El pasado 8 de noviembre de 2024 se presentó en la Casa de León en Madrid el libro Omaña, la voz del agua, de Margarita Álvarez Rodríguez. La obra se divide en tres grandes bloques: Una manera de vivir, Una manera de sentir y Una manera de decir (mal). La escritora leonesa Sol Gómez Arteaga participó en dicha presentación e hizo un análisis concienzudo, emotivo y, en gran medida, literario de la segunda parte del libro: Una manera de sentir. Se reproduce a continuación el contenido de su disertación.
Una manera de sentir, por Sol Gómez Arteaga
Quiero
felicitar a Margarita por este nuevo e ingente trabajo que hoy nos presenta
“Omaña, la voz del agua”, que completa publicaciones anteriores “El habla tradicional
de la Omaña Baja” (2010) y “Palabras hilvanadas. El lenguaje del menosprecio”
(2021), en las que desde el punto de vista literario y lingüístico -lo
lingüístico siempre está presente en su obra-, aborda sus lugares de apego. Ello le ha valido
la distinción de Omañesa del año 2.013, otorgada por el Instituto de Estudios
Omañeses y la de socia de honor del Ateneo Rural Urbicum en el año 2.023. (También
escribe poemas, relatos, reseñas, artículos que plasma en ese estupendo blog titulado “De la palabra al pensamiento” (www.larecolusademar.com), imparte conferencias, promueve actos culturales, vinculados muchos de ellos con
la Casa de León en Madrid y, en suma,
realiza un trabajo imparable en pro de la cultura en general y de la cultura
leonesa en particular).
La
emoción se define como una alteración del ánimo intensa y pasajera, agradable
o penosa, que va acompañada de cierta conmoción somática. Verba movent, las palabras conmueven, y sus palabras llenas de evocaciones
de sus lugares de apego, de recuerdos plagados de olores, colores, sonidos…,
hacen contacto con los lectores, y nos mueven, conmueven, remueven, y desde
luego, no nos dejan indiferentes.
Divide esta
segunda parte en una tierra que habla,
una tierra que inspira, una tierra que canta.
En Una tierra que habla, Omaña se convierte a través de sus componentes naturales en un cuerpo vivo que nos cuenta en primera persona sus vivencias.
Se
presenta a sí misma como una anciana escondida entre montes del noroeste de
León, tan bella que le ha valido el atributo moderno de Reserva Mundial de la Biosfera.
Se define como laboriosa, agradecida, acogedora, leal. Lamenta el abandono –ese
mal endémico de lo rural- de que es objeto, se duele de ese jingrio (jolgorio) de chiguitos que ya
no escucha, como ya no escucha los
sonidos de animales o el bullicio de las gentes por sus calles, reivindica
tener un médico que atienda la salud de sus habitantes, que se cuiden sus
montes, que se desbrocen sus caminos. No obstante, elige ver el mundo desde una
óptica positiva. Y sueña con poder compartir los dones de sus cielos azules y el
verdor de sus profundos valles, siendo su máximo deseo que la conozcan y
reconozcan en toda su riqueza natural, que es mucha.
Habla
el camino, orgulloso de su destino, de servir de comunicación entre personas de tantas generaciones como
han pasado por él y ser guardián entre
las piedras de un sinfín de conversaciones escuchadas en el transcurso del tiempo.
Tan humilde que su única pretensión es seguir siendo lo que es, camino, en
presente.
Habla
el árbol, no un árbol cualquiera, sino un chopo del país, espectador
privilegiado que contempla la vida desde arriba, y nos presenta a sus hermanos
los alisos, las cerezales, las paleras, los salgueros, las nogales, las perales,
los manzanales, las brunales, los negrillos
u olmos, y también los sabugos,
avellanos, castañales, robles, rebollos, bidules o abedules, pinos, acebos… que
conforman variada familia del paisaje omañés.
Habla
la casa típica de Omaña, de piedra y barro, humildes materiales, dice, con los
que hicieron milagros, los canteros, con su cocina como eje de la vida
doméstica, aunque no menos importantes fueron el resto de habitáculos
(dormitorios, pajar, cuadra, corral). Una casa ya remozada y modernizada que, tras
dar cobijo a cinco generaciones de una misma familia, conserva la memoria
olfativa de antaño (a pan recién amasado, a manzanas, a matanza, a rosas), también
la memoria gustativa (a patatas con bacalao, a berza, a sopas de ajo).
Habla
el pozo, cuya vida ha corrido paralela a la de la casa, hoy un poco abandonado
e inútil por mor del agua corriente y del progreso. Es por ello que reivindica,
con un poco de amargura creo yo, su papel de símbolo de trabajo de la mujer
campesina que ha acudido a él para atender necesidades básicas de la familia (saciar
la sed, poder cocinar o lavar el sudor de sus fatigas).
Pozo que inspira el capítulo Ser pozo. En Paladín (León). Foto: MAR |
Habla la huerta, cuya vida trascurre al compás de las estaciones, y sus productos se han visto mejorados gracias a toda una cultura de ensayo y error que ha ido pasando por transmisión oral de generación en generación. Huerta cuidada con amor y mimo también por mujeres.
