domingo, 31 de enero de 2021

Poemario "Cauces", de Antonia Álvarez Álvarez

 


Título: Cauces

Autora: Antonia Álvarez Álvarez

Editorial Eolas, colección Aura

Primera edición: León, 2020

Género: Lírica

Cauces es un  poemario que  ha sido galardonado con el Premio José Antonio Ochaíta 2019.

Leer los poemas que componen este poemario  es disfrutar de la poesía de una gran poeta, Antonia Álvarez, escritora que ya ha obtenido varios premios literarios, entre  otros, el XXX Premio Leonor de Poesía, y publicado una docena de libros.  Los poemas que componen esta  obra están divididos en dos apartados: Cauces de luz, formado por veinticuatro textos, que aparecen numerados y sin título, y Cauces de amor y dolor, formado por quince poemas, cada uno con su título respectivo. En el frontispicio de la obra aparecen recogidos algunos  versos de José Ángel Valente y de Claudio Rodríguez y, como introducción a algunos poemas, también se insertan versos de otros poetas.  

La imagen  del cauce de un  río nos adentra, ya desde de la cubierta, en esos otros cauces poéticos  por los que discurren   las sensaciones, los sentimientos, las palabras: la belleza de sus versos.

Los poemas de la primera parte, como sugiere su título,  están iluminados por una luz  primaveral que se derrama generosa  sobre ellos. Y no es una primavera cualquiera, es la primavera que tantas veces ha contemplado y sentido la autora, es la de su tierra: un auténtico mosaico de colores y  una  gran variedad de olores, que se mezclan, que se confunden, que embelesan al espectador y al lector. Es la primavera exultante de esos montes y esos cauces de agua cristalina  que ella  bien conoce por haberse criado en esos hermosos parajes de la montaña leonesa. Es una primavera del color de  las  urces, de los  zarzales y escobas en flor, de las campánulas, de las  margaritas; es la del  olor a violetas, a tomillo, a hierba; la del sonido del trino de los pájaros y de las aguas cantarinas...  En esa primavera, por cuyos cauces  se derrama la vida,  la belleza y la palabra (“alma verde del mundo”), se sitúa emocionalmente la autora ya desde el  poema que abre la obra. En ese lugar de “flores blancas perfumadas / por tantas primaveras / soy y estoy”. Ese paisaje es parte de su ser y por sus cauces siguen discurriendo sus vivencias, convertidas en estas páginas  en palabra poética. Y discurren sin pausa (sin títulos), un poema tras otro.

La primera parte es, pues, la celebración de  la vida: “Y cuando marzo anuncia / su voz   de celebrante en los senderos”. Contemplando esa realidad de forma atenta, estática (y extática), se puede  experimentar un  éxtasis  que nos acerca a la inmortalidad. Y esa sensación de eternidad se hace mayor si se comparte esa belleza con alguien, “con el cordón azul de una mirada”. La primavera es un tiempo pasajero, pero el milagro de la primavera se repite año a año,  siglo a  siglo. Se eterniza en cada instante. Eterna es también  la fuerza de la palabra.

En  la segunda  parte los versos transitan por los cauces del amor y del dolor. En esos poemas el amor parece imponerse al dolor, aunque la ausencia del primero pueda ser una  causa importante de sufrimiento.  El amor, que siempre es un milagro,   se refleja en los versos desde distintas vertientes.  Aparece el amor a la tierra y a la familia presentado con tintes de añoranza,  el primer amor,  el amor adulto… El beso se convierte en una manifestación  esencial del amor. El beso en la presencia  y el beso  en la añoranza del amor ausente. Un beso tierno,  que confunde dos almas, como dirían aquellos versos becquerianos, y que convierte esa manifestación amorosa  en belleza y en poesía. El beso es una manifestación del amor apasionado, de ese amor que  es simbolizado como fuego, como “sangre ardorosa” o “pétalos de sangre”,  pero que  al mismo tiempo no pierde su pureza, su delicadeza, su idealización.   Es "el fuego de la boca contra el frío”, una fuerza que vence a la muerte.

