jueves, 17 de diciembre de 2020

Carta a mi padre

 

A  treinta y seis años de su muerte...


Irineo, en el recuerdo


Hoy, en el día en que se cumplen treinta y seis años de tu muerte, quiero enviarte una carta abierta, que asoma desde el sobre de los sentimientos…

Naciste en Paladín, un pueblín de la comarca de Omaña, en León, un 11 de noviembre de 1925 (aunque la fecha varia en algún documento). Eras el cuarto de siete hermanos. Y te criaste en una familia humilde. Desde muy niño tuviste que colaborar con la familia en la economía de subsistencia, haciendo los trabajos que habitualmente se encomendaban a los niños o añadiendo tus manos al trabajo de los adultos.

Familia Álvarez Díez: con tus padres, hermanos  y tía (a falta de la hermana mayor, Marcelina)

Recibiste en el pueblo una escolarización elemental, pero suficiente para desenvolverte en la vida sin ninguna dificultad: leer, escribir y las cuatro reglas, así se decía.  Presumías de tus conocimientos de geografía y nos retabas a las hijas para ver si sabíamos todas las capitales del mundo. Y es verdad que a veces nos ganabas  (eso sí, sin conocer tú que algunos países eran nuevos o habían cambiado de capital). Calculabas sin dificultad y  escribías de forma clara. “¡No sé qué os enseñan  en Bachiller!”, decías a veces. Pero, sobre todo, eras un maestro en el uso del sentido común.  

Ejerciste los oficios familiares: trabajo en el campo y trabajo de cantero. Este último te venía de la familia paterna. Tu padre -mi abuelo Ricardo- ejercía el oficio con maestría y tú lo aprendiste de él. En muchos pueblos de la comarca hay casas construidas por tu padre y por ti o, posteriormente, por ti y tu cuadrilla… Ser cantero era una labor artística. Teníais que elegir bien las piedras, tallarlas a fuerza de golpes de martillo, buscar la cara adecuada para el exterior, buscar la concordancia con las piedras próximas, asentarlas… En muchos pueblos hay piedras y tejados colocados por tu mano. Hace no mucho tiempo, un amigo, al derribar un pajar, en cuya construcción habías trabajado, salvó dos trozos del armante de madera, con las puntas aún clavadas por tus manos, y nos los dio a tus hijas de recuerdo. ¡Qué hermoso gesto! Y cada una de nosotras los ha colocado en su casa.

Además, también ejercías el oficio de labrador –esa palabra era la que usabas- con la ayuda del resto de la familia. Labrabas la piedra y labrabas la tierra. Y como todos los labradores conocías los secretos de la tierra y las semillas. Al inicio de la vida conyugal, durante un tiempo breve, trabajaste en la mina: picador de primera. Ese oficio pasó al olvido,  pero en los años 70, coincidiendo con la enfermedad  de tu esposa -mi madre-, volviste a la mina, con la categoría de barrenista. El ser trabajador por cuenta ajena permitió que pudiéramos  contar con  asistencia sanitaria de la Seguridad Social, en un momento en que tu esposa lo requería para su costoso tratamiento. Picar carbón o barrenarlo era un oficio muy duro. Así conociste también la negrura  y los enigmas del interior de la tierra. En ocasiones nos traías fósiles  de tipo vegetal que  encontrabas al picar y que nos llamaban mucho la atención.

Tus  oficios

La enfermedad de tu esposa, nuestra madre, y su muerte, dos años después, nos marcó profundamente. Tengo grabado a fuego en mi recuerdo cómo fue el diagnóstico  de su enfermedad, que le auguraba muy pocos meses de vida  y que el médico, sin ningún tacto, y de manera inesperada, me comunicó a mí, una chica que estaba estrenando juventud. Fue como un mazazo que me dejo sin habla. Con todo el dolor y el desconcierto del momento, debía   darte la noticia al llegar a casa. Vi cómo te rompías por dentro y yo me sentía   impotente ante aquel dolor, que luego también tendría que asumir mi hermana. Dos años de mucho sufrimiento, hasta su muerte (a los 43 años), que nos marcaron a todos.

