De cómo nos leían la cartilla y nos daban un torniscón...
Los
leoneses que peinamos canas  conocemos
una gran riqueza de palabras para hablar de los castigos físicos que nos
infligían padres o maestros cuando éramos guajes
 o rapaces.
 Algunas de esas palabras son de uso
general en el castellano coloquial  y otras
son más específicamente leonesas y, aunque menos que hace décadas, aún se siguen utilizando.  No es que fueran con nosotros especialmente
crueles los mayores, ni que las formas de castigar fueran más originales que en
otros lugares,  pero,  por la mezcla del  castellano y el leonés, existen en el Viejo Reino gran  variedad de términos que   indican diferentes matices.
¿Por
qué y cómo nos castigaban? La causa por la que 
a veces recibíamos castigos que iban más allá de  una regañina era  por  el  empeño que poníamos en  jeringar a los mayores o  actuar como auténticos malandrianes  o manguanes. A eso se unía el que
estábamos en la época del “sí señor y el mande usted”, tanto en casa, como en  la escuela,  la iglesia…, y difícilmente  se podía rechistar.
En
general, no nos daban   una azotaina
sin causa, solo nos llegaba como “recompensa” cuando   hacíamos “méritos”.  Unas veces nos castigaban por nuestro natural
inquieto, por ser unos   enredadores o por ser  el  típico  farragús. Otras veces  por no ser bien mandaos y protestar cuando nos encomendaban una tarea,
especialmente, si nos dedicábamos a rezungar, (remungar, remurgar, remurdiar)  o a ser rumiacones
 y. más aún,  si nos burlábamos asusañando, referviendo, gorgutiendo  o retrucando.
También por adanes, farrochos, folgaciones, o por tomarnos algo a chirigota y ser unos titirivainas, lo que nos llevaba a hacer mal algo, es decir, a eszarrapachar, por ser unos fuleros y actuar de forma poco responsable.
En
algunas ocasiones, el castigo era ganado a pulso porque,  por nuestro carácter o actuación, peor que  un nublao  o una
nube de piedra, nos ganábamos merecidamente el calificativo de galifates, 
jarotes o gandules.  Para los peores, aquellos que parecían de la
piel del diablo, también se usaba la palabra  barrabás.
Siendo y actuando así,  era fácil que
hiciéramos alguna burricada o barrabasada que no podía quedar exenta
de las mandangas correspondientes…
A
veces, la actuación no era tan negativa, pero el castigo nos venía por ser cazoleros y hacer lo que   nadie
nos había encomendado o por ser muy cargantes
o candorrios. La mentira también
podía tener malas consecuencias…
La
riña y el castigo posterior podían empezar por 
regañinas con las que nos cantaban
las cuarenta,  nos
ponían las peras al cuarto, nos ponían
a caldo… o ir a mayores y  hacernos
sentir como   burros, 
porque,   como a tales, nos albardaban o nos ponían el aparejo. Esto
último lo entendíamos mejor los que vivíamos en el ámbito rural.
Después del me cagüen tus muelas  y ¡que cobras!,  nos anunciaban que iba a haber jarabe de palo, jarabe de mimbre… Hasta
aquí la amenaza no inquietaba demasiado, porque el palo y el mimbre quedaban
compensados  con el jarabe que los
envolvía. Pronto el lenguaje subía de tono y ya oíamos expresiones más
contundentes: te voy a dar pa´l  pelo, 
te voy a dar unas mandangas, te voy a dar una paliza, una zurra, una camada de palos, te parto los morros… A
veces la frase se  hacía misteriosa por
estar incompleta y el temor era más incierto, pues se quedaba en ¡te voy a dar una…!
También
los medios para andar con nuestro cuerpo
se anunciaban con anticipación:  me voy a soltar el cinto o la petrina,
va a andar la zapatilla, te voy a dar  con una vara de fresno, de avellano, de mimbre…
Las partes  del cuerpo preferidas  para recibir 
la “caricia” de la mano, la zapatilla, el cinto… eran el culo y la cara.
 Si se elegía la cara, esa caricia podía
no ser  muy violenta, pero sí muy
variada. A veces la bofetada se escondía tras 
nombres que más  bien parecía que
indicaban que nos iban a ofrecer delicias culinarias: chuleta, leche, torta, galleta, níspero, castaña, guindas. Cuando nos
llegaba la primera, comprendíamos de golpe  cuál era la cruda realidad de aquello que nos habíamos ganado.
El
cachete y la colleja  no parecía que nos
inquietaran mucho. Tampoco el  mosquilete o mosquilón, que nos daban en la cabeza  con nudillos, nos producía mayor daño.  El sopapo
y la carrillada   sonaban un poco
peor. Y si nos faltaba el moquero, no había problema, porque con una mano
vuelta nos podía llegar  uno en cualquier
momento en forma de soplamocos o sonamocos.