La naturaleza también tiene una fuerte presencia en la segunda parte, pero se amplía la visión. La  primavera sigue  ahí como telón de fondo, pero ahora está mezclada con  muchas  referencias al frío, a la nieve y al otoño: son cauces de amor y dolor en los que también está presente  la soledad de las ausencias. Algunos poemas  reflejan de forma clara  la añoranza de la comunión con esa naturaleza vivida  en  el pasado,  es como un deseo de volver a los paisajes de la mirada  y a los paisajes del alma, un deseo de  “volver y derrotar / a las furiosas huestes del olvido”.

Por los versos del  poemario navega  omnipresente el paso del tiempo: el tiempo exterior, que miden los relojes, y el tiempo interior, que miden las vivencias.  Un tiempo que huye (Tempus fugit, título de un poema)  y que solo podemos apresar en la contemplación de la belleza que lo eterniza, en  una visión próxima al platonismo. Un tiempo presente y un tiempo pasado, surcados ambos por sensaciones impresionistas.  En esta segunda parte, como decíamos, está más presente el dolor, las ausencias, la melancolía, pero, aun así, la poeta no deja de conducirnos por cauces de luz.

Una de las medidas   de  versos más utilizada en el poemario es la del heptasílabo que, sabiamente combinado con el endecasílabo, forma con frecuencia silvas,  que crean un ritmo ondulante,  acompasado y sereno, que acaricia nuestros oídos.  No sabemos si la autora ha usado este esquema de forma deliberada por la relación que tiene el origen de la palabra latina  silva (selva, floresta) con la temática de la obra o por su ritmo. También utiliza otras medidas y esquemas de metro y rima, adecuando siempre el ritmo al contenido de los versos. Uno de los poemas más hermosos es el soneto titulado Cauce de agua clara: “Acércate a mis labios lacerados /para calmar su ardicia salinera…”.  El uso del encabalgamiento de forma frecuente  contribuye a ese peculiar ritmo ondulante. Dentro del lenguaje claro que utiliza Antonia Álvarez, aparecen frecuentes y hermosas imágenes: “la enramada cierta de la luz”, “los abrevaderos del olvido”, “el zurrón de la memoria”. Algunas parecen recordar el mundo pastoril de las églogas renacentistas  Y, puesto que  por los cauces de los versos se derraman sensaciones y sentimientos,  el uso  de la sinestesia es muy frecuente en la mayoría de los  poemas. Unas veces aparece como mezcla de sensaciones que captamos por distintos sentidos y otras,   como fusión  de sensaciones y sentimientos: “gorjeo dulce”,  “pétalos de viento”, “dulce esperanza”. Para que la naturaleza cobre aún más vida nos encontramos  asimismo  con frecuentes personificaciones: “el árbol se desangra”, “regocijan los labios”. Son  versos limpios y llenos de luz por la  abundancia de léxico del campo semántico de la claridad: cristalina, purísima,  virginal,  azul, pura,  transparencia, blancura, aurora… Son sensaciones  de un instante, pero que encierran eternidad. 

El poemario  es un deleite para los  sentidos, una caricia para  el alma  y un espacio para la reflexión, pues la autora se eleva desde las sensaciones  y los sentimientos personales al ámbito de lo metafísico, por la importancia que cobra el tiempo  y el papel que desempeñan el amor, la palabra y la belleza en los cauces de la eternidad. Y es preciso buscar esa belleza hasta en el dolor: “En el duelo hay belleza y en las alas / del pajarillo herido / anida el sol”.  

Es una poesía armoniosa, serena, que penetra por los sentidos, que provoca regocijo en el espíritu y que nos seduce  sentimental e intelectualmente. Y, a pesar de estar  muy elaborada literariamente (conocemos la minuciosidad de la escritora),  fluye transparente  de las fuentes   en las que surgen sus vivencias y reflexiones, navega por cauces líricos y desemboca de forma conmovedora en el lector.    Esa es la gran literatura: la que crea belleza desde la claridad y  desde la emoción.

En definitiva, la lectura y relectura (porque son versos para releer con calma y con alma) de este poemario, de gran belleza literaria, nos llevará serenamente por cauces de  vida  hacia la luz, pues,  aunque en ocasiones  caigamos  en un recodo sombrío, será, con seguridad,  “un cauce de sombras / que conduce a la luz”, según dicen los versos que  abren y cierran la obra.  Un título muy acertado, una extraordinaria obra poética y un premio bien merecido.