Mi madre trató de organizarnos la vida antes de irse. En tu caso, te aconsejó que volvieras a casarte e, incluso, te propuso a la candidata. No lo hiciste. Pero tal vez la soledad y el sufrimiento contribuyeron a que enfermaras años después. La enfermedad, tratada en León y en Madrid, te fue minando poco a poco y  te llevó a una muerte temprana. Me vienen a la mente los versos de Alberti dedicados a Lorca: “No tuviste tu muerte, la que a ti te tocaba”.  No tuviste tu muerte, ni por edad,  ni por la enfermedad causante, que no era propia de personas que llevaban una vida  austera como la tuya. Ya muy enfermo y hospitalizado, nos pediste que te compráramos una piqueta. ¿Qué proyectos bullían en tu cabeza? 

En tus últimos días, los médicos que te apreciaban mucho, propusieron, como única  esperanza de vida, una intervención extrema, que conllevaba tener que trasladarte de León  a Barcelona. También aquel momento fue duro. Había que decidir en unas horas el traslado, en medio de la incertidumbre por las escasas probabilidades de que saliera bien. Pero tú, con gran entereza, nos eximiste a las hijas de tener que  tomar una decisión difícil, porque  la decisión fue tuya: no querías sufrir más y morir lejos de tu tierra. Preferías morir sereno a tus 59 años. Un gran ejemplo de fortaleza y dignidad.

Tu vida no fue larga, pero corrió paralela  a muchos hechos históricos. Viviste tiempos convulsos, tiempos de incertidumbre y miedo. Naciste en la dictadura de Primo de Rivera, viviste la República, la dictadura franquista y pudiste llegar a conocer la democracia actual. Nos contabas que sentías miedo cuando tuviste noticias de la revolución de Asturias, cuando sabías que quemaban conventos y mataban a religiosos, cuando estalló la guerra, cuando, en la posguerra, hubo una persona escondida en casa de tu padre, cuando escuchabas la Pirenaica, allá por los 60… 

Pasaste necesidad de muchas cosas, pero no tuviste hambre de patatas,  que, a veces, eran desayuno, comida  y cena… Viviste las cartillas de racionamiento. Fuiste educado en la parquedad, en el espíritu de conformidad y sacrificio, en la exigencia, en la responsabilidad, en la honradez… En la lealtad: no faltar nunca a la palabra dada.


Cartilla de racionamiento, año 1948

Y conseguiste ser un hombre bueno, en el buen sentido de la palabra, como diría el poeta.  Fuiste una persona honrada y ecuánime a la hora de resolver  los  pequeños roces de vecindad. Una persona que trabajaba de forma concienzuda en las distintas profesiones que ejerciste de forma eficiente: buen cantero, buen labrador, buen minero.  Eras hábil en las distintas tareas de fabricar o reparar todo aquello que era necesario  en una casa de labranza. Y siempre con minuciosidad. Te molestaban las chapuzas. Cuando alguien hacia algo  de forma poco fina repetías: “¡Vaya forma de estropear material!”. Y, cuando había que contribuir con algo al bien común, allí estabas el primero. Tu nieto recuerda cómo te acompañaba cuando ibas con una caldereta llena de cemento a reparar los baches de la calle. Pero, a pesar de que eras muy precavido (en eso me parezco a ti), fuiste innovador. Gracias a ti y a otro vecino, en 1967, llegó a las casas  de un pueblo de menos de 50 habitantes el agua corriente, cuando la mayoría de los pueblos no tenían ese servicio.  Fue un gran alivio para el trabajo de las mujeres. En 1970 colocasteis   un repetidor de televisión, de forma privada, para poder disfrutar de la modernidad. Recordamos muy bien cómo subíamos con el burro la ladera del  monte en que estaba  situado el aparato con las baterías metidas en las alforjas, cada vez que había que recargarlas.

