A una pequeña escuela unitaria de una aldea...
Aprendí mis primeras letras en una escuela unitaria
de un pueblín de Omaña, en León. Omaña es una
comarca leonesa en la que, pese a la poca población de sus pueblines y sus malas comunicaciones, hasta
los años 60 del siglo XX, siempre hubo una escuela en la que
aprender a leer y las cuatro
reglas. Se puede decir que el índice de anafalbetismo era mínino o nulo.
Existieron, incluso, en la primera mitad del siglo, famosas escuelas
dirigidas por dómines, en que se enseñaba latín.
Cuando teníamos unos cuatro años, los omañeses comenzábamos
a ir a la
escuela. Contemplábamos el proceso de aprendizaje de los rapaces mayores y nacía en nosotros
rápidamente el deseo de aprender a leer. Leyendo,
podíamos sumergirnos en la magia de historias similares a
aquellas que nuestros mayores, en los filandones de las noches invernales, nos habían
hecho leer en sus labios.
A medida que desentrañábamos el sentido de las letras
y nos adentrábamos en los libros, comprendíamos que aquellas páginas
escritas eran más que un objeto: eran un tesoro de imaginación y
sabiduría. Maestro, (más bien, maestra) y escuela, (“la casa la escuela”), eran dos bellas palabras que
identificábamos con el respeto y el deseo de aprender. En la mayoría de los
pueblos la escuela era unitaria y nos juntábamos unos pocos guajes de distintos niveles. Esos niveles
eran, en realidad, los que
marcaban nuestros deseos de aprender y los tres grados de las
enciclopedias Álvarez y del catecismo.
En mi casa omañesa: mi pupitre, mis enciclopedias... |
Hace 50 años, en aquellas pequeñas escuelas, el
material didáctico era escaso: mapas en los que podíamos localizar lugares
lejanos como Pernambuco y otros en los que también aprendíamos que
León comprendía cinco provincias: León, Zamora, Salamanca, Valladolid
y Palencia. Años después, no supe nunca cuándo ni por qué, a la región de León
se le quitaron dos de esas provincias: Valladolid y Palencia. También
aprendimos que los de esa región éramos leoneses y los de Castilla,
castellanos. Los guajes leoneses actuales han perdido ya
su identidad geográfica y política, y hasta están perdiendo la cultural.
La biblioteca escolar que teníamos entonces era mínima y los libros estaban muy desgastados por el uso. Recuerdo
que un libro de lectura que
nos seducía de forma extraordinaria: era el titulado “Lecturas de Oro”, de Ezequiel
Solana. También leíamos y releíamos el libro “Corazón” de Amicis (las
peripecias de Marco en su
viaje de “De los Apeninos a los Andes”). De pocos más materiales disponíamos,
salvo el encerado, la pizarra
personal (escribir y borrar: ¡eso sí que era reciclar!), el pizarrín y el cabás.
Había dos tipos de pizarrines: los duros y los blandos, que eran más estimados, porque se deslizaban con más facilidad y el esfuerzo para escribir era menor. Luego llegaría la pluma que se mojaba en la tinta que contenía el tintero, y con ella empezábamos a usar los cuadernos. Y si adeprendíamos bien, salíamos bien enseñados, y, poco a poco, abandonábamos la escuela y nos íbamos a estudiar a la capital.
Aquellos padres que tenían solo estudios muy irregulares y elementales tuvieron el acierto y la generosidad de prescindir del trabajo de sus hijos, con notable esfuerzo económico y rectitud moral, para enviarnos a estudiar a la ciudad con la ilusión de que “fuéramos más que ellos”. Y nosotros nos esforzábamos para conseguir y mantener una beca que nos permitía continuar estudios. Desde aquí un homenaje a esos padres que, desde su escasa formación y desde aldeas remotas, consiguieron que sus hijos fuéramos universitarios. También mi homenaje para los maestros, que con esfuerzo e ilusión hacían nuestros sus conocimientos y despertaban en nosotros el deseo de conocer otros mundos.
