sábado, 20 de febrero de 2016

EL LENGUAJE DE LA REGAÑINA Y EL CASTIGO



         De cómo nos leían la cartilla y nos daban un torniscón...

                                    A mis padres, que se quedaban  en el amagar y no dar.

Los leoneses que peinamos canas  conocemos una gran riqueza de palabras para hablar de los castigos físicos que nos infligían padres o maestros cuando éramos guajes  o rapaces.  Algunas de esas palabras son de uso general en el castellano coloquial  y otras son más específicamente leonesas y, aunque menos que hace décadas, aún se siguen utilizando.  No es que fueran con nosotros especialmente crueles los mayores, ni que las formas de castigar fueran más originales que en otros lugares,  pero,  por la mezcla del  castellano y el leonés, existen en el Viejo Reino gran  variedad de términos que   indican diferentes matices.

¿Por qué y cómo nos castigaban? La causa por la que  a veces recibíamos castigos que iban más allá de  una regañina era  por  el  empeño que poníamos en  jeringar a los mayores o  actuar como auténticos malandrianes  o manguanes. A eso se unía el que estábamos en la época del “sí señor y el mande usted”, tanto en casa, como en  la escuela,  la iglesia…, y difícilmente  se podía rechistar.

En general, no nos daban   una azotaina sin causa, solo nos llegaba como “recompensa” cuando   hacíamos “méritos”.  Unas veces nos castigaban por nuestro natural inquieto, por ser unos   enredadores o por ser  el  típico  farragús. Otras veces  por no ser bien mandaos y protestar cuando nos encomendaban una tarea, especialmente, si nos dedicábamos a rezungar, (remungar, remurgar, remurdiar)  o a ser rumiacones  y. más aún,  si nos burlábamos asusañando, referviendo, gorgutiendo  o retrucando.

También por adanes, farrochos, folgaciones, o por tomarnos algo a chirigota y ser unos titirivainas,  lo  que nos llevaba a hacer mal algo, es decir, a eszarrapachar, por ser unos fuleros y actuar de forma poco responsable.

En algunas ocasiones, el castigo era ganado a pulso porque,  por nuestro carácter o actuación, peor que  un nublao  o una nube de piedra, nos ganábamos merecidamente el calificativo de galifates,  jarotes o gandules.  Para los peores, aquellos que parecían de la piel del diablo, también se usaba la palabra  barrabás. Siendo y actuando así,  era fácil que hiciéramos alguna burricada o barrabasada que no podía quedar exenta de las mandangas correspondientes…

A veces, la actuación no era tan negativa, pero el castigo nos venía por ser cazoleros y hacer lo que   nadie nos había encomendado o por ser muy cargantes o candorrios. La mentira también podía tener malas consecuencias…

La riña y el castigo posterior podían empezar por  regañinas con las que nos cantaban las cuarenta,  nos ponían las peras al cuarto, nos ponían a caldo… o ir a mayores y  hacernos sentir como   burros,  porque,   como a tales, nos albardaban o nos ponían el aparejo. Esto último lo entendíamos mejor los que vivíamos en el ámbito rural.

Después del me cagüen tus muelas  y ¡que cobras!,  nos anunciaban que iba a haber jarabe de palo, jarabe de mimbre… Hasta aquí la amenaza no inquietaba demasiado, porque el palo y el mimbre quedaban compensados  con el jarabe que los envolvía. Pronto el lenguaje subía de tono y ya oíamos expresiones más contundentes: te voy a dar pa´l  pelo,  te voy a dar unas mandangas, te voy a dar una paliza, una zurra, una camada de palos, te parto los morros… A veces la frase se  hacía misteriosa por estar incompleta y el temor era más incierto, pues se quedaba en ¡te voy a dar una…!

