martes, 9 de noviembre de 2021

Ser en la vida camino

 




En la vida cada uno de nosotros tiene un destino. A unos les toca ser labradores, a otros ministros o policías o mineros… O ser hombres o mujeres… O ricos o pobres. A mí me ha tocado en suerte ser camino. Sí, ser camino. Como a otros seres les ha tocado ser árbol, piedra, musgo,  manzana… Y es que en la naturaleza también hay destinos. Y yo estoy orgulloso de mi destino. Soy un camino, uno de tantos caminos  que cruzan la comarca de Omaña. 


Desde Los Bayos al norte

hasta llegar a La Utrera,

los caminos y senderos

recorren Omaña entera…

        De Canto a Omaña (M.A.R.)


Me tiendo y me extiendo bajo la luz omañesa. Veo el sol la mayoría de los días del año, en ese cielo tan azul de la montaña leonesa. Y cuando  llueve o nieva me quedo agazapado hasta que escampa, aunque a veces abro los ojos  para no perderme  la belleza de  algún  arco iris  o para ver los charcos que ha dejado la lluvia o el desnevio. 

Por ser camino me he sentido siempre  útil,  muy   útil y, además,  he podido unir el destino de  mi vida al   de miles de personas de muchas generaciones.  En general,  me gusta ser pacífico y vivir  una vida  tranquila, pero algunas veces tengo fricciones con la naturaleza que me rodea. Con ese árbol usurpador, cuyas frondosas ramas ocupan parte de mi espacio. Con esa zarza rastrera que poco a poco ha ido adueñándose de un lugar que no le pertenece, y  lo hace silenciosa, pero sus espinas  acechan  y atacan traicioneramente a cualquier pierna o brazo  despistados, y los marcan con un arañazo.  Con esa piedra que quizá rodando desde monte se ha colocado en mitad de mi lecho y provoca que las personas, animales o vehículos tropiecen en ella y la maldigan.  Tengo mejor relación, en cambio, con la hierba que, sobre todo en primavera, decide convertirme en un  prado más. Un prado largo y estrecho del color de la esperanza.

La hierba me transforma en un suave colchón vegetal que permite  caminar sobre mí  con suavidad. Y tal vez haga feliz a alguna vaca que siempre  estará dispuesta a llenar la andorga con ella.  Es verdad que esa hierba que me cubre tiene un inconveniente: se llena de urbayo (orvallo) por las noches y moja los pies del caminante. Pero, en general,  los que me han hollado durante siglos iban (algunos van aún) bien pertrechados de botas de goma, madreñas o chanclos   para protegerse los pies de ese rocío mañanero.

Paladín


Durante siglos los lugareños que precisaban de mis servicios, me cuidaban, me mimaban. Al repique de campana eran llamados a hacendera y los veía venir hacia mí para lavarme la cara y acicalarme.  Con hoces, fozorias, forcas… y ganas de hacer bien el trabajo, cortaban la zarzas invasoras y las ramas, me espedraban... Y me dejaban listo para cumplir mi cometido. Desde hace años han desaparecido las hacenderas, a la par que lo hacían las gentes y que se mecanizaba el trabajo rural.  Y eso nos ha hecho sufrir a todos los caminos, pues el destino de muchos hermanos ha sido desparecer sin apenas dejar rastro, salvo el que siga vivo en el recuerdo. En los últimos tiempos, sin embargo, obreros municipales se acuerdan de nosotros y acuden a rasurarnos las barbas que nos habían dejado las caras casi irreconocibles. Yo hasta me pongo contento cuando oigo cerca el ruido de una desbrozadora.

En realidad, tengo suerte, estoy cerca del pueblo. Y la mayoría de  los lugareños sigue recordando mi nombre.   Pero hay muchos que  no solo han perdido su fisonomía, porque la naturaleza salvaje los ha devorado, sino que  incluso han perdido su nombre. Y cuando algo no tiene nombre, pierde su existencia,  la física y la de la memoria. En unos casos porque conducían a términos que hoy  son adil pues las  tierras están de baco y ese camino ya no lleva a ninguna parte; en otros, porque su espacio ha sido ocupado por una carretera.


