domingo, 19 de abril de 2020

El lenguaje COVID-19: vocabulario

Estado de alarma. Día 39. 22 de abril de 2020





Todos sabemos ya que estamos afectados por una pandemia. Y una pandemia es una epidemia a lo grande. Pandemia ha sido la palabra más buscada en el Diccionario de la Lengua Española (RAE) en el último mes. Etimológicamente, pandemia procede del griego:  pan (todo) y demos (pueblo). Vendría a significar reunión de todo el pueblo. Desde el punto de vista sanitario se declara un estado de pandemia cuando se cumplen dos condiciones: que el brote afecte a más de un continente y que los casos de cada país se hayan provocado por transmisión comunitaria, es decir, que no sean importados. 

Hace unos meses oímos hablar por primera vez de un coronavirus que venía de China y nos hemos aprendido bien un topónimo: Wuhan. Sin saber mucho de virus,  más que el hecho  de que se trata de  agentes infecciosos, la palabra virus (de latín virus: veneno) formaba ya parte de nuestro lenguaje: el virus de la gripe, los virus intestinales… De este nos sorprendió el apellido: corona. ¿Cómo podía haber un virus coronado? ¿Es que era un virus de más categoría? A fuerza de ver imágenes de colorines, comprendimos visualmente por qué se le llamaba coronavirus. ¡Gastaba corona! Cuando ya habíamos aprendido este nombre, pasó a denominarse oficialmente la enfermedad COVID-19, acrónimo que debería escribirse con mayúscula, ya que se tata de una   sigla  de origen inglés que procede de  “coronavirus disease”: enfermedad del coronavirus. En español, de manera general, la pronunciación es aguda /Kovíd/, frente al inglés, en que es llana /Kóvid/.

Este nombre de la enfermedad parece un nombre amable  por su sonido, sin embargo, cuando conocemos los  efectos  graves y  trágicos que provoca, la i se convierte en algo punzante que parece lacerarnos. Esta es la denominación de la enfermedad, pero el virus concreto que la causa se llama científicamente SARS-CoV-2. Por ser COVID-19 el nombre de una enfermedad debería ser un nombre femenino y, así lo recomienda la RAE, no obstante, constata que se ha generalizado el nombre masculino por relacionarlo con la palabra virus y por influjo del género de otras enfermedades víricas como el ébola. 

Parece que este virus nos ha amenazado de tal manera que nos ha encontrado inermes, sin embargo, estamos luchando contra él como si lo hiciéramos en un auténtico campo de batalla. El lenguaje bélico en torno al virus se prodiga en bocas de nuestros gobernantes y en los medios de comunicación. El presidente de EE.UU. decía que la COVID era su Pearl Harbor, refiriéndose al ataque japonés contra la base naval de EE.UU. en  1941.

Sorprendentemente es el presidente del Gobierno el que más habla usando ese lenguaje bélico. “Nadie puede ganar solo esta guerra”, decía en una de sus últimas comparecencias en la que repitió varias veces la palabra guerra.  E incluso  pedía unión para  afrontar juntos la posguerra. Tanto a él como a otras personas, en los medios de comunicación, les hemos oído también hablar de frente, de combate, de  lucha, de campos de batalla, de librar  una guerra, de  vencer o derrotar al enemigo, del camino de la victoria, de los que están en primera línea de combate y de los que estamos en la retaguardia, de estrategia colectiva  Palabras y expresiones que nos suenan a léxico militar. También se habla de  movilización de la sociedad y de las armas colectivas. Y con nuestros ojos, y algunos con su cuerpo, hemos visto cómo se ponía en funcionamiento un hospital de campaña.

Ya sabemos que es un lenguaje metafórico, que enardece y que sirve para encauzar la expresión de sentimientos, pero esto no es una guerra, es una pandemia: una enfermedad. En las guerras hay soldados generalmente de otros países que actúan como enemigos. Aquí no hay soldados, hay profesionales sanitarios y de otros sectores que con su trabajo contribuyen a que nos curemos o no nos contagiemos. Hay científicos que investigan a contrarreloj para encontrar la medicina adecuada para curarla y la vacuna para prevenirla. Hay millones ciudadanos que cumplimos escrupulosamente el confinamiento para   no favorecer la difusión del virus. Pero sí es verdad que todos sentimos que nos enfrentamos a la enfermedad y que tenemos esperanza de vencerla. Esta batalla la vamos a ganar, nos decimos también los ciudadanos. Los mercados tocan tambores de guerra, se ha escrito en algún titular periodístico.

También, en relación con la pandemia, estamos  usando un lenguaje matemático.Todos los días sumamos cifras, unas esperanzadas, otras, fatídicamente, desgraciadas. Hablamos de tantos por