La vida está llena de ruidos, pero, entre los ruidos, también percibimos, a veces, la voz del silencio. Hay distintos silencios. Hay silencios aburridos, hay silencios reflexivos, hay silencios inquietantes... Hay silencios de asombro, de esos que dejan sin palabras. Y hay silencios estremecedores.
Inquietante es el silencio de un teléfono que de repente se queda mudo. Mensajes y mensajes, llamadas y llamadas, pero al otro lado de la línea no hay palabras, sino un velo de oscuridad que despierta una profunda desazón. Horas de silencio de esas que luego se rompen con dolorosas negaciones: ¡No! ¡No puede ser! ¡No es posible! Y también con preguntas: ¿Cuándo, cómo, por qué? La respuesta solo lleva a un silencio negro del que se han adueñado lágrimas y lamentos, un silencio negro que queda congelado en una esquela.
Cuando una muerte cercana nos pilla desprevenidos, nos sobrecoge, como le ocurría a Miguel Hernández en aquellos versos dramáticos de la elegía dedicada a Federico García Lorca:
¡Qué sencilla es la muerte, qué sencilla
pero qué injustamente arrebatada!
No sabe andar despacio, y acuchilla
cuando menos se espera su turbia cuchillada.
Y, sí, la muerte a veces dirige su turbia cuchillada, sin piedad hacia quien no debía o cuando no debía, pero esa muerte traicionera no consigue llevarse del todo al silencio del olvido a esa persona querida, pues pronto un eco tenue empieza a oírse en la lejanía. Si nos disponemos a escucharlo, ese eco se va haciendo cada vez más potente hasta convertir el silencio sordo de la ausencia en un silencio sonoro de presencia. Un silencio sonoro cuajado de pequeños detalles que quedan prendidos en los recuerdos y que nos devuelven al ser amado a la memoria de los vivos: una sonrisa, una fotografía, una frase, un gesto... nos aportan minutos de serenidad y compañía. Quizá ese silencio sonoro sea la prueba más fehaciente de la inmortalidad.
Mientras sigamos escuchando los ecos de esa persona querida y hablando de ella (y con ella) vivirá en nuestra palabra. Y de esa morada del recuerdo nadie la podrá arrebatar. Ese será el triunfo de la vida sobre la muerte. Como lo hacía El muerto de José Hierro (del que este año celebramos el centenario de su nacimiento).
(...) Pero yo, que he sentido una vez
en mis manos temblar la alegría
no podré morir nunca.
Morirán los que nunca jamás sorprendieron
aquel vago pasar de la loca alegría.
Pero yo que he tenido una vez
su tibia hermosura en mis manos
no podré morir nunca.
Era un 19 de diciembre (2021). Es un 19 de diciembre (2022). Nuestros ojos siguen abiertos, nuestros oídos, atentos... Vives, María Antonia (Megido García), con todos nuestros seres queridos ausentes, en los ecos de nuestra memoria. Y siempre nos quedará de ti la alegría de esa niña que se columpia colgada de la luna.
Ecos... Grabado que María Antonia me regaló cuando desmontó su casa de Madrid |
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