En un artículo anterior analizaba la presencia excesiva e innecesaria de las redundancias en el idioma castellano, debida no tanto al deseo de expresividad, sino al desconocimiento del auténtico significado de las palabras. En este artículo voy a tratar de otra moda que también choca contra el principio de economía lingüística. Se trata de la obsesión absurda por el alargamiento de palabras, el archisilabismo, que aparece con frecuencia en el lenguaje de los políticos, y que recogen y usan profusamente los medios de comunicación social, a pesar de que va contra la claridad deseable en el estilo periodístico, que debería estar regida por la regla de las tres C: claro, conciso y correcto.
En la actualidad, el lenguaje de los medios está a veces en la antítesis de la claridad y la concisión. Es como si el alargamiento de palabras diera un prestigio social al lenguaje y, por tanto, a las personas que lo utilizan. Con el uso de ese léxico retorcido y absurdo parece que el hablante se sitúa en un mundo cultural superior al del ciudadano común. Muchas veces se inventan palabras que no están recogidas en los diccionarios al uso y, en la mayoría de los casos, son palabras que no añaden nada nuevo a aquella otra que la precedió y de la que deriva.
Quizá uno de los ejemplos más ilustrativo del uso de esta moda de exceso inútil es la propia palabra exceso que, para hacer honor a su significado, con frecuencia, se convierte en sobredimensionamiento. De una palabra trisílaba pasamos a una que tiene ocho sílabas, una palabra claramente “sobredimensionada”.
Es un hecho evidente, para cualquier observador de los usos sociales del idioma, que el léxico se hace cada vez más complicado, por eso, hoy, no nos basta aclarar palabras o conceptos. Ahora, si queremos entender, hay que esclarecerlos. Sabíamos concretar ahorrando palabras, ahora la concreción será menor si tenemos que concretizar para llegar a la concretización. Teníamos teorías, ahora teorizamos y llegamos a la teorización, que no es más que una teoría, y si pretendemos influir en las personas, no nos conformamos con ello, sino que las influenciamos. Hemos dejado de cambiar impresiones para intercambiarlas. ¿Y quién se acuerda hoy del verbo argüir? Ha sido sepultado por argumentar. Y los argumentos sobre cualquier tema, que ahora se ha convertido en temática, se han transformado en argumentaciones y los ejemplos en ejemplificaciones. Ya no hacemos contrastes de puntos de vista, sino que hacemos una contrastación de opiniones.
Y en ese afán por complicar todo hasta el clima ha cambiado y hemos decidido llamarlo climatología. Y en el mundo de la imagen ya no se ven las imágenes, se visionan o se visualizan.
Siempre hemos completado o rellenado los datos en los documentos, ahora hay que complementarlos. Si nos teníamos que identificar ante alguien presentábamos el Documento Nacional de Identidad (o en su caso el pasaporte), ahora el DNI se ha quedado pequeño, pues se nos pide la documentación. El número de un documento se empieza a sustituir por su numeración. Si hay que detener a un delincuente, este se escapará mientras se procede a su detención. Ahora ya no lo culpamos, lo culpabilizamos.
Siempre han existido disfunciones, ahora la disfunción se alarga hasta convertirse en disfuncionalidad y la duración de la misma es mayor por haberse convertido en durabilidad. Y los defectos se han convertido en deficiencias, que aunque se digan con una palabra mayor, parece que son menos defectuosas. Las gripes se alargan cuando afectan a un personaje público, puesto que estos sufren procesos gripales. Y en la lengua común los análisis se han convertido en analíticas y los síntomas en sintomatología.
Las personas corrientes hemos entrado y salido de lugares, actos…, pero las personas que se mueven en un mundo más refinado hacen entrada de forma más rumbosa. Los ciudadanos perseguimos un fin con nuestros actos o tenemos una intención, pero los prebostes buscan una finalidad o intencionalidad. Los contribuyentes contamos nuestros dineros y nuestras deudas, los que dirigen nuestro erario las contabilizan. Todos los ciudadanos, la totalidad, tenemos obligación de pagar impuestos, pero algunos no entienden la obligatoriedad. Siempre hemos dicho que la excepción confirma la regla, pero ya no sabemos si también la confirma la excepcionalidad.
Algunos confundían el honor y la honra, ahora ya no existe ese problema porque ambos valores se han convertido en vaga honorabilidad. Pero no somos personas de crédito, si no tenemos credibilidad.
La marginación social se ha convertido en marginalidad o marginalización y no es motivo de peligro, sino de peligrosidad. Siempre hemos tenido la obligación de cumplir normas, pero ahora nos imponen normativas que parecen mucho más complejas. Los límites de velocidad se convierten en limitaciones. Los coches ya no chocan, colisionan. Los peligros no se señalan, se señalizan, quizá por ello han bajado los índices de siniestrabilidad, pero no los siniestros, porque sigue habiendo demasiados accidentes, escondidos ahora en tasa de accidentalidad.
