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lunes, 6 de noviembre de 2023

Mentiras

 




Decía el escritor Enrique Jardiel Poncela que “la historia es la mentira encuadernada”. Actualmente, con la cantidad y variedad de medios que tenemos para difundir información, no hace falta encuadernar la mentira histórica, porque estamos viviendo las mentiras que hacen la Historia en directo.

Según la RAE, mentir es decir o manifestar lo contrario de lo que se sabe, cree o piensa. Las palabras mentira, mentir, mentiroso… y el resto de palabras de su campo semántico, como embuste, patraña, bola, trola, falsedad, engañifa, falsedad, trápala…, no están bien vistas en la vida política y social actual. Otra cosa ocurre con los actos a los que se refieren. Se miente mucho, pero  se procura evitar el uso de estos vocablos  en la vida pública, pues quienes dicen mentiras no lo reconocen y, además, se sienten agredidos si los rivales les acusan de tal cosa. Desde luego quien dice mentiras, por definición, es un mentiroso. Luego, podríamos analizar cuál es la causa y si cabe la mentira piadosa.

La hemeroteca y nuestra propia memoria  ponen cada día  en evidencia  mentiras pronunciadas por las personas que en este momento están haciendo la Historia (con mayúscula) de España. Pero nos quieren hacer creer que aquí  nadie miente, como mucho falta a la verdad,   cambia de opinión o dice inexactitudes de poca monta. Hay mentiras que lo son por definición y hay medias verdades que son lo mismo de censurables cuando se busca con ellas un beneficio personal o de partido político.

El verbo mentir viene del participio del verbo   latino mentri. De ahí proceden también mentira, mentiroso y fementido. Todas ellas aluden a urdir en la mente una falsedad. Parece que procede de la raíz indoeuropea men-, con las variantes mon- y mn-. En latín  tenemos esa raíz en mens, mentis, origen de las palabras mente, demente, mentecato, todos los adverbios acabados en mente por ejemplo, falsamente: con mente falsa y muchas palabras más.  El griego usó la raíz   -mn- en palabras como mimneskein (recordar) y a partir de ella han pasado del griego al español palabras  que tienen relación con la mente y la memoria, como amnesia, mnemotecnia… Está también en el nombre de la diosa de la memoria, Mnem  osine. Y, por supuesto, en amnistía, que, con el prefijo privativo a-/-an, significa etimológicamente "no memoria", o sea,  olvido.

Convivimos a diario con la falsedad en todas sus formas: en la actuación de las personas, en las noticias falsas o paparruchas (llamadas ahora fake news), en el culto a la  apariencia… Pero es en el lenguaje político donde se manifiesta de forma más preocupante, porque está en la forma de comunicación de la realidad y en  la actuación de las personas a las que hemos confiado el destino de nuestro país.     La manipulación del idioma en todas sus formas, tristemente, es consustancial al lenguaje político. Se  manipula  de tal manera que se distorsiona la gramática y se altera el significado de las palabras.

Cuando un expresidente del gobierno decía aquella frase sobre las acusaciones de corrupción: “Todo lo que se refiera  a mí y a mis compañeros de partido no es cierto, salvo alguna cosa” dejaba perplejo a cualquier ciudadano observador del idioma. En la frase hay ya una flagrante contradicción: todo  / salvo alguna cosa.  El todo no admite excepciones. Debería ser, en todo caso,  la mayor parte, salvo alguna cosa. Además se usa la lítote no es cierto, en lugar de   es falso, que es frase más contundente y más concisa. Y es que  ahora no se miente, se falta a la verdad  o  se dice que algo no es cierto, para decir que es falso. También se venden las mentiras como cambios de opinión a “los que todo el mundo tiene derecho”.

Es verdad que no es lo mismo mentir que cambiar de opinión, pero los cambios de opinión o de parecer,  en política, suelen querer encubrir  una mentira previa.  Los “cambios de opinión” suelen estar sustentados en unas razones  lógicas, éticas, de conocimiento de datos que se desconocían… y, si se habla de servidores públicos y atañen  al ejercicio de su función, se deben explicar con argumentos ciertos y convincentes.  Actualmente estamos oyendo hablar de cambios de opinión para justificar un cambio de criterio sustancial  en lo que dice y hace, que es contrario a lo que se decía  a los españoles para captar votos hace pocos meses, durante la  campaña de las elecciones generales.  Asegurar, por  ejemplo,  que lo que era ilegal antes, ahora es algo legal y bendecido sin cambio de ninguna ley de por medio─,   es más que un cambio de opinión. Legal e ilegal son en la lengua dos antónimos complementarios que no admiten términos medios.

Además, cambiar de opinión solo tendría una importancia relativa, porque las opiniones son algo subjetivo, el problema es que se habla de cambios de opinión, en lugar de hablar de cambios de criterio, que es realmente de lo que se cambia y que tiene una trascendencia mucho mayor. Porque a los ciudadanos lo que les interesa es el criterio y la rectitud de sus gobernantes y mucho menos sus opiniones. La palabra criterio  es definida en el DLE (Diccionario RAE) así: 1. Norma para conocer la verdad. 2. Juicio o discernimiento. Está claro que en la definición aparecen las palabras verdad y discernimiento. Y es que con discernimiento y verdad hay que abordar los cambios de criterio. Los cambios de opinión pueden ser algo intrascendente, pero  los cambios de criterio sí son algo sustancial y con implicaciones muy trascendentes. No es lo mismo, pues, el uso de un término u otro. Y sí,  un servidor público puede cambiar de criterio, siempre que lo haga con rectitud y verdad, porque de sabios es rectificar, pero sin maquiavelismos y buscando siempre  el bien común.

