El murmullo del río acaricia
mi cara,
de su fluir me llegan
sonoras palabras,
las siento muy cerca,
quisiera apresarlas,
pero son huidizas y se
escapan raudas.
Las llamo… Y las llamo…
¡Las silencia el agua!
Me arropa el entorno y me diluyo
en su calma,
en una belleza apenas
hollada.
Las ramas se mueven en
armónica danza,
me llegan arpegios de música
alada
y en la alfombra verde, que
hechiza miradas,
musitan las flores, susurran
las plantas.
¿Qué intentan decirme?
¿Qué secretos guardan?
¿Hablarán de ellas?
Yo escucho… Y escucho…
¡No entiendo su charla!
¿Hablarán del pueblo de
casas calladas
y de su memoria envuelta en
nostalgia?
¡Sí, sí! De eso me hablan:
de corrales que añoran
mugidos de vacas,
de aperos dormidos que sueñan alboradas,
de cocinas en que no se oyen
ecos de pregancias,
de los viejos hornos sin
olor a hogazas…
Se oxidaron los cerrojos que trancaron
casas,
en cuyos umbrales almas
desterradas
derramaron lágrimas con frío
de escarcha.
Yo busco a esas gentes…
¿Sigue alguien ahí?
El silencio es terco,
ahoga mis palabras…
Pero pronto siento el río, sus suspiros no callan:
su agua es eterna,
y fluye,
y pasa…
llevando
consigo dolor y esperanza.
Se fueron las gentes a
tierras extrañas
buscando sus mares como hacen las aguas.
Anidaron silencios en calles
olvidadas.
¿Sigue alguien ahí?
Nadie me responde.
Y la pregunta se extingue en
la nada.
Silencio de ausencias…
Tierra sin personas…
¡España vaciada!
Un sosiego de olvido que todavía
nos habla.
Casas silenciosas, abrid las
ventanas,
ansiosas de sol y lunas
plateadas;
no estáis vacías, no
estáis vaciadas;
os habita el eterno murmullo del agua:
murmullo de vida, inyección
de savia.
¡La voz de Natura siempre
esperanzada!
©M. Álvarez Rodríguez
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