Margarita Álvarez Rodríguez, filóloga y profesora de Lengua y Literatura


Antonia Álvarez  (imagen tomada de la solapa) y contraportada de Cauces




domingo, 17 de enero de 2021

Un recorrido por la memoria

 

Paladín, un día de invierno. Foto: MAR

Nací en una tierra de  gentes austeras,

en un lugar  (Paladín)

con nombre de resonancias guerreras,

al pie de una vallina de agua fina 

 nombre  sonoro (Marcogolla),

en un día  de enero,

mientras se oían

las  huecas pisadas de las madreñas,

el ronco sonido del río,

el gemir de las ramas,

el mugir   de las vacas…

Crecí mirando a la tierra

y esperando las gracias del cielo.

Paisajes   de primavera gozosa

amamantaron mi alma,

veranos de hierba y centeno,

fortalecieron mi cuerpo,

otoños de parcas cosechas

doraron mi vista

e  inviernos de lumbre 

y  palabras aladas

poblaron  las nubes  de mi fantasía.

Mesas sobrias  saciaron mi hambre,

contados libros alumbraron mi mente,

deberes sin tregua 

forjaron mi espíritu.

Mi infancia fue  una canción

con estrofas de   diminutivos frugales:

un poquitín de azúcar,

un puñadín de arroz,

una gotina  de mimos, 

una perrina

Y un  estribillo que sabía 

a  pan  y manzanas.

Una enciclopedia, unos mapas, 

una maestra, un cura,  

una beca

me abrieron los ojos al mundo.


Mesa y sillón de la maestra y mapa antiguo. Escuela de Paladín (León)

Colores, olores, sabores, trabajo,

respeto y humildad

me trazaron  caminos de vida.

Los  años mozos me  robaron  los verdes

y pintaron de gris mi mirada…

Días   de esfuerzo y tesón

me llevaron  a  sueños cumplidos,

mientras   arrebataban vidas

y   desgarraban afectos.

En la madurez me vi  

conduciendo la vida de otros.

Años  de  vocación, de  ilusiones,

de entrega, de  compromiso, 

de lealtad: de amor.

Años de sementera.

Siembra de conocimientos. 

Siembra de afectos. 

Siembra de vida.

Y germinaron los días,

como los trozos de patata 

 los fréjoles

que veía enterrar de niña,

y crecieron, y se multiplicaron, 

y produjeron  excelente cosecha.

Y heme aquí, 

con un  largo camino a la espalda,

sintiendo 

que  sigo siendo de pueblo

y regresando 

a mis raíces  primeras:

a mi casa, a mi  río, a mis árboles, 

a mis verdores, a mi gente

 y a la expresividad  de mi lengua.

¡Un recorrido tan largo 

para volver al inicio!

Vuelvo, una y otra vez,  

a las vivencias de infancia. 

De aquella infancia, mi infancia,  

que, para una niña de pueblo,

casi  empezaba a inventarse.

Y ahora comprendo que  allí 

ha estado  mi  patria:

en el  lugar  de los miedos,

de los  descubrimientos,

de la inocencia,

de los sueños.

En el de la magia de  las palabras.

De aquellas palabras, sonoras, 

amorosas, relucientes,

con las que  poseía

y comprendía el mundo 

que me rodeaba:

ajagüeiro, jingrio, cabrallouca,

tortollo, tulipanda,  restrolucir, 

afalagar…


Álbum familiar. Foto: MAR

                            ***

¡Oh, sí! 

Por aquellas   sendas de infancia 

aprendí a sentir,

a aprender,  a respetar, 

a agradecer…

Y por  los caminos de la vida 

a  saber estar y  a ser.

Existir, sentir,  pensar, ser…

Caminar con empeño:

¡VIVIR!



Desde lo alto de Marcogolla, mirando a mi valle. Foto: MAR. Paladín (León)




M. Álvarez

16 de enero de 2021



 

miércoles, 6 de enero de 2021

Calzando madreñas

  

Un relato navideño ambientado en las Navidades de los pueblos de Omaña (León), en los años 60 del siglo XX.