Con la palabra mentir construimos, en español, algunas expresiones como miente más que habla, una hipérbole que parece incluir en la censura hasta la intención de mentir, aunque esta no llegue a manifestarse oralmente. Tenemos también la palabra miento, como una fórmula para cambiar de opinión, sin que en realidad quiera decir que se  ha dicho previamente una mentira. Ser algo de mentira lo utilizábamos para calificar   productos o seres fantásticos o para referirnos a objetos que aparentan lo que no son, o sea, para aquello que es falso. En el momento actual podríamos hablar también de personas de mentira, que se reparten en distintos ámbitos sociopolíticos, porque la mentira es parte de su esencia. Y, desde luego, a muchos ciudadanos nos parece mentira  lo que está ocurriendo, porque lo vemos con asombro.

Usamos  también en español  un dicho popular que estos días hemos oído dentro de ese farragoso lenguaje político: Hay que hacer de la necesidad virtud. Una frase en la que también se manipula el sentido original. En su origen tenía un significado estoico: obtener beneficio moral  de las desgracias, pero ahora ha perdido ese significado, porque se contamina con el deseo de conseguir el poder que parece esconderse en la palabra virtud.

Ante todas estas subversiones del lenguaje, los ciudadanos nos sentimos como panolis. Seguro  que preferimos que nos traten como adultos  reflexivos y  nos digan la verdad, aunque  la verdad no nos guste o aunque duela.  La manipulación de las palabras se puede producir también por omisión, cuando no   se llega a pronunciar la palabra “maldita” o se sustituye por los circunloquios o eufemismos más variopintos, para evitar las connotaciones peyorativas de la palabra omitida, que no conviene   a los fines previstos. Y estas manipulaciones del lenguaje político no son patrimonio de ningún partido, pues podríamos aportar ejemplos de todos ellos. Como lingüista, solo pretendo hacer una reflexión  sobre esa  manipulación  del lenguaje político en su conjunto, sin entrar en juicios morales  ni políticos más profundos que dejo a los analistas políticos, a los jueces y, por supuesto,  a cada votante.

Si repasamos la literatura universal, conocemos a muchos personajes que son ejemplos del tipo de persona mentirosa, tanto en hombres como en mujeres. Voy a mencionar solo a tres que tienen en común que son niños.  Uno de los personajes más conocidos es   Pedro, de la fábula Pedro y el lobo, atribuida a Esopo.  Pedro es ese pastor que gritaba  y pedía ayuda anunciando que el lobo  atacaba a sus ovejas, para que acudieran los vecinos a ayudarle,  y cuando estos  llegaban al lugar   se reía de su credulidad.  Sus vecinos se cansaron de esta burla y cuando un día apareció realmente  el lobo, Pedro gritó, pero nadie acudió en su ayuda, y el lobo le mató muchas ovejas. Un  final  poco halagüeño el de este Pedro.

Otro personaje famoso fue Pinocho, protagonista de un cuento de Carlo Collodi. Pinocho era una marioneta de madera, cuya nariz crecía cuando mentía. Es un personaje que se ríe  hasta de Gepetto, el carpintero que lo ha creado, y que  se mete en muchos problemas. Al final sus amigos el Zorro y el Gato lo ahorcan en una encina. Un final muy trágico para Pinocho.

Y volviendo atrás en el tiempo, hasta el siglo XVI, recordamos también a Lázaro de Tormes. Lázaro miente  y usa tretas para sobrevivir lo que en principio no nos parece muy censurable, y lo hace ante amos que son símbolo de la codicia, de la hipocresía, la fatuidad… Con esos amos y sus defectos   aprende a ser pícaro y  a “medrar” socialmente  para llegar a la cumbre de su “buena fortuna”. Pero,  a medida que deja de pasar hambre y crece en años y  en rango social, va perdiendo su dignidad. Esa es otra gran palabra que ha desaparecido del lenguaje político y que es una actitud  que debe regir el comportamiento  del ser humano: actuar con dignidad.

La dignidad   es la  gravedad y decoro de las personas en la forma de comportarse. Antes se decía que la mentira tiene las patas muy cortas, porque la verdad termina saliendo a la luz, aunque a veces lo hace demasiado tarde. Sin embargo, cuando una mentira se tapa con otra y otra, la verdad se va quedando tan escondida que es difícil que salga a la superficie. Y es que ya lo dice un refrán: De la mentira comerás, con la verdad ayunarás,  y hay mucha gente en el ámbito político que coloca la mentira por encima de la dignidad, porque “ahí fuera hace mucho frío”.  Y por eso  una misma persona puede decir algo  y desdecirse poco después.  Donde dije digo, digo Diego… Y la vida sigue.

Lo cierto es que se está perdiendo el valor de la palabra dada, en la que antes confiábamos. No en vano hablábamos de personas de palabra, de la palabra de honor, de empeñar la palabra dada: Palabra dada, palabra sagrada, dice un conocido refrán.  Y otro: Exagerar y mentir por un mismo camino suelen ir.  Para enfatizar la verdad decíamos de algo que era  la pura verdad o una verdad como un templo… Ambas expresiones aluden a lo puro, a lo sagrado, además de al tamaño natural del templo, en  el caso de la segunda.

Para tratar  de conseguir que una mentira no lo parezca o tenga apariencia de verdad los políticos tiran de argumentario, palabra que conocen muy bien todos ellos, en cualquier partido. Curiosa palabra. No se dan argumentos  basados en la ética o en la razón a los que llegue una persona individual con su buen saber, entender y hacer, sino que se los dan “enlatados” y oímos a un montón de políticos del  mismo partido repetir como loros, durante varios días, el mismo argumentario. Y si surge un hecho relevante novedoso, ante el que tengan que pronunciarse, alguien, de forma rauda, con inteligencia natural o artificial, preparará rápidamente otro argumentario, palabra que según el diccionario académico es el  conjunto de los argumentos destinados principalmente a defender una opinión política determinada. Así, nuestros representantes políticos se alejan de la ciudadanía la llamada “desafección política”  pierden su identidad y, con frecuencia, su dignidad, y se convierten en una  mera correa de transmisión de un grupo político: su esencia es el argumentario. Y, si alguien discrepa es mirado de reojo o, si se trata de una persona de edad avanzada, se la llama despectivamente “la viaje guardia”. Es evidente que donde hay argumentos no son necesarios los argumentarios.