Habla
la piedra pequeña, ligera, aventurera, como la de León Felipe que cambia de
lugar según el arbitrio de las gentes que pasan por su lado y la meteorología, pero
también habla la piedra grande, y entre otras, la Peña de la Fortuna, que es seña
de identidad para los omañeses y símbolo de buena suerte para los viajeros que,
en busca de un destino mejor, la encontraban a su paso. Piedra que no muere porque no vive, piedra que
frente a la inconsistencia humana, nos dice, vive un presente eterno.
Y
hablan las estaciones. Su primavera llena de vida y del color que nos regala sus
frutos y flores, sus hierbas y plantas aromáticas y que, como dijera el poeta,
también en Omaña, tarda. En ella el agua, tras el desnevio o deshielo, cobra
protagonismo especial.
Su
verano o braño, corto, de noches tan frescas
que a veces requieren el abrazo de un cobertor. Tiempo de siega, de regreso de
gentes que tienen sus raíces en Omaña, retornando entonces, con el jingrio (bullicio) de rapaces y no tan
rapaces sentados al oscurecido al fresco, la ilusión de tiempo detenido en el
tiempo.
Su
otoño convertido en un crisol de colores rojos y encarnados, de sabores, emociones,
sensaciones voluptuosas.
Su
invierno, estación desnuda, blanca, la más desvalida, de la pausa y el silencio
aparente de puertas para fuera, pero de intensa convivencia vecinal.
Todos
esos elementos que componen Omaña hablan a través de la voz de Margarita que
nos transmite su sentir desde los lugares de apego, matria y patria, lugar del
padre y de la madre respectivamente, en los que fue bendecida, acariciada, y que
por eso mismo son caricia para nosotros, sus lectores.
Nos muestra unos usos y costumbres, unas formas de ser, de hacer,
de sentir, de hablar, de un tiempo pasado
que, como la autora señala, se hacen presentes de nuevo en la evocación, en la
palabra dicha, pronunciada, escrita, para perpetuar y quedarse en la memoria colectiva.
Asimismo
nos regala la autora toda una ristra incalculable de palabras (esto es una
constante en su obra como lingüista ineludible que es) que son patrimonio
cultural importantísimo, pero también de refranes, dichos populares y saberes
recogidos de las gentes sabias de su tierra. En la página 299 sin ir más lejos,
hablando de la lluvia que, a veces, acompaña a la estación del verano, en dieciséis
líneas nos obsequia con cinco refranes
seguidos: Merculina a los nueve días
termina. Si llueve por Santa Ana, llueve un mes y una semana. Agua en agosto,
poca miel y mucho mosto. Septiembre o seca las fuentes o lleva las fuentes (o
los puentes). En septiembre, el que no tenga ropa que tiemble.
También
nos regala sensaciones. Nos invita a conocer y a disfrutar de lo que ella
conoce y disfruta, de lo que la emociona, de lo que filtra a través de su
atenta y sensible mirada, oído, gusto, tacto, olfato (esos cielos azules, esos
ríos cristalinos, esas vallinas verdes de vida), haciendo que nos fijemos en ellos
y los hagamos propios. A estas alturas sabemos que no solo de pan vive el
hombre y entonces Margarita, cumpliendo con la máxima de Shakespeare en “Romeo
y Julieta”: “Cuanto más (te) doy más tengo”, que la autora incorpora para sí y hace
propia, nos regala también poesía.
Rescato
en este punto unos preciosos párrafos que evocan ese tiempo de frutos y
sensaciones de la estación en la que nos encontramos, pg. 301.
Es tiempo de frutos. Sensaciones
voluptuosas nos rodean por doquier. Las patatas se desnudan ante nuestros ojos,
el olor a nueces envuelve nuestro olfato, los magostos de castañas deleitan
nuestro gusto, la tersura de las manzanas verdes, amarillas y rojas acaricia
nuestro tacto, viento de otoño resuena en nuestros oídos. Un tiempo que alerta
todos los sentidos. Las ramas llenas de fruta cabecean hasta el suelo como
queriendo postrarse a los pies de quien las contempla. Esa naturaleza
exuberante atrapa con su mundo mágico y dadivoso que presagió la primavera y
anunció el verano. Aquellos frutos que eran una esperanza primaveral y que se
sazonaron con el calor veraniego ahora están entre las manos del recolector
como el mejor regalo del otoño. Y también el tiempo de otoño es tiempo de
sementera: En octubre, echa pan y cubre (…).
Hay
también en su evocación a veces un punto de aflicción o añoranza como el
párrafo que sigue a continuación, pag. 302, que incide en ese mal generalizado
que asola nuestros pueblos, que es la despoblación.
Sabor a hogar, a tardes
tranquilas, a voces apagadas. La luna y el sol se hacen carantoñas entre las
rubianas (nubes enrojecidas) del ocaso teñidas de amorosos colores rojizos.
