De aquellas Navidades a esta Navidad
A mis nietos, Alejandra y Gonzalo
No sé cómo puede vivir quien no lleve a flor de alma los recuerdos de la niñez. Unamuno.
Cuando en estos días pasea uno por las calles de nuestras ciudades y contempla tanta iluminación y adorno navideño, tantas calles atestadas de gente, tantas bolsas en las manos, tantas comidas de empresa, tantas reuniones familiares, tantas llamadas y mensajes para felicitar las fiestas navideñas…, tantos niños viendo catálogos o anuncios de juguetes y seleccionando lo que van a pedir a Papa Noel, a los Reyes, a los tíos, a los abuelos… no puede uno menos que recordar lo que fue la infancia de aquellos que éramos niños hacia mediados del siglo pasado, en pueblos muy pequeños y apartados de la montaña leonesa.
Las fuertes heladas (pelonas), los carámbanos o chupiteles en los tejados, las nevadas que hacían difícil salir a la calle, aun con madreñas, la necesidad de calentar la cama con un ladrillo macizo, que previamente se había calentado en el horno, o con cualquier otro invento casero para no estar arrecidos... anunciaban a lo largo del mes de diciembre que se iba acercando el invierno.Y con él, llegaban para los niños otros entretenimientos. Todavía no existía la televisión ni otras pantallas para pasar el tiempo ante ellas.
Aparato de radio que llegó a casa en 1960 |
Pero como las
noches de invierno eran largas, después de la cena, se realizaban otros juegos en las cocinas de las casas, durante los filandones o veladas invernales. Sentados en escaños, escañiles, o la
bancada de la cocina para estar más cerca del calor de la bilbaína, y
mientras las mujeres realizaban actividades relacionadas con la costura, el
hilado, la cocina… , los hombres proponían entretenimientos infantiles, en los
que a veces también participaban las mujeres. Se trataba de juegos
en que el poder de la palabra era fundamental. Los niños oíamos la voz de
nuestros mayores y sus palabras nos atraían misteriosamente. Misterio y magia en las palabra y en la forma de contar. A través de esas palabras nos llegaban historias y leyendas variadas, con presencia de moras, de cuevas, de tesoros, de
aparecidos… Las oíamos una y otra vez..., y siempre encontrábamos en ellas algo novedoso.
La Piñona o Peñona (La Utrera) |
Como las referidas a La
Piñona de La Utrera, en la que se decía que se escondían dos cofres, uno
lleno de oro y otro de veneno. Quien descubriera el primero se haría rico y
quien se topara con el segundo moriría. A veces aparecía otra leyenda similar, allí y en otros lugares, que hablaba de monedas de oro envueltas en el pellejo de un buey pinto. Leyendas como estas nos hicieron ver
siempre con un cierto halo de temor y misterio la citada roca.
No
menos atractivas eran las historias que recogían los romances y que se nos
presentaban en forma musical. Romances que contaban amores y
desamores, historias de cautivos, guerras, actos de mujeres intrépidas… Romances y leyendas nos acercaban mundos lejanos en
espacio y tiempo a los que nosotros dábamos vida en nuestra imaginación. Recuerdo aún dos romances aprendidos en aquellas veladas invernales: el la Doncella guerrera y el de A la verde, verde, / a la verde oliva...
La atracción que
sentíamos hacia estas historias era tan grande que despertaba en nosotros, los
niños, de manera muy temprana, el interés por leer. Yo recuerdo que ansiaba
aprender a leer, porque creía que la
lectura me podía llevar a ensanchar los caminos de la imaginación y que podría
acceder a ellos por mí misma, sin la ayuda de otras personas. Y a los cuatro
años ya leía. Siempre he dicho que yo aprendí a leer en los libros orales, en libros
escritos en el viento. Aprendí pronto a amar las palabras. Y he dedicado mi vida a coleccionar palabras y a transmitir el amor por ellas.
En aquellas
veladas invernales también nos proponían acertijos
o cusillinas. Y, aunque las
aprendíamos de memoria, seguían manteniendo el encanto para nosotros. Podría
contar muchas que aún recuerdo. Así se describía la zarza:
Llarga,
llarga, como una soga,
tien
unos dientes como una lloba.
También
los mayores dirigían juegos en que los útiles para jugar eran totalmente domésticos. Como el enduño, juego que consistía en calcular,
alternativamente, entre dos personas cuántas habas o fréjoles se escondían en una mano cerrada. Si se acertaba, se
ganaba; de lo contrario, se perdía la diferencia entre lo calculado y la
realidad. Se acompañaba con estas palabras:
- Al enduño.
- Abre el puño.
- ¿Hasta cuántas?
- Hasta tres...
A continuación quien
tenía el puño cerrado lo abría y se comprobaba si el otro había acertado. Era
un juego que se realizaba en las veladas de invierno mientras se aprovechaba
para esbotar (sacar de su vaina) los fréjoles ya secos.
