The end. El fin de la minería del carbón en León y Palencia
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Cecilia Orueta. Flores abandonadas la mina Salgueiro de Torre del Bierzo (León) |
Exposición de fotografía y libro que recoge las imágenes y las acompaña con testimonios de retratados y textos literarios relacionados con la minería.
Autora: Cecilia Orueta
En la presentación que tuvo lugar en la Casa de León en Madrid, el 3 de febrero de 2022, acompañaron a la autora: Julio
Llamazares, escritor; Mar
Astiárraga, autora del diario del viaje por las cuencas y José María Hidalgo y Margarita Álvarez, en representación de la Casa de León en Madrid.
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Portada del libro. Cine Emilia, en Ciñera (León) |
El jueves 3 de febrero tuve la
ocasión de presentar en la Casa de León en Madrid la inauguración de la exposición
fotográfica de Cecilia Orueta titulada The end y el libro de fotografías que la
acompaña, sobre el fin de la minería del carbón en León y Palencia. Y a mí, que he tenido relación
con el mundo de la minería, me produjo una emoción especial. En las líneas siguientes pretendo hablar del gran trabajo fotográfico de Orueta, pero no puedo hacerlo sin pasar antes por la memoria de mi padre y de los demás mineros que he conocido.
Mi padre, Irineo, fue minero en el año 1952, en Carbones Mauricio, de La Magdalena,
y en los años 70 en las minas de Valdesamario, dos localidades
leonesas. Inició su vida laboral en la
minería como picador, cuando era un mozo, y la retomó muchos años más tarde, como
barrenista, dos categorías especializadas en el mundo de la mina. Trabajó como minero hasta que tuvo que jubilarse por enfermedad (unos diez años en total), aunque no fue la minería su profesión habitual,
pues fundamentalmente fue labrador y
cantero. Recuerdo el miedo que sentí
cuando tomó la decisión de volver a la mina. Un vecino nuestro se había matado
(así se decía: “se mató en la mina”) cuando iniciaba la juventud y también otro
conocido. La necesidad de contar con un trabajo que llevara aparejado el seguro
médico de la Seguridad Social, por necesidad familiar, fue la causa de su vuelta a la mina (“tuvo que ir a la mina”) y el hecho
de tener un hermano Antonio, minero profesional, que lo animó a ello y le “buscó”
trabajo en la empresa Minas de Valdesamario S.L., propiedad de Joaquín Blanco. Siempre respetó ese trabajo, lo mismo que los otros que había tenido, y nunca se quejó de su suerte.
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Gratificación de Navidad, año 1952 |
Cuando mi padre llegaba a casa ya se había duchado en la mina
(en los aseos construidos a principios de los 70) y pocas veces lo vimos con la cara tiznada de
carbón, pero, a pesar de ducharse, le quedaba con
frecuencia un cerco oscuro en torno a los ojos, como si se tratara de un
maquillaje involuntario e indeleble, que a mí me producía inquietud.
En su trabajo en la mina, como la mayoría de los mineros, sufrió pequeños
accidentes y uno más serio en que se rompió una pierna. En los años transcurridos
entre los dos periodos de trabajo en la
mina, algunas cosas habían cambiado, por ejemplo, se había pasado de tener que de ir muchos kilómetros en bici a ir en autocar de empresa, pero la sensación de incertidumbre al entrar por la bocamina, al bajar por las ramplas o en las jaulas a
cientos de metros bajo tierra para estar
unas cuantas horas rodeados de negrura y
humedad robando el carbón a las entrañas de la tierra seguía siendo la misma... Allí
dentro el pan del bocadillo y el que había que ganarse cada día a golpe de martillo o estallido de dinamita olían a mina, sabían a
mina… Y tenían el color de la mina.
