miércoles, 22 de junio de 2022

"Tréboles refulgentes" de Ana Ortega Romanillos

 

Género: Poesía

Editorial: Esstudio Ediciones

118 págs.




Ana Ortega Romanillos nació en  Alcolea de las Peñas (Guadalajara). Es funcionaria del ámbito sanitario, de profesión, y poeta, de vocación. La poesía forma parte para ella de la esencia del vivir. Es una autora prolífica, pues tiene en su haber once poemarios,  y una persona con muchas inquietudes culturales relacionadas con  la poesía. Organiza  y participa en recitales poéticos y pertenece a varias asociaciones culturales de España y Portugal. Parte de su obra ha sido traducida al portugués. Entre sus últimas publicaciones están Perfiles del agua, Alba desnuda, un libro de poesía mística, y la publicación que es objeto de esta reseña, Tréboles refulgentes.

Su poesía, de temas variados, es siempre una poesía de la vida: Explico las cosas de la vida,/ sus luces y sombras en mis versos.

Acercarse a este poemario de Ana Ortega es acercarse al mundo de la naturaleza y de la luz. El título, Tréboles refulgentes, ya nos sugiere de forma acertada lo que vamos a encontrar en sus versos. No sabemos si son tréboles de tres o cuatro hojas, pero sí sabemos que  su verdor refulgente, pleno de vida, arrastra nuestra mirada y nuestras emociones.  Entre esos tréboles se desnuda el alma de Ana Ortega y  se viste la nuestra  con el halo de su poesía. Ella misma lo dice: Entre tréboles refulgentes/ se desnuda la luna/ se desnuda mi alma.

Cualquier elemento que la rodea despierta su vena poética: elementos del paisaje, momentos del día, recuerdos, la luz… Y hasta otras manifestaciones artísticas como la música y la poesía. Entre los poemas hay uno dedicado a una pintora y una Oda a los pintores.

Aunque la poeta expresa  vivencias y sensaciones de la vida que se mueven entre la luz y la sombra, como las que experimentamos todos los seres humanos, lo que siente el lector de estos versos es que está ante un poemario de luz, porque la luz parece ser el eje central del mismo. Una luz que va de lo tenue a lo refulgente, pero con predominio de lo segundo, reflejado en la luz del alba, en  la luz del crepúsculo... Luz del sol, de las estrellas, pero, sobre todo, luz de la luna. La luna es uno de los ejes del poemario. Su presencia está muy repetida en sus versos.

Las noches que describe son amables y la luna  es fuente de poesía: acompaña, protege, marca el camino... Y con frecuencia aparece la luna llena: La luna llena deja su estela / de luz fugaz y transparente. Esa luna guía: Esta noche me rige la luna.  Nunca es siniestra  como tantas veces ha aparecido en la literatura, es, más bien, el contrapunto de la noche: acuna, alumbra y hasta  canta sobre los trigos o el mar.   A veces se presenta con cara melancólica. La luna alumbra por encima/ de dudas y enigmas. Y es que la luna no es solo el satélite de la Tierra, sino que en este poemario tiene un valor simbólico: La luna tiene un simbolismo / que le otorga las claves / para anunciar loas de aurora. Incluso hay  un poema que se titula Imagen de la luna,  una imagen que la seduce con  su estela, en sinfonía y sueño / de eternidad. La luna, pues, es capaz de crear  tanta belleza que parece que hace detenerse el tiempo cuando se refleja en  los manantiales y acentúa el brillo del agua.

A lado de la luna, el sol y las estrellas; el sol anaranjado de los ocasos y el dorado de  los otoños:  Vuelvo a mi huerto de sol y agua/ a la hora del sol naranja. Y hasta la escarcha es luz de cristal.  La luz se impone a la oscuridad incluso en poemas que hablan de  la muerte o de algo que lleva en su esencia ser lugar oscuro como una cueva. Allí, en su boca, también está la luz.  El alma de la poeta se funde constantemente con esa luz. La obra, en su conjunto, es como un manantial de luces, que brillan en cualquier lugar de la naturaleza, que la siembran de verdores  y la hacen más refulgente. Y es que la naturaleza es otro elemento esencial. Sol, agua viento, luna, estrellas/ traen frutos y rosas, escribe Ana Ortega. Dentro de ella tiene una presencia especial el agua. El agua del río a la que se asoma de forma solitaria para sentir el silencio, para escuchar el rumor del agua. Uno de sus poemas se titula, precisamente, Habla el agua.   