Quiero terminar volviendo a la literatura medieval, al siglo XIV, pues allí encontramos un maravilloso cuento de don Juan Manuel, en el Conde Lucanor: El árbol de la mentira.  Incluyo un  breve resumen, aunque vale la pena leerlo completo. Un día estaban juntas la verdad y la mentira y esta  le propuso a la verdad que plantaran un árbol y que cada una se quedara con una parte del mismo, de  la que, cuando el árbol creciera, obtendrían beneficios. La mentira engatusó a la verdad y la convenció de que se quedara con las raíces, pues era la parte más importante de un árbol  y era más seguro vivir bajo tierra. Ella se quedaría con las ramas, que podían sufrir muchos males, pues estaban más expuestas. El árbol creció y mucha gente se reunía  bajo  su copa, a la sombra, para escuchar los embustes disfrazados de verdad y de halagos que les contaba  la mentira. Pasaba el tiempo, y como la verdad no tenía qué comer, empezó a roer las raíces hasta que un día derribó el árbol y  este, con su caída, aplastó a todos los que estaban debajo de su copa en torno a la mentira. La verdad, tan menosprecia y oculta  tanto tiempo, había salido a la superficie.

Al final el ayo Patronio extrae del cuento una enseñanza moral sobre la mentira, que le transmite al conde Lucanor. Y, entre otras cosas, le dice: “Es mentira sencilla cuando uno dice a otro: don Fulano yo haré tal cosa por vos, sabiendo que es falso.  Mentira doble es cuando una persona hace solemnes promesas y juramentos, otorga garantías, autoriza a otros para  que negocien por él y, mientras va dando tales certezas, va pensando la manera de cometer su engaño. Mas la mentira triple, muy dañina, la del que miente y engaña diciendo la verdad”.

¡No es necesario añadir más!


©Margarita Álvarez Rodríguez, filóloga


sábado, 28 de enero de 2023

Los vericuetos del lenguaje político

 

El lenguaje  a menudo no es inocente, pues trata de orientar nuestra mirada en una dirección determinada. Y donde la inocencia lingüística brilla por su ausencia es, precisamente, en el lenguaje político, seguido de forma mimética, con mucha frecuencia,  por el lenguaje periodístico.  A ambos  hay que reconocerles la creatividad,  pero esa creatividad se presenta  casi siempre con algún grado de retorcimiento, que parece llevarnos por vericuetos por los que es difícil transitar. A través de eufemismos, metáforas, circunloquios, hipérboles, alargamientos de vocablos y otros varios recursos (que dejaremos para otra ocasión),  se distorsiona el uso estándar que hacemos los ciudadanos corrientes del idioma y en algunos momentos este  se nos hace casi ininteligible. 

Este lenguaje, en boca de la clase política, es un claro signo de demagogia, pero sería de agradecer  que los periodistas sacaran a la luz esa demagogia e  hicieran gala de la claridad y la concisión propias de su profesión para acercar a los ciudadanos aquello que en el lenguaje de la política se vuelve muchas veces sorprendente y  cercano a lo esotérico. 

En los últimos tiempos,  los políticos, en lugar de dedicarse solo a su tarea,  y hacerla bien (y ya tendrían suficiente con ello), parece que desean invadir, a través del lenguaje, otros campos profesionales que van de la filosofía al mundo del juego, pasando por otras actividades. No sabemos si se sienten parte de ellas o pretenden que nosotros las conozcamos, porque usan con asiduidad  expresiones que  no siempre se entienden, si no es con el concurso de especialistas en distintos campos profesionales.

Hagamos un pequeño repaso en este artículo de algunas expresiones  que conciernen a  distintas profesiones y pululan por el lenguaje político. Últimamente, se ha puesto de moda, por ejemplo, el verbo sustanciar,  que, fuera del marco jurídico, significa llevar a cabo un proyecto. Resulta que  ahora se sustancia cualquier cosa, porque los complementos directos son de lo más insospechado. Uno de ellos tiene que ver con las responsabilidades que ahora  no se  asumen, sino que  se sustancian. Pareciera que quisieran resucitar una profesión, real o creada por la pluma de Julio Camba,  la del sustanciero de la posguerra que iba por las casas alquilando un hueso de jamón para que diera sustancia  al puchero, y al que se le pagaba de acuerdo al tiempo que dejaba cocer el hueso en cada casa. Fuera real o no la profesión, lo cierto es que en muchas casas sí existía el hueso llamado sustanciero que se usaba y reusaba en varias ocasiones.

Otro verbo que se ha puesto de moda es trasladar.  Ahora los políticos, no dicen, no contestan, no hablan, no comunican, si bien no están mudos, sino  que trasladan lo que, en realidad, dicen. El verbo decir nos habla de un acto propio del ser humano,  es un verbo de entendimiento, en cambio, trasladar parece que deshumaniza la acción política, como si se trasladara un mueble o un objeto cualquiera. Así oímos en boca de cualquier político: Me han trasladado, le hemos trasladado Y no nos sorprende que así ocurra, porque ahora  tienen que trasladar los paquetes de medidas o de ayudas aprobadas por el Gobierno. Cuando eran un simple conjunto bastaba con que las explicaran y los medios de comunicación recogieran la noticia.  Eso sí,  de esta manera, a fuerza de trasladar, los políticos  no pueden ser acusados de no bajar a la calle. Y hasta hacen gala de ello y de ser receptivos a las peticiones de los ciudadanos. Me piden por la calle, aseguran algunos. Cosa que también sirve para justificar determinadas decisiones.

