viernes, 11 de febrero de 2022

Ser en la vida árbol

Omaña es tierra de árboles: de ribera y de montaña.

A esos árboles, que nos miran desde arriba, va dedicado este artículo.


Es verdad que la vida nos tiene señalados destinos de los que no podemos apartarnos. A otros les ha tocado ser casa, camino, carro… A mí me ha tocado ser árbol. Los árboles somos unos seres especiales. Estamos llamados a ver la vida desde arriba. Dicen que somos imprescindibles, porque generamos oxígeno, reducimos la erosión del suelo, producimos madera para los usos más diversos: nos convertimos en vigas, en cajas,  en muebles, en puentes… Calentamos las casas…  Somos seres importantes.

Servimos de cobijo para las personas. Para esa  que busca una sombra en un día de verano de gran calorina o  para esa otra que ha sido sorprendida sin tapadura y se resguarda de la lluvia… Servimos de  casa para los pájaros, pues  en nuestras ramas cuelgan los  nidos en  que habitan de marzo a julio.  En ellos ponen los huevos y los guaran,  en ellos cuidan a  sus hijos… Ya lo dice la retahíla: Marzo ñalarzo; abril, gogueril; mayo, pajarayo; en san Juan volarán y en santa Marina se buscarán la vida. Los árboles  somos altavoces de un maravilloso coro cuyas voces son   el piar y los cantaridos de  lavanderas, forines, pardales, pegas, aviones… Solo  hay uno que desentona porque elige la noche y su canto es desagradable: la cabrallouca. Y a veces  el protagonista de  una música no tan agradable  es  el bufido  del viento que mueve nuestras ramas y las hace también danzar  a su paso.   

El Escobio, Trascastro de Luna. Foto: MAR

Yo soy no un árbol cualquiera. Mi destino me ha hecho  ser chopo. Por serlo soy un árbol espigado, y eso ha sido una suerte, pues puedo sobresalir por encima de los demás y ver cómo se desarrolla su vida. Solamente pueden ver por encima de mí los que están situados en las laderas. Esos juegan con ventaja: son pinos, robles, abedules… Pero pocos son más altos  que  yo. Yo  crezco en el valle, soy de ribera, aunque también podría hacerlo en otro lugar que no fuera excesivamente seco.

Soy un chopo del país, por eso ya empiezo a ser viejo. No sé con certeza los años que tengo, pero ya he superado con creces el medio siglo. He tenido la fortuna de no ser cortado para madera. Mi suerte ha estado ligada al hecho de que los dueños de la finca donde vivo hace años que se ausentaron del lugar y creo que ni siquiera saben de mi existencia. Y también a mi aspecto. Hace mucho, mucho tiempo que fui plantado aquí, cuando era un chopo pequeño y delgado, una simple planta (de chopo), pues  así llamaban en el lugar  a los chopos nuevos destinados a ser plantados.

Durante años una mano amiga me fue podando para que creciera fuerte y robusto. Cuando ya me hice grande, cada dos o tres años, contemplaba cómo un hombre muy ágil trepaba por mi tronco de rama en rama, con la agilidad de una ardilla, hasta que llegaba a lo más alto. Entonces se agarraba con una sola mano y con la otra empuñaba una macheta que había subido  consigo colgada de las hebillas del pantalón, y empezaba a cortar mis ramas de arriba abajo. Este trabajo se hacía en otoño para conseguir  los llamados fuyacos o fiacos. Con  las ramas llenas de hojas que me arrebataban,  alimentaban a las ovejas y cabras cuando, en invierno, no podían salir al monte. Tanta poda continuada me ha hecho más fuerte, pero ha dejado cicatrices  en mi piel, que son  los nudos que se ven en mi tronco. Dicen  los hermanos que son como yo  que nosotros somos muy resistentes, más que esos otros chopos adoptivos  que veo cerca  y que llaman canadienses. Esos crecen muy rápidos y tienen mejor aspecto, pero su madera es poco consistente. Tienen buena fachada, pero hechos  engañosos… En los últimos años los vientos huracanados de otoño e invierno han arrancado varios  y he sufrido mucho al verlos con sus hojas llorosas pegadas al suelo y con sus raíces impúdicamente al descubierto. Es verdad que algunos de  mi generación  también han sido derribados, pero esos lo han sido porque la vejez les ha ido quitando fortaleza y, a veces, la vida.

