jueves, 24 de noviembre de 2016

Carta a una madre


                                  Otro 25 de noviembre...


   Morirán los que nunca jamás sorprendieron
   aquel vago pasar de la loca alegría.

   Pero yo, que he tenido su tibia hermosura en mis manos,
   no podré morir nunca.
                                                                                                        José Hierro





Eras amiga del alba y de la rosa...


No, no podrás morir nunca...

Durante cuarenta y tres años el sol iluminó tu vida. Desde hace cuarenta y tres años sigues alumbrando la nuestra desde el mundo de lo invisible. Hoy se cumple otro aniversario de tu partida. ¡Han pasado tantos años! Los mismos que duró tu vida, breve, intensa y cruel. Una vida que  dejó honda huella en todos los que te conocimos y quisimos, porque  aprendimos de tu forma de vivir y aprendimos también de tu forma de morir. 

No podemos celebrar tus ochenta y seis años  de hoy,  no podemos verte a esa edad con los ojos del cuerpo, porque en la imagen  de  nuestro recuerdo solo tienes cuarenta y tres.  El tiempo transcurrido nos ha desdibujado tu cara. Cuando queremos acercarnos  a ella, se  aleja y se difumina.  De tu voz, solo nos quedan ecos lejanos.  Se nos escapan las partes, pero   nos queda  el todo: una vida ejemplar que sigue presente en nuestra memoria.


Eras una campesina  laboriosa, a la que le quedaban cortas las horas de sol a sol y, más bien, trabajabas “de luna a luna”. Vivías en convivencia armónica con esa tierra  a la que tus manos dedicaban tiempo y esfuerzo para obtener sus frutos.

Ejercías de  ama de casa entregada a las mil tareas domésticas que realizaban las mujeres del campo: cocinabas, amasabas, cosías, bordabas, hilabas, tejías… Ordeñabas, hacías la mantequilla… Cuidabas el ganado… Cultivabas la tierra… Y aún tu fe te dejaba tiempo para rezar el rosario en familia en las veladas de invierno o las flores en la iglesia durante el mes de mayo.

En tu vivir había tiempo para la alegría: para  reír, para cantar, para bailar la jota y el baile chano, cuando la ocasión era propicia. Eras una madre cariñosa y atenta a las necesidades de tu familia.  Una mujer de tu época  y, al mismo tiempo, una mujer  inteligente, moderna, valiente  y emprendedora;  de mente  abierta y respetuosa con las nuevas ideas y formas de vivir.

Hoy, cuarenta y tres  años después,  nos queda de ti  la inmensa alegría de saber que todos los que te conocimos  te recordamos vivamente.  Y, sobre todo, nos queda de ti, un gran sentimiento de gratitud que queremos expresar públicamente.

Gracias por tu alegría, por tu optimismo, por tu  bondad,  por tu fortaleza, por tu generosidad. “Cuanto más doy, más tengo”: ese era tu lema.  ¡Qué gran verdad en una frase tan contradictoria! Gracias por el amor que  derramaste a   tu alrededor. Gracias  por los valores que  transmitiste a tus hijas   y que han sido el eje  vertebrador de nuestra vida. ­­­­

No pudiste  vernos  completar los estudios universitarios, aquello que tanto te ilusionaba. “Tenéis que ser más que nosotros”, repetías.  Tampoco llegaste a conocer a tus nietas y a tu nieto, de los que habrías disfrutado mucho (hoy ya tendrías bisnietos),  pero  en todos nosotros sigue habiendo mucho de ti.  Tus hijas tuvimos que hacernos personas adultas y ser madres para comprender, en toda su plenitud, qué sentías como esposa y madre: tu amor, tus desvelos, tus inquietudes, tus sueños… No tenías miedo a irte, tenías  miedo a dejar desvalida a tu familia.  Y no solo nos guiaste en vida, también nos dejabas consejos  para tu ausencia.