Pozo construido en esa época  (Paladín)

Aquel día Martina se sentía feliz. Había tachado el último día del trimestre de aquel calendario que había dibujado en la última hoja del cuaderno de Matemáticas, al llegar al colegio, en el mes de septiembre. ¡Qué largo se le había hecho! Era el último día de clase antes de comenzar las vacaciones de Navidad.

Tenía solo diez años y era una niña de pueblo.  Llevaba tres meses viviendo fuera de casa, en una ciudad que, en parte, seguía siendo un mundo hostil para ella. Antes solo la había visitado tres veces, dos de ellas, medio año antes, una para examinarse de ingreso para el Bachiller  y la otra, para “examinarse de beca”. Superados los exámenes, y con su beca concedida, había empezado ese camino que sus padres querían que anduviese. Era una niña tímida y responsable, y aquel “tienes que ser más que nosotros” resonaba en sus oídos como una obligación y como un reto que le iba a suponer mucho esfuerzo.

En el internado convivía con niñas becarias de otras zonas de León, la mayoría de tierras de llanura, que  no conocían nada de sus montañas omañesas. Al día siguiente de llegar, la monja responsable de su grupo les preguntó  cuál era el pueblo de cada una. Las distintas compañeras mencionaban el nombre de su pueblo y solían añadir: "Cerca de Sahagún, cerca de Valencia de Don Juan, cerca de Cistierna...". Cuando llegó su turno mencionó el nombre del pueblo y añadió: "Cerca de Riello". Esa población,  donde había adquirido todo el ajuar colegial y aquella maleta blanca que lo contenía,  también resultaba desconocida para las demás. Entonces puntualizó: “Del partido judicial de Murias de Paredes”. Aquello de los partidos judiciales les  sonaba a todas como una retahíla que se aprendía así: Murias de Paredes, Villafranca del Bierzo, Ponferrada… Pero, para ella, Murias era algo también lejano, pues nunca había estado allí, aunque tenía conciencia cierta de que existía, porque con frecuencia oía a los mayores, cuando se referían a  gestiones legales sobre herencias: “¡Está para Murias!”.

Sabía que su padre vendría a recogerla al día siguiente para volver al pueblo. Lo sabía, porque en aquel papelito doblado que encontraba cada lunes en el bolsillo del baby  que, metido en una bolsa, junto con el resto de la ropa limpia, le devolvían del pueblo, su madre le escribía unas líneas en un papel de cuaderno y en ellas le daba la noticia.

 En la ciudad ya había ambiente navideño: alumbrado especial, cintas de espumillón  de colores colgadas en interiores y exteriores y  juguetes expuestos en escaparates, que ya anunciaban la fecha de Reyes.    Eso de pedir cosas a los Reyes para ella era algo extraño, pues nunca les había pedido nada. Solo una vez le habían traído una   muñeca, sin pedirla, una muñeca de cartón en que todo era pintado, excepto el vestido. Fue para ella un gran tesoro, la  cuidó  con esmero algunos años y lloró su desaparición cuando pereció ahogada en un caldero de agua. Sus Reyes, en realidad,  tenían nombre de aguinaldo que contenía  castañas, nueces, unos higos, alguna galleta, caramelos y, tal vez, alguna perra gorda… Esta vez daría más valor a esas perras, pues  tendría oportunidad de gastarlas cuando volviera al colegio, en alguno de los paseos en grupo que daban los domingos por Papalaguinda,

Cuando se apeó con su padre del coche de punto que la devolvía al pueblo ya  era de noche, una gélida noche de invierno. Juntos  empezaron a andar el medio kilómetro que los separaba de casa. En ese trayecto, con un cierto miedo a la oscuridad, Martina  vivió sentimientos contradictorios. Por un lado, pensaba que la vida en la ciudad era más cómoda y más divertida, mientras su pueblo seguía allí, anclado en el pasado, escondido y mal comunicado, con sus calles oscuras y llenas de barro. Por otro,  el rumor de sus pasos sobre aquella pelona que estaba cayendo, el sonido impresionante de la crecida del río, los árboles desnudos que se intuían en la oscuridad y la nieve que se distinguía en el borde del camino la devolvían  a su tierra y  a sus paisajes invernales.  Aquellos árboles ateridos por el frío y bamboleados por el viento eran sus árboles de Navidad,  pues allí el paisaje navideño era real, no un mero decorado. 