Siempre hemos completado o rellenado los datos en los documentos, ahora hay que complementarlos. Si nos teníamos que identificar ante alguien presentábamos el Documento Nacional de Identidad (o en su caso el pasaporte), ahora el DNI se ha quedado pequeño, pues se nos pide la documentación. El número de un documento se empieza a sustituir por su numeración. Si hay que detener a un delincuente, este se escapará mientras se procede a su detención. Ahora ya no lo culpamos, lo culpabilizamos.
Siempre han existido disfunciones, ahora la disfunción se alarga hasta convertirse en disfuncionalidad y la duración de la misma es mayor por haberse convertido en durabilidad. Y los defectos se han convertido en deficiencias, que aunque se digan con una palabra mayor, parece que son menos defectuosas. Las gripes se alargan cuando afectan a un personaje público, puesto que estos sufren procesos gripales. Y en la lengua común los análisis se han convertido en analíticas y los síntomas en sintomatología.
Las personas corrientes hemos entrado y salido de lugares, actos…, pero las personas que se mueven en un mundo más refinado hacen entrada de forma más rumbosa. Los ciudadanos perseguimos un fin con nuestros actos o tenemos una intención, pero los prebostes buscan una finalidad o intencionalidad. Los contribuyentes contamos nuestros dineros y nuestras deudas, los que dirigen nuestro erario las contabilizan. Todos los ciudadanos, la totalidad, tenemos obligación de pagar impuestos, pero algunos no entienden la obligatoriedad. Siempre hemos dicho que la excepción confirma la regla, pero ya no sabemos si también la confirma la excepcionalidad.
Algunos confundían el honor y la honra, ahora ya no existe ese problema porque ambos valores se han convertido en vaga honorabilidad. Pero no somos personas de crédito, si no tenemos credibilidad.
La marginación social se ha convertido en marginalidad o marginalización y no es motivo de peligro, sino de peligrosidad. Siempre hemos tenido la obligación de cumplir normas, pero ahora nos imponen normativas que parecen mucho más complejas. Los límites de velocidad se convierten en limitaciones. Los coches ya no chocan, colisionan. Los peligros no se señalan, se señalizan, quizá por ello han bajado los índices de siniestrabilidad, pero no los siniestros, porque sigue habiendo demasiados accidentes, escondidos ahora en tasa de accidentalidad.
En este mundo, que empezó siendo global, y ya vive globalizado, empiezan a aparecer movimientos sociales y protestas ciudadanas, que ahora se llaman movilizaciones. Nos faltan modelos morales, eso que ahora se llaman referentes. Parece que no somos capaces de decidir nuestro futuro económico, porque no estamos capacitados. La presión exterior que ya antes nos impedía tomar algunas decisiones de forma unilateral, a día de hoy, nos lo imposibilita. Ya no basta con hacer cambios, hay que reestructurar la economía. Y en este escenario (antes contexto o situación), hacemos llamamientos (antes llamadas) a la concertación, pero no conseguimos el deseable concierto social. Esos múltiples problemas sociales, que ahora son multiplicidad, en otra época, nos conmovían; ahora, nos conmocionan. Y porque han crecido mucho los problemas, hablamos de problemática social, que hace que crezca la conflictividad, que siempre hace más grandes los conflictos.
Las familias rotas ahora se convierten en desestructuradas. Por eso, lo que antes lamentábamos con la palabra desgraciadamente, lo hacemos ahora, con más intensidad, con desafortunadamente. No tenemos necesidad, sino necesariedad, ni método, sino metodología. Y las relaciones no se tensan, se tensionan. Hemos sustituido la emoción por la emotividad. No recibimos a los visitantes, los recepcionamos; no valoramos lo que nos gusta, lo ponemos en valor. Y si queremos cumplir con alguien, lo cumplimentamos.
La regulación ha desembocado en regularización, instituir algo se ha convertido en institucionalizar. Y, en la sociedad de la información en que vivimos, los rumores se han convertido en rumorología. No ejercemos de algo, sino que nos ejercitamos.
Las empresas no motivan o apoyan a sus trabajadores, los incentivan; no buscan aprovechar bien sus recursos, sino optimizarlos. Ya no se planea el trabajo, se planifica. Y cuando se incrementan los gastos, porque aumentan o crecen, las empresas se trasladan a otros lugares, se deslocalizan, porque el crecimiento económico se ha ralentizado, o sea, frenado. Y así nuestras tiendas, comercios, bares de toda la vida… se han transformado en establecimientos; eso sí, cerrados, porque la crisis nos ha traído el crecimiento negativo. La publicidad disminuye mientras el patrocinio de las empresas se convierte en esponsorización, que, sin duda, será más cara, porque ha aumentado el esfuerzo para decir y comprender la palabra. La crisis, que en su día fue desaceleración económica, no invita al comprador a convertirse en consumidor, a pesar de que los clientes fieles se convierten en clientes fidelizados.
