En la fiesta a Todos los Santos, en que recordamos de forma especial a las personas que ya viven en la inmortal morada, quiero que vaya hoy mi recuerdo para quienes nos precedieron.
Para esas personas que nos dieron la vida y nos legaron una tierra que cuidaron con mimo durante generaciones. Una tierra que desde la época romana hasta el comienzo de las explotaciones mineras del siglo pasado apenas había sufrido cambios en su fisonomía. ¡Ellos sí que sabían de eso que ahora se llama economía sostenible!
Esos hombres y mujeres sabían muy bien en qué época había que arar, abonar y plantar las semillas y cuáles eran los cuidados posteriores que permitirían recoger, en el momento oportuno, el fruto deseado.
Vivían en armonía con su entorno y sabían comprender las señales de este. Conocían las fases de la luna y su influencia sobre la naturaleza. Entendían el lenguaje del sol, de las nubes, del viento, de la nieve, de la calorina del verano y de las pelonas de invierno. Identificaban los sonidos de la naturaleza e interpretaban su colorido. Vivían bajo ese cielo al que a menudo pedían clemencia y del que esperaban siempre generosidad.
Sabían cuidar los cauces del agua, los caminos, los prados, los montes... De ellos dependía su sustento y la leña con que se calentaban. Cuidaban a los animales domésticos como si fueran parte de una familia amplia que se había extendido al corral. Esos animales eran lo más valioso de su economía: eran trabajo, comida, compañía... Y hasta seres con nombre propio.
Sabían ser gentes de buen conforme: trabajadoras, humildes, austeras, leales... Gentes de palabra. Y buenos pagadores, según decían los riberanos de los montañeses.
Sabían ser solidarios con sus vecinos y trabajar en común con ellos cuando era necesario. Todos reconocían el repique que les llamaba a una hacendera. Compartían con la vecindad la pena y la alegría, el entierro y la fiesta. Y, sobre todo, compartían la sabiduría natural que habían aprendido a partir de sus cinco sentidos, al que añadían el sexto: el sentido común.
Sabían honrar a Dios y al césar, a las vírgenes y santos de sus ermitas, y nos hicieron llegar tradiciones religiosas y profanas que aún conservamos: de la copla, a la letanía; del ramo, al carnaval; de la jota, a la procesión...
Esa tierra que amaron, que cuidaron con pasión, hoy los cobija, en ella están "en-terrados". Sus vecinos (y los de los pueblos próximos) los acompañaron hasta la tumba, tumba que ellos mismos habían preparado, con mucho respeto, para el difunto. Y sus restos quedaron marcados con una cruz comunal que iba siendo adjudicada al último difunto. Muchos, andando el tiempo, perdieron sus tumbas originales, perdieron sus nombres, perdieron su identidad, pero no se perdió su memoria.
Esa memoria es en el presente compartida con la de nuestros antepasados más cercanos, cuyos nombres figuran en cruces y lápidas. Y con la de aquellos coterráneos que hubieran querido descansar para siempre en su tierra, pero a quienes la vida llevó por otros derroteros.
Unos y otras, los lejanos en el tiempo o en el espacio y los cercanos, son parte de nuestra historia, de nuestra esencia.
Omaña es paisaje y paisanaje, en armonía, eso ha sido siempre y eso deseamos que siga siendo. Por ello, estas palabras están dedicadas a esos antepasados nuestros, hombres y mujeres, que nos han legado un patrimonio que, en su honor y en nuestro beneficio, es preciso seguir cuidando. Que puedan tender su mirada de ojos invisibles y fundirla con la nuestra para reconocer, cerca y lejos, la belleza amarilla y rojiza de la otoñada omañesa, que se extiende más allá de los cementerios y embelesa los sentidos.
Y como nada puede la muerte contra la inmortalidad del recuerdo, para las omañesas y omañeses difuntos, vuelan hoy, desde las altas copas de los chopos dorados de otoño, las flores eternas de la MEMORIA y la GRATITUD.
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Cementerio viejo de Paladín. |
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Cruz comunal que se usaba en Paladín (le falta la parte superior) |
© Margarita Álvarez Rodríguez