarnos caras sanguinolentas, ni tratar de asemejarnos a Drácula, ni calabazas, ni calaveras… 


Foto de infancia, años 50

Aquellos miedos y otras situaciones difíciles a las que tuvimos que enfrentarnos en la infancia o la adolescencia nos dotaron de una gran  fortaleza moral que ha marcado nuestra vida de adultos.  Porque  los miedos, siempre que no sean traumáticos y limitadores, tienen un papel importante en la formación de nuestra personalidad.

En todo lo escrito antes me he limitado a expresar  las vivencias, el resto  lo dejo para la neurociencia y la psicología.

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