Había dos tipos de pizarrines: los duros y los blandos, que eran más estimados, porque se deslizaban con más facilidad y el esfuerzo para escribir era menor. Luego llegaría la pluma que se mojaba en la tinta que contenía el tintero, y con ella empezábamos a usar los cuadernos. Y si adeprendíamos bien, salíamos bien enseñados, y, poco a poco, abandonábamos la escuela y nos íbamos a estudiar a la capital.
Aquellos padres que tenían solo estudios muy irregulares y elementales tuvieron el acierto y la generosidad de prescindir del trabajo de sus hijos, con notable esfuerzo económico y rectitud moral, para enviarnos a estudiar a la ciudad con la ilusión de que “fuéramos más que ellos”. Y nosotros nos esforzábamos para conseguir y mantener una beca que nos permitía continuar estudios. Desde aquí un homenaje a esos padres que, desde su escasa formación y desde aldeas remotas, consiguieron que sus hijos fuéramos universitarios. También mi homenaje para los maestros, que con esfuerzo e ilusión hacían nuestros sus conocimientos y despertaban en nosotros el deseo de conocer otros mundos.
Aceitera realizada con una lata del queso que llegaba a las escuelas de la ayuda de los EEUU de América. |
Aquellos niños, que completábamos la alimentación con la
leche en polvo, queso y mantequilla que llegaba a nuestras escuelas de la ayuda
americana, que nos calentábamos con una mísera estufa de leña que debíamos
encender y atizar nosotros mismos, que llegábamos a veces a la escuela por una
pequeña buelga espaleada en la nieve, nos incorporábamos al Bachillerato con
un examen de ingreso (¡con solo diez años!). Aquel examen de ingreso nos
introducía en el instituto y en el mundo urbano.
Más tarde vendrían la Reválida de Grado Elemental (14 años), la de Grado Superior (a los 16) y la Prueba de Madurez del Preuniversitario, que nos daba acceso a la universidad. Y después de tanta exigencia académica, no tenemos ningún trauma: ¡hemos sobrevivido en cuerpo y espíritu!
Más tarde vendrían la Reválida de Grado Elemental (14 años), la de Grado Superior (a los 16) y la Prueba de Madurez del Preuniversitario, que nos daba acceso a la universidad. Y después de tanta exigencia académica, no tenemos ningún trauma: ¡hemos sobrevivido en cuerpo y espíritu!
¿Y cuál fue la clave? A pesar de que el método educativo
no era el mejor de los posibles, el deseo de aprender, y el temer asumido que se
aprende desde el respeto y con esfuerzo, nos llevó a valorar los conocimientos
académicos y a las personas que los transmitían.
En la educación de
entonces todo estaba basado en el sí señor
y el mande usted. Y si
éramos un poco díscolos en la escuela, nos castigaban de rodillas con los
brazos en cruz, y cuando llegábamos a casa el castigo se duplicaba y recibíamos una galleta, un níspero, unas ñalgadas,
un torniscón, un
mosquilón, una tulipanda, nos
calentaban el culo o nos zurraban la badana. Pero, en general, obedecíamos y no
eran necesarios esos castigos. Éramos niños bien
mandaos, porque si alguno era menos diligente, pronto era
acusado de folgacián.
Aunque había poco tiempo para folgar,
pues a los niños se nos encomendaban muchas responsabilidades y esforzados
trabajos. Poco tiempo nos quedaba para jugar, pero aprovechábamos a la caída de
la tarde, en verano, para juntarnos la rapacería y correr por las calles, eras y
huertas.
La maya, era uno de los juegos preferidos. Así, a pesar de que los pueblos eran pequeños, a la tardecina, en el buen tiempo, se oía un buen jingrio, porque se reunía todo el comicio. En invierno, en las veladas o filandón, nos entreteníamos jugando al enduño, contando cusillinas u oyendo romances y leyendas a nuestros mayores. Esa literatura oral tan leonesa que quizá explique la eclosión literaria actual.