También el mar: La luz del mar acrecienta mi verso, está presente en muchos versos y con él las mareas que cobran un valor simbólico, pues parecen  marcar el movimiento de la vida humana. Desde el fondo del mar  le llegan los poemas:  El mar es un lienzo,/ en medio de todos/ los latidos del tiempo. La contemplación del mar y de la luz generan momentos de tranquilidad y belleza, y quizá de una cierta espiritualidad. Pero no es solo el agua de los  ríos o del mar, hay en sus versos agua de  fuentes, de estanques, de lagos, de arroyos, de lluvia… Siempre es  agua clara que añade pinceladas de luz.   La montaña es asimismo un lugar de luz. Y hasta el monte, desde el que la autora presta su voz a la palabra poética.

Como estamos ante una naturaleza viva, luminosa y colorista, no faltan las referencias a  las flores, flores que la seducen  y  que tienen para ella el color del alma: Siento la llamada flamígera de las flores… En sus poemas aparecen también el arcoíris, los pájaros (gaviotas, cigüeñas, rabilargos…): Viejo árbol, viejo río / vieja estirpe del pájaro. Es una naturaleza  llena de colores y sonidos, naturaleza personificada que canta, que danza y que toma a veces la imagen del campo castellano, con sus trigales,  encinares,  zarzales… Una naturaleza que habla y ante la que solo hay que poner el oído para captar su poesía. Eso hace Ana Ortega Romanillos, poema a poema.

El amor es  acompañante necesario para la percepción de las sensaciones que emanan de la naturaleza. La poeta lo espera apostrofándolo: Sentada al borde del muelle/ te espero. O le comunica lo que siente: Avivas las brasas de mi estío. Se dirige siempre a él en segunda persona rogando su presencia. Con frecuencia ese amor o la persona amada se funden de tal manera con los elementos naturales que hacen que el amor se convierte en algo cósmico que nos recuerda los poemas amorosos de Pablo Neruda o aquella famosa rima X de Bécquer: “Los invisibles átomos del aire / en derredor palpitan y  se inflaman… ¡Es el amor que pasa!”.  Como Bécquer,  la poeta habla a veces de átomos… El amor es calor,  fuego. Precisamente un poema de amor titulado Contigo cierra el poemario: Contigo tomaron vida/ los besos de mi boca/ contigo he sentido/ el crisol de la pasión/ y desnudé mi corazón…

En ese mundo natural  hay muchas referencias a las estaciones. La estación más evocada es  del otoño, estación en la que nació la autora,  con su dorada nostalgia.  Es tiempo de sueños: soñando otoños, y además su otoño es época de dones (referencia a la vendimia), que infunde fuerza, que trae virtudes. Pero también aparecen las demás estaciones: Crepitan veranos, crujen inviernos. Hay un poema específico dedicado a las Cuatro estaciones, en que usa estas imágenes:  En otoño lloran los árbolesCon la nieve sollozan los crepúsculos en inviernoEn la primavera la luz empuja evasionesEn verano una sed de mar acelera/ el calendario… 

Podemos sentir también distintos momentos del día, especialmente, el alba y el ocaso, con su luz peculiar. En esa naturaleza refulgente la autora busca el  sosiego y la palabra poética: Vuelvo donde crecen los tréboles refulgentes./ A mi ribera, a escuchar la sinfonía esencial de agua,/ a la cima indescifrable del tiempo. Y esa cima puede ser, por ejemplo,  su huerto de sol y agua: En mi huerto habita el silencio,/ el tiempo, un  clamor vegetal.

Otro tema nuclear del poemario, aunque va intrínsecamente unido a la luz y a la naturaleza, es el tema de los sueños, que, en realidad, es una forma de evocar el pasado.  Son sueños ancestrales: Siento un resplandor antiguo/ donde nacen los ríos/ que me convoca al pasado. Las experiencias vividas en su pasado rural aparecen una y otra vez en las casas antiguas de los pueblos, que algunos ya no recuerdan,  en los trabajos rurales de otra época, en las personas que ya se han ido…

Hay recuerdos de infancia fundidos con paisajes del pueblo que la vio nacer: He subido al monte/ trenzando recuerdos/ por los espacios verdes… Aparecen  sensaciones vividas en ese pasado con la persona amada, situadas con frecuencia al borde del mar y mecidas por las olas. Evoca a los antepasados muertos  a la sombra del ciprés. Entre esas personas  ausentes está su madre a la que dedica un bellísimo poema del que recojo la primera estrofa: Pariste, madre, con luces de luna./ Bebiste agua de manantial/ te saciaste de desamparos,/ creciste entre sombras /limando espacios. Asimismo evoca la figura de su padre. Y los paisajes o lugares significativos de los caminos antiguos que permanecen en la memoria de la autora sugieren la intrahistoria de ese paisaje, la presencia de esos seres que no entran en los libros de historia, pero que la hacen con su vivir,  como decía Unamuno. Intrahistoria se refleja, por ejemplo, en el molino de aquel  río que siente suyo, en unas manos que hilaban y  tejían en la noche del tiempo o  en esos  caminos nebulosos por los que se mueve la autora a los acordes de la luna. Caminos por los que pasa la vida, la muerte, la gente.