Los mineros que trabajaban en las
minas de Valdesamario respondían a dos tipos: los había que habían trabajado siempre en la minería, era su única
profesión y a veces se desplazaban desde lugares alejados; en cambio, había otros, de los pueblos próximos, que pasaron de trabajar en el campo a bajar a la mina,
pero sin despegarse totalmente del cultivo de la tierra. Los que tenían
esta segunda condición se seguían
rigiendo por la concepción austera de la vida de las gentes del campo. Este mundo compartido entre agricultura y minería, en pueblos muy
pequeños, hacía que la vida discurriera
de forma serena y que el ambiente no fuera el tradicional de las cuencas mineras,
aunque sí se notara esta actividad en la vitalidad económica de una zona que
tradicionalmente había vivido de una economía de subsistencia. Allí no florecieron grandes empresas que marcaran una vida "monocultivo", como ocurrió en otras poblaciones mineras. La mina citada, creada al comienzo de la
década de los 50 del siglo pasado y cerrada en 1991, llegó a tener como mucho unos 80 trabajadores. En el mismo valle también hubo explotaciones a cielo abierto de la
MSP. Unas y otras dejaron tras sí la contaminación de un río
y la notable modificación de un
paisaje que no había vuelto a ser hollado desde la época romana.
Nunca llegué a ver la mina en que
trabajaba mi padre, pero con solo ver los monos de trabajo tan negros y a veces grasientos que lavábamos en casa,
me podía hacer una idea de las condiciones en que se trabajaba muchos metros
debajo de la tierra… Ahora, al contemplar las hermosas y dramáticas fotografías
de Cecilia Orueta se removieron en mí todos esos recuerdos.
Con frecuencia se oía decir que
los mineros del carbón ganaban mucho
dinero. Y sí, es verdad que, comparado
su salario con los escasos beneficios que
hace años producía el campo, los
ingresos de los mineros eran
altos. Pero es una verdad a medias. Habría que comparar el valor de la hora
trabajada en cómputo anual, la peligrosidad, tanto en lo relativo a accidentes
como a enfermedades, la dureza del trabajo y también lo que escondía una nómina. Los que más ganaban
lo hacían a costa de un esfuerzo extra-ordinario, porque trabajaban a destajo.
Tantos metros cúbicos de carbón sacaban… tanto cobraban… Ese era el incentivo. Quien ganaba mucho,
era porque trabajaba
más de lo ordinario y daba más ganancia a la empresa. Aquellos que no podían trabajar a destajo o que tenían
una categoría inferior percibían unos salarios mucho más corrientes.
La minería del carbón era una profesión dura, que hacía fuertes
moralmente a quienes la practicaban. Una
profesión muy concienciada social y
laboralmente, una profesión reivindicativa y solidaria… Unos trabajadores que siempre sabían enarbolar la bandera de la dignidad y, tal vez por eso, han
suscitado simpatías en el resto de la sociedad. Miles y miles de mineros que trabajaron en unas explotaciones que duraron siglo y
medio, en las cuencas de León, Asturias
y Palencia vieron cómo en el año 2018 se echaba el cierre definitivo a la última mina. Y con ese cierre, agonizaba
también aquel mundo "colonizado"
y organizado por las empresas de forma paternalista (como explicaba el escritor Julio Llamazares
en la presentación de la obra de Cecilia Orueta) que cubría las necesidades del
minero y su familia: vivienda, economato, cantina, cine… Todo aquello se
derrumba al cerrar las minas. Y de las ruinas, a la desolación.
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Cecilia Orueta. Mina Cerredo (Asturias) |
Y esa desolación la reflejan a la
perfección las fotografías de Cecilia Orueta que, durante un año, recorrió
distintas cuencas mineras de León y Palencia, acompañada por Mar Astiárraga que escribía el diario de la
planificación del viaje y recogía las experiencias cotidianas de esa
experiencia. El trabajo de la fotógrafa dejará viva, para la posteridad, en sus
imágenes, la memoria del carbón. Nacida en Madrid, ha tenido contacto con ese mundo, desconocido para alguien de
origen urbano, a través de las vivencias de su esposo, el escritor Julio
Llamazares, que se crió en la cuenca minera de Sabero. No haber nacido en ese ambiente minero tiene una ventaja para el objetivo de la fotógrafa, pues permite
que su mirada expectante ante cualquier imagen no familiar se fije pausadamente en detalles que pueden
pasar inadvertidos para la persona que ve a diario esa misma
imagen, ya que la tiene tan adherida a su retina y a su paisaje
anímico que le pasa desapercibida.
