lunes, 16 de agosto de 2021

La comida tradicional omañesa (y IV)

 

Los cuchiflitos y las frutas



Después de haber hablado en tres artículos anteriores de  distintos aspectos de la alimentación de los omañeses en la segunda mitad del siglo XX, cierro este tema con un artículo que versará sobre lo que hoy llamaríamos los postres, o sea, dulces y frutas. 



Frisuelo omañés

    

Otro  aspecto interesante de la comida omañesa  tenía que ver con la elaboración de los dulces: eran los llamados  cuchiflitos o cuchifritos. ¡Qué hermosa manera de denominarlos! En la época de otoño e invierno se hacían frecuentemente los frisuelos o fisuelos, a base de leche, huevo y harina, como ingredientes fundamentales. Se batían los ingredientes con un batidor hasta formar una masa más bien líquida o rala. Se echaba la masa con una cuchar con forma aleatoria sobre aceite muy caliente y se freía durante un minuto aproximadamente. Una vez frito parecía una celosía, que se espolvoreaba con azúcar.  También se les podía dar  forma redondeada como si fueran buñuelos.  Algunas personas actualmente los elaboran en forma de tortas finas, similares a las crêpes, y los acompañan de mermelada, chocolate...  Las flores fritas también han sido un dulce habitual de Omaña.  Se hacían con un molde de hierro especial que les daba esa forma, el cual se sumergía en la masa e, impregnado de ella, se introducía en la sartén en aceite muy caliente.  El efecto del calor desprende la masa del molde y aparece la flor, que se fríe en  unos segundos. También se hacían rosquillas o roscas  fritas, que estaban muy sabrosas. Y en el horno, galletas. Felizmente, la costumbre de hacer frisuelos, roscas y flores sigue viva en nuestra cultura gastronómica.


Molde para hacer flores fritas. El mango largo permitía meter la masa   en el aceite  caliente,
sin quemarse. Foto: MAR

 Si se trataba de preparar postre para una fiesta, entonces lo más característico era el mazapán, un tipo de bizcocho al horno que se hacía en un molde redondo, la mazapanera, que tenía una forma que permitía que quedara un hueco en medio del dulce. El molde lo había hecho un hojalatero o estañador, a partir de una lata grande. El otro dulce fundamental era el brazo de gitano. Se preparaba un bizcocho en varias capas finas y rectangulares y luego se envolvían en redondo con un relleno dentro que se hacía con chocolate o con crema pastelera. El nombre de este dulce es un tanto curioso y existen varias teorías sobre su origen. Una de ellas achaca su nombre a un monje viajero  berciano de la Edad Media que lo llamó “brazo egipciano”, nombre que se transformaría en el actual. Otros simplemente lo explican por su forma parecida a un brazo o por el color oscuro de su relleno similar al color de la piel de esa etnia. La víspera de la fiesta patronal de cada pueblo el olor a mazapán salía de los hornos de muchas cocinas. en algunos casos se reunían varias mujeres en una casa para hacer los dulces de forma colectiva.


Batidor que ha batido la masa de muchos mazapanes. Foto: MAR


 También se elaboraban una especie de empanadillas dulces que en mi casa les llamábamos crestas, por su forma. Y no faltaba el flan y las natillas. Originariamente se elaboraban con huevos y leche y se cocían al baño maría. Luego llegaron los sobres  de  Flanín y de otras marcas para elaborar un flan, que no llevaba huevo, y empezamos a hablar de flan de sobre, menos  natural, pero de elaboración más sencilla. Cuando se comenzaron a difundir recetas que llegaban de otros lugares, el menú de los postres dulces se fue ampliando. Para las bodas se preparaba una rosca dulce, que solía ser regalada por la madrina.  Era especial por su tamaño y  tenía por finalidad ser disputada en una carrera, que era parte de la celebración, y que se llamaba correr la rosca.  Se celebraba en las eras o en algún campo cercano  a los pueblos y competían los mozos del pueblo con  otros llegados de pueblos próximos. A medida que la comida se fue “modernizando” se introdujeron otros postres.

