Volver al pueblo un año más
Una grieta más, una baldosa levantada, una pintura desconchada, una puerta que no abre o cierra bien, porque ha crecido con la humedad, unas hierbas que se han apoderado de un espacio que no era el suyo… Es la vuelta al pueblo en periodo estival. Abrimos ventanas y entra una bocanada de aire con un aroma inconfundible. Por ellas sale humedad y entra naturaleza.
Llevamos preparando el regreso un tiempo. Un regreso para unos pocos
días o semanas, porque las obligaciones familiares o el trabajo no permiten más,
excepto para los que disfrutan ya de la
edad del júbilo que pueden “estirar” el tiempo.
Mientras preparamos el viaje pensamos en todo lo que hay que llevar al pueblo, además de la ropa y otros útiles personales. Tal vez esa colcha o cortina que hemos retirado de nuestra residencia habitual, porque hemos cambiado la decoración; esa silla que no sabemos dónde poner, un pequeño electrodoméstico que hemos comprado para renovar o para incorporar por primera vez a la casa del pueblo, un jarrón para decorar un rincón… Tal vez nos hemos dado un paseo por unos grandes almacenes de bricolaje para comprar material para esa chapucina u “obra de arte” que queremos hacer este verano.
Es posible que haya que llevar algo de comida para
el primer día, porque en el pueblo no
hay dónde comprar. Y ropa que no nos sirve por estar ya muy usada, por tener unos kilos de más,
porque hemos renovado el fondo de
armario o lo tenemos atestado... Todo eso que nos da pena tirar y ante lo que
exclamamos: ¡Esto “pal” pueblo! Y, sí,
va a parar al pueblo. Y así los armarios del pueblo se van llenando de ropa que
terminamos por no usar, pero que tampoco tiramos.
Hasta que un día, viendo que están
también atestados los armarios del pueblo, decidimos liberar un poco de
espacio, pero he aquí que se
nos ocurre la “feliz” idea de trasladar el contenido de lugar y no tirarlo. Y así, esos
enseres no van a parar a la basura, pues recordamos
que hay sitio en el pajar, en la cuadra,
en la cocina vieja, en el cuarto bajo… Allí
tenemos un arca grande o un ropero arrinconado fuera de su lugar y podemos guardar
lo retirado. Tal vez nos sirva algún día
para trapos o quién sabe para qué, pensamos. De esa manera sentimos que seguirán estando con nosotros,
aunque, en realidad, nosotros ya no estemos con ellos, pues entran en el reino del olvido. En esos lugares
hacen compañía a esa cama antigua que hemos arrinconado, a un escañil, a un
caldero de zinc, a unas zapatillas
viejas y a los variados utensilios de una antigua casa de
labranza.
Cuando llegamos al pueblo para pasar
una temporada, nos recibe nuestra casa y todas las cosas que contiene (y las que
vamos añadiendo), que sentimos nuestras. Tal vez nos espere también ese rosal tan agradecido que pone color en nuestra mirada y aroma en el
olfato. Un rosal que quizá ya contemplaron nuestros padres, un
rosal del país, de color rosa, que exhala un penetrante aroma.
Y nos espera el pueblo –el de cada cual─ con sus gentes, sus casas, sus animales… Allí está también ese sabugo tan oloroso, el tomillo a la vera de los caminos... Flores en las calles y en las ventanas de algunas casas...
Pero el pueblo también cambia de un año a otro. Tal vez se ha reformado alguna casa y otras han perdido alguna piedra, alguna teja o losa, como antes se perdieron los tejados de techo de paja. Nuestros pueblos se parecen en algo a las ciudades: tienen carretera, están asfaltados, tienen alumbrado público, cubos de basura, bancos... Pero siguen manteniendo un silencio apenas roto por los sonidos de la naturaleza.
Un banco nuevo (Paladín), con placa contra la violencia de género |
Sin duda, son pueblos que han progresado, pero cada vez son pueblos menos vividos, porque han perdido a su gente. Unas personas han emigrado a otros lugares, buscando una forma de ganarse la vida; otras, ancianas, tienen que irse fuera para vivir con sus hijos o en una residencia, porque en estos pequeños núcleos de población de la montaña leonesa, carentes de servicios, no pueden vivir solas, y, además, unos cuantas, cada año, han ido a la inmortal morada. Faltan niños, faltan jóvenes y también personas de mediana edad. Y vemos cómo los que siguen viviendo en los pueblos van envejeciendo año a año, lo mismo que nosotros, aunque necesitamos ver a los demás para percatarnos de nuestro propio cambio.
La vegetación que rodea a nuestros pueblos es cada vez más frondosa. Se han abandonado la mayoría de las tierras de labor, esas tierras o linares que permitieron la subsistencia de nuestros antepasados durante siglos, y, en su lugar, crece la hierba (tal vez solo las malas hierbas) o proliferan plantaciones de chopos. En otra época, muchas veces, al asomar al que es mi valle, me venía a la mente el título de la película ¡Qué verde era mi valle!, pues ahora, se hace realidad con más razón, porque el verdor lo inunda todo.