El carbón es negro negro, no en vano hemos
incorporado a la lengua familiar la expresión “ser tan negro como el carbón”. Negro
por su color natural y negro por la muerte que encierra. Y en la obra de Cecilia están plasmados todos
los matices del negro. El color negro del carbón que aparece en la cara de esos
mineros que salen del pozo y aún llevan
las huellas de la mina marcadas en su
piel. El negro de esos túneles iluminados solamente con la
luz de los cascos… El polvo negro sobre
los azulejos de unos baños que un día fueron blancos, pero sobre los que se podría escribir con el
dedo The end para ponerlo de fondo a unos cuerpos desnudos que tratan de recobrar
el color genuino de su piel Las
lágrimas negras que se vertieron con demasiada frecuencia ante la lápida de un
cementerio bajo la que reposa un minero muerto en accidente laboral. El color negro de la piel de tantos
trabajadores caboverdianos que llegaron a las montañas leonesas para trabajar
en la minería. Y otro negro más: el
negro figurado de “vérselas negras” para conseguir sus reivindicaciones
salariales y de seguridad, esas que la fotógrafa
recoge en pintadas rotundas y expresivas.
En las fotografías, el negro es
iluminado con una luz tenue, a veces amarillenta,
que nos sugiere un mundo de nostalgia que conmueve al espectador y crea un
bello contraste poético. Impresionan esos ojos perdidos de los tres mineros que
vuelven a casa en el autobús de la empresa, después de un trabajo extenuante y
ante la inminencia del cierre. Esos ojos
que, apagada la lámpara del casco, se convierten en pequeñas lámparas interrogantes que brillan con la luz de las
lágrimas.
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Cecilia Orueta. En la mina La Escondida, en Caboalles de Arriba (León)
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Y junto al color negro, la
sensación de soledad. Soledad, que nos habla de silicosis, en la cara de ese
minero que camina con unos cables de oxígeno; soledad, en esa mujer que se cubre la cara
llena de arrugas para esconder el dolor de su memoria; soledad, en esa oveja enferma que se ha refugiado para
morir en una construcción abandonada; soledad, en unas duchas habitadas
solamente por los olvidados envases de
gel . Soledad de picos, palas, martillos y otras herramientas que con su
presencia amontonada también nos hablan de un fin. Soledad de un ramo de flores
abandonadas, cuyo color rojo, ensombrecido por el polvo del carbón y la grisura
del fondo, produce en el espectador una sensación de inquietud y
dramatismo. Soledad y silencio de bares
y negocios cerrados… De un cine llamado Ideal, como si el nombre fuera un símbolo
y una burla cruel a su situación de abandono. Soledad de unos
documentos abandonados a su suerte en los que se desnuda la intimidad de una
persona. Soledad de Máximo Álvarez, el último vecino del poblado
minero de Casetas, doblemente solo, pues solo se quedó cuando en un fatal
accidente perdió a catorce compañeros. Soledad de esos taberneros que están
detrás del mostrador con una cámara delante, pero sin parroquianos.
Por las fotos de Orueta pululan
muchas instalaciones abandonadas: centros médicos, vestuarios, lavaderos de
carbón, bocaminas… Solo alguna presenta
un resquicio a la luz de la esperanza, como son las batas rosas de esas mujeres de Olleros de Sabero fotografiadas mientras trabajan en una cooperativa textil.
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Cecilia Orueta. Pozo Casares, en Tremor de Arriba (León) |
En muchas de las fotografías
Celicia Orueta enfoque su objetivo hacia paisajes nevados. La nieve añade
una penalidad especial a la minería.
Muchos mineros tuvieron que desplazarse durante años varios kilómetros a pie para llegar a la
mina. Y esos kilómetros se hacían especialmente penosos cuando tenían que
caminar sobre la nieve y, más aún,
cuando por ese motivo llegaban tarde y no se les permitía entrar. Por eso una
vagoneta abandonada en un paisaje nevado hace especialmente plástica la toma de conciencia de la dureza de esta
profesión.