Si elevamos el listón, hay muchos  que  aspiran a convertirse en filósofos, porque  para negar la falsedad de un argumento se niega la mayor. Con ello se alude a la premisa mayor de un silogismo clásico. Es verdad que si la premisa mayor es falsa, es falso todo el razonamiento, pero más de un español se quedará sorprendido al oír esa expresión. ¿Qué es la mayor?  ¿Es la mayor… mentira, verdad, bellaquería,  tontería? ¡Ah, no! Hay que darse una vuelta por la lógica aristotélica para comprender esa expresión.  Tal vez el  busilis de la cuestión  esté en que no la entendemos, porque no nos la explican, sino que nos la trasladan, o porque no se ajusta a la verdad  (está proscrito decir que algo es mentira).

Otra profesión en la cual parece que se encarnan con frecuencia es en  la de maestro.  Les gusta  bajar a la escuela  y acusar a los alumnos más díscolos y vagos de no hacer los deberes o de hacerlos mal. A veces le dicen al rival de turno que no sabe la lección y, por si no la ha entendido,   ridiculizan al agraviado de  forma engreída y despectiva  con frases del tipo: Se lo volveré a explicar… Pero no es extraño que no la sepan, porque los mismos que acusan de vago al contrario  son capaces de asumir que  no lo han hecho bien al afirmar abiertamente:  No hemos sabido explicarlo. Incluso añaden: Tenemos que hacer pedagogía… Pasar por una facultad de Pedagogía siempre está bien, pero esto no parece cuestión de pedagogía, sino más bien de respeto al contrincante  que es posible que posea parte del patrimonio de la verdad.

Tampoco les importa convertirse en meteorólogos, pues por su lenguaje aparecen tormentas políticas, huracanes… Y hasta ciclogénesis. Pero, como no son tan expertos como los especialistas mencionados, no saben distinguir bien los fenómenos meteorológicos y deciden usar una expresión tópica que sirve tanto para  aguaceros como para nevadas o tormentas de cualquier signo. Todo se queda reducido a  la expresión con la que está cayendo

Pero,  cuando llegan esas situaciones tormentosas, se muestran preparados para velar por nuestra seguridad y siempre dispuestos a intervenir, como si fueran soldados, bomberos, policías… Por si saltan todas las alarmas. Si realmente saltaran todas a la vez  y fueran físicas, dejaríamos de oírlas muy pronto, porque el ruido sería  tan ensordecedor que nos rompería los tímpanos.  Y, aun refiriéndose a las metafóricas,  estamos tan acostumbrados a “oírlas” que ya no les hacemos caso. Por otro lado, ¿son “todas” las alarmas   de España? ¿”Todas” las del mundo?  No hay que preocuparse, porque se trata de alarmas que, por uno u otro motivo, están siempre saltadas, pues solemos estar inmersos en permanentes  guerras, sobre todo, guerras de cifras.

No faltan los que se sienten  guías de turismo, pues se pasan el tiempo haciendo hojas de ruta. ¿Adónde van esas rutas? Eso es un misterio. Parece que en la política actual  están sustituyendo a los proyectos... Los proyectos sabemos que  son el pensamiento de ejecutar algo,  pero las hojas de ruta no sabemos si son  hojas volanderas, hojas sueltas u hojas que se convierten en papel mojado. Los que trazan la ruta no siempre  se responsabilizan de guiarla bien, quizá porque hoy ya la gente no se responsabiliza  de casi nada, solo se   realizan ejercicios de responsabilidad, cuyo resultado desconocemos,  y en ese alambicar las expresiones se queda toda la energía.

 Tampoco son ajenos   el mundo de la farándula, tan denostado en otras épocas, pues  otra de las expresiones que abundan en el lenguaje político  es eso de no contemplar ese  escenario. De repente parece que estas personas no se dedican a hacer política, sino a contemplar escenarios, como si estuvieran asistiendo permanentemente a un espectáculo.  Y da la sensación de que los espectáculos son variados, por eso de que al no contemplar “ese” escenario (uno concreto por el valor del demostrativo),  sí parece que  pueden contemplar otros. Se pueden valorar posibilidades, pero escenarios es un tanto difícil. Aunque, está claro que el verbo valorar es otro de los desterrados del idioma, pues ahora la moda no nos lleva a valorar  las cosas, sino a  ponerlas  en valor, siempre y cuando haya  alguien que  entre  a valorarlas. ¿Estaremos, tal vez, hablando de que se sienten de  tasadores?  

Alguna vez hemos oído a algún político acusar a otro de ser  un tahúr  en el sentido de mentiroso o jugador fullero. Según la RAE, tahúr también significa  jugador que  practica el juego con mucha habilidad.  Desde luego jugadores se sienten,  porque barajan posibilidades, y hábiles, también, pues son capaces de barajar “una”  posibilidad. Es imposible barajar una carta, como lo es barajar una  posibilidad.  Barajar, en sentido figurado,  es considerar varias posibilidades, como barajar cartas es mezclar varias. Pero en este mundo nada hay imposible, por lo que parecen ser, aparte de jugadores, auténticos prestidigitadores.

Los ciudadanos somos conscientes de  que  conviene  cuidar  el buen ánimo de los gobernantes, pues   algunas decisiones dependen de si están o no en el ánimo del Gobierno. ¿Y qué pasa si el ánimo no es el apropiado? ¿O si algo está en su ánimo, pero no en su pensamiento? El ánimo pertenece  el mundo de los sentimientos, los proyectos son tareas de la mente. ¿No vendría bien la ayuda de un  psicólogo?  Desde luego  parece que,  con frecuencia, las mentes están confusas, por eso plantean dilemas, cuando en realidad lo que plantean son varias opciones y la palabra dilema se refiere  solo a dos.  A veces van más allá y pasan de lo psicológico a lo físico  y aseguran que  determinados proyectos están en su ADN. De repente nos quedamos estupefactos, pues  hemos pasado de la necesidad de pasar por un  gabinete de  terapia psicológica a  la de analizar  el ADN  de los partidos políticos con la ayuda de bioquímicos. Y nos seguimos sorprendiendo con frases como esta en boca de un ministro: El detenido nunca ha estado en el radar por radicalización. De los bioquímicos hemos pasado a los físicos para que nos expliquen qué es  estar en el radar.