Chopos de  tipo canadiense arrancados por un vendaval. Foto:MAR 

A vista de chopo, veo todo lo que me rodea y cómo ha ido cambiando el paisaje a lo largo de los años. Antes los chopos formábamos parte de los cierros (sebes)  o de los riberos que había a las orillas de una presa, de un arroyo o del río. Éramos más solitarios y teníamos más personalidad. No solíamos formar parte de  choperas, como las actuales,  donde están colocados todos en filas  rectas y a una distancia determinada. ¡Parece que han perdido su personalidad!  En el pasado, los labradores de nuestra tierra necesitaban cultivar las linares y huertas.  En ellas sembraban patatas, remolacha y otros sementijos para autoabastecimiento  y venta.  También  cuidaban los prados para que produjeran hierba para alimentar  el ganado. Por estos motivos  raramente  se hacían plantaciones de chopos en las tierras y praderíos. Había  vecinos que, para  conseguir tener algunos  chopos de su propiedad, los plantaban  en los comunales y los  marcaban en el tronco con sus iniciales.  Ahora, en cambio, tengo muchísimos hermanos, a algunos les puedo dar la mano, incluso abrazarlos con las ramas cuando el viento nos bambolea. A medida  que los pueblos se han quedado solitarios y silenciosos nosotros hemos aumentado en número. Formamos bosques de ribera que en ocasiones ocultamos casi los pueblos.  Y la regla es inversamente proporcional: más población vegetal, menos población humana. Donde antes había fértiles bagos  sembrados con distintos frutos ahora la tierra se ha convertido en improductiva bajo nuestra sombra y sobre nuestras raíces. 

He oído que ya no hay gente que cultive las tierras, que los que viven en estos pueblos  están jubilados o se dedican a la ganadería y tanto estos como los que se han ido han creído que los chopos somos el mejor "cultivo". Pero nos plantan para cortarnos y hacernos madera, por eso, cualquier día podemos ver con desolación cómo una sierra y un camión se acercan a una de nuestras plantaciones y derriban a muchos hermanos. En su lugar quedarán  los tueros, que tratarán  de revivir en la primavera  siguiente. En otros casos vemos levantarse nuevas plantaciones y nos alegramos, y hasta  queremos proteger a esos recién nacidos, sin darnos cuenta de que nuestra sombra protectora los perjudica…

Paladín. Foto: MAR

Los chopos hemos sido un elemento fundamental en la construcción de muchas casas omañesas. Nuestra longitud ha permitido que nos convirtamos en vigas que atraviesan las casas de una pared a otra, en estructuras de pisos y armantes. Y en forma de tablas hemos sustentado las tejas…  Pero ahora dicen que nuestra madera es poco valorada y  el principal destino es  transformarnos en aglomerado o pasta de papel. 

Nuestra familia es muy extensa. Compartimos espacio en las riberas del río con otros muchos árboles. Si me agacho un poco veo la copa de los alisos. Algunos son altos, pero no logran superarme. Son árboles muy abundantes en Omaña. Su madera, de color oscuro, es poco apreciada. Sus hojas son parecidas a las mías, de un verde más intenso. Yo he visto cómo hace muchas décadas se cortaban cortezas de su tronco que usaban las mujeres para teñir la ropa de negro. Pero, de vez en cuando un machao, tronzador o  sierra asesina también deciden convertirlos en leña.

Aliso sobre el río Omaña. La Omañuela. Foto: MAR

A los chopos, lo mismo que a los alisos,  nos gusta reflejarnos en las aguas del río, especialmente  en otoño, a la caída de la tarde. Entonces trasladamos al agua el color amarillo de nuestras hojas y la teñimos de oro.   Cuando alguien se para a observar ese reflejo notamos que su mirada absorta queda prendida en la belleza que contempla. Según la estación del año modificamos el cuadro impresionista, pero el resultado es siempre guapo. En verano, mis ramas verdes abanican el agua y en invierno esta me devuelve la imagen de mis ramas desnudas y ansiosas de  primavera.  Y siempre el espejo del agua nos multiplica: árboles que miramos al agua y árboles que nos miran desde el agua.


Tristemente cuando se producen grandes llenas alguno de nosotros ve cómo el río foza en nuestras raíces y consigue arrancarnos y arrastrarnos. Entonces, de  forma inesperada y violenta, nos convertimos en leña. (Hace décadas, acabadas las riadas, las Juntas Vecinales  subastaban la leña que había quedado en término del pueblo. Ahora es la Confederación Hidrográfica del Duero  la que realiza la limpieza del río).

Cerca también puedo ver cómo  asoma la cabeza algún  fresno, con sus hojas más finas que la nuestras. ¡Cuántas veces he observado que los labradores acudían a él para coger una vara que les sirviera para hacer una ijada o simplemente para apoyarse para caminar por el campo! 