En una de sus fotografías la soledad parece atenuada en la piel del pecho de un minero que lleva tatuada la imagen de santa Bárbara (patrona también de
los canteros). ¡Cuántas veces hemos visto a los mineros unirse en una sola voz
para cantar a su patrona esa canción que, una y otra vez, nos encoge a todos el corazón! Quizá muchos no
tengan creencias religiosas, pero
venerar o, al menos, respetar a santa Bárbara es otra cosa, porque santa
Bárbara es el mundo del carbón. Como dice el minero Maikel Carro, en uno de los textos que
acompaña a las fotos del libro de Cecilia: La
mina no sé qué tiene que se lleva en el corazón. Aparte de casualidad,
parece un simbolismo amargo el hecho
de que la última mina en cerrar, en 2018, situada en Caboalles de Arriba (León), se llamara La Escondida, como si
el lugar le diera el triste
privilegio de haberse salvado hasta el final.
Es muy sugerente la portada del
hermoso libro The end que acompaña a la exposición, publicado
por Eolasfoto. Un antiguo cine con sus butacas vacías al que
se acerca el objetivo de la cámara para captar la soledad de ese vacío y la negrura que lo envuelve. La negrura del carbón enmarca la
pasión de los mineros por su profesión y por la defensa de la misma y tal vez
la sangre que durante más de un siglo se
ha derramado en la mina. Esa negrura no nos deja ver la pantalla, que ya no está
iluminada por ninguna proyección, y que
además ha colonizado parte del patio de
butacas. Se acabaron las películas del
oeste que tantas veces se proyectaron en ese cine y que terminaban con esas palabras que fueron para los españoles el primer
contacto con el inglés. Según explica
Orueta, la vida de los mineros y su entorno
tenía un cierto parecido con la
escenografía de esas películas del Oeste, a cuyas proyecciones con frecuencia
asistían, pues llenaban su tiempo de
ocio y su necesidad de evasión. Ya Julio
Llamazares había establecido un cierto paralelismo entre el cine y la minería en su novela Escenas de cine mudo, de la que Cecilia
es también deudora. Lo hace notar en las
palaras introductorias: Este trabajo fotográfico
emana de ese aroma cinematográfico, de derrota de una ensoñación, que el fin de
la minería ha dejado en los pueblos mineros y en las personas que los
habitaron o que continúan viviendo en
ellos.
La “película” de esta exposición,
llena la belleza dramática, no es en realidad el The
end de esas consabidas películas de
vaqueros, sino que nos
devuelve más bien al inicio del cine: a
aquellas películas mudas en blanco y negro, que tal vez (solo tal vez), algún
día vuelvan a tener
voz y color.
La exposición fotográfica permanente de este trabajo de Cecilia Orueta tiene su
sede en el Museo de la Siderurgia y
la Minería de Castilla y León, situado en Sabero (León). Una
muestra de la misma está expuesta actualmente en la Casa de León en Madrid (calle del Pez,
6, 1ª planta) , hasta en 28 de febrero, en horario de tarde.
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Presentación de The end en la Casa de León en Madrid |
Cecilia Orueta es fotógrafa y diplomada en restauración de pintura. Como tal
ha realizado muchos trabajos en España, Francia y Alemania. Empezó a utilizar la fotografía como herramienta de trabajo, pero poco a poco
la fotografía se convierte en una pasión y en una profesión. Desde el año 2007 ha realizado varias
exposiciones en: Madrid, Gijón, León, Burgos, la Coruña, Barcelona… Y publicado tres libros de fotografía. The end es su tercer libro. Los anteriores: Eloxio da distancia (2008), convertido en documental por Julio Llamazares y Felipe Vega, y Los paisajes españoles de Picasso (2018). Ha realizado audiovisuales y reportajes para diversos medios y un cortometraje: Paris claro-oscuro, con Felipe Vega.
Un momento de la intervención de Julio Llamazares en la Casa de León en Madrid haciendo una evocación del mundo de la minería que reflejan las imágenes de Cecilia Orueta. Grabación de Beatriz Arias.
© Margarita Álvarez Rodríguez