sábado, 16 de noviembre de 2024

Omaña, la voz del agua: Una manera de sentir, por Sol Gómez Arteaga





El pasado 8 de noviembre de 2024  se presentó en la Casa de León en Madrid el libro Omaña, la voz del agua, de Margarita Álvarez Rodríguez. La obra  se divide en tres grandes bloques: Una manera de vivir, Una manera de sentir y Una manera de decir (mal). La escritora leonesa Sol Gómez Arteaga participó en dicha presentación e hizo  un análisis concienzudo,   emotivo y, en gran  medida, literario de la segunda parte del libro:  Una manera de sentir. Se reproduce a continuación el contenido de su disertación.


Una manera de sentir, por Sol Gómez Arteaga


Quiero felicitar a Margarita por este nuevo e ingente trabajo que hoy nos presenta “Omaña, la voz del agua”, que completa  publicaciones anteriores “El habla tradicional de la Omaña Baja” (2010) y “Palabras hilvanadas. El lenguaje del menosprecio” (2021), en las que desde el punto de vista literario y lingüístico -lo lingüístico siempre está presente en su obra-,  aborda sus lugares de apego. Ello le ha valido la distinción de Omañesa del año 2.013, otorgada por el Instituto de Estudios Omañeses y la de socia de honor del Ateneo Rural Urbicum en el año 2.023.  (También escribe poemas, relatos, reseñas, artículos que plasma en ese estupendo blog titulado “De la palabra al pensamiento” (www.larecolusademar.com), imparte conferencias, promueve actos culturales, vinculados muchos de ellos con la Casa de León en Madrid  y, en suma, realiza un trabajo imparable en pro de la cultura en general y de la cultura leonesa en particular).

 Margarita es escritora, docente con una trayectoria de cuarenta años de trabajo en la enseñanza, promotora y revitalizadora de la cultura de nuestra tierra, lingüista y amiga, y por todo ello es un honor que haya querido contar conmigo esta tarde en esta mesa para que hable de la segunda parte de su libro: Una manera de sentir, es decir, una manera de percibir Omaña a través de los sentidos. Es esta la parte más literaria, como así nos lo expresa ella al comienzo del capítulo, pero también, sin duda, la parte más de entraña del libro, la parte más emocional.

La emoción se define como una alteración del ánimo intensa y pasajera, agradable o penosa, que va acompañada de cierta conmoción somática. Verba movent, las palabras conmueven, y sus palabras llenas de evocaciones de sus lugares de apego, de recuerdos plagados de olores, colores, sonidos…, hacen contacto con los lectores, y nos mueven, conmueven, remueven, y desde luego, no nos dejan indiferentes.  

Divide esta segunda parte en una tierra que habla, una tierra que inspira, una tierra que canta.

En Una tierra que habla, Omaña se convierte a través de sus componentes naturales en un cuerpo vivo que nos cuenta en primera persona sus vivencias.

Se presenta a sí misma como una anciana escondida entre montes del noroeste de León, tan bella que le ha valido el atributo moderno de Reserva Mundial de la Biosfera. Se define como laboriosa, agradecida, acogedora, leal. Lamenta el abandono –ese mal endémico de lo rural- de que es objeto, se duele de ese jingrio (jolgorio) de chiguitos que ya no escucha, como ya no escucha  los sonidos de animales o el bullicio de las gentes por sus calles, reivindica tener un médico que atienda la salud de sus habitantes, que se cuiden sus montes, que se desbrocen sus caminos. No obstante, elige ver el mundo desde una óptica positiva. Y sueña con poder compartir los dones de sus cielos azules y el verdor de sus profundos valles, siendo su máximo deseo que la conozcan y reconozcan en toda su riqueza natural, que es mucha.