Peor
sonaba la cosa si se sentía en la cara un papirotazo,
guantada o guantazo,  manotazo,  tortazo, pescozón, sornavirón, torniscón,  castañazo, xiostrazo… Estas palabras
terminadas en -azo y en –ón 
no  sonaban a música celestial. Hostia,  hostiazo 
y revés tampoco  sonaban mejor, aunque estos términos eran
poco usuales. Lo que parecía que sonaba mejor, desde el punto de vista musical,  era que nos dieran una tocata, aunque pronto comprendíamos que era preferible  no asistir a este tipo de concierto.
Sin duda alguna, lo que
parecía más agresivo era lo de cruzar la
cara y  lo de poner la cara del revés… Si nos la cruzaban sabíamos que no
bastaría ponerse de perfil para disimular las señales  y,  si
la ponían  del revés, como mínimo, tendríamos dificultad para acompasar  el andar y  el mirar…
Si
se elegía el culo para zurrar la
pandereta -¡pobre pandereta, no sé por qué se la mete en este asunto!- ,  o la zarabanda,
el lugar era más mullido y, como estaba cubierto, era más improbable que nos
quedara marca o, sí así era, podríamos llevar tapada nuestra vergüenza. Nos
podían  dar  un azote,  una
azotaina, un zapatillazo,  unas mandangas,
unas ñalgadas …  Y a medida que  el culo iba sufriendo la afrenta cambiaba de
color,  hasta que nos lo ponían  como un tomate,
y también iba adquiriendo calor, porque las ñalgadas
nos  lo calentaban, o incluso terminaba como  el fuego, si nos arreaban candela.
A
veces,  la mano se alargaba de forma más
amenazante con una mimbria u otro tipo de vara…  y llegaba a
nuestros zancajos en forma de  vardascazos o llampriazos  y, en el caso de vara de roble,   fuchacazos. Si era el cinto o un trozo
de soga o reata el ejecutor, lo que
se recibía era un zurriagazo.
Si  la paliza era una auténtica estañina,  no tenía localizado el lugar concreto del
cuerpo  para abatanar y recibir las sardinas de cinco rabos. Entonces nos andaban con el cuerpo y podíamos recibir
una 
somanta, una  panadera,  o nos podían dar   una tunda, una  tulipanda  y, también,  tralla,  cera, 
hule… En fin, había dónde elegir.
Peor
se ponía la cosa si nos sacudían  estopa o caña… Y ya llegábamos a la peor situación cuando   aparecía la  zurra. En este caso, nos podían   zurrar la badana o zurrar la pandereta… Medir
el lomo, -y no precisamente para saber la altura-,  y tundir a palos eran ya castigos muy severos que se convertían  en una auténtica palestrina  o lurtia, y que  nos podían dejar  deslomados, aunque aún quedaba algo peor: comer los hígados y  partir el alma. De repente nuestros padres se convertían en  caníbales o en seres de poderes sobrenaturales que tenían acceso al alma. ¡Ahí es nada!
La
escuela también  aplicaba castigos, a
pesar de que íbamos ya con la cartilla
leída de  casa. Dar con la regla en las
yemas  de los dedos y ponernos de rodillas con los brazos en cruz
fueron castigos frecuentes en otra época. Y también caían capones de vez en cuando.  Y
más que capones.  Entonces no existía "el
rincón de pensar" ni esa moda moderna de poner pegatinas de distintos colores según la conducta… A veces, en  esos brazos en cruz, se colocaba un libro en cada
mano. Lo de "la letra con sangre entra" se hacía casi realidad. Y, por supuesto,
el maestro siempre tenía razón.
Después
de todo lo dicho, parece que nuestra educación fue muy cruel.  La verdad es que se amenazaba más que se
daba. La amenaza pasaba a amago y se quedaba en   el te voy a dar…, sin dar. Felizmente, hemos sustituido esos métodos de castigo por otros menos agresivos… Pero también es verdad que esos niños de hace décadas no estamos traumatizados, porque, salvo casos excepcionales de malos tratos, entendíamos que era parte de nuestra educación y nos dolía más en nuestro orgullo, -dolor que se manifestaba con alguna lágrima-, que en nuestra cara o trasero.
Con
ese cachete a tiempo,  o esa tulipanda
que raramente llegó a ser, o a pesar de ellos, hemos  llegado hasta aquí  y, seguramente, no estamos tan mal educados…  
Artículo relacionado:
YO NO FUI AL COLEGIO, FUI A LA ESCUELA
Más léxico leonés:
- El habla tradicional de la Omaña Baja, de Margarita Álvarez Rodríguez.
 
- Vídeo sobre el libro que recoge también unas cuantas docenas de palabras, especialmente, a partir del minuto 4:
 
https://www.youtube.com/watch?v=2YJpUXj6u7E