Nos dolimos contigo ante aquella cruel enfermedad que nos hacía contemplar impotentes tu deterioro físico y  tu sufrimiento, y que te arrebató la vida como, en tu niñez,  había robado también la de tu madre. Nos atenazaba la idea de perderte,  pero nos sorprendía tu dignidad y nos confortaba tu serenidad. 

Te fuiste “a la inmortal morada” de manera silenciosa, serena. Querías acceder al mundo celestial con tu vestido verde…  “El color de la esperanza”, decías.  No querías  llantos, no  querías lutos… 


Tus campos se siguen vistiendo  de verde cada primavera



Tu color era el  color de la vida. Ese testamento vital  fue una caricia para nuestra  alma. Y esa frase que tantas veces hemos oído: “¡Qué buena persona era Patro!”. No se puede decir de alguien  nada tan sencillo y tan grande a la vez.

Desde ese mundo invisible en el que  desde hace  tantos años   moras,  aún  nos sobrevuela  el efecto protector de tu  alada presencia.  Sigues con nosotros, invisible y eternizada.   Y es que  −como decía el Principito− “solo con el corazón se puede ver bien: lo esencial  es invisible a los ojos”.

Invisible a los ojos de la cara, pero los que te queríamos te hemos inmortalizado en el recuerdo, y en él seguirás viva para siempre.


Aquí te dejamos de nuevo tu poema, ese que escribió tu hermano Pepe (José Rodríguez), aquel 25 de noviembre de 1973.


A Patro, madre, esposa, hermana amada
                                                 
Patro, en 1952

   













   
   Era una joven buena y cariñosa
    mujer perfecta, por la Biblia dada,
    amante madre y ejemplar esposa
    pía, honesta, querida, fiel y amada.

    Era amiga del alba y de la rosa,
    como abeja en panal, siempre ocupada,
    amiga de servicios y hacendosa,
    de sol a sol fue siempre su jornada.

    Por hermanos, esposa y caras hijas,
    con  fe viva, ya enferma, se ofrendaba;
    hasta que consumada en breves días,

    -tras dolorosa aceptación consciente-
    voló serena a la eternal morada
    con un mensaje familiar en mente:

     Con vosotros estoy, ya eternizada,
     Tere, Marga, Ireneo, Tino, Pepe,
     Pedro, Beatriz, Maruja, Iluminada.


Tus paisajes abren ventanas al cielo


     Con nosotros estás… 

                                                                Y te damos las gracias.

8 comentarios:

  1. Es una hermosa manera de recordar a una madre y hermana, se humedecen los ojos al leer y el alma se ensancha de ver tanto amor entregado.

    ResponderEliminar
  2. Precioso!
    He recordado tanto a mi madre...
    También campesina, ( de León) hacendosa, buena y piadosa. También aceptó pronto el dolor y la muerte.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias por tu comentario. Las mujeres campesinas de la edad de nuestras madres tenían mucho en común, y especialmente si eran leonesas, acostumbradas a trabajar en casa y en el campo. Pero no se han ido del todo, quedan inmortalizadas en nuestro recuerdo.

      Eliminar
  3. Me dejas sin palabras, ¡qué preciosidad!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias. Recuerdos duros, pero hermosos. Y me ha costado 43 años verbalizarlos. La muerte no se lleva nunca del todo a los seres queridos, los inmortaliza en el recuerdo; la vida sí que se lleva a veces a los seres queridos, y se los lleva para siempre...

      Eliminar
  4. Precioso recuerdo a una madre y además como omañesa y leonesa me siento identificada viendo reflejada a mi madre, mis abuelas,etc en esa realidad de mujeres titanes

    ResponderEliminar
  5. Me sigue pareciendo una hermosa carta de amor, tu madre estaría orgullosa de sus hijas.

    ResponderEliminar

Licencia Creative Commons
La Recolusa de Mar por Margarita Alvarez se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.