Un relato navideño ambientado en las Navidades de los pueblos de Omaña (León), en los años 60 del siglo XX.
Pozo construido en esa época (Paladín) |
Aquel día Martina se sentía feliz. Había tachado el último día del trimestre de aquel calendario que había dibujado en la última hoja del cuaderno de Matemáticas, al llegar al colegio, en el mes de septiembre. ¡Qué largo se le había hecho! Era el último día de clase antes de comenzar las vacaciones de Navidad.
Tenía solo diez años y
era una niña de pueblo. Llevaba tres
meses viviendo fuera de casa, en una ciudad que, en parte, seguía siendo un
mundo hostil para ella. Antes solo la había visitado tres veces, dos de ellas,
medio año antes, una para examinarse de ingreso para el Bachiller y la otra, para “examinarse de beca”.
Superados los exámenes, y con su beca concedida, había empezado ese camino que
sus padres querían que anduviese. Era una niña tímida y responsable, y aquel
“tienes que ser más que nosotros” resonaba en sus oídos como una obligación y
como un reto que le iba a suponer mucho esfuerzo.
En el internado
convivía con niñas becarias de otras zonas de León, la mayoría de tierras de
llanura, que no conocían nada de sus
montañas omañesas. Al día siguiente de llegar, la monja responsable de su grupo
les preguntó cuál era el pueblo de cada
una. Las distintas compañeras mencionaban el nombre de su pueblo y solían
añadir: "Cerca de Sahagún, cerca de Valencia de Don Juan, cerca de Cistierna...". Cuando llegó su turno mencionó el nombre del pueblo y añadió: "Cerca de Riello".
Esa población, donde había adquirido
todo el ajuar colegial y aquella maleta blanca que lo contenía, también resultaba desconocida para las demás.
Entonces puntualizó: “Del partido judicial de Murias de Paredes”. Aquello de
los partidos judiciales les sonaba a
todas como una retahíla que se aprendía así: Murias de Paredes, Villafranca del
Bierzo, Ponferrada… Pero, para ella, Murias era algo también lejano, pues nunca
había estado allí, aunque tenía conciencia cierta de que existía, porque con frecuencia
oía a los mayores, cuando se referían a
gestiones legales sobre herencias: “¡Está para Murias!”.
Sabía que su padre
vendría a recogerla al día siguiente para volver al pueblo. Lo sabía, porque en
aquel papelito doblado que encontraba cada lunes en el bolsillo del baby que, metido en una bolsa, junto con el resto
de la ropa limpia, le devolvían del pueblo, su madre le escribía unas líneas en
un papel de cuaderno y en ellas le daba la noticia.
En la ciudad ya había ambiente navideño:
alumbrado especial, cintas de espumillón de colores colgadas en interiores y exteriores
y juguetes expuestos en escaparates, que
ya anunciaban la fecha de Reyes. Eso de
pedir cosas a los Reyes para ella era algo extraño, pues nunca les había pedido
nada. Solo una vez le habían traído una muñeca, sin pedirla, una muñeca de cartón en
que todo era pintado, excepto el vestido. Fue para ella un gran tesoro, la cuidó
con esmero algunos años y lloró
su desaparición cuando pereció ahogada en un caldero de agua. Sus Reyes, en
realidad, tenían nombre de aguinaldo que
contenía castañas, nueces, unos higos,
alguna galleta, caramelos y, tal vez, alguna perra gorda… Esta vez daría más
valor a esas perras, pues tendría
oportunidad de gastarlas cuando volviera al colegio, en alguno de los paseos en
grupo que daban los domingos por Papalaguinda,
Cuando se apeó con su
padre del coche de punto que la devolvía al pueblo ya era de noche, una gélida noche de invierno.
Juntos empezaron a andar el medio
kilómetro que los separaba de casa. En ese trayecto, con un cierto miedo a la
oscuridad, Martina vivió sentimientos
contradictorios. Por un lado, pensaba que la vida en la ciudad era más cómoda y
más divertida, mientras su pueblo seguía allí, anclado en el pasado, escondido
y mal comunicado, con sus calles oscuras y llenas de barro. Por otro, el rumor de sus pasos sobre aquella pelona que
estaba cayendo, el sonido impresionante de la crecida del río, los árboles
desnudos que se intuían en la oscuridad y la nieve que se distinguía en el
borde del camino la devolvían a su
tierra y a sus paisajes invernales. Aquellos árboles ateridos por el frío y
bamboleados por el viento eran sus árboles de Navidad, pues allí el paisaje navideño era real, no un
mero decorado.
Al entrar en casa
sintió el calor de hogar: el calor de la lumbre y el calor de la familia. Allí
la recibieron gozosas su madre, su hermana y sus zapatillas calientes, que
fueron el mejor regalo para sus pies
helados. Todo en aquella cocina seguía
igual: la pota sobre la bilbaína, la leña preparada para atizar, la banqueta en
la trébede, la alacena, el escaño, la luz temblorosa de la bombilla y la radio,
que abría una ventana al mundo exterior.
Sabía que en su pueblo las fiestas
navideñas no cambiaban mucho lo que ocurría el resto de los días de invierno.