 

Mazapanera. Foto: Paco Álvarez. En la foto se puede apreciar
cómo  fue elaborada por un hojalatero a partir de una lata.


En las Navidades llegaban a las casas algunos dulces especiales, como el  turrón. No existían tantas variedades  de turrón  como hay en la actualidad; solamente, turrón duro, blando y de yema. Pero aquellos turrones a veces eran meros sucedáneos del turrón de almendra, pues estas eran sustituidas por cacahuetes, materia prima mucho más barata. El turrón solía ir acompañado de los higos, un producto que en Navidad llegaba a  nuestras mesas y quizá algún polvorón. Los higos formaban parte también del aguinaldo que recibíamos de nuestros padrinos y abuelos. En las casas más pudientes quizá se añadieran más dulces navideños.


 La fruta, que hoy tomamos de postre,  no era un alimento esencial, ni había costumbre de comerla después de comer. Se comía si los árboles frutales: manzanales, perales… que poseyera cada propietario daban producción. Y no siempre llegaba la producción a cogüelmo por las inclemencias del tiempo, especialmente por las pelonas que caían cuando la flor estaba en su apogeo. Los pueblos situados en lugares elevados suelen salvarla mejor de las heladas, porque la brisa mañanera sacude la escarcha antes de que dé el sol. En los pueblos situados en los valles es más difícil que la flor de los frutales se libre de las heladas. Eso es así hasta hoy.


 En los pueblos omañeses se recogían, fundamentalmente,   peras, manzanas, ciruelas, guindas, creizas o cerezas, tanto las silvestres y  como las de alforja (una variedad sonrosada), arándanos y nisos o brunos. Estos últimos los metíamos unos días en la panera, en medio de los cereales para que maduraran. Las cerzales silvestres (hay que recordar que la mayoría de los nombres de árboles frutales son femeninos en leonés) abundaban por los pueblos que estaban en las riberas de los  ríos, pues solían crecer en los cierros o sebes. Aunque estas cerezas son de pequeño tamaño y con frecuencia amargas,  por santamarina (julio), se comían con gusto  cogiéndolas directamente de los árboles esgarrando o esgamotando los caños. Eran una fruta golosa y bienvenida, porque no abundaban otros tipos de fruta temprana.  Se decía que no convenía comer cerezas y beber agua, pues podían provocar cagalera. Las cerezas que quedaban en los árboles se secaban al final del verano y las recogíamos del suelo, para comerlas como cerezas pasas. Eran los llamados cuscuritos, una palabra que siempre me pareció bellísima. Aunque eran poco más que piel, resultaban sabrosas y más dulces que cuando estaban en su punto. 


Una fruta parecida a las cerezas, pero más amarga, era la guinda. A veces las comíamos, aunque nos hicieran ñisgar el ojo, pero lo más frecuente es que se usaran para meterlas en  orujo y crear el famoso orujo de guindas, bebida de alta graduación, pero muy estimada para beber una copina después de la comida. También se usaban los arándanos con la misma finalidad. Se justificaba, además, diciendo que es una bebida digestiva. Y tal vez lo sea.


 Las manzanas se comían con frecuencia asadas en la cocina económica y también fritas y con azúcar espolvoreada por encima. Se convertían así también en  cuchifritos. En invierno, se agradecía comer estas presentaciones calientes de la manzana.  Predominaban las clases reineta y camuesa. Luego se fueron introduciendo otras variedades: verde doncella, golden… Había también manzanales silvestres que producían las manzanas montesinas. Las peras se comían asadas o cocidas en vino. Y se comían a pesar de que  tuvieran apariencia de estar pasadas o podridas.  Eran las peras morgas. En torno a esto existía una retahíla que decía: Me llamaste pera morga, yo a ti manzana podrida, la pera morga se come y la manzana se tira. Parece que la pera sacaba su orgullo a relucir frente a la manzana. Estas frutas se recogían en octubre en las cestas elaboradas con varas de palera, salvo alguna variedad que fuera más temprana. Una vez en casa se solían  extender en el suelo para controlar mejor si alguna se pudría y poder retirarla. Se conservaban durante meses y, aun arrugadas, seguían conservando su olor  y buen sabor. Pero como los niños omañeses teníamos gulisma de comer fruta, con frecuencia las comíamos royas, hecho que nos provocaba dentera o, peor,  molestias digestivas, porque los gases nos hacían sentirnos entelados, como les ocurría a las vacas cuando comían mucha hierba verde. Los años en que había mucha producción y no se vendía toda la fruta se aprovechaban también para hacer mermelada. 