Paladín


Los caminos  hemos nacido para dar servicio.  Para  abrir  vías de comunicación  entre personas del mismo pueblo o de lugares diferentes. ¡Con cuánto esfuerzo físico y con cuánta generosidad tuvieron que ceder parte de sus fincas sus propietarios para que naciéramos nosotros, los caminos!  Y es que un camino siempre lleva a algún lugar. A esa linar donde se siembran los sementijos. A ese prado que hay que barrer y regar para que produzca hierba en primavera… A ese cueto de tierras centeneras.  A la escuela… A la ermita… Al cementerio… A ese otro pueblo, con el que se tienen buenas relaciones de vecindad, al que hay que ir a la feria a vender un animal, a comprar alimentos y ropa…  Al médico.  O quizá hayáis tenido que  caminar por un camino parecido al que os habla durante varios kilómetros o a lomos de un animal para llegar a ese pueblo más importante  donde  teníais que  coger el coche de línea que os  llevara a la ciudad.

Pero hay variedad de caminos,   lo mismo que  de  personas: unos somos llanos, otros, pindios; unos  tenemos el  piso en buen estado; otros, quedamos arroyados y llenos de carcavones después de las tormentas; algunos somos rectos, otros, sinuosos.  Unos surcamos los  valles y otros subimos  a  lombas y chanas.  Unos dejamos ver el panorama que nos circunda y otros  están  escondidos entre la vegetación, casi adivinados. Hasta los hay escoltados por muros de piedra, unos muros realizados con piedra seca (sin argamasa) que son unas obras admirables  y que marcan la geografía física de esta tierra.  Pero todos somos (o éramos) transitados, pues hemos nacido para eso.

Paladín


Los caminos hemos sido durante generaciones lugares de movimiento, de vida, de relación… Y símbolos del trabajo. Hemos visto a las vacas pasar –y pacer- cuando se dirigían a un prado, a un coto, a una  veiga. Parece que oigo aún la voz chillona  de un guaje  que  maldecía  a alguna vaca, armado con un palo mayor que él: ¡Galana, no seas lambriona…! O a un hombre o a una mujer que con una ijada en la mano les daba órdenes o las animaba: Vamos, Garbosatira, Pinta… Las he visto también bramar, reburdiar, moscar…  Y a veces, cuando  andaba alguna tora, se ponían a rebincar  y a correr y era difícil atoledarlas. También las he visto  pelearse con otras y escornarse.  En cualquier caso, siempre me ha prestado mucho  oír aquellos nombres tan guapos con que las llamaban: Triguera, Bardina, Silga, Torda… Estaba  claro para mí que eran parte de la familia que las cuidaba.

Los caminos hemos visto pasar  carros y carros… Un día pasaba  uno muy voluminoso que, entre sus pernillas y talanquera, llevaba una carrada de hierba e iba dejando un rastro a su paso, a pesar de haber sido bien peinado.  O un carro  de centeno. O de bálago, después de haber majado. Otro día era  un carro cargado de tueros   o leña de roble, palera, chopo...  O de  urces… Para atizar en el largo invierno omañés.  Y a veces hasta tenía que adivinar qué llevaba ese carro escondido dentro de sus cebatos o cañizos, porque  desde el lugar en que estoy recostado no podía ver qué contenía. ¿Manzanas, nueces? Ah, no, eran patatas.  ¡Cómo no me había dado cuenta! Había sido    la fiesta de la Pilarica y era la   época de  recogida de las patatas.   Entonces pasaban  muchos carros… Y es que estas tierras omañesas siempre han producido  buenas patatas. Especialmente famosas han sido siempre las del Valle Gordo. También he visto algunos accidentes de carros que se baltaban por llevar mal distribuido  el peso, por llevar demasiada carrada o   por el  mal estado en que yo me encontraba.  Pero la verdad es que de esos percances no me siento responsable. 