Pronto las chimeneas serán el mejor símbolo de vida y de acogida. Ellas
indicarán, de forma clara, qué casa está abierta. También comienzan a verse
madreñas en las puertas, aunque es verdad que cada vez menos. En la calle reina
la soledad, solo alterada por el ladrido de algún perro. Puertas cerradas,
persianas bajadas… De los rosales cuelgan restos de rosas secas y, aunque echan
de menos esa mano amiga que las retire, siguen aportando notas de color y de
vida. A su lado se mantienen en flor las caléndulas. Y cerca de algunas casas
florecen los crisantemos. Y en noviembre nos puede visitar ya la nieve (y
termina de nuevo este párrafo con un refrán): Por los Santos, nieve en los
altos, por san Andrés, nieve a los pies.
Sentir
poético el de Margarita, sentir nostálgico. Pero aun así también regalo de un otoño
que la autora resume en cuatro palabras: esencia de dorada melancolía.
Colores de otoño sobre el río Omaña. Foto: MAR |
Una tierra que inspira lo
componen relatos y microrrelatos que la autora ha creado,
basándose en el vivir y en el sentir omañeses.
Se
trata de cuentos inspirados en la evocación de la propia infancia, en el homenaje
a los padres que se fueron pronto una noche de otoño, y otros cuentos en los
que la autora de nuevo se mete en la piel y sentir del despertar estacional de
la tierra, Gaia; en el de un árbol que lamenta (sus lágrimas son las hojas que
caen) la llegada de la primera helada; en
la tímida violeta, que con su color y olor aporta al paisaje la belleza de la
insignificancia; en ese paso o pisada que se funde en el paisaje otoñal; en el roble
que deja de ser árbol para convertirse en alma de fuego, alma de hogar, (¿qué
haríamos los seres humanos sin calor?); en el atardecer de fuego que se funde con la
noche; en la rosa distinta, cada pétalo de un color, que es un canto a la
pluralidad; en esa luna llena que
compite con en las estrellas o la Piedra de la Fortuna que en vez de ser herida
por otras piedras es, por primera vez, abrazada.
Una tierra que canta
es en mi opinión todo un poemario dentro del libro. Está formado por coplas y
romances que eran la forma de versificar -verso octosílabo y rima asonante en
versos pares- de gentes humildes que no habían ido mucho a la escuela. Esta
elección de la autora no es azarosa sino fruto una vez más de ese empeño
incesante de transmisión de lo que siente propio.
El
primero de los poemas es un canto de boda que rescata de boca de su tía
Adoración Álvarez en Paladín. Pero hay dentro de su sentir poético, como no
podía ser de otra manera, un extenso canto dedicado a Omaña. Y a través de
distintos poemas (un río que nace, de omaña al mar, reflejos, ocasos de agua,
tardes de oro, ojos agostados…) hace todo un reconocimiento a ese río de la
vida que, como en el caso de Jorge Manrique, va a dar a la mar: río de grandes crecidas,/ río de tristes
estíos,/ sigues corriendo, corriendo,/ buscando el mar infinito.
Río Omaña, en su curso bajo. Foto: MAR |
Otros signos de identidad de Omaña sobre los que versifica son un pino solitario, brotes, espadañas, la Peña de la Fortuna de nuevo, las estaciones, los cancillones o un pontón. Tiene evocaciones gastronómicas (el yantar de don Carnal y doña Cuaresma), y a la Historia e intrahistoria de antiguos señoríos, como es ese romance dedicado a don Ares, decapitado a manos de su tío, Suárez de Quiñones.
Margarita,
en suma, escribe desde la memoria personal de lo que fue y es hoy su tierra,
Omaña, y desde esa esquina suya nos convida a que la conozcamos.
Como
lingüista que es, rescata un acervo de palabras que son patrimonio de la tierra
omañesa, que dotan al libro de una inmensa, inconmensurable riqueza lingüística.
Como
docente y educadora, acomete una labor ingente de transmisión de conocimientos
que son fruto de su saber y hacer incansables.
Como escritora y poeta, cuenta desde el amor y la enorme gratitud que profesa hacia la tierra que la vio nacer y crecer. A estas alturas ya sabemos que lo importante es sentir, en sentido positivo o negativo, agradable o penoso, y que esta es la misión de todo arte. Un sentir que trasmite y hace poso en nosotros. Hasta las piedras sienten en este libro de Margarita. Y hablan. Nos hablan. Solo hay que poner el oído y estar muy atentos a lo que humildes, generosas, hospitalarias nos quieren decir.
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Sol Gómez Arteaga, la autora de esta reseña, ha publicado varios libros de relatos: Los cinco de Trasrey y otros relatos (2012), El sol a la tinaja y otros cuentos (2017) y Trazos de sombra (2021). Una novela breve: El vuelo de Martín (2020). Y un poemario: Tiempo de vilano (2023).
Acto de presentación del libro en la Casa de León en Madrid. 8/XI/2024. Foto: Casa de León en Madrid |
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