No hace mucho tiempo, en el Congreso,  oímos a un diputado, sin ningún empacho, llamar a una parlamentaria bruja. Mal vamos si hay brujas en el Parlamento y, aún peor, si existen perseguidores de brujas. Necesitamos varios siglos para acabar con  Inquisición, pero parece que no hemos acabado todavía con  la caza de brujas.

Si seguimos poniendo el oído atento en algún momento  también podemos pensar que los políticos necesitan la ayuda de un melonero, porque por sí mismos no se atreven a abrir el melón, el de la Constitución o cualquier otro. Y es que, según parece, hay muchos melones que abrir y pocas manos que atinen y quieran hacerlo.

Algunos días hay que elevarse a niveles superiores y buscar el apoyo de teólogos y moralistas para entender lo que quiere decir un político cuando acusa  a otros de ser los profetas del Apocalipsis (parece que nos obligan a conocer el Antiguo Testamento) o cuando queremos entender la diferencia que hay entre gente honrada y gente honesta. Tradicionalmente en nuestro idioma había una diferencia clara entre los significados de honesto, que significaba decente o pudoroso, y que se aplicaba más bien en la moral sexual, y honrado, que significaba probo, o sea,  persona que actúa con rectitud.  A los ciudadanos debería interesarnos más  que  el político sea honrado que el que sea honesto. Ahora  como se han confundido ambas palabras ya no tenemos tan claro qué tipo de moral, si la privada o la pública, nos interesa del político en cuestión.

En fin, que, fijándonos en el lenguaje de los políticos y de los periodistas podemos encontrarnos  referencias frecuentes a otros campos profesionales, pero, curiosamente, faltan las referencias a los lingüistas… Vamos, pues,  a cerrar  este artículo con una pequeña pincelada lingüística: la diferencia entre oír y escuchar. Si te escucho y no te oigo, la culpa no es mía, pues hay otra causa que lo impide, pero, si alguien dice a la persona a la que no oye que no la escucha,  lo lógico es que no la oiga,  precisamente por no escucharla y,  además, mostraría su  mala educación. Escuchar es poner atención, oír es solo captar por el oído.  Quizá estemos  solo ante una muestra de evolución del idioma, aunque  los idiomas, en su evolución, se  suelen regir  por el “principio de economía lingüística” y es más simple (menos sílabas) decir oír que escuchar, que es ahora la tendencia frecuente en el habla  urbana. Pero el futuro  de un idioma es impredecible y seguramente otras personas lo explicarán en su día.


© Margarita Álvarez Rodríguez, filóloga

Imagen: Pixabay.com


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miércoles, 11 de mayo de 2022

¿Destituir o sustituir?

 


Ya no es la primera vez que escribo sobre el “arte” de subvertir o alambicar el lenguaje por parte de los políticos. En las últimas horas hemos visto cómo, para justificar la renovación de un cargo político, en la persona de la antigua directora del CNI,  han querido alterar los significados de los verbos sustituir y destituir. Los responsables de la destitución se han esforzado en los medios de comunicación en justificar el cambio asegurando que la persona citada no había sido destituida, sino, “sustituida”. Dos verbos que tienen en común parte de su forma gramatical, pero que no tienen el mismo significado,  por lo que no es baladí la sustitución de uno por otro buscando la   justificación política de un hecho.


Se sustituye, por ejemplo, una bisagra por otra, porque se ha estropeado,  o una bombilla,  que se ha fundido, pero se destituye a una persona que ostenta un  cargo público. Según la RAE, destituir es  “separar a alguien del cargo que ejerce”, mientras sustituir es  “poner a alguien  o algo en lugar de otra cosa” u “ocupar el lugar de otra persona”, que ya no ocupa ese lugar. La presidenta anterior del CNI ha sido, pues, destituida y, una vez que se ha realizado esa acción, ha sido sustituida por la directora actual. Nadie puede sustituir en un cargo  a otra persona si quien lo ostentaba antes no ha sido destituido o ha dimitido o cesado a petición propia.


Está claro que ese “baile” entre los dos verbos y el interés en que no aparezca la palabra destitución, unida a  esa noticia tiene claramente una motivación política. Destituir, por el prefijo des- con que comienza la palabra, indica privación y tiene connotaciones peyorativas. Y, por otro lado,  sería contrario al sentido común de la mayoría de los ciudadanos destituir a alguien si, según quien la destituye, ha realizado su trabajo de forma correcta. Es evidente que la insistencia en el uso de la palabra sustituir que usaron varias personas del Gobierno para justificar el cambio  tiene otra intención, pero  no me atrevo a aventurar  cuál es la motivación última ni tampoco  es el cometido de este artículo que  pretende ser una mera reflexión  lingüística.


Lo que  es  un hecho cierto es que en el BOE del día 11 de mayo de 2022 (RD 351/2022)  en lo referido al Ministerio de Defensa, apartado de ceses, se dice lo siguiente: “A propuesta de la ministra de Defensa (…) vengo a disponer el cese de doña Paz Esteban…” Y el cese está firmado por  el Rey (Felipe R.) y la propia  ministra de Defensa. Ministra que, veinticuatro horas antes, realizaba malabarismos lingüísticos para defender que no era una destitución, sino una sustitución.


El verbo cesar se viene usando, como verbo transitivo, sinónimo del verbo destituir, en el lenguaje político y periodístico, en el sentido de expulsar a alguien de su cargo.  En su origen era un verbo intransitivo y su significado original era sinónimo de “dimitir” (véase el Diccionario Panhispánico de dudas), o sea,  dejar de desempeñar un cargo por iniciativa   propia o por imperativo legal, pero no porque a la persona “la cesen”, significado que ha adquirido en el lenguaje político actual.  Algunos ejemplos del uso intransitivo que se consideraba recomendable en la lengua culta: Cesó la directora y nombraron a otra. A menudo se usa seguido de la preposición en: Cesaré en mi cargo, a final de año. O  de como: Cesaré como directora, a final de año. Sin embargo, dado que se ha generalizado el uso transitivo como sinónimo de destituir, la RAE recoge en su 4ª acepción el significado de “destituir o deponer a alguien del cargo que ejerce”.