Allí, no muy lejos sé que viven algunas cerezales. Hay tres momentos del año en que su visión no se me puede despistar. En primavera, mientras nosotros echamos la hoja que va cubriendo nuestras ramas de verde, ellas se llenan de flores y desde aquí arriba contemplo las estampas de pequeños jardines que van formando en los prados. En julio, entre sus hojas verdes, aparecen sus arracadas rojas. Son cerezas silvestres, pero que siempre han sido muy golosas. He oído pasar a gente que decía: Vamos a cerezas. Y más tarde los veía volver con unas cuantas ramas en que se apreciaban esos lunares rojos o negros  entre la hoja. Ya saben que en julio sufren estas pequeñas mutilaciones, pero se sienten felices de poner un poco del dulzor (a veces más bien amargor) de su fruta en el paladar de los labradores que están en pleno proceso de recogida de la hierba. Más cerca del pueblo hay algunas cerezales cultivadas. Esas dan productos de mejor calidad, cerezas de alforja o rojas, y están más cuidadas. Otro momento en que las cerezales brillan de forma especial es el otoño. El color rojo de sus hojas parece que las convierte en llamas en medio del paisaje otoñal.

Cerezales en otoño y en primavera. Foto: MAR

Si tiendo la vista hacia los prados que me rodean  veo los cierros  en que abundan las paleras y los salgueros.  Muchos fueron en su origen solo fincones en que se ataban ramas con bilortos  para hacer las sebes vegetales. En otra época he visto a gente andar a varas y llevarlas a brazaos. Entretejiéndolas,  los hombres elaboraban las cestas que en una casa de campo eran útiles para transportar cualquier cosa: patatas, nabos, leña… Pero su destino fundamental es convertirlos en leña para atizar, por eso son podados con frecuencia y su aspecto es más bien rechoncho, aunque sus hojas sean estrechas y largas.

Si dirijo la vista hacia el pueblo veo  nogales y otros árboles frutales. Las nogales (femenino en leonés, como la mayoría de los frutales) llaman la atención por sus copas redondeadas. He oído decir que son los árboles  perfectos para dar sombra en verano. Son  muy estimados por su valiosa madera y por sus frutos: las nueces de Omaña, que  tienen un sabor y una calidad especial. El mes de octubre era el  mes de la recolección, se vareaban y, una vez quitado el conjo que manchaba las manos de color negro, se asoleban varios días antes de recogerlas. Y hablo en pasado porque desde hace años las nogales dan pocas nueces. Las fuertes pelonas las dañan con frecuencia, además, como apenas hay gente que pueda realizar el vareo, los lugareños se conforman con recoger las que caen al suelo.

Nogales  vestidas de otoño en La Utrera. Foto MAR

Cerca de los pueblos, en las huertas hay también árboles  frutales: las perales, los manzales, las brunales… En el mes de abril brillan las flores blancas de las perales y las sonrosadas de los manzanales… A lo largo del verano vemos cómo crece la fruta, salvo que esté  cocosa o dañada  y se caiga antes de madurar. A principios de otoño la vemos brillar con su color amarillento o encarnado… Hasta me llega el aroma inconfundible de las manzanas… Es verdad que los frutales han ido disminuyendo por falta de cuidados, de fumigaciones y podas o por enfermedades como el fuego bacteriano que obligó a arrancar muchas perales. Hace años también vimos desaparecer a los negrillos, esos árboles, llamados olmos en otros lugares,  de madera muy dura, pero  que terminaron sucumbiendo a la grafiosis. Han renacido algunos, pero hoy apenas puedo localizarlos en el paisaje.

Manzanal que hace de sombrero sobre este pozo de Paladín

También  soy capaz localizar a los sabugos, especialmente cuando están floridos a principios del verano. En algunos momentos parece que me llega su intenso olor. Sé que algunos lugareños recogían esas flores para darles diversos  usos medicinales. En Omaña ha dado lugar al nombre de un pueblo  y hay omañeses que lo llevan como apellido.  No lejos de los pueblos también puedo ver  algún avellano y castañal, aunque en esta tierra no son abundantes. En eso no podemos competir nuestros vecinos de  La Cepeda.

Si miro a las laderas  y testeros intercambio miradas con los robles, los rebollos, los bidules y con arbustos como las urces y las escobas que alfombran el paisaje  en primavera con sus  colores amarillos y rosáceos. Algunos robledales han estado allí desde siempre, formando amplios bosques, especialmente en la Omaña Alta.  Otros han ido colonizando las tierras centeneras, lo mismo que las urces y escobas, tierras que ocupan las chanas y las laderas y que fueron quedando de vaco  y hoy están irreconocibles.