En este afán por complicar el idioma, hasta hemos cambiado la forma de hablar del presente y del pasado. La simplicidad y claridad de los adverbios antes y ahora, ayer y hoy, en este mundo tan megalómano, han dejado paso a anteriormente, posteriormente, con anterioridad, con posterioridad…
En este afán por complicar el idioma, hasta hemos cambiado la forma de hablar del presente y del pasado. La simplicidad y claridad de los adverbios antes y ahora, ayer y hoy, en este mundo tan megalómano, han dejado paso a anteriormente, posteriormente, con anterioridad, con posterioridad…
La cuestión es aumentar, -¡perdón!, incrementar- el número de sílabas, de forma que la complejidad de las palabras nos anonade a todos, especialmente si hacemos alusión a cosas, sin aludir a ellas, o hacemos mención a algo, pero no lo mencionamos. Y así esa forma de hablar nos introduce sin desearlo en el confusionismo, aislacionismo, secretismo… y pone de manifiesto, sin manifestarlo, que vamos institucionalizando los archisílabos y establecemos una vinculación con ellos que parece un vínculo inseparable del pensamiento.
El uso de estas palabras polisílabas se ha convertido en usabilidad que nos impide ejercer nuestra capacidad de ser de buenos hablantes, pues nos ejercitamos en el exceso y barroquismo lingüístico. Así nuestra potencia comunicativa la convertimos en mera potencionalidad…
Siempre hemos creado palabras nuevas por sufijación, neologismos que, andando el tiempo, dejan de serlo, pero este hecho se producía por la necesidad de crear nuevos términos de distinta categoría gramatical, que tenían un uso diferente y que enriquecían el idioma. Estos neologismos ponían nombre a lo novedoso. No era el afán de hacer extraño el idioma lo que hacía aumentar el léxico del idioma, sino la necesidad de mayor precisión.
A veces el proceso creativo es sorprendente. De poner, por ejemplo, se deriva el sustantivo posición. Lo curioso es que desde ahí se genere un nuevo verbo, posicionar, que tiene un significado similar a poner y, de este, el sustantivo posicionamiento, que nos devuelve, con un significado similar, a la palabra originaria posición. ¿Para qué, entonces, hemos dado ese rodeo lingüístico? Hemos cerrado el círculo con dos neologismos que complican el idioma innecesariamente y no aportan nada nuevo. Algún día llegará otro hablante innovador que introducirá modificaciones, porque le parecerá escaso el modificar, y creará un término nuevo más complicado que los anteriores. Algunos de estos excesos lingüísticos, no vinculados al lenguaje técnico, se han convertido ya en cauce obligado del pensamiento e incluso los podemos consultar en el DRAE.
¡Qué necesidad, que no necesariedad, sentimos de leer las novelas de Delibes para oír a esos campesinos que las pueblan hablar un español claro, limpio y preciso, desprovisto de extranjerismos y de tanta palabrería inútil! Ese castellano limpio, que empieza a desaparecer también del mundo rural, pues nada se resiste a la influencia de los MCS. Tristemente, algunos de esos innovadores del lenguaje urbano que generan esos faltos neocultismos y palabras rebuscadas que introducen en el idioma común se atreverán a calificar de paletos a las personas que hablan ese castellano puro del que andamos cada vez más necesitados, sin percatarse de que, tal vez, el mayor alargamiento de palabras esconde un empobrecimiento progresivo y preocupante de ideas.
Termino haciendo mención, aunque él solo mencionaría, a Baltasar Gracián, quien puso de manifiesto la importancia de la brevedad y la claridad:
Termino haciendo mención, aunque él solo mencionaría, a Baltasar Gracián, quien puso de manifiesto la importancia de la brevedad y la claridad:
¡ “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”!
¡Enhorabuena! ¡De nuevo, un interesantísimo artículo, Margarita!
ResponderEliminarPero... esta vez siento disentir. No "a la totalidad", pero sí a ciertos términos, y estoy pensando en "durabilidad", que es relativamente frecuente en mi ámbito de trabajo. Quizá sean matices demasiado técnicos, pero en este caso no podría reemplezarlo por "duración".
Y siguiendo ese mismo razonamiento, veo que muchos de estos términos "sobredimensionados" no hacen sino enriquecer la lengua. La polisemia hace a veces que se pierdan los matices.
¡Un abrazo!
El fenómeno del alargamiento que produce empobrecimiento no está en el uso de algunas de esas palabras como tecnicismos. Ya hemos asumido, por ejemplo, que hay que "minimizar" y "maximizar" (que podrían ser ampliar y reducir) en lenguaje informático, el problema se presenta cuando fuera de esos ámbitos las utiliza cualquier persona,en cualquier contexto, en lugar de otra palabra del idioma más breve y más precisa. Es entonces cuando viene bien recordar a Delibes, a Azorín... y, por supuesto, a Cervantes... o, simplemente, al Juan Español.
EliminarGracias por leerlo y opinar. Yo también aprendo mucho de los jóvenes.