Como en el caso aludido sabemos  que la persona afectada por la destitución/sustitución no cesó o dimitió voluntariamente, es palmario que fue destituida o cesada (sinónimo, en este caso, de destituida o depuesta) contra su voluntad, tal y como recoge el BOE.


Me irrita sobremanera que  la lengua se use  a menudo para tratar de disfrazar la realidad y, lo que es peor, para tratar de  embaucar a los ciudadanos.  Y, más aún, que se persista en esa actitud cuando  el político o política de turno (de cualquier formación política, pues en ello no hay diferencia) es afeado por el uso torticero que hace del idioma. La lengua es, sin duda, una de las armas más potentes de la demagogia (de demos,  pueblo  y agein (ago), conducir).


¿Qué culpa tendrá el idioma de que lo maltraten tanto en la rēs pūblica para tratar de obtener  alguna rentabilidad non sancta, hecho que va claramente en contra  del respeto que merece  la ciudadanía y de la claridad de la que, paradójicamente, alardean nuestros políticos?


Es mera interrogación retórica… El idioma no es culpable de nada, es una víctima de la manipulación.

miércoles, 29 de mayo de 2019

Politiqueando




De  peperos, sociatas, podemitas y demás familia



Lo referente a  las ideologías y al mundo de las organizaciones políticas y sindicales está generando en la lengua actual muchos términos que a veces tienen un sentido puramente descriptivo, pero que en muchos casos  adoptan una connotación negativa y son usados de manera despectiva (disfemismos).

Se está extendiendo la creación de vocablos con el sufijo –ismo, casi siempre derivados a partir del nombre de una persona, en torno a la cual se  agrupa una tendencia o una ideología o lo que ahora se llaman “distintas sensibilidades políticas”. Son los nuevos epónimos. Desde el pujolismo o el felipismo, que ya se utilizan desde hace décadas, hasta otras creaciones más recientes, como el  zapaterismo, llamado por algunos buenismo o angelismo (recordemos  que al presidente Zapatero se le ha llamado también Bambi, por su aspecto inocente, y Sosomán, en un programa de TV), el aznarismo (de José María Aznar), el marianismo o rajonismo (de Mariano Rajoy). También en su día se habló de fraguismo (de Manuel Fraga), de guerrismo (de Alfonso Guerra) Y como creaciones más actuales han surgido el sanchismo (de Pedro Sánchez), susanismo   (de Susana Díaz), errejonismo (de Íñigo Errejón), y hasta el carmenismo o manuelismo (de Manuela Carmena), sin olvidar el voxismo.

Asimismo han aparecido  “ismos” para calificar fenónemos políticos no españoles: castrismo, evismo, chavismo, berlusconismo… A veces son términos de carácter más general, que definen formas de actuar o de entender la política, como  golpismo, populismo, amiguismo

No faltan  neologismos vinculados a algunas creencias dentro del Islam   que indican falta de tolerancia  y que, desgraciadamente, están desembocando en violencia indiscriminada. Es el caso del integrismo y  el fundamentalismo.

También el sufijo –ista  ha generado la creación de palabras a partir de nombres que hablan de tendencias o ideologías: golpistas,  aguirristas (de Esperanza Aguirre) y errejonistas frente a pablistas (de Pablo Iglesias). Este sufijo está consolidado y  es de uso frecuente para denominar a los seguidores o miembros de organizaciones sindicales o políticas: ugetista, cenetista, comunista, socialista. Son palabras pueden tener un significado puramente descriptivo o adquirir connotaciones negativas. En cambio, la variante pesoísta adopta generalmente un matiz peyorativo.

Una de las palabras que sigue teniendo mucha  vigencia en el lenguaje político es, sin duda, progresista. Muchos políticos se la colocan como una insignia o un escudo protector que parece que les da un cierto aire de superioridad moral. Progresar es  positivo, aunque ello no es óbice para que, en nombre del progreso,  se hayan cometido tropelías de todo tipo. Pero la palabra que, en los últimos tiempos,  tiene más vigencia en el lenguaje sociopolítico es, sin duda, la palabra independentista, que ha hecho surgir como antónimos constitucionalista o españolista. Atrás quedaron las "amables" palabras regionalista y  nacionalista, que van camino de convertirse en antiguallas.

El sufijo –ero, que ha servido en la lengua para crear nombres de profesiones relacionadas con lo manual, también está siendo muy  productivo en el  lenguaje político. Peperos fueron llamados en las primeras décadas de la democracia los integrantes y simpatizantes del partido popular y, en general, aquellos que manifiestan una ideología conservadora. En el ámbito de la izquierda, de una forma análoga, se creó el término pecero para llamar a los militantes del PCE  y a sus seguidores. Así como ahora  a los llamados peperos se les achaca el excesivo conservadurismo con ese término, en el pasado, en el caso de los peceros, se les censuraba su falta de realismo para ejercer el poder y, en algunos casos, su carácter totalitario y peligroso.


En su tendencia a la economía, la lengua usa también abreviaciones como ultra y progre, con sentido contrapuesto.  La primera se usa siempre con sentido despectivo, y la segunda, en muchas ocasiones, especialmente si se dice con retintín.

Han surgido también  términos con el sufijo –ata asociados a connotaciones negativas. Se han usado, por ejemplo, para llamar a los seguidores del PSOE (sociatas) y para criticar, en cierta medida, su postura ante cuestiones controvertidas en el ámbito político y social. En el mundo de la izquierda política los peor vistos han sido los ácratas o anarcos que se han identificado fundamentalmente con la lucha en la calle de pancarta y cartel.