Habla el camino, orgulloso de su destino, de servir de comunicación  entre personas de tantas generaciones como han pasado por él y ser guardián entre las piedras de un sinfín de conversaciones escuchadas en el transcurso del tiempo. Tan humilde que su única pretensión es seguir siendo lo que es, camino, en presente.   

Habla el árbol, no un árbol cualquiera, sino un chopo del país, espectador privilegiado que contempla la vida desde arriba, y nos presenta a sus hermanos los alisos, las cerezales, las paleras, los salgueros, las nogales, las perales, los  manzanales, las brunales, los negrillos u olmos, y también los sabugos, avellanos, castañales, robles, rebollos, bidules o abedules, pinos, acebos… que conforman variada familia del paisaje omañés. 

Habla la casa típica de Omaña, de piedra y barro, humildes materiales, dice, con los que hicieron milagros, los canteros, con su cocina como eje de la vida doméstica, aunque no menos importantes fueron el resto de habitáculos (dormitorios, pajar, cuadra, corral). Una casa ya remozada y modernizada que, tras dar cobijo a cinco generaciones de una misma familia, conserva la memoria olfativa de antaño (a pan recién amasado, a manzanas, a matanza, a rosas), también la memoria gustativa (a patatas con bacalao, a berza, a sopas de ajo).

Habla el pozo, cuya vida ha corrido paralela a la de la casa, hoy un poco abandonado e inútil por mor del agua corriente y del progreso. Es por ello que reivindica, con un poco de amargura creo yo, su papel de símbolo de trabajo de la mujer campesina que ha acudido a él para atender necesidades básicas de la familia (saciar la sed, poder cocinar o lavar el sudor de sus fatigas).

Pozo que inspira el capítulo Ser pozo. En Paladín (León). Foto: MAR

Habla la huerta, cuya vida trascurre al compás de las estaciones, y sus productos se han visto mejorados gracias a toda una cultura de ensayo y error que ha ido pasando por transmisión oral de generación en generación. Huerta cuidada con amor y mimo también por mujeres.

Habla la piedra pequeña, ligera, aventurera, como la de León Felipe que cambia de lugar según el arbitrio de las gentes que pasan por su lado y la meteorología, pero también habla la piedra grande, y entre otras, la Peña de la Fortuna, que es seña de identidad para los omañeses y símbolo de buena suerte para los viajeros que, en busca de un destino mejor, la encontraban a su paso.  Piedra que no muere porque no vive, piedra que frente a la inconsistencia humana, nos dice, vive un presente eterno.

Y hablan las estaciones. Su primavera llena de vida y del color que nos regala sus frutos y flores, sus hierbas y plantas aromáticas y que, como dijera el poeta, también en Omaña, tarda. En ella el agua, tras el desnevio o deshielo, cobra protagonismo especial. 

Su verano o braño, corto, de noches tan frescas que a veces requieren el abrazo de un cobertor. Tiempo de siega, de regreso de gentes que tienen sus raíces en Omaña, retornando entonces, con el jingrio (bullicio) de rapaces y no tan rapaces sentados al oscurecido al fresco, la ilusión de tiempo detenido en el tiempo.    

Su otoño convertido en un crisol de colores rojos y encarnados, de sabores, emociones, sensaciones voluptuosas.

Su invierno, estación desnuda, blanca, la más desvalida, de la pausa y el silencio aparente de puertas para fuera, pero de intensa convivencia vecinal.

 

Todos esos elementos que componen Omaña hablan a través de la voz de Margarita que nos transmite su sentir desde los lugares de apego, matria y patria, lugar del padre y de la madre respectivamente, en los que fue bendecida, acariciada, y que por eso mismo son caricia para nosotros, sus lectores.

Nos muestra unos usos y costumbres, unas formas de ser, de hacer, de  sentir, de hablar, de un tiempo pasado que, como la autora señala, se hacen presentes de nuevo en la evocación, en la palabra dicha, pronunciada, escrita, para perpetuar y quedarse en la memoria colectiva.

