lunes, 4 de julio de 2022

Ser en la vida casa

 A Irineo y Ricardo, mi padre y mi abuelo, que fueron canteros.

 

"Ser en la vida casa", en Paladín, León

"¿Qué quieres ser en la vida?". De niños nos  han preguntado a la mayoría qué queríamos ser de mayores, pero yo no he tenido que responder a esa pregunta, porque  desde mi nacimiento siempre he sido lo mismo y lo que quería ser: casa. Sí, soy casa, una gran función de la que me siento muy orgullosa.

Me presento. Soy una casa asentada en un pueblo de la montaña leonesa, en la comarca de Omaña: una casa sólida, con gruesos muros de piedra. Soy ya mayor,  creo que nací antes de 1950. Con mi experiencia de vida os puedo contar muchas cosas que han sucedido en mi interior… Pero vamos a comenzar por el principio.

Un día, ya lejano, mis primeros propietarios y moradores decidieron que debían construirme. Y lo tuvieron que hacer de forma rápida, pues una quema en la casa de techo de cuelmo en que vivían los dejó sin vivienda. La solidaridad vecinal pronto se puso de manifiesto. Muchos vecinos prestaron su carro y su ayuda  para acarrear piedras del río y poder levantar mis muros. Las piedras del río  Omaña son el material fundamental de mis paredes, unos cantos rodados que tienen diversas formas y colores que me dan una belleza especial. Con las piedras también llegaron carros de barro. Pues  eso soy: piedras y barro. Con esos dos materiales esenciales hicieron este milagro los  canteros… Sin ellos yo no existiría. ¡Qué noble profesión la de los canteros! Con el plomo, la llana, la caldereta, la paleta, el pisón y, sobre todo, con sus potentes martillos para romper piedras para escuadrarlas. ¡Cómo sonaban los golpes de aquellos martillos con los que rompían las piedras de mis paredes!

Una vez preparadas con su mejor cara, las fueron colocando una sobre otra, a partir de los cimientos. Con los canteros trabajaba algún barrero  que preparaba el barro y en una cabra (un cajón de madera), espurriéndose lo necesario, se lo acercaba a los canteros, que, a medida que aumentaba la pared,  subían en andamios formados por unos tablones sobre las burras o sobre unas maderos sujetados en los michinales. Los más pudientes usaban para construir sus casas, en lugar del barro, la cal mezclada con arena, material más resistente que el barro, pero yo llevo en mis entrañas solo piedra y barro. ¡Y mucho arte! Basta mirar las esquinas.

Poco a poco, a lo largo de meses, mis muros fueron subiendo hasta que  llegaron al tejado. A mí me cubren tejas, pero si miro a mi alrededor veo tejados diversos. Cuando yo nací  la cubierta de las casas era de tres tipos. Las más antiguas estaban cubiertas de teito o techo de paja de cuelmo de centeno, convenientemente techada. Había profesionales, los techadores, que hacían bien ese trabajo.

Otras casas tenían la cubierta de losa, forma de llamar por aquí a la  pizarra. Estos tejados eran muy resistentes y resultaba más difícil que se produjeran goteras, pues, por ellos, escurre muy bien el agua y la nieve, pero son más fríos en invierno. Y otras, como yo, estamos cubiertas de teja, cubierta más confortables en cuanto a la temperatura por el relleno de barro  y paja que se colocaba entre las tablas y la teja.

Si recuerdo ahora cómo se llaman las piezas que forman el armante de mi tejado, a muchos omañeses les sonarán a palabras extrañas. Ese armante parte  de una viga larga de madera que va de  peña a peña, apoyada en los caballetes y que forma el cumbre.  Luego se colocaban las tercias, vigas horizontales paralelas al cumbre.  En vertical  se ponían los cabrios o cantiaos, apoyados por una parte en el cumbre y por otra en la pared.  Las maderas largas y finas se llamaban ripias o llatas.  A ellas se clavaban directamente las losas. Las casas por aquí solemos tener forma rectangular con   tejados a dos o tres aguas. Mi tejado es a  tres aguas, lo mismo que los tejados que veo a mi alrededor.