A estos juegos se sumaba el jugar a la baraja. Había
juegos de cartas que los niños practicábamos mucho con los mayores: el burro, el repelús… Y cuando sabíamos
más, ya empezábamos con la brisca, la escoba…
A
veces, en aquellas veladas, también se cantaba. En algunas ocasiones, típicos villancicos navideños, como: Los peces en el río,
Hacia Belén va una burra, La Virgen lava pañales… y otros varios, conocidos por
todos. En otras ocasiones, eran canciones tradicionales leonesas. Dos me prestaban de forma especial: Viva la montaña viva, /viva el pueblo
montañés, / que si la montaña muere / España perdida es… o Ya se van los pastores a la
Extremadura /ya se queda la sierra triste y oscura… Los caminos entre Extremadura y las montañas de Babia, Laciana y Omaña eran transitados dos veces al año por las merinas y nosotros éramos fieles testigos de esa trashumancia, por eso canciones como esa tenían para nosotros un sentido especial.
En
aquellas Navidades no había luces en las calles, ni navideñas, ni de las otras.
Y solo un par de bombillas en el
interior de las casas: en los lugares de paso y en la cocina, lugar de la vida
común. Los pueblos estaban sumidos durante largas horas en una total oscuridad.
Con los faroles, que luego se fueron sustituyendo por linternas, iban los vecinos de casa en casa para la
velada o filandón.
A
aquellos pueblos raramente llegaban los juguetes adquiridos en la ciudad. Yo
solo tuve en toda mi infancia dos juguetes. A los seis años, me compraron una
cocina de hojalata, muy elemental, pero que fue para mí un juguete muy preciado. Fue una
recompensa ante una operación de anginas y mi primera visita a la ciudad. El otro fue una muñeca de aquellas de cartón
piedra, que tenían el pelo pintado y
pegado a la cabeza. Todo en ellas era pintado, menos el vestido. La pobre
feneció cuando mi hermana la metió en un
caldero de agua.
El tercer gran “regalo”, de segunda mano, que no recuerdo cómo llegó a mí , fue una versión troquelada del cuento “Piel de asno”, de Ch. Perrault. Fue para mí una joya, por su
contenido, pues la historia de aquella mujer desgraciada me resultaba impactante: aquella huida de los
deseos libidinosos de su padre, que yo no entendía muy bien; aquellas peticiones
que le hacía para demorar la boda, como el vestido del color de la luna; aquella piel que cubría
su cuerpo entero… aquel príncipe que la redimirá del sufrimiento… También fue un tesoro por la forma de presentación del
cuento, que tenía la forma del cuerpo de la protagonista cubierto por la piel
de asno, y por sus estampas.
Fue el único cuento que tuve en toda la infancia.
Y mi deseo de leer era tal que leía los trozos de periódico que habían llegado
a casa como envoltorio de algo.
Las
Navidades no cambiaban mucho lo que ocurría el resto de los días de invierno.
El día de Nochebuena, como único
extraordinario, se cenaba el llosco
con los huesos de cerdo de la matanza que se había realizado en sanmartín, adobados, embutidos y curados al humo. Aquellas patatas con el llosco eran
una delicia culinaria. Si había suerte, se acompañaba con algún polvorón o un
poco de turrón, que a veces ni siquiera era de almendra. Y, de vez en cuando, con algún cuchiflito casero.
En
aquellas pequeñas aldeas omañesas no solía haber misa del Gallo, puesto que no
había cura en todos los pueblos. El día de Navidad, sí íbamos todos a misa y, al
final de la misma, a adorar al Niño. ¡Qué bien comprendíamos aquellos niños lo que era nacer en un pesebre! En todas nuestras casas había peselbes, cuadras, vacas, ovejas, burros...
El acto más importante de las Navidades era la ceremonia del ramo (el ramu), que estaba enteramente en manos femeninas. Las mozas vestían (adornaban) el ramo que era una estructura de madera circular, de tipo rastro o triangular (las dos primeras eran las propias de Omaña) que simbolizaba el ramo natural de una ofrenda de tradición ancestral.
Las
mozas lo ofrecían en la iglesia acompañando con canciones, lo que se llamaba “cantar
el ramo”. Según Dolores Rodil, que es la persona que más sabe de cómo se desarrollaba
esta tradición en Omaña, en algunos pueblos se cantaban tres ramos, uno por
niñas, otro por las adolescentes y otro
por las mozas. Yo tengo un vago recuerdo de ver un ramo ya abandonado en la
sacristía de mi pueblo, pero las mujeres mayores sí habían participado en la tradición
y la estructura del ramo se conserva aún en muchas iglesias de la comarca.
El acto más importante de las Navidades era la ceremonia del ramo (el ramu), que estaba enteramente en manos femeninas. Las mozas vestían (adornaban) el ramo que era una estructura de madera circular, de tipo rastro o triangular (las dos primeras eran las propias de Omaña) que simbolizaba el ramo natural de una ofrenda de tradición ancestral.