Quizá echaste de menos no haber podido estudiar más y viajar. Saliste del pueblo para realizar la mili por tierras de Jaca, de las que hablabas con frecuencia. Luego conociste algunos otros lugares. Comprobaste, caminando, que en Madrid  se tardaban 75 minutos   en llegar desde el número 400 de la calle de Alcalá a Sol.  No necesitabas Google Maps. Te gustaba mucho aprender y estar informado. Leías y releías aquel periódico Ya al que tantos años estuviste suscrito. ¡Si hubieras podido estudiar habrías sacado mucho provecho! No pudiste hacerlo, pero, a cambio, facilitaste y disfrutaste de los estudios de tus hijas. Creo que te sentías orgulloso de que fuéramos buenas estudiantes y consiguiéramos mantener la beca que nos permitió acceder a los estudios universitarios.



Eso es algo que siempre ha sido para nosotras  una deuda con vosotros, con nuestros padres. Otros padres de nuestro entorno  no les dieron esa oportunidad a  sus hijos, y prefirieron que se quedaran en casa para tener más manos y menos gastos.  Así, de padres con estudios elementales, pasamos en la siguiente generación a hijas universitarias.

Lo más valioso que nos dejaste en herencia fue la educación, la educación en el seno de la familia y la formación académica. También unos pocos trozos de tierra, que te confieso que hoy están perdidos o  semiabandonados…  Y una casa. Una casa que ha sufrido reformas. Una casa  que hemos ocupado ya cinco generaciones. Un lugar muy querido del que disfrutan también tus nietos y biznietos. Porque, ¿sabes?, les gusta mucho ir a pueblo. A ellos les hemos contado cosas sobre ti.  Tenías miedo de que a tu muerte la dejáramos caer. Y no, la hemos mejorado. Quizá te guste saber que terminamos de hacer una obra compleja y costosa de cimentación para mantenerla en pie, para que sobreviva a la generación de tus hijas… Y, con ese motivo, te hemos recordado muchas veces.


Así estaba, así está

Hoy, el pueblo que te vio nacer tiene unas cuantas casas más, pero unas cuantas personas menos. Hay  buena carretera, farolas led, calles asfaltadas, tuberías nuevas de agua, vallas de madera,  un hermoso puente colgante (¡también en el antiguo clavaste muchas tablas!)… Pero ya solo queda una persona de tu generación, que, al verla envejecer, nos ha hecho imaginar cómo habría sido tu vejez.

Termino con un sentimiento de gratitud por haber nacido en la familia en que nací: por tu entrega familiar, por tu trabajo, por tu integridad, por tu bonhomía… Y, sobre todo, por seguir teniendo un hermoso recuerdo de mi padre, de ti… Porque, tanto mi hermana como yo, podemos decir orgullosas que somos hijas de Irineo y Patro, u oír que otros lo dicen de nosotras. Y  poder presumir de eso,  después de tantos años, es sentir que sigues en la memoria familiar y social,  y  que nos has dejado  un gran legado… ¡Gracias!


Trozos de viga del armante de un tejado construido por ti en Valdesamario.
 Gentileza de Luis Arias


Más que un leño

 

Erais trozos de madera,
a la lumbre destinados,
que habéis salvado la vida,
cual náufragos rescatados.

 

Os tiraron de un armante,
que Irineo había montado,
y habéis sido transformados
en generoso regalo.

 

Las puntas aún clavadas
son testigos del trabajo
de sus manos de cantero,
que las huellas os dejaron.

 

Tras muchos años de vida,
sosteniendo un tejado,
estáis llenos de experiencia
para seguirnos hablando.

 

Aunque herida muy profunda
os ha marcado el costado,
vuestro corazón de chopo,
duro roble se ha tornado.

 

Porque ya sois más que un leño,
sois testigos del pasado,
de una historia silenciosa
que ha pasado a vuestro lado.

 

Los cincuenta años de edad
merecen ser respetados:
os acogemos en casa
como preciado legado.

 

Paladín (Omaña-León), 29/8/2018.

 

Puente colgante en 1977 y en la actualidad

La radio que abría ventanas al mundo


17 de diciembre de 2020

M. Álvarez


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