La fisonomía del caserío de los pueblos ha ido cambiando a medida que yo he ido cumpliendo años. Ya han desaparecido casi en su totalidad las casas de techo, porque se han caído o han sido sustituidas por otra cubierta, la mayoría, por uralita, un material que se consideró una gran innovación en su día,   pues parecía que iba a ser casi eterno, y que ahora hay que retirar con sumo cuidado por su carácter tóxico.  Se han construido casas y pajares de ladrillo y han aparecido nuevas construcciones, que no son viviendas, con techos de  chapa. Yo no tengo corredor de madera, pero veo enfrente a otra casa que sí lo tiene y era frecuente en las casas más antiguas. Los corredores, especialmente si estaban orientados a la solana, servían de lugar de convivencia o calecho en las tardes soleadas de invierno.

Mi aspecto exterior, con las piedras rejuntadas con cal,  se mantuvo de la misma forma durante muchos años. Pero en los 70 del siglo XX  mi cara de piedra parecía asociarse a algo pobre o falto de cuidado, por lo que a mí y a otras hermanas decidieron ponernos un vestido gris,  un revoque de cemento que luego se pintó. En mi caso me pintaron de blanco con bordes de  color granate en los  cercos  de  las ventanas.  El siglo XXI me ha traído otra  vez  un  aspecto más parecido al original, pues, después de haber picado los revoques de cemento, “me han sacado la piedra”, que sigue luciendo espléndida. Así, en este aspecto actual me siento feliz, porque he vuelto a lo que siempre fui. Es verdad que  han aparecido nuevos huecos  en mi fachada y las ventanas ya no son las mismas. Aquellas de madera, con sus contraventanas, sufrieron las inclemencias del tiempo y empezaron a cerrar con dificultad o se pudrieron. Ya he estrenado las terceras ventanas desde mi construcción. Ahora son  de aluminio marrón y con rotura de puente térmico -¿qué será eso?-,  así que no me quejo, porque aunque soy vieja estoy muy bien acicalada. Sufro al ver esas otras casas de mi generación que se encuentran en estado ruinoso o ya han desaparecido.

Distintas etapas de mi vida

En realidad cuando  digo que soy una casa soy varias casas en una, pues, además de la vivienda, hay otras construcciones a mi alrededor que conmigo forman la casa: cuadras, pajar, cuarto bajo, cocina de curar y de horno, cubil, etc.  Os voy a mostrar en primer lugar la vivienda. Os invito, pues, a entrar en  mi interior. Vamos directos a   la cocina. Una cocina austera: alguna alacena, una mesa rodeada de escaños o escañiles  alrededor y poco mobiliario más. Nunca tuve recibidores ni salones, aunque ahora los escaños conviven con algún sofá.

La cocina ha sido en Omaña  el centro de la vida doméstica, el  lugar de convivencia de la familia y a veces de los vecinos que acudían en las noches de invierno a la velada o filandón.  La cocina era el lugar en que se elaboraba la comida sobre una cocina bilbaína (yo no conocí ya la cocina llar, de las casas más antiguas), una cocina de hierro, con depósito para el agua caliente, que servía también para calentar la casa. El suelo original de mi cocina era de madera y exigía un gran esfuerzo de  las mujeres para fregarlo de rodillas restregando con arena para  que luciera limpio. Faltaban décadas para que llegara el gran invento español, la fregona, o fuera sustituido por otro tipo de suelo o  escondido bajo sintasol.

Yo ya no he tenido un único cuarto de dormitorio, como mis hermanas más antiguas, sino varias habitaciones,  amuebladas de forma sencilla. La cama era el mueble esencial,  con camas de madera o hierro  y con somieres metálicos y  colchones de lana que se rehacían cada cierto tiempo después de varear la lana y luego escarpenarla con las manos, para que no estuviera apelmazada. Luego se volvía a colocar  bien distribuida sobre la tela  y se metían las cintas con la aguja colchonera. Las cintas  se ataban con un lazo  para que la lana siguiera bien distribuida y no se moviera. Cuando la tela estaba vieja se cambiaba por una nueva, pero se aprovechaba  la lana. Pero ya hace muchas décadas que prescindí de los colchones de lana  y los somieres metálicos y los sustituí por otros más modernos. Los “colchoneros” que llegaban a los pueblos anunciaban que cambiaban colchones de lana por otros de goma o muelles. Evidentemente el precio del de lana que se entregaba suponía una porción mínima del coste del que lo  iba a sustituir.