También los medios para andar con nuestro cuerpo se anunciaban con anticipación:  me voy a soltar el cinto o la petrina, va a andar la zapatilla, te voy a dar  con una vara de fresno, de avellano, de mimbre…

Las partes  del cuerpo preferidas  para recibir  la “caricia” de la mano, la zapatilla, el cinto… eran el culo y la cara.  Si se elegía la cara, esa caricia podía no ser  muy violenta, pero sí muy variada. A veces la bofetada se escondía tras  nombres que más  bien parecía que indicaban que nos iban a ofrecer delicias culinarias: chuleta, leche, torta, galleta, níspero, castaña, guindas. Cuando nos llegaba la primera, comprendíamos de golpe  cuál era la cruda realidad de aquello que nos habíamos ganado.

El cachete y la colleja  no parecía que nos inquietaran mucho. Tampoco el  mosquilete o mosquilón, que nos daban en la cabeza  con nudillos, nos producía mayor daño.  El sopapo y la carrillada   sonaban un poco peor. Y si nos faltaba el moquero, no había problema, porque con una mano vuelta nos podía llegar  uno en cualquier momento en forma de soplamocos o sonamocos.

Peor sonaba la cosa si se sentía en la cara un papirotazo, guantada o guantazo,  manotazo,  tortazo, pescozón, sornavirón, torniscón,  castañazo, xiostrazo… Estas palabras terminadas en -azo y en –ón  no  sonaban a música celestial. Hostia,  hostiazo  y revés tampoco  sonaban mejor, aunque estos términos eran poco usuales. Lo que parecía que sonaba mejor, desde el punto de vista musical,  era que nos dieran una tocata, aunque pronto comprendíamos que era preferible  no asistir a este tipo de concierto.

Sin duda alguna, lo que parecía más agresivo era lo de cruzar la cara y  lo de poner la cara del revés… Si nos la cruzaban sabíamos que no bastaría ponerse de perfil para disimular las señales  y,  si la ponían  del revés, como mínimo, tendríamos dificultad para acompasar  el andar y  el mirar…

Si se elegía el culo para zurrar la pandereta -¡pobre pandereta, no sé por qué se la mete en este asunto!- ,  o la zarabanda, el lugar era más mullido y, como estaba cubierto, era más improbable que nos quedara marca o, sí así era, podríamos llevar tapada nuestra vergüenza. Nos podían  dar  un azote,  una azotaina, un zapatillazo,  unas mandangas, unas ñalgadas  Y a medida que  el culo iba sufriendo la afrenta cambiaba de color,  hasta que nos lo ponían  como un tomate, y también iba adquiriendo calor, porque las ñalgadas nos  lo calentaban, o incluso terminaba como  el fuego, si nos arreaban candela.

A veces,  la mano se alargaba de forma más amenazante con una mimbria u otro tipo de vara…  y llegaba a nuestros zancajos en forma de  vardascazos o llampriazos  y, en el caso de vara de roble,   fuchacazos. Si era el cinto o un trozo de soga o reata el ejecutor, lo que se recibía era un zurriagazo.

Si  la paliza era una auténtica estañina,  no tenía localizado el lugar concreto del cuerpo  para abatanar y recibir las sardinas de cinco rabos. Entonces nos andaban con el cuerpo y podíamos recibir una  somanta, una  panadera,  o nos podían dar   una tunda, una  tulipanda  y, también,  tralla,  cera,  hule… En fin, había dónde elegir.

Peor se ponía la cosa si nos sacudían  estopa o caña… Y ya llegábamos a la peor situación cuando   aparecía la  zurra. En este caso, nos podían   zurrar la badana o zurrar la panderetaMedir el lomo, -y no precisamente para saber la altura-,  y tundir a palos eran ya castigos muy severos que se convertían  en una auténtica palestrina  o lurtia, y que  nos podían dejar  deslomados, aunque aún quedaba algo peor: comer los hígados  partir el alma. De repente nuestros padres se convertían en  caníbales o en seres de poderes sobrenaturales que tenían acceso al alma. ¡Ahí es nada!