Asimismo nos regala la autora toda una ristra incalculable de palabras (esto es una constante en su obra como lingüista ineludible que es) que son patrimonio cultural importantísimo, pero también de refranes, dichos populares y saberes recogidos de las gentes sabias de su tierra. En la página 299 sin ir más lejos, hablando de la lluvia que, a veces, acompaña a la estación del verano, en dieciséis  líneas nos obsequia con cinco refranes seguidos: Merculina a los nueve días termina. Si llueve por Santa Ana, llueve un mes y una semana. Agua en agosto, poca miel y mucho mosto. Septiembre o seca las fuentes o lleva las fuentes (o los puentes). En septiembre, el que no tenga ropa que tiemble.  

También nos regala sensaciones. Nos invita a conocer y a disfrutar de lo que ella conoce y disfruta, de lo que la emociona, de lo que filtra a través de su atenta y sensible mirada, oído, gusto, tacto, olfato (esos cielos azules, esos ríos cristalinos, esas vallinas verdes de vida), haciendo que nos fijemos en ellos y los hagamos propios. A estas alturas sabemos que no solo de pan vive el hombre y entonces Margarita, cumpliendo con la máxima de Shakespeare en “Romeo y Julieta”: “Cuanto más (te) doy más tengo”, que la autora incorpora para sí y hace propia, nos regala también poesía.

Rescato en este punto unos preciosos párrafos que evocan ese tiempo de frutos y sensaciones de la estación en la que nos encontramos, pg. 301.  

Es tiempo de frutos. Sensaciones voluptuosas nos rodean por doquier. Las patatas se desnudan ante nuestros ojos, el olor a nueces envuelve nuestro olfato, los magostos de castañas deleitan nuestro gusto, la tersura de las manzanas verdes, amarillas y rojas acaricia nuestro tacto, viento de otoño resuena en nuestros oídos. Un tiempo que alerta todos los sentidos. Las ramas llenas de fruta cabecean hasta el suelo como queriendo postrarse a los pies de quien las contempla. Esa naturaleza exuberante atrapa con su mundo mágico y dadivoso que presagió la primavera y anunció el verano. Aquellos frutos que eran una esperanza primaveral y que se sazonaron con el calor veraniego ahora están entre las manos del recolector como el mejor regalo del otoño. Y también el tiempo de otoño es tiempo de sementera: En octubre, echa pan y cubre (…).

Hay también en su evocación a veces un punto de aflicción o añoranza como el párrafo que sigue a continuación, pag. 302, que incide en ese mal generalizado que asola nuestros pueblos, que es la despoblación.

Sabor a hogar, a tardes tranquilas, a voces apagadas. La luna y el sol se hacen carantoñas entre las rubianas (nubes enrojecidas) del ocaso teñidas de amorosos colores rojizos. Pronto las chimeneas serán el mejor símbolo de vida y de acogida. Ellas indicarán, de forma clara, qué casa está abierta. También comienzan a verse madreñas en las puertas, aunque es verdad que cada vez menos. En la calle reina la soledad, solo alterada por el ladrido de algún perro. Puertas cerradas, persianas bajadas… De los rosales cuelgan restos de rosas secas y, aunque echan de menos esa mano amiga que las retire, siguen aportando notas de color y de vida. A su lado se mantienen en flor las caléndulas. Y cerca de algunas casas florecen los crisantemos. Y en noviembre nos puede visitar ya la nieve (y termina de nuevo este párrafo con un refrán): Por los Santos, nieve en los altos, por san Andrés, nieve a los pies.   

Sentir poético el de Margarita, sentir nostálgico. Pero aun así también regalo de un otoño que la autora resume en cuatro palabras: esencia de dorada melancolía.

 

Colores de otoño sobre el río Omaña. Foto: MAR

Una tierra que inspira lo componen relatos y microrrelatos que la autora ha creado, basándose en el vivir y en el sentir omañeses.