De forma ya poco frecuente, podemos encontrar una huerta con sus sementijos: fréjoles, berzas, patatas… Una huerta de las de toda la vida. Pero, si observamos bien, también las huertas presentan cambios: unos tomates bajo plásticos, unos fréjoles que ya no suben por los típicos palos, sino por redes o barras metálicas, el riego por goteo... Y los productos de la huerta ya no son la alimentación tradicional del mundo rural, junto con la matanza, como lo fueron en el pasado.
Si damos una vuelta por los caminos, si es que siguen siendo practicables, vemos que aquella chopera que llevaba muchos años plantada ha desaparecido. En su lugar quedan los restos de la tala y un buen montón de roldos. Y sentimos cierta pena, porque es como un zarpazo en la piel y el verdor del paisaje. Otros árboles han sucumbido a algún vendaval, mientras su muerte era contemplada con resignación por sus hermanos, que siguen en pie enhiestos y elegantes. También han sucumbido ante pestes diversas y falta de cuidados manzanales, perales, cerzales y muchas nogales que presentan algunas ramas secas o se han secado totalmente. Los árboles que mueren son parcialmente compensados con nuevas plantas de chopo que se ven recién plantadas en algunos prados.
Chopos abatidos por el viento... |
Las tierras centeneras de los montes han desaparecido bajo las urces, escobas, rebollas y otros arbustos y también muchos de los caminos por los que se accedía a ellas. En los prados han desaparecido los gadaños y los carros que acareaban la hierba. En su lugar, contemplamos máquinas que la siegan y la empacan. Pero aún no viene a la mente a muchos omañeses aquella tarea tan penosa dey la recogida de la hierba.
Otras aspectos han cambiado poco. Si
miramos al cielo sigue luciendo el mismo sol, en el mismo cielo azul, y asomando
la misma luna en las noches frescas del verano. Por la mañana seguimos encontrando el mismo urbayo en los prados… Y seguimos
llevando una chaquetina preparada mañana y tarde “por si acaso” vien el fresquín (no en vano dicen que eso es algo que
nos identifica a los leoneses). Algunas cerzales
y otros frutales parecen ofrecernos sus frutos a la mano, aunque este año las heladas tardías dañaron la flor y la fruta incipiente.
En muchos de nuestros pueblos podemos
contemplar también un río, un arroyo, una fuente (si es que la sequía pertinaz no los ha hecho
desaparecer) que contemplaron también nuestros antepasados. Nosotros tal vez llevemos su belleza en la retina y en la cámara de
fotos y el rumor del agua en nuestros oídos. Ellos quizá no tenían tiempo para contemplar el
paisaje, aunque vivieran inmersos en él o veían en ese río simplemente el agua que regaba sus fincas o
podía arruinarlas con una gran crecida.
Siempre el mismo río, pero con distinta agua, que diría el poeta. Y, sobre todo, distinta mirada.
Río Omaña en Paladín |
Y es que la vida es un fluir constante, la vida del mundo que nos rodea y nuestra propia vida… Y cuando pasamos un año sin contemplar un lugar los cambios se aprecian de forma más clara… Unos son cambios de vida, de mejor vida; otros son cambios de abandono y soledad. Pero no deja de ser una suerte para cada uno de nosotros poder contemplarlos, pues eso indica que tenemos vida, que tenemos pueblo y que hemos vuelto a él. Volver: inmensa palabra...
Nuestro deseo es volver, porque en estos pequeños pueblos leoneses, están nuestras raíces, esas que distribuyen la savia y nos hacen ser como somos. En este paisaje, cuyos montes parecer amurallar valles y vallinas, sentimos cobijo y protección. Aquí el cielo no parece aplastar a la tierra en la línea del horizonte, como lo hace en una llanura. Nuestras montañas no nos oprimen, son más bien pilares que sustentan el firmamento y nos hacen sentir seguros.
A pesar de vivir en “las
afueras de Omaña”, que diría un buen amigo omañés, llevamos en nuestra alma una querencia y añoranza que nada puede borrar. Y nos presta volver a esgaya. Seguro que no hemos olvidado esa palabra tan leonesa… Ni tantas otras.
La tierra nos da la bienvenida, aunque puede haber alguien que no se sienta tan feliz con nuestra vuelta. Hemos vuelto a un lugar del que nadie nos puede echar, porque en él tenemos raíces... Porque es también nuestro.
Y sí, al fin, llegó el verano a la montaña leonesa. Tiempo de convivencia y de vida exterior. Y aunque sea en las alturas de nuestros pueblos, ya podemos andar a la mazuela y quitarnos ropa,
porque ya empieza a ofender el calor.
¡Feliz verano!
Texto y fotos: Margarita Álvarez Rodríguez
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