También han aparecido vocablos con los sufijos –ito/–ita, como  podemita (o podemista), para los seguidores de Podemos. En general, suelen adoptar un  sentido despectivo, para indicar que son grupos que desean destruir el sistema o son  excesivamente utópicos.  Algo parecido ocurre con los  naranjitos, para los seguidores de Ciudadanos, con frecuencia para tacharlos de inexperiencia.

Términos como pepero, sociata, ugetista, cenetista  se han incorporado ya al diccionario de la Real Academia de la Lengua (DLE), en su vigésima tercera edición. Los dos últimos pueden tener un significado puramente descriptivo, salvo que de manera intencionada se les quiera dar otro sentido. En el caso de los afiliados y simpatizantes de CCOO, se ha oído la palabra coloquial cocos, unas veces con matiz afectivo y otras, de forma peyorativa.

Hay ciertos colores que, usados por algunas personas, y en el contexto del lenguaje político, todavía siguen teniendo matiz peyorativo. Es el caso del rojo y el azul.  Los rojos (rojillos, rogelios, rojeras…), aplicados a la izquierda política, y los azules, a la derecha. En la actualidad se han añadido los naranjitos y algún otro color.

Hay palabras, sin embargo,  que en el  lenguaje político siempre se usan de forma insultante o peyorativa. Es el caso de fascista, y su derivado facha,  y de la palabra nazi. Y también franquista. Se califica con ellos  a las personas autoritarias y contrarias a la libertad y a la democracia. Si bien, a veces, se hace un uso excesivo de estos  términos y se descalifica con ellos a quienes se integran en partidos democráticos o a personas que no tienen especial vinculación política,  pero que  son poco tolerantes. Incluso algunos los descalifican diciendo de ellos que cantan el Cara el sol.

En el lenguaje político de los últimos años ha aparecido un nuevo vocablo con el que los podemitas  apodaron a los viejos partidos: la casta, una palabra  que en el contexto político ha pasado a identificarse con el deseo de perpetuarse en el poder y no promover una sociedad más justa e igualitaria. Así, los críticos con “la casta” acuñaron   también unas siglas que fundían  las de los dos grandes partidos, a los que identificaban con esa casta que critican: PPSOE. Es verdad que esa casta, de la que renegaban, en poco tiempo ha desaparecido del lenguaje político. ¿Será tal vez porque ya no existe o más bien porque se han incorporado a ella los que la criticaban?

Tránsfuga es otra palabra que ha surgido en las últimas décadas. Según el DLE es la ‘persona que pasa de un partido a otro’. Como se entiende que esa persona es acomodaticia, la palabra tiene un sentido peyorativo. En otra época, el tránsfuga era solo uno que cambiaba de chaqueta. Ahora, además de chaquetero, es un traidor. De algún político actual ha llegado a decirse que tiene en su casa un amplio fondo de armario en lo tocante a la cantidad de chaquetas.

Durante décadas hemos convivido dolorosamente con los etarras, palabra que  en castellano se identificó con el terrorismo. Se ha usado para denominar a los miembros de la organización terrorista ETA, pero también para descalificar a otros que se movían en su ámbito o que simplemente no tenían una postura de condena clara (proetarras). Incluso hoy, una vez disuelta la organización terrorista, se utiliza para calificar a aquellos que tienen alguna conversación política con grupos  que fueron en su día condescendientes con ETA. Actualmente,  la palabra ha salido del ámbito del terrorismo y algunos la han utilizado, sin pudor,  para descalificar a políticos que nada han tenido que ver con el terrorismo y que lo han condenado taxativamente.

Si nos paráramos a escuchar  con detenimiento las “flores”  que se dedican  los políticos entre sí, unas relacionadas con su ideología política y otras rayanas en el insulto personal, nos encontraríamos con un vocabulario bastante florido. Los que se sienten de izquierdas,  y se llaman a sí mismos progresistas, califican  a los partidos  de  la derecha política, de forma genérica, como la derecha, evitando usar el nombre del partido político concreto, y lo reiteran en sus comparecencias públicas buscando que el oyente vincule la palabra derecha a algo peyorativo. Y a la palabra derecha asocian otras: derechona, cavernícola, troglodita, retrógrado, reaccionario, burgués, cochino burgués, señorito, señorito de cabaret, fascista, franquista, resabio del franquismo,  facha, puto facha, cerril,  conservador,  etc. 

A partir de la foto conjunta de la manifestación de los líderes de los partidos Cs, PP y Vox en la plaza de Colón de Madrid han arreciado las descalificaciones del conjunto. Han sido llamados:   el trío de Colón, los tres temores, el trifachito, la derecha trifálica, la derecha de las tres siglas,  híbrido extraño entre don Pelayo y Margaret Thatcher y otros variados calificativos. 

También han florecido  los insultos de la derecha o extrema derecha, dirigidos a partidos de izquierda o a sus militantes: comunistas, extremistas, leninistas, bolivarianos, peligrosos,  parásitos, zánganos, zánganos de casino, convidados, mantenidos, rehenes, clientelar cortijo andaluz, apesebrados, rojos de mierda, perroflautas… 

Unos a otros se llaman mentirosos o, con un eufemismo,  se dicen que faltan a la verdad. También: irresponsables, inútiles, incapaces, desleales, traidores, mediocres, ignorantes, golpistas, indecentes… En los últimos tiempos ha aumentado tanto el tono y la gama de insultos, especialmente dirigidos al   presidente del gobierno actual, que incluso nos hemos visto obligados a consultar el diccionario para buscar la palabra felonía y ver si realmente estaba usada en el mismo sentido que tenía cuando a Fernando VII, rey de infausta memoria, al que es difícil imitar, se le calificaba de “rey felón”. Pasando páginas del diccionario llegamos a la R para buscar la palabra relator, que ha dejado de ser “el que cuenta hechos” para caer bajo sospecha  por ejercer un cometido un tanto nebuloso, con lo que la palabra, usada con ironía, ha adquirido   también un  significado peyorativo. 