La maya, era uno de los juegos preferidos. Así, a pesar de que los pueblos eran pequeños, a la tardecina, en el buen tiempo, se oía un buen jingrio, porque se reunía todo el comicio. En invierno, en las veladas o filandón, nos entreteníamos jugando al enduño, contando cusillinas u oyendo romances y leyendas a nuestros mayores. Esa literatura oral tan leonesa que quizá explique la eclosión literaria actual.
Nuestros juegos tenían solamente los límites de nuestra
imaginación... Aquellos niños éramos de buen conforme, teníamos pocos juguetes y menos
antojos. Tampoco sabíamos qué eran las chuches, solo nos llegaban los perdones cuando nuestros familiares viajaban
fuera o asistían a alguna fiesta en la que había carameleras. Nuestros reyes no
pasaban de un sencillo aguinaldo de nueces, castañas y algún dulce.
En mi escuela (Paladín): mesa y sillón de la maestra, ante un mapa de la época |
De esos lugares, a los que seguimos apegados, salimos muchos
omañeses que hoy vivimos fuera de la tierrina,
con una educación muy elemental en lo académico. Sufrimos duramente el choque
urbano, que logramos superar, porque el deseo de tener más amplios horizontes
era más importante que cualquier miedo.
Mirado desde la distancia, se podría asegurar que un niño de diez años de entonces no sabía menos que un niño de la misma edad de hoy. Evidentemente no teníamos conocimientos relacionados con nuevas tecnologías, precisamente porque son nuevas, pero, a cambio, nuestras experiencias eran muy ricas en todo lo relacionado con la naturaleza, con la que convivíamos armónicamente. Y, en ese mundo natural, madurábamos como personas. Aprendíamos a aprender, eso que ahora parece el gran descubrimiento educativo. Descubríamos qué era la fortaleza. Y con ella resistíamos las decepciones y asumíamos, si es que existían, las frustraciones. Y no se veían adolescentes con depresiones, ni con bulimias o anorexias.
Mirado desde la distancia, se podría asegurar que un niño de diez años de entonces no sabía menos que un niño de la misma edad de hoy. Evidentemente no teníamos conocimientos relacionados con nuevas tecnologías, precisamente porque son nuevas, pero, a cambio, nuestras experiencias eran muy ricas en todo lo relacionado con la naturaleza, con la que convivíamos armónicamente. Y, en ese mundo natural, madurábamos como personas. Aprendíamos a aprender, eso que ahora parece el gran descubrimiento educativo. Descubríamos qué era la fortaleza. Y con ella resistíamos las decepciones y asumíamos, si es que existían, las frustraciones. Y no se veían adolescentes con depresiones, ni con bulimias o anorexias.
Hoy es triste y preocupante ver a algunos
niños, llegados a nuestros pueblos, que se sientan o pasan ante lo
que fueron en otra época las escuelas de sus padres o abuelos y no ven lo que
les rodea. A su alrededor, siguen cantando los gallos, maullando los gatos,
pasando la cigüeña… Llega el olor a tierra mojada, hierba recién segada,
flores… Pero su vista está fija en una pantalla… y su oído ajeno a los sonidos
de la naturaleza. No necesitan conectar con ese ambiente exterior, porque ellos
están siempre "conectados": los animales son virtuales, los amigos
virtuales, los abrazos virtuales…, pero la soledad, el individualismo y la
incomunicación son reales. No hablan entre ellos, no cantan…
Pero, ¡oh sorpresa!, un día se ponen a jugar a la maya y descubren que se puede correr, gritar, estar expectante…; que existen juegos de grupo; que pueden divertirse: en suma, que existe la vida fuera de una pantalla.
Pero, ¡oh sorpresa!, un día se ponen a jugar a la maya y descubren que se puede correr, gritar, estar expectante…; que existen juegos de grupo; que pueden divertirse: en suma, que existe la vida fuera de una pantalla.
Parece, por un momento, que ha renacido
la esperanza. Han vuelto a encontrar la sencilla, pero escondida,
senda de la sana diversión que lleva a la felicidad. Ilusión,
compañía... Y mucha, mucha imaginación: remedios infalibles
contra el fracaso, el aburrimiento y las frustraciones infantiles.