domingo, 5 de abril de 2020

A esas manos rugosas








Unas manos rugosas apoyadas en las rodillas, tal vez deformadas por la artrosis.  Manos de trabajo, manos de caricias, manos de gestos, manos de lealtades… 

Manos que han sabido formar un cuenco para beber, que han servido de unidades de medida (un puñadín de lentejas,  de arroz…), que han hecho sombras chinescas para entretener, que han acompañado al “cura, sana, culín de rana…” ante los ojos desconsolados de un niño… Manos que han secado lágrimas, que han limpiado  mocos; manos que han apretado las de sus hijos para darles seguridad y las de sus padres para evitar la soledad de la enfermedad o la muerte.  Manos entrechocadas como  símbolo inequívoco de un trato…  Manos que, desde lejos, han despedido a los hijos cuando se iban a la capital… 

Manos temblorosas,  surcadas por ríos azules de recuerdos, de generosidad,  de vida... Manos frágiles que hoy se apoyan en un bastón, en un andador, en un brazo… Esas manos que, en el pasado, fuertes y hábiles, empujaban  un arado, manejaban una herramienta, colocaban un ladrillo, ordeñaban, hacían un pespunte… Manos que han mimado la tierra que hoy las acoge. 



Son manos que nos hablan... Son manos que nos cuentan su historia: una historia silenciosa.

Son las manos de personas que hoy son octogenarias o nonagenarias. Esa generación que por primera vez en nuestra historia está pasando su vejez masivamente en residencias  de mayores. Son personas que vivieron la guerra siendo niños, que sobrevivieron a la dura  posguerra en familias numerosas (que se dejaban hijos por el camino), que compartían la  miseria de las cartillas de racionamiento y el miedo y la muerte que había a su alrededor. 

Cartilla de racionamiento de mi madre

Lograron mejorar su fortuna al final del franquismo o al inicio de la democracia, en algunos casos con un gran desgarro afectivo, pues  tuvieron que emigrar a  las ciudades o  a tierras extrañas, en las que ni siquiera entendían el idioma. Algunos, los menos, consiguieron seguir viviendo en su mundo rural, en ese lugar en el que se sentían seguros, pero siempre a costa de ver cómo se iban  sus hijos. Y en su vejez, la mayoría de  estos han tenido que salir también de su espacio vital para vivir en residencias de mayores.

Fueron una generación con una escolarización elemental, pero querían que sus hijos “fueran más que ellos”, y se esforzaron para que así fuera. Con ellos dimos un paso gigantesco en la liberación de la mujer, a través de sus hijas que logramos tener profesión e independencia económica. Consiguieron, en muchos casos, que sus hijos y sus hijas tuvieran estudios universitarios. Con ello asumían también que sus descendientes (especialmente las hijas, según mandaba la tradición) no los iban a cuidar cuando llegaran a la ancianidad.

Ellos han contribuido decisivamente al estado de bienestar del que ahora disfrutamos.  Ellos, con pensiones exiguas, fueron una pieza fundamental en el  soporte social de la crisis de 2008 y años siguientes. Y aceptaron, la mayoría de buen grado, compartir la ancianidad en residencias. Y allí estaban, tranquilos, sentados unos al lado de otros para sentir calor humano y facilitar su cuidado, cuando llegó el maldito Covid 19, que ha conseguido lo que no conseguía ninguna estadística:  bajar el número de pensionistas.

La muerte se ha cebado con el colectivo y ha planteado graves dilemas morales a los profesionales sanitarios a la hora de decidir si atender a una persona más joven o anciana, si no había posibilidad de atender a  ambas. En situaciones como esta, a pesar del dolor y la rabia que produce, entendemos racionalmente que pueda ocurrir eso por  imposibilidad de atención a todos o porque criterios médicos desaconsejen la aplicación de un respirador a una persona concreta. Pero ninguno quisiéramos vernos en la piel de un profesional médico o un responsable sanitario que debe decidir. 

Lo que no es de recibo es que algunos países como Holanda nos hayan señalado con el dedo  por  atender a mayores de 70 años con medios extraordinarios.  La sociedad española se basa en las relaciones familiares, para bien y para mal, lo mismo que la italiana. Estamos orgullosos de nuestros mayores. Y celebramos con alegría el ver imágenes de ancianos que salen de alta de los hospitales.

Por eso hoy nos duelen especialmente sus muertes a consecuencia del fatídico virus. Y nos duelen más, porque mueren solos, asustados, sin una palabra de consuelo, sin otra mano que apriete su mano  o acaricie su cara, sin un rostro familiar que puedan reconocer, porque la persona que ven va “disfrazada” de forma extraña, sin la presencia de un familiar que reciba ese encargo o consejo que seguramente su padre o su madre le hubieran dado en su lecho de muerte… Porque los padres y las madres siempre nos dan un último consejo.

La muerte forma parte de la vida, pero esta muerte es una muerte inhumana, porque  impide el acompañamiento al enfermo terminal y tampoco permite que los familiares compartan unos con otros de forma presencial el dolor, y hagan un homenaje a la memoria del fallecido.

Pero nada puede la muerte contra la inmortalidad del recuerdo. Seguirán vivos en  la memoria, en la individual y en la colectiva. Son mucho más que  un número dentro de  una cifra trágica. Para ellos estas palabras  de resistencia  y de homenaje. Para ellos muchas manos tendidas… Para ellos la rosa del recuerdo y la gratitud.



Imágenes gratuitas: Pixabay.com

© Texto: M. Álvarez Rodríguez

4 comentarios:

  1. Gracias Margarita, no vale hacer llorar de amargura, tu lo has hecho de amor y por amor, un abrazo.

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    1. Gracias, Paco. Alguien tiene que ponerles voz ya que no podemos hacer otra cosa. Un abrazo.

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  2. A esas manos rugosas,les debemos TODO.No se puede decir con más emotividad.

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    1. Pues sí, toda la gratitud para esa generación a la que le debemos tanto. Gracias a ti también por dejar tu comentario.

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La Recolusa de Mar por Margarita Alvarez se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.