Allí no había llegado el espumillón ni siquiera las
figuras del belén, pero sí las distinguían aquellas patatas con el llosco elaborado en la matanza, que eran una
delicia culinaria, y
algún postre extraordinario: polvorones, higos, un poco de turrón de yema (o solo un pobre turrón de cacahuetes, porque no se podía comprar el
de almendra), y tal vez algún cuchiflito casero.
Tenía muchas ganas de
volver a disfrutar en su casa de
aquellas veladas o filanderos a las
que asistían otros vecinos. Las mujeres, en esas fechas navideñas, solían incorporarse a la conversación general. Se
cantaban villancicos, había que acertar cusillinas, se contaban sucedidos, se
cantaban villancicos y romances, se realizaban juegos… Era el poder de la palabra que transformaba
aquellas veladas en una función mágica, aquellas
palabras leonesas que a Martina le acariciaban el alma.
Sabía que este año,
como otros, su regalo de Reyes más preciado sería un cofre repleto de sentimientos y sensaciones:
el olor a leña y el crepitar del fuego, el
canto quejumbroso de la coruja, que en
su pueblo llamaban cabrallouca, la bufina que quemaba la piel, la luminosidad del manto blanco de la
nieve, los sonidos y el calor de los animales domésticos… Sus compañeras quizá regresaran al colegio con regalos más valiosos, pero ella
lo haría con aquel cúmulo de sensaciones, que la envolvían y que, a buen seguro, le provocarían morriña hasta las siguientes
vacaciones.
..........................
Una subida notable del volumen de la televisión la sacó de su ensimismamiento. Había comenzado un bloque de anuncios y por su retina y su oído desfilaron rápidamente un perfume, acompañado de una ridícula voz afrancesada, unos bombones de envoltura brillante y un elfo risueño que felicitaba la Navidad desde unos grandes almacenes.
Entonces se dio cuenta
de que seguía ante el ordenador con la
mano en el ratón, un ratón que se podía apresar, no como aquellos huidizos de
su infancia que recorrían el desván por las noches y que tanto miedo le
causaban. Martina, que era ya abuela, estaba tratando de elegir unas deportivas de
una conocida marca para el regalo de Reyes de su nieto. Veía tantos modelos,
con tanta variedad de características,
que, para ella, que había sido una niña de zapatillas y madreñas, le resultaba complicado atinar con la elección correcta, pero
tampoco le preocupaba mucho, pues sabía que las podría cambiar, si no le gustaban. Así que seleccionó un modelo, introdujo el número de la tarjeta y
clicó para pagar. E inmediatamente
recibió un mensaje: “Fecha de envío: 5 de enero de 2021”.
Y en ese momento, como
si también hubiera clicado en su mente, recordó que en aquellas Navidades de su
infancia sí había tenido un regalo: unas flamantes madreñas, de un negro
brillante, que sustituían a las viejas que ya no le valían, y que aparecieron
colocadas en la puerta, en fila, junto a las demás, preparadas con sus tacos de
goma y su cincho de alambre. Los Reyes Magos sabían que, aunque se fuera por el
mundo, volvería a casa por Navidad y que, a la puerta, sus madreñas la
estarían esperando.
Madreñas de los años 60 conservadas en mi casa. MAR |
Texto y fotos: Margarita Álvarez Rodríguez
Qué seria de nosotros sin los recuerdos y sin la nostalgia. Solo miramos hacia atrás cuando ya hemos recorrido gran parte de nuestra vida. Tiene su encanto, a veces triste, otras alegre, pero siempre bonito.
ResponderEliminarGracias.
Pues sí, nuestra infancia ha marcado nuestra forma de ver el mundo. Ya decía Rilke que nuestra verdadera patria es la infancia, para bien o para mal. Gracias por tu comentario.
EliminarGracias, abuela Martina, que cantidad de recuerdos has hecho revivir en mi mente Omañesa, a pocos Kilómetros, en Villaceid las Navidades eran así, como tu lo relatas, solo que un año no las pude disfrutar, estaba interno a muchos Kilómetros en un seminario, las peores navidades de mi existencia, un abrazo.
ResponderEliminarEsa Martina representa a muchos niños (hoy abuelos) omañeses. Especialmente los que tuvimos que abandonar nuestra casa en torno a los diez años, para vivir en un mundo urbano que nos resultaba hostil por sentirnos desarraigados. Pero esas vivencias de infancia son inseparables de nuestra vida y forman parte de nuestras emociones y educación. Gracias, Paco.
EliminarYo también fui una Martina, y me arrancaste una lágrima de nostalgia al recordar el viaje de regreso a nuestro mundo omañes del que nunca nos hemos separado en el corazón
ResponderEliminarPues sí,seguro que compartimos vivencias similares en nuestras casas omañesas y en el colegio de León. Esa Martina puede ser cualquiera de esos niños y niñas que tuvimos que salir de nuestras casas, con muchas dificultades, para "progresar". Un abrazo tocaya.
EliminarEstupendo relato Margarita, muchos nos vemos en él reflejados. Solo tenemos que cambiar el nombre del pueblo
ResponderEliminarEstoy segura de que muchos de los que ya peinamos canas vivimos experiencias similares. Esa infancia austera y esforzada marcó nuestro destino y nuestra forma de ser. Muchas gracias por dejar tu comentario (como no me sale tu nombre en el comentario, no puedo llamarte por el nombre).
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