Bosque de robles, acebos y salgueros. La Urz. Foto: Paco Álvarez

Los robles son árboles duros y resistentes, muy estimados para madera…  Los niños se dedicaban a recoger sus gallarones, que por aquí llamaban bolajos y bolajas, para  jugar con ellos como pequeñas pelotas. Antes se recogían sus bellotas en otoño para alimentar al ganado menudo. Desde mi posición veo brillar los troncos blanquecinos de los bidules que se agrupan en amplios bosques  y que con su colorido nos regalan un otoño espectacular. Por el monte también puedo ver  algún capudo o capudre, que en otros lugares llaman serbal de los cazadores. Sus frutos en baya, de color anaranjado, ponen bellas gotas de color en los montes. He oído decir que esas serbas tienen muchas propiedades medicinales.

Capudo (serbal) y bidules (abedules). Vivero. Foto: Paco Álvarez

Por los montes de Omaña también puedo ver el acebo, que destaca de los demás árboles, sobre todo en invierno, porque tiene hoja perenne.  Es el árbol al que nadie se puede abrazar porque sus hojas llenas de pinchos seguro que rechazarían el abrazo. Sin embargo, los árboles femeninos, en invierno, nos dejan bellos puntos rojos en el paisaje  que son  sus frutos rojos y brillantes.  He podido ver cómo por Semana Santa algunas personas toman ramos de los acebos para llevarlos a la iglesia el Domingo de Ramos. Sus hojas rígidas  destacan por un color verde brillante por el haz y por un  tono más amarillento por el envés. Son árboles que con frecuencia pasan de centenarios. La infusión de  sus hojas cocidas parece que tiene propiedades diuréticas y laxantes.

Hasta no  hace  muchas décadas, los acebos  eran los árboles de hoja perenne por excelencia de Omaña. Ahora ya veo que les ha salido  un competidor: el pino. Cuando llegaron los primeros los miré con recelo. Mientras yo me desnudaba en el otoño, ellos seguían allí con su insultante color verde, manteniendo su orgullo y dignidad.  Me sorprendían sus hojas tan extrañas que nada tenían que ver con nosotros, los árboles omañeses. Tenían tronco, tenían ramas, pero sus hojas no eran hojas, ¡eran agujas! Y sus frutos, me resultaban también extraños. Pero poco a poco me he acostumbrado a  su presencia y convivimos cordialmente. ¡Los árboles somos muy tolerantes!

Pino y urces engalanadas. Paladín. Foto: MA


Los pinos me sorprendieron, pero pronto los reconocí como árboles, sin embargo, no he podido  reconocer a otros “árboles” muy extraños que veo en lo más alto de los montes. Deben de ser altísimos, o así me parecen, aunque los veo a lo lejos. Estos sí que son raros: son de color gris, tienen ramas solamente en la parte superior y no cambian de aspecto en todo el año.  Sus ramas se mueven cuando hace viento, pero no como las nuestras, esas giran  como si fueran grandes palas y producen un sonido que es capaz de asustar a los animales  y que  nada tiene que ver con el nuestro.  Ellos no sirven de casa a los pájaros… Los asustan... los matan. No son símbolos de vida… Por la noche emiten unas luces extrañas que hasta a mí, que he visto de todo, me asustan. ¿Serán así los árboles modernos? Espero que no, porque entonces para mí, se acabaron los abrazos y las conversaciones. Soy viejo   y mi mundo esté muriendo conmigo,   por eso me cuesta aceptarlos como parte de mi familia.  

Molinos eólicos. La Lomba. Foto Paco Álvarez

Por ahora, aquí sigo, viendo pasar la vida a mi alrededor… Cuando desaparezca, espero que alguien me tome el relevo y pueda  seguir dándoos noticias de lo que hacen mis hermanos. Si puedo elegir, le pasaré el testigo a un roble…  Él, desde arriba, podrá vigilar mejor a los intrusos… Tengo confianza en su fortaleza, aunque no estoy tan seguro de que cualquier máquina inmisericorde   o una mano asesina   que  achisme el monte y provoque  una quema no  puedan acabar también con su vida. O tal vez esos "árboles" extraños.  Dicen que los omañeses han sido siempre duros como robles. Espero que ellos sabrán cuidar a ese árbol que es  símbolo de su tierra y de su propia vida.

Un roble centinela en La Chana de Paladín. Foto: MAR

Y ya he hablado demasiado, dejo  la palabra a otros… Que me perdonen los árboles que no he citado. Mis ojos están cansados y ya me cuesta distinguir unos árboles de otros…

Robles que vigilan, desde Paladín,  el bosque de chopos de la ribera del Omaña
y los molinos eólicos del Valle de Samario y Andarraso. Foto: MAR

Omaña está dentro de la Reserva Mundial de la Biosfera de los Valles de Omaña y Luna. 

 Autora del texto: Margarita Álvarez Rodríguez

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