Ramo actual. Santuario de La Garandilla. |
El
otro día importante de las Navidades era el día de Reyes, cuando los niños íbamos a la casa de
los padrinos y los abuelos a por el aguinaldo.
Unos caramelos, nueces, castañas, higos… y, como mucho, alguna perra gorda eran nuestro regalo de Reyes.
Aquello nos prestaba mucho y volvíamos a nuestras casas contentos y mostrando lo que nos habían dado. No sé si éramos felices, pero desde luego no sentíamos grandes necesidades, por ello con cualquier cosa fuera de lo ordinario nos conformábamos. El mundo de las jugueterías nos quedaba muy lejano. Éramos pobres de bienes y pobres de espíritu.
Aquello nos prestaba mucho y volvíamos a nuestras casas contentos y mostrando lo que nos habían dado. No sé si éramos felices, pero desde luego no sentíamos grandes necesidades, por ello con cualquier cosa fuera de lo ordinario nos conformábamos. El mundo de las jugueterías nos quedaba muy lejano. Éramos pobres de bienes y pobres de espíritu.
Paladín (Omaña-León) |
De aquella,
no había árboles de navidad. Todos los árboles que nos rodeaban, pelados, sin
hojas, a veces llenos de nieve o escarcha, que los teñían de blanco, eran
nuestros árboles navideños. Eso sí, las castañas tostándose en el horno o sobre
la chapa de la cocina de hierro y los
varales llenos de los productos de
la matanza eran un rico adorno culinario.
De
entonces acá, hemos progresado mucho. Muchos juguetes, ruido, luces, adornos…
muchas ilusiones infantiles…, pero, ¿son más felices estos niños de hoy que sus
abuelos de hace medio siglo? Entonces la ilusión perduraba en el tiempo. Hoy la
ilusión solo dura hasta que se consigue el objeto y pronto ese objeto deja de
tener interés y el niño vuelve a entrar en el bucle del consumismo… El deseo de
poseer, la saturación… hacen que los objetos pierdan pronto su valor.
En algo, sin embargo, abuelos y nietos nos
parecemos. Cuando el niño hoy inventa juegos y los comparte con sus mayores, entonces
sí que la ilusión regresa e inunda el espíritu infantil. Vuelve el poder de la palabra
que sirve para compartir, que sirve de puente para acercarnos a los demás.
Hoy los niños están rodeados de pantallas y de diversos artilugios electrónicos. Incluso, siendo aún bebés, se ve a niños en diversos lugres a los que los padres les entregan la pantalla de su móvil para que el niño se entretenga y no moleste. En ese momento el niño navega por una realidad virtual y no observa lo que ocurre a su alrededor, una fuente importante de aprendizaje en el proceso de maduración. Juegan en las pantallas, con jugadores online, con los que no hablan, más bien gritan, a veces con lenguaje agresivo, y parece que carecen de tiempo para jugar presencialmente con otros niños. Para hablar con ellos, para correr con ellos, para desarrollar la imaginación en común. También faltan momentos para hablar o jugar con los padres, para leer u oír cuentos... En definitiva, tiempo para compartir afectos e ilusiones. Quizá en eso, y no tanto en reuniones familiares (a veces forzadas), comilonas, regalos…, esté la magia navideña.
Vivimos en la sociedad de la información y la comunicación, pero la soledad amenaza y atenaza más que nunca. Una palabra dicha a la cara, frente a frente, que sea el cauce de los sentimientos; unos niños que hablen entre sí y con sus mayores y salgan de la individualidad y soledad a las que a veces les condenan las pantallas quizá sirvieran de antídoto frente a la soledad infantil, las depresiones de niños y adolescentes, el sobrepeso, la anorexia, la bulimia… (tristemente frecuentes en niños y adolescentes actuales y ausentes en nuestra infancia).
De lo que sí andábamos sobrados aquellos niños era de miedos: miedo a la oscuridad; a los crujidos nocturnos de las maderas de las casas; miedo el tío del unto, al tío del saco, al sacamantecas; miedo al lúgubre canto nocturno de la cabrallouca o coruja; miedo a los gamusinos... A veces eran los mayores los que provocaban esos miedos y otras, sin embargo, eran nuestro apoyo frente a ellos.
Nuestros niños actuales siguen demandando cercanía, palabras de afecto y magia, y las palabras son gratis, nos ayudan a aprender y a compartir, y también a mejorar la expresión para ampliar los límites del conocimiento. A veces mil imágenes no tienen la fuerza poderosa de una palabra. Y las tenemos ahí, al alcance de la mano, ni siquiera hay que buscarlas en un catálogo.
Aquellas Navidades… Esta Navidad… Y, entre ellas, al menos seis décadas “de progreso”.
Texto: Margarita Álvarez Rodríguez
Léxico tomado del libro: "El habla tradicional de la Omaña Baja"
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