La escuela también  aplicaba castigos, a pesar de que íbamos ya con la cartilla leída de  casa. Dar con la regla en las yemas  de los dedos y ponernos de rodillas con los brazos en cruz fueron castigos frecuentes en otra época. Y también caían capones de vez en cuando.  Y más que capones.  Entonces no existía "el rincón de pensar" ni esa moda moderna de poner pegatinas de distintos colores según la conducta… A veces, en  esos brazos en cruz, se colocaba un libro en cada mano. Lo de "la letra con sangre entra" se hacía casi realidad. Y, por supuesto, el maestro siempre tenía razón.

Después de todo lo dicho, parece que nuestra educación fue muy cruel.  La verdad es que se amenazaba más que se daba. La amenaza pasaba a amago y se quedaba en   el te voy a dar…, sin dar. 

Felizmente, hemos sustituido esos métodos de castigo por otros menos agresivos… Pero también es verdad  que esos niños de hace décadas no estamos traumatizados, porque, salvo casos excepcionales de malos tratos, entendíamos que era parte de nuestra educación y nos dolía más en nuestro orgullo, -dolor que  se manifestaba con alguna lágrima-, que en nuestra cara o trasero.  

Con ese cachete a tiempo,  o esa tulipanda que raramente llegó a ser, o a pesar de ellos, hemos  llegado hasta aquí  y, seguramente, no estamos tan mal educados…  



Artículo relacionado: 

YO NO FUI AL COLEGIO, FUI A LA ESCUELA



Más léxico leonés: 
  • El habla tradicional de la Omaña Baja, de Margarita Álvarez Rodríguez.
  • Vídeo sobre el libro que recoge también unas cuantas docenas de palabras, especialmente, a partir del minuto   4:

https://www.youtube.com/watch?v=2YJpUXj6u7E



sábado, 6 de febrero de 2016

HASTA QUE LA GOTA COLME EL VASO...

      

                        EXPRESIONES RELACIONADAS CON LA COCINA (III)

            Vino, leche, agua...




En un artículo anterior recogía expresiones culinarias que describen nuestro aspecto físico.   En el presente artículo seguiré aportando más expresiones relacionadas con el comer y el beber,  que tienen carácter figurado y sentido peyorativo (disfemismos), y que sirven para definir nuestra forma de ser o nuestro comportamiento. 


Podemos comenzar preparando las bebidas y pensando en  el vino, que es buen ingrediente para cocinar y para acompañar a los platos, porque comer sin vino, comer mezquino. Tiene razón quien dice que el vino alegra el ojo, limpia el diente y  sana el vientre.




Sirve a veces para  describir  rasgos negativos de nuestra personalidad,  especialmente, el estado de   embriaguez. Bueno es beber, pero no hasta caer, nos aconseja el refrán, porque,  cuando alguien se ha tomado del vino, tiene que dormirlo, para acompañar   la buena merluza que lleva encima. El vino demasiado, ni guarda secreto, ni cumple palabra, aconsejaba don Quijote a Sancho.

Comer ajo y beber vino no es desatino pero,  si nuestro carácter o la excesiva afición a la bebida nos  convierte  en provocadores o pendencieros, tenemos mal vino. Y si ese mal vino es permanente,  se convierte en vinagre: somos unos vinagres  o estamos avinagrados. Y, si alguien tiene buenas palabras y ruines obras, decimos que pregona vino y vende vinagre.

Existe un cierto maridaje lingüístico  entre  el vino y la leche, porque no hay mucha distancia entre estar avinagrados y tener mala leche. Algunos, aunque no la tengan mala, parece que tienen aficiones coprófilas, pues   están todo el día cagándose en ella. Y, por si acaso el olor que dejan  no es aromático, escapan del lugar cagando leches, llevándose el hedor con ellos.   Otros  amenazan con dar leches. El ¡que te pego, leche!, en boca de  un personaje conocido, ha dado a la leche una dimensión histórica.