Recuerdo que al lado de la escuela había unas huertas con frutales y aprovechábamos el recreo para darnos una vuelta por ellas para conseguir alguna pera o manzana, que seguramente habían quedado  sin recoger en las ramas más altas de los árboles y luego iban cayendo en el otoño. Aquellas manzanas  y  peras "robadas" (más bien encontradas) nos sabían a gloria, especialmente si no teníamos cosecha de fruta en casa.  Conservo muy  vivo el recuerdo de mi niñez de cómo la señora Elvira, que  pasaba por una calle que había por detrás de nuestra casa para ir a buscar manzanas a un cuarto  alejado de su casa, si nos oía,  a la vuelta, desde su mandil, hacía volar alguna manzana para que cayera en nuestro corral y pudiéramos comerla mi hermana y yo, pues entonces nuestra familia  no disponía de árboles frutales. Quizá las manzanas rompieran alguna teja si impactaban contra el tejado, pero se disculpaba, porque  era un  detalle muy generoso por su parte compartir lo que tenía.  ¡Y qué ilusión nos hacía ver cómo aterrizaban las manzanas a nuestros pies! Algunos vecinos tenían viñas o parras  y de vez en cuando nos daban  algún racimo, que  también agradecíamos.


 En muchos  pueblos omañeses abundan las nogales. Uno de los pueblos  más nogaleros de Omaña es La Utrera. Cuando la producción era alta, se vareaban las nueces en otoño, se les quitaba el conjo, que teñía las manos de un color oscuro difícil de quitar, y se asoleaban unos días para luego venderlas o guardarlas. Se comían, sobre todo, en invierno. Estas nueces "del país" siempre han sido especialmente sabrosas. En algunos pueblos también se recogían castañas, aunque lo más frecuente es que se compraran en La Cepeda, donde son muy abundantes. Se asaban en el horno  o se cocían  y luego se ponían un ratín al horno para poder pelarlas mejor. En algunos pueblos  se recogían avellanas, pero no eran tan frecuentes. Algunos vecinos tenían dos o tres  colmenas para disponer de miel  para el consumo. La miel omañesa es una miel densa y oscura, de notable calidad, que se tomaba de muchas formas. Una de ellas era  untándola sobre una reboja de pan con manteca. El resultado era un sabor delicioso.


También los frutos silvestres eran valorados. Los niños agradecían que los pastores les trajeran del monte los mantigones o mantecones que crecían en el suelo semienterrados   debajo de las que llamábamos argomas (árgomas). De color amarillo, tienen varios tetos (así les llamábamos)  rellenos de una crema lechosa y dulce que sale de ellos al estrujarlos. Hace años me explicó José Luis Fernández Alonso, doctor en Botánica, del CSIC, que los mantigones son parásitos de un tipo de jarilla (la planta que creemos  árgoma, pero que no lo es) y que  su nombre científico es   cytinus hypocistis. Por los pueblos en que los había solo conocíamos su nombre vulgar, pero  ¡con qué expectación esperábamos, al comienzo del verano,  a las mujeres que habían estado en el monte de pastoras con la vecera de cabras y ovejas para ver si en la bolsa de tela en que habían llevado la merienda traían a la vuelta mantigones para los niños! Era nuestro mejor pan de pajarines.