También he visto pasar  burros y caballos. Unas veces caminaban transportando  en los cuévanos trébol, alfalfa o cualquier otro producto para alimentar a los animales en casa. En otras ocasiones  llevaban en los serones o alforjas alimentos u otros útiles caseros. En la actualidad echo de menos aquel rechinar de las ruedas del carro y las órdenes que recibían las vacas que lo arrastraban. Ya hace años que no pasan carros, ahora veo y oigo el ruido de los tractores y siento el peso de sus grandes ruedas. La hierba se lleva empacada  y no deja rastro. Y apenas se siembran cultivos de huerta. Desde mi posición solo veo prados  y arboleda.

Paladín


Pero, sobre todo, he visto pasar a gente andando… Casi siempre llevaban algo al hombro, que variaba al compás de las estaciones… Un día los veía con una zada y un caldero. Iban a plantar berzas, tomates,  cebollín… Y había que echarles un poco de agua.  O  llevaban un azadín, porque  habían nacido las patatas o la remolacha  y tenían que escabarlos para quitar las malas hierbas. Tal vez la zada sirviera  también  para cavar unos tapines y atorcar el agua para regar.  Otro día día los veía con un gadaño, los cachapos colgados de la pretina y un rastro.  Había pasado san Juan y  la siega de la hierba estaba a punto de empezar.  En julio las gentes del lugar seguían los caminos que iban a las tierras altas con la hoz en la mano. Ya estaba llegando la fiesta de  santa Marina y había que segar el pan. El otoño era la época de las cestas y de  macheta

También he visto pasar a grupos de personas alegres. Se trataba de  la mocedá. Tal vez iban a la fiesta de algún pueblo de los alredores… Corpus, San Juan, Santa Marina, Santiago, san Lorenzo… La Virgen de agosto, san Juan Degollao. Regresaban de madrugada. Es posible que tropezaran  en alguna piedra, porque no la veían o porque habían pimplado más de la cuenta… Aun así, su vuelta a casa  era siempre bulliciosa. Había que disfrutar de los  pocos momentos de fiesta. Pero no siempre oía voces alegres. A veces las  voces parecían ansiosas, eran más bien lamentos… Por lo visto habían  oído tocar a fuego en el pueblo de al lado y corrían  a ayudar con  calderos o con jamascos… O caminaban silenciosos porque había muerto ese buen vecino que siempre habían  conocido y lo querían acompañar en su entierro.  

Siempre tengo los ojos muy abiertos y despierto el oído.  No quiero perderme nada de lo que ocurre a mi alrededor. Y la verdad es que tengo mucho que percibir, porque mi entorno cambia mucho de una estación a otra y se repite año tras año. En primavera me orlan las flores más diversas. Las urces con sus galanas pintan el paisaje de  colores rosáceos y blancos. Las escobas y árgomas me visten de amarillo. Y en mis bordes unas tímidas violetas exhalan un olor inconfundible que se acrecienta bajo una pisada. También veo variedad de flores amarillas. Y de vez en cuando  un rapá me da un pequeño susto al explotar sobre la mano un estallete o santibáñez,  esa flor que por otros lugares llaman dedalera. La cantadera de los pájaros me hace disfrutar de una sinfonía  a lo largo de todo el día que me presta mucho. De vez en cuando oigo cantar al cuco y a alguien que pasa diciendo: Cucú, cuquiello, rabiello, rabo de escoba, cuántos años faltan pa la mi boda… Y a continuación oigo contar: Uno, dos, tres… Y así hasta que el cuco deja de cantar. 

También en esos meses  vuelven a llegarme con más frecuencia las conversaciones de la gente. En algunas ocasiones hasta oigo a personas que hablan solas… Sus pasos y reflexiones. Una forma de aprovechar bien el tiempo. ¡Cuántas conversaciones he escuchado a lo largo de mi vida! Sí, escuchado, porque más de una vez he puesto el oído atento para enterarme de lo que ocurre por aquí. Y os podría contar muchos secretos...