El uso del artículo colocado ante el nombre de las mujeres que tienen   responsabilidad política, un rasgo del lenguaje coloquial,  aparte de dar notoriedad a  esas mujeres,   ha pasado a tener una significación política, frecuentemente negativa:  la Aguirre, la Cospedal, la Merkel, la Bachelet, la Thatcher,  la Meyer.

Y si los disfemismos son más frecuentes de lo deseado en el lenguaje político, los eufemismos están presentes de forma permanente para ocultar o disfrazar la realidad. Nadie duda de que la  armonización fiscal con respecto a Europa esconde una subida de impuestos.

Lo mismo ocurre con los alargamientos alambicados del lenguaje a través de expresiones perifrásticas o del uso de palabras largas.  Soluciones habitacionales (alojamiento), radicales de izquierda (seguidores de Podemos),  estar en condiciones de (poder), poner de manifiesto (manifestar), poner en valor (valorar)… Y muchas palabras largas: precarización, anticonstitucionalidad, posicionamiento, redimensionar…

Puestos a hablar de alargamientos, vemos cómo  triunfan las enumeraciones descalificadoras, a veces hasta mezcladas con  temas tan ajenos como la mitología.  Un político de primera fila acusó recientemente al presidente del Gobierno de “pactar con esa hidra de las siete cabezas de los batasunos, proetarras, independentistas, separatistas, comunistas, prochavistas y procastristas”.

Además, como la lengua es muy creativa, no dejan de aparecer neologismos de raíz  popular: sindicalisto, los de la gaviota, los del puño y la rosa, los sorayos… Y no faltan los términos militares o policiales: submarinos, paracaidistas, infiltrados.   Tampoco está ausente en este muestrario el filibustero, que es  el que obstaculiza la aprobación de una ley dando largas.

Y si el lenguaje político es creativo, no es lo es menos la “literatura” política. Figuras literarias como la  metáfora y la metonimia las encontramos por doquier. ¡Y no digamos nada de la hipérbole! 

Una  palabra de la lengua común que, en su sentido político,  ha adquirido en los últimos años un significado metafórico es la palabra fontanero. Durante el mandato de Felipe González aparecieron los fontaneros de La Moncloa y no eran precisamente los especialistas en cañerías ni en fuentes. Este término no aparece en el DEL (RAE),  pero sí en el DVUA (Diccionario de voces de uso actual, de  Alvar Ezquerra, M.): ‘Persona que, sin cobrar notoriedad, se ocupa de arreglar los asuntos difíciles o poco claros’. 

Antes creíamos que Frankestein era solo un personaje literario, sin embargo, de poco tiempo a esta parte, hemos estado gobernados, sin saberlo, por un gobierno Frankestein, presidido por un okupa, el enemigo público número uno, el adalid de la ruptura de España,  que es, además,  un zorro cuidando gallinas,  al decir del jefe de la oposición. Pero, eso sí, la piel de toro se mantendrá  suave pues gozamos de un gobierno como el aloe vera, (cuanto más le investigan encuentran más propiedades). 




También proliferan  en el mundo de la política los que se empeñan en marcar hojas de ruta, hacer cordones sanitarios, superar techos electorales Y  aquellos que,  a la vista de las encuestas electorales que pueden crear ilusiones poco fundadas, tienen miedo de que sus aspiraciones terminen en un sueño húmedo… 

En la última campaña de las elecciones generales de  2019 los eslóganes electorales también nos han sonado a figuras literarias. El vamos, ciudadanos, eslogan de Cs, busca claramente la musicalidad  con una paronomasia en las últimas sílabas. Sugiere el dinamismo del mundo deportivo (recuerda el grito de Rafael Nadal) y  nos introduce en ese movimiento con la primera persona de plural.  Además apostrofa con un vocativo dando ánimos a unos ciudadanos votantes y otros Ciudadanos que esperan ser votados por los primeros.

Haz que pase, fue el lema del PSOE. Haz que pase ¿qué? Juega con el equívoco, pues no sabemos, muy bien si tiene que pasar la persona, la situación anterior, lo que está por venir… Apostrofa al votante de una forma directa en segunda persona. 

Valor seguro, lema del PP.  Un sintagma nominal, aparentemente aséptico, que trata de darnos seguridad sobre el candidato y su partido, y que, al mismo tiempo, juega con la polisemia de palabras que están relacionadas con el mundo de la economía, con la seguridad y  con el valía personal del candidato. 

La historia la escribes tú fue el lema de Podemos.  Es un mensaje directo que usa el tuteo, que juega con el apóstrofe dirigido a la segunda persona, que construye la oración con un hipérbaton y que destaca la palabra historia para dar protagonismo al votante que, de vivir en la intrahistoria, va a pasar vivir  en la historia escrita.

Por España. Este  fue el lema de Vox. El más simple desde el punto de vista lingüístico, pero, al mismo tiempo, la definición de su razón de ser. Trata de acotar  el objetivo del partido (España, núcleo del sintagma)y también el del votante que lo elige. Es el único lema que termina en  un punto y aparte cuando aparece escrito en los carteles. O sea, por España… y punto. 

Todo ello debería ser analizado en relación con la iconografía, las grafías, el colorido, la imagen que sugiere cada líder… 

Este artículo solo es un pequeño acercamiento  al lenguaje político del disfemismo y  estará siempre abierto y atento a las lindezas con las que nos sorprendan cada día los políticos y los que hacen la información sobre el tema. Y de lo que digan los ciudadanos, pues ellos también pueden  “crear tendencias”… 

Mientras tanto nos prepararemos para conocer el veredicto de los pactómetros y de todos los neologismos que sigan apareciendo a la vuelta de un micrófono.



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La Recolusa de Mar por Margarita Alvarez se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.