La voz de la memoria, que Ana Ortega escucha con oído atento,  se entrevera  con frecuencia en los versos de este poemario. Además de su pueblo natal, Alcolea de las Peñas, del que conocemos las peñas, los trigales, los encinares, las noches estrelladas, la miel… en los poemas se evocan otros lugares:   Lisboa, pueblos interiores y costeros de España y Portugal, países lejanos como Madagascar,  tierra de pujanza y de pasión. Lugares mayores y lugares menores, todos quedan traspasados por la palabra poética.

Desde el punto de vista formal, llama la atención la gran maestría que muestra la poeta para captar las sensaciones, para mezclarlas unas con otras o para fundir las sensaciones  con los sentimientos. Es lo que, en términos de estilo, llamamos la sinestesia. Esta figura retórica es muy usada por la autora. Constantemente mezcla sensaciones que captamos por distintos sentidos: Bebes la noche, escucho las olas/ desde las sábanas frías.  El sol alcanza tibieza.  Voz melosa. Suave olor.  Se nutren de aromas y cantos. La lava de tus labios. Horizonte de silencios. La música de las flores. En este último caso se mezclan  sensaciones auditivas, olfativas y visuales. Son solo algunos ejemplos de los muchos que aparecen en los poemas.

Sus versos son un auténtico  mosaico de sensaciones que nos acarician los  sentidos.  La vista: los tréboles refulgentes… El tacto: las manos hilanderas… Los sonidos: la sangre ante la muerte brama… El olfato: vagan aromas… (uno de los poemas se titula, precisamente, Fragancias). El gusto: la evocación de la vendimia o  la recogida de moras.  La plasticidad conseguida es  muy llamativa: Entre hilos azules desgrana una tormenta/ cantos de luz y truenos.

Es frecuente también el uso de la personificación de los elementos del paisaje con los que a veces entabla una especie de diálogo: Duerme el ciprés. Canta la luna en la noche. Colores otoñales danzaban en la casa hecha himno. Hay, además, una  gran riqueza de imágenes,  especialmente,  metáforas y símbolos: Silencios de barro. Perfilas el coral de las bocas. Entre los símbolos, el más significativo es la luna, al que hay que añadir los caminos, las mareas, los sueños, las manos que trazan rumbos / de altos sueños. Y también juega un papel poético importante la paradoja.

En cuanto a la estructura métrica, la autora utiliza los versos libres, con poca presencia de rimas. Para conseguir el ritmo poético mezcla distintas medidas y usa con frecuencia  paralelismos sintácticos. Reproduzco el poema Después del incendio donde se ve la presencia del paralelismo, la rima asonante en pares, la recreación de sensaciones (el canto… es ceniciento), el dolor de la naturaleza y de la gente…

Después del incendio quedan pavesas

en los campos y silencio negro.

Después del incendio sucumbe la vida,

el canto de la naturaleza es ceniciento.

Después del incendio solo quedan pesares,

carencias y duelo.

En conclusión, la contemplación  de su entorno, en el presente o en el pasado,  (La génesis de mi poesía está/ en el pasado y  en mi melancolía)  hace elevarse a la autora a mundos de ensueños,  a un mundo poético en el que consigue atrapar al lector. Consigue emocionar y, en ocasiones elevarnos  a reflexiones metafísicas, siempre desde la belleza poética. Es la vida humana lo que está presente en  sus versos, una vida de sentimientos, sensaciones y reflexiones,  una vida de encuentros, de huidas, de sueños, de desengaños… Y aunque alguna vez se siente como un arrecife lleno de aristas,  incluso, en ese arrecife, Ana Ortega Romanillos pone luz, pues en la noche de la vida que refleja no deja de alumbrar la luna.

Estamos, pues, ante versos de vida, versos de colores, versos de luz. Un poemario que no nos deja indiferentes y que tiene un título especialmente adecuado, pues  sus versos esconden muchos Tréboles refulgentes.

Margarita Álvarez Rodríguez, filóloga,  profesora y escritora




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