Para acompañar  a la mala leche también podemos tener mal café  y unirlo a mala hostia  o   mal yogur. ¡Indigesto desayuno! Y es probable que por ese mal carácter, de niños, nos hayan dado  alguna galleta o alguna leche,  no precisamente comestible, y que, para no recibirla,  nos hayamos tenido que apartar  de la mesa echando leches, con mucho riesgo de darnos a nosotros mismos  la leche que tratábamos de esquivar. Al final, nos compadecerán cuando comprendan que no hemos actuado de mala leche.


En este mundo lácteo, siempre hay alguno al que le  gusta  dárselas de café con leche, pero, como otros se huelen la tostada,  tienen que  quedarse con la miel en los labios. Y es que los que presumen  son, a veces, los más necios, porque  no se ha hecho la miel para la boca del asno y, al final,  actúan como el tonto que asó la manteca. Así que,  aunque lo intenten, no conseguirán dárnosla con queso, 
 salvo que se encuentren con un yogurín de buen aspecto, pero de mucha ingenuidad. Cuando se quieren guardar secretos, hay que evitar las peleas en que se dicen verdades inconvenientes, pues  riñen los pastores, y se descubren los quesos y ¡esto es la leche! 

Agarremos bien la taza de nuestro café con leche, para que no se nos caiga de  unas manos de mantequilla (o de queiso, para los leoneses), porque nos quedaríamos con mal sabor de boca.

El otro líquido, ingrediente esencial para cocinar, es el agua. Dice el dicho que algo tendrá  el agua cuando la bendicen. Pero el agua  sirve  a menudo para censurar nuestro comportamiento o para hablar de nuestros defectos y, cuando  el río suena, agua lleva.


Si no nos gusta trabajar, no queremos dar un palo al agua y a los que les toca sufrirnos solo les queda ¡ajo y agua! Si amargamos la vida a los que nos rodean, somos unos aguafiestas. Si somos charlatanes, no nos callamos ni debajo del agua. Si somos pusilánimes, nos ahogamos en un vaso de agua, aunque todavía no estemos con el agua al cuello. Si somos interesados, llevamos el agua a nuestro molino. Si hacemos cosas inútiles, cogemos agua en cesto o en harnero o echamos agua en la mar. Si somos interesados y queremos conseguir algo de una persona con adulación, seremos capaces de bailarle el agua, aunque sea sin música. Si encubrimos la malicia tras una aparente inocencia, parece que no enturbiamos el agua, quizá porque somos capaces de nadar entre dos aguas




Si hacemos gala de los defectos anteriores, alguna vez nos ganaremos una regañina con la que nos vacíen el vaso y  nos echen el agua al molino. A partir de entonces, como el gato escaldado, del agua fría huiremos.

Y ahora unos consejos. Cuidémonos de los alarmistas que forman una tormenta en un vaso de agua, pero también  de los  que aparentan un excesivo “buenismo”, porque del agua mansa Dios nos libre… No persistamos en acciones  que nos pueden producir algún mal, porque tanto va el cántaro a la fuente, que al final se rompe. No  ensuciemos el agua que después vamos a beber, para no pecar de ingratos, y, si no la hemos  beber, mejor dejarla correr, pues no se echa de menos el agua hasta que se seca el pozo. 

Si nos encontramos en situaciones en que esté el río revuelto, en lugar de pescar en él, hagamos lo posible para que vuelvan las aguas a su cauce y las discusiones o peleas terminen en agua de borrajas.


Si no tenemos los defectos anteriores seguramente tendremos otros, porque de los defectos, como del agua, nunca puede decirse de este(a) agua no beberé.  Pero sigamos bebiendo agua, porque el agua  no enferma, ni embriaga, ni endeuda. 


Y para no ser como Juan Palomo (yo me lo guiso yo me lo como), aquí seguiremos cocinando para completar la comida hasta que la gota  colme el vaso o se nos haga la boca agua y confiados en que este artículo no haya caído como un vaso de agua fría.
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La Recolusa de Mar por Margarita Alvarez se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.