Algunas de las flores que me acompañan se mantienen a lo largo de todo el brano.  En ese tiempo veraniego me hacen compañía y me sirven de parasol las ramas de los árboles…  En los últimos tiempos oigo las pisadas de mucha gente… No son los labradores que van a su trabajo. Son personas que disfrutan de sus vacaciones  o domingueros que se dirigen a una zona de baño. Poco a poco voy percibiendo que ganan en número a los que trabajan y viven en el pueblo. Ya no pasan por aquí aquellos rapaces que iban con las vacas. Pero en verano sí oigo con frecuencia risas y voces infantiles. Son niños que viven en la ciudad, pero que están aprendiendo a disfrutar de los pueblos. ¡Ojalá les enseñen a respetar esta naturaleza que me rodea! Y sobre todo me encantaría que me llamaran por   mi nombre.


Trascastro de Luna

Me alegro de que me transiten, pero a veces también me enfado. Y lo hago cuando vehículos a motor me pasan por encima sin necesidad y de forma impune, con su ruido y  sus humos, a pesar de que hay indicaciones para que no lo hagan… En cambio, las bicis no nos molestan a los caminos.  Y es que los caminos queremos seguir siendo lo  mismo que hemos sido durante siglos.


La Utrera (verano y otoño)


Me encanta el lugar donde me encuentro. A un lado tengo el monte, al otro la ribera del río Omaña. Si me asomo un poco veo el río cercano, que casi me lame los pies. Oigo el rumor del paso del agua, a pesar de la merma del final del verano. A mi alrededor se mantiene el verdor y el canto de los pájaros me sigue acompañando. El otoño es para mí una estación muy guapa: me viste de oro. Las hojas caídas de los árboles alfombran las pisadas. Ahora oigo un nuevo sonido, el crujido de las hojas bajo los pies, aunque hay días en que las hojas están húmedas y  me pueden pasar desapercibidas unas pisadas.  El viento empieza a arreciar y también crea su propia melodía, a veces desacompasada, en las ramas de los árboles.


Camino de otoño (Paladín)


En invierno me quedo  silencioso y a veces duermo un largo sueño tapado con   un cobertor blanco que en forma de pelona o de nevada oculta mis contornos… Pero si alguien se atreve a hollarme, dejará en mí la huella ostensible de su pisada. Algunos días veo huellas que no reconozco fácilmente, pero sí sé que no son humanas, ni de vacas, ovejas…  ¿Quién me ha visitado? ¿Lobos, raposas, jabalíes, corzos, nutrias? Es igual, en realidad a mí no me molestan, pero sí me preocupa que se sirvan de mí para llegar al pueblo… También oigo un sonido poderoso, en ocasiones tan  impresionante que no me deja dormir. Es el río, que con su gran crecida, corre furioso. A veces me inunda y desaparezco parcialmente bajo un pequeño mar. Dejo de ser camino… Algún invierno incluso me ha dado un zarpazo  del que manos generosas han sabido curarme. Y si algún caminante me  visita, siempre agradezco los pasos perdidos de quien no se olvida de mí.


Paladín

Y aquí sigo, viendo pasar el tiempo… No sé cuándo nací, pero debo de ser ya  viejo… Y espero seguir envejeciendo, pero con salud. Ya sé que  alguna vez he sido maldecido por no ser carretera… Pero yo no soy responsable de las decisiones ajenas. Soy pariente de los senderos, de los cordeles de merinas y de las carreteras, pero cada uno de nosotros tiene una vida propia, aunque convivamos amistosamente. Y  yo solo tengo una aspiración: seguir siendo camino: camino pisado, camino sentido, camino vivido. Cuidadme, por favor.

 

Paladín

Texto y fotografías:   Margarita Álvarez Rodríguez

Texto relacionado: Canto a Omaña


4 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Muchas gracias, Carlos. Si los caminos hablaran contarían la historia de nuestro antepasados mejor que los libros de Historia.

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  2. Qué placer me produce leerte y volver a "oír" palabras queridas y medio olvidadas de mi infancia. Gracias

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    1. Muchas gracias. Todavía quedamos algunos para recordar esas vivencias y palabras... Pero quizá pronto se queden en el baúl del olvido.

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La Recolusa de Mar por Margarita Alvarez se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.