Al entrar en casa sintió el calor de hogar: el calor de la lumbre y el calor de la familia. Allí la recibieron gozosas su madre, su hermana y sus zapatillas calientes, que fueron el mejor  regalo para sus pies helados.  Todo en aquella cocina seguía igual: la pota sobre la bilbaína, la leña preparada para atizar, la banqueta en la trébede, la alacena, el escaño, la luz temblorosa de la bombilla y la radio, que abría una ventana al mundo exterior.

Sabía que en su pueblo  las fiestas navideñas no cambiaban mucho lo que ocurría el resto de los días de invierno. Allí  no había llegado el espumillón ni  siquiera las  figuras del belén, pero sí las  distinguían aquellas patatas con el llosco elaborado en la matanza, que eran una delicia culinaria,   y algún postre extraordinario: polvorones, higos, un poco de turrón de yema (o  solo un pobre turrón  de cacahuetes, porque no se podía comprar el de almendra), y tal vez algún cuchiflito casero.

Tenía muchas ganas de volver a disfrutar en su casa  de aquellas veladas o filanderos a las que asistían otros vecinos. Las mujeres, en esas fechas navideñas, solían  incorporarse a la conversación general. Se cantaban villancicos, había que acertar cusillinas, se contaban sucedidos, se cantaban villancicos y romances, se realizaban juegos…  Era el poder de la palabra que transformaba aquellas veladas en una función mágica,  aquellas palabras leonesas que  a Martina  le acariciaban el alma.

Sabía que este año, como otros, su regalo de Reyes más preciado sería un  cofre repleto de sentimientos y sensaciones: el olor a leña y el  crepitar del fuego, el canto quejumbroso  de la coruja, que en su pueblo llamaban cabrallouca,   la bufina  que quemaba  la piel, la luminosidad del manto blanco de la nieve, los sonidos y el calor de los animales domésticos…  Sus compañeras quizá regresaran  al colegio con regalos más valiosos, pero ella lo haría  con aquel  cúmulo de sensaciones, que la envolvían y  que, a buen seguro,  le provocarían morriña hasta las siguientes vacaciones.

                                                                   ..........................           

Una subida notable del volumen de la televisión la sacó de su ensimismamiento. Había comenzado un bloque de anuncios y por su retina y su oído desfilaron rápidamente un perfume, acompañado  de una ridícula voz afrancesada, unos bombones de envoltura brillante y  un elfo risueño que felicitaba la Navidad desde unos grandes almacenes.

Entonces se dio cuenta de que seguía ante el ordenador  con la mano en el ratón, un ratón que se podía apresar, no como aquellos huidizos de su infancia que recorrían el desván por las noches y que tanto miedo le causaban. Martina, que  era ya abuela,  estaba tratando de elegir unas deportivas de una conocida marca para el regalo de Reyes de su nieto. Veía tantos modelos, con tanta variedad  de características, que, para ella, que había sido una niña de zapatillas y madreñas, le resultaba  complicado atinar con la elección correcta, pero tampoco le preocupaba mucho, pues sabía que las podría cambiar,  si no le gustaban. Así que seleccionó  un modelo, introdujo el número de la tarjeta y  clicó para pagar. E inmediatamente recibió un mensaje: “Fecha de envío: 5 de enero de 2021”.  

                                               

Y en ese momento, como si también hubiera clicado en su mente, recordó que en aquellas Navidades de su infancia sí había tenido un regalo: unas flamantes madreñas, de un negro brillante, que sustituían a las viejas que ya no le valían, y que aparecieron colocadas en la puerta, en fila, junto a las demás, preparadas con sus tacos de goma y su cincho de alambre. Los Reyes Magos sabían que, aunque se fuera por el mundo, volvería a casa  por  Navidad y que, a la puerta, sus madreñas la estarían esperando.


Madreñas   de los  años 60 conservadas en mi casa. MAR


Texto y  fotos: Margarita Álvarez Rodríguez

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La Recolusa de Mar por Margarita Alvarez se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.