Se trata de cuentos inspirados en la evocación de la propia infancia, en el homenaje a los padres que se fueron pronto una noche de otoño, y otros cuentos en los que la autora de nuevo se mete en la piel y sentir del despertar estacional de la tierra, Gaia; en el de un árbol que lamenta (sus lágrimas son las hojas que caen) la llegada de la primera helada;  en la tímida violeta, que con su color y olor aporta al paisaje la belleza de la insignificancia; en ese paso o pisada que se funde en el paisaje otoñal; en el roble que deja de ser árbol para convertirse en alma de fuego, alma de hogar, (¿qué haríamos los seres humanos sin calor?); en el atardecer de fuego que se funde con la noche; en la rosa distinta, cada pétalo de un color, que es un canto a la pluralidad;  en esa luna llena que compite con en las estrellas o la Piedra de la Fortuna que en vez de ser herida por otras piedras es, por primera vez, abrazada.

 

Una tierra que canta es en mi opinión todo un poemario dentro del libro. Está formado por coplas y romances que eran la forma de versificar -verso octosílabo y rima asonante en versos pares- de gentes humildes que no habían ido mucho a la escuela. Esta elección de la autora no es azarosa sino fruto una vez más de ese empeño incesante de transmisión de lo que siente propio.

El primero de los poemas es un canto de boda que rescata de boca de su tía Adoración Álvarez en Paladín. Pero hay dentro de su sentir poético, como no podía ser de otra manera, un extenso canto dedicado a Omaña. Y a través de distintos poemas (un río que nace, de omaña al mar, reflejos, ocasos de agua, tardes de oro, ojos agostados…) hace todo un reconocimiento a ese río de la vida que, como en el caso de Jorge Manrique, va a dar a la mar: río de grandes crecidas,/ río de tristes estíos,/ sigues corriendo, corriendo,/ buscando el mar infinito.  

Río Omaña, en su curso bajo. Foto: MAR

Otros signos de identidad de Omaña sobre los que versifica son un pino solitario, brotes, espadañas, la Peña de la Fortuna de nuevo, las estaciones, los  cancillones o un pontón. Tiene evocaciones gastronómicas (el yantar de don Carnal y doña Cuaresma), y a la Historia e intrahistoria de antiguos señoríos, como es ese romance dedicado a don Ares, decapitado a manos de su tío, Suárez de Quiñones. 

Margarita, en suma, escribe desde la memoria personal de lo que fue y es hoy su tierra, Omaña, y desde esa esquina suya nos convida a que la conozcamos.   

Como lingüista que es, rescata un acervo de palabras que son patrimonio de la tierra omañesa, que dotan al libro de una inmensa, inconmensurable riqueza lingüística.

Como docente y educadora, acomete una labor ingente de transmisión de conocimientos que son fruto de su saber y hacer incansables.

Como escritora y poeta, cuenta desde el amor y la enorme gratitud que profesa hacia la tierra que la vio nacer y crecer. A estas alturas ya sabemos que lo importante es sentir, en sentido positivo o negativo, agradable o penoso, y que esta es la misión de todo arte. Un sentir que trasmite y hace poso en nosotros. Hasta las piedras sienten en este libro de Margarita. Y hablan. Nos hablan. Solo hay que poner el oído y estar muy atentos a lo que humildes, generosas, hospitalarias nos quieren decir. 


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Sol Gómez Arteaga, la autora de esta reseña, ha publicado varios libros de relatos:  Los cinco de Trasrey y otros relatos (2012), El sol a la tinaja y otros cuentos (2017) y Trazos de sombra (2021). Una novela breve: El vuelo de Martín (2020). Y un poemario: Tiempo de vilano (2023).


Acto de presentación del libro en la Casa de León en Madrid. 8/XI/2024. Foto: Casa de León en Madrid 



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La Recolusa de Mar por Margarita Alvarez se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.