En aquellos colchones de lana se protegían los que me habitaban cuando había nubes malas, pues se decía que eran aislantes. Sobre aquellos colchones de lana nacimos la mayoría de los omañeses de más edad. Encima de los colchones  se colocaban las sábanas de lienzo, con frecuencia lienzo negro que iba blanqueando con el tiempo, y  las mantas del Val (de san Lorenzo), famosas mantas de lana que se heredaban en las hijuelas, a veces con las iniciales del dueño tejidas en la propia manta. Para cubrir la cama una cocha de algodón o las conocidas  colchas morunas… Como mueble complementario, además de la mesita, solía haber un baúl. Décadas más tarde se generalizaron  los armarios, aquellos brillantes de chapa, acompañados de las camas niqueladas.  Todavía me acompañan algunos de aquellos baúles, arcas y armarios. Las camas han pasado a mejor -o peor- vida. En el pasillo había un hueco para el palancanero, algo esencial en aquella época en que no existía el lavabo. El mío era sencillo, una simple estructura metálica para sujetar la palancana de porcelana metálica y la toalla.

Manta "del Val"  heredada de mi abuelo 

Las otras construcciones levantadas alrededor del corral también forman parte de mí misma. Todas juntas somos  la casa de Celia y Cirilo (y aquí podemos poner el nombre de cualquier vecino o vecina del pueblo). Esas construcciones también son de piedra (en algunas más modernas aparece el ladrillo), a veces combinada con el adobe en la parte superior de la pared o en divisiones interiores, junto con   el cañizo o el ladrillo. Antiguamente algunas tenían   techo (de paja) que fue sustituido por otras cubiertas a medida que el centeno dejó de cultivarse y al desparecer los techadores de oficio y  también  por su peligro ante posibles incendios.  El pajar y la cuadra son las edificaciones fundamentales en una casa de pueblo de la montaña leonesa. En el pajar se guardaba la hierba  bien apisonada para que cupiese más, la paja desgranada, llamada bálago, y la paja trillada, llamada paja menuda.

Un antiguo techo de paja

En la cuadra se veían las vacas atadas con una cadena al peselbe, cuando no estaban pastando en los praos. Con ellas podía convivir también un burro o un caballo.  En otro apartancio se guardaban las ovejas. En mi caso, en el piso que está debajo de la vivienda, que ocupaba inicialmente solo el primer piso, estaba la corte de las ovejas y cabras. Esto de que debajo la vivienda se cobijaran los animales era una forma de conseguir calor natural y servía para preservarse del frío de los duros inviernos. En alguna otra casa se encontraba la cuadra de  las vacas bajo la vivienda, incluso en una casa amiga hay una trampilla por la que se podían arrojar restos, como barreduras, directamente a la cuadra. Estos animales daban color, pero también nos "regalaban" los efluvios de su olor y a veces pulgas u otros amigos “no gratos”. En ese piso bajo, cuando la vivienda estaba arriba (para evitar la humedad), estaba el cuarto bajo, lugar en que se guardaban  las patatas, la remolacha, las manzanas… o estaban las paneras o los tinos para el grano. También existía la corte de los gochos, con apartados para los grandes y para  las crías que se compraban antes de matar a los del año anterior. Y podía haber también otros apartancios para conejos y, por supuesto,   un gallinero.

Un tino

Tampoco faltaba en ninguna casa una cocina del horno, cocina vieja o cocina de curar.  Era ese lugar en que se hacía lumbre en el suelo o sobre el llar para poder ahumar la matanza que se colgaba en varales. Allí está  aún el horno de barro de amasar y todos lo útiles relacionados con el amasado: la masera, el cachabiello, la pala de horno… El horno lleva muchos años inactivo en cuanto al amasado, pero a veces ha tenido otro uso y se ha impregnado de olor a cordero asado destinado a comidas de confraternización entre los vecinos.

Todas las construcciones mencionadas estaban situadas en torno al corral. En Omaña, las personas y los animales domésticos éramos seres bien avenidos. En el corral solía estar también el montón de estiércol o abono que, cuando era grande, era  sacado a otro lugar o extendido en alguna linar. Era el  lugar preferido de las gallinas que se pasaban el tiempo escarbando en él. Ni que decir tiene que a veces lucían en sus patas los restos de ese fango. El abono o estiércol era fuente de mal olor y de insectos, pero formaba parte de la forma de ser casa en Omaña, hace décadas. Hoy la mayoría de los corrales lucen limpios, porque no hay animales domésticos o no están estabulados o la casa tiene otros usos, pues los propietarios no son agricultores.  El corral ha perdido su esencia y ha pasado a ser patio, en muchos casos engalanado con flores.