Mantigones, en Paladín. Foto: MAR

También por los riberos de los praos se buscaban los morondones o miruéndanos, una especie de fresa silvestre pequeña, pero muy sabrosa. Mediado el  verano, las moras de zarzamora hacían las delicias de todos, enteras o estrujadas para beber su zumo. Las brunales nos permitían degustar los brunos, abrunos o prunos, especie de   ciruela silvestre de color verde oscuro.  Del majuelo comíamos las ramas tiernas, una vez quitada la piel. Cualquier producto comestible del campo era bienvenido en aquella economía de subsistencia  y en aquel vivir pegados a la naturaleza.


Y para cerrar la comida, el café, el famoso café de puchero. Se echaba el contenido de una cucharada de café molido por cada pocillo de agua. Se cocía brevemente  luego se colaba con el colador de tela llamado la manga. Pero el café solía estar reservado para las fiestas. A diario, lo que se tomaba con leche o agua era la malta  o malte y  la achicoria, mucho más baratas.


Cafetera  y pocillos de al menos 60 años de antigüedad. Foto: MAR 


En cuanto a la bebida, el agua de montaña, fresca y saludable, ha sido siempre la bebida fundamental. Ya decía Estrabón en la época romana que “todos los habitantes de estas montañas son sobrios, no beben sino agua”. Para los bebedores, también había en las casas el vino y el aguardiente u orujo. Este se bebía a gotines o nozadas. El aguardiente solía tomarse en ayunas y los que tenían arraigada la costumbre de tomarse una copina solían tener larga vida, por eso, decían por esta tierra que “el orujo conserva”.  El vino se servía por chatos a cualquier hora del día, con frecuencia mezclado con gaseosa. Se compraba por cántaras. En algunos pueblos  existían viñas, y sus propietarios elaboraban el vino en casa, aunque su presencia no era muy significativa. Anís de la Asturiana o Castellana (en la famosa botella de cristal labrado que se convertía luego en instrumento musical), aguardiente de guindas, coñac… eran las bebidas alcohólicas que podía haber en casa de los omañeses. Y los niños teníamos el “privilegio” de beber vino cuando estábamos acatarrados, pues  nos lo daban caliente con azúcar. Y si no, infusión de oriégano. ¡Y mano de santo! También recuerdo que se recogía la manzanilla silvestre y otras hierbas para infusiones. La comida y la bebida se convertían así también en medicamentos. 


Para concluir, hay   que decir que la comida puede ser que  resultara repetitiva y no demasiado abundante, pero, en Omaña, se pasó necesidad de muchas cosas, pero no se pasó hambre (salvo raras excepciones) en la segunda mitad del siglo XX. Quien más quien menos cultivaba patatas y otros productos de huerta, tenía gallinas, cebaba algún gocho y otros animales y, en muchos casos, se disponía de  leche casera. Y la gente menos pudiente también contaba con la ayuda de la vecindad, tanto para comer como para otros menesteres. Esta gran solidaridad entre las gentes de la montaña   se ha  ido perdiendo a medida que hemos ido pasando de nuestras aldeas rurales a la aldea global en la que todos estamos inmersos en la actualidad. Conocemos lo que ocurre a miles de kilómetros de nuestros pueblos y tal vez desconocemos los problemas del vecino. Desgraciadamente, es el signo de los tiempos.



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La comida tradicional omañesa II


La comida tradicional omañesa III





  

2 comentarios:

  1. Soberbia y completa descripción de nuestros cuchifrritos y frutas, es verdad Margarita en Omaña no se pasó hambre y había mucha mas solidaridad que ahora, el progreso nos ha vuelto individualistas.

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    1. La palabra cuchiflito (cuchifrito), que es una hermosa palabra, ya nos suena a dulce... Y es verdad que vivimos en la aldea global, pero no sabemos mirar a nuestra aldea originaria... Gracias, Paco.

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La Recolusa de Mar por Margarita Alvarez se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.