E
n ese corral también hay una parte cubierta que aquí se llama portal. En él están situadas las puertas carretales,  lugar de entrada común para personas y animales, tanto para   la vivienda y como para  el resto de dependencias. El portal era el lugar para dejar el carro y los distintos aperos y herramientas. Y la tenada se  usaba para recoger lo fiacos o fuyacos (ramas de hoja seca con las que se alimentaba a las cabras y ovejas en invierno). En la puerta de madera de entrada a la vivienda muchas de mis compañeras tenían un agujero circular en la parte de abajo para permitir que el gato saliera y entrara a su gusto. De ahí su nombre: gatera. Hoy ya soy una casa de vacación y recreo y tengo acceso desde la calle, pero lo habitual,  en las casas de mi pueblo y de los próximos, como os he dicho, es que se entrara a la vivienda y resto de dependencias por esas puertas carretales del corral.

Puertas carretales


El corral era un lugar en que transcurría parte de la vida de una casa de campo omañesa. Por él he visto muchas veces a hombres con una mañiza de hierba, un feje de paja, con una forca para limpiar las cuadras, con los caburnios (bigornia y martillo) picando el gadaño… Era frecuente ver también a  las mujeres, ocupadas en el cuidado del ganado menudo, o que pasaban con un caldero de leche recién ordeñada, con un lambido para los corderos, con un mandilao de huevos o unas rachas para atizar el fuego de la cocina. También era el lugar por  el que paseaban tranquilamente los gatos y las gallinas.

Tanto el  corral  como la vivienda han sido lugar de ecos, de ecos de tantas voces de animales que berraban o bramaban o iñaban, en el caso de las vacas; balaban, en el caso de las ovejas,  cacareaban las gallinas; maullaban los gatos… En las paredes de la vivienda siguen estando presentes tantas  palabras y conversaciones que he escuchado en esta larga vida.  Conversaciones que hablaban de la buena o mala cosecha, de cómo hacer pequeñas inversiones para seguir viviendo del campo, de los hijos, de los ancianos.  Del tiempo. ¡Cuánto he oído hablar del tiempo! Para unas gentes que estaban muy acostumbradas a mirar el cielo del que dependía su sustento y el de sus animales, la conversación sobre el tiempo era algo habitual. Y hablaban de que llovía demasiado o de que faltaba lluvia y todo se agostaba, de la tormenta amenazante, de las pelonas que arrecían mis muros en  invierno o de las de primavera o  verano que arruinaban la cosecha. He oído las voces de cinco generaciones de una misma familia, y he tenido mucha suerte, porque esta familia me ha conservado en su propiedad y no he cambiado de dueños. Hace años oía más conversaciones en invierno. Ahora ocurre lo contrario, en invierno estoy silenciosa. Solo oigo el crepitar de mis costillas de madera, pero cuando llega el verano aparecen las voces juveniles que son inconfundibles y que parecen darme vida.

Soy también lugar de olores, de olores  al pan recién  amasado,  a las manzanas almacenadas, a la matanza, a  las rosas de ese rosal  que quizá creciera en alguna esquina, un rosal del país con un potente aroma que contrarrestaba un poco los malos tufos del estiércol. Las personas que me han habitado estaban acostumbradas a esa amalgama de olores… También recuerdo con frecuencia los sabores: a patatas con bacalao, a berza, a sopas de ajo...

Como vivienda he tenido suerte porque me han curado los rotos  y cosido las heridas, y a pesar de los males propios de mi edad, sigo con vida y con una salud aceptable. También me han vestido de una manera más moderna, aunque a mí me gusta ponerme algunas veces ropajes heredados de los antepasados, esos que son antiguos pero que no desentonan en ninguna circunstancia. Esa esportilla o esa alforja que hoy están llenas de flores secas hacen presente el pasado y lo unen  al presente. Ese escaño que estaba abandonado y ha sido  recuperado, esa máquina de coser que tanto ayudó a la mujer omañesa a la hora de confeccionar ropa de cama y vestimenta, ese pote en que se cocinaba directamente en la lumbre del llar, esa marmita que nos recuerda tantas comidas que llegaron   a la siega o la era. Un pasado que se hace presente en la evocación.

Con ropajes heredados y cambiados de uso

He podido ver cómo lo que en una época era moderno, después estaba pasado de moda. Mis paredes interiores empezaron siendo de color blanco, encaladas. Luego llegó la moda de pintar de colorines y tuve habitaciones de color azul, amarillo… En los 60 llegó la moda de los papeles pintados y el sintasol, a pesar de ser una casa de pueblo, también seguí la moda. Después he vuelto a la pintura o incluso a ver cómo picaban las paredes interiores para dejar la piedra vista como en el exterior. Eso no se les hubiera ocurrido a los moradores originales  que las revocaron  con yeso o cal y pusieron techos de caña fina.  Pero hoy, muchas décadas después, aunque no tengo por dentro el mismo  aspecto  que tenía en los años 50, me sigo reconociendo en lo fundamental. Aunque es verdad que la vivienda se ha ampliado mucho, porque actualmente se puede prescindir del cuarto bajo  y de dependencias antes dedicadas a otros usos y se han modernizado elementos de  su interior.

Tuve la suerte de contar siempre con luz eléctrica. Me han hablado de cómo se alumbraba con aguzos, pero yo no lo he conocido. La primera luz, tenue y oscilante, era la que daban dos bombillas que estaban colocadas en pasillo y cocina. No había más y se pagaba de acuerdo a las bombillas que lucían en cada casa. Luego he ido viendo cómo mejoraban los tendidos eléctricos y las instalaciones hasta el momento actual en que es raro que me quede   sin suministro. A finales de los cincuenta llegó a mi cocina una radio. Y  desde entonces me sentí mucho más acompañada. Ese aparato que hablaba me hizo volar por el mundo y conocer a otras gentes y  lugares. A principios de los 70, además de voces, me llegaron las imágenes. En la cocina se hablaba menos, porque se veía y escuchaba a los que hablaban por  las ondas. Entonces entraron en mi cocina  el mar, los rascacielos, las tiendas… El mundo urbano dejó de serme ajeno.

También vi llegar el agua corriente. Fue para mí una de las mayores sorpresas y alegrías. A mi cocina llegó en el año 1966. Qué misterioso era aquel artilugio llamado grifo que traía el agua al fregadero. Con el grifo desaparecieron los calderos que estaban siempre llenos de agua para la cocina, el aseo y la limpieza, y que exigían un notable esfuerzo de transporte por parte de las mujeres, especialmente en las casas donde había que subir escaleras.  En algunas casas se contaba con pozo  en el corral, no fue  este mi caso. Con el agua llegó el cuarto de baño, que era solo un pequeño aseo. Hasta entonces, para hacer las necesidades ya estaba la cuadra y para lavarse, un balde o el río. Luego llegó al pueblo el teléfono y el alumbrado público que hacía que mi imagen se viera también por la noche.

Desde mis ventanas, que no han tenido rejas por estar la vivienda en el piso de arriba,   contemplo y dejo contemplar una naturaleza exuberante, por la arboleda y el verdor. Y si me fijo llego a ver el río y oigo su rumor.  Estoy muy orgullosa de ser casa. Una  casa es  un lugar de acogida, un lugar en que uno se siente seguro, cuidado, comprendido, querido… Una casa es un mundo de sensaciones y vivencias. El humo de mi chimenea, las persianas subidas, la puerta abierta o sin trancar –porque aquí la puerta sigue abierta- han sido un símbolo externo de que estoy aquí, de que hay gente, de que hay vida. Ojalá los que me cuidan lo sigan haciendo en las próximas generaciones. Yo no quiero dar trabajo, pero como anciana que soy, todos los años sufro algún achaque. Pero mis recios muros me mantienen aún erguida mientras han desaparecido ya dos generaciones de mis moradores.

Y termino mi plática, que ya es demasiado larga. Aquí sigo. Mi puerta está abierta, porque soy lugar de acogida. Protegiendo a mis moradores amorosamente de la intemperie, de la del cuerpo y de la del alma, soy  parte de las raíces que hacen que el ser humano se sienta arraigado, por eso me siento feliz. 

 ¡Gran destino el mío: ser casa!



Texto e imágenes: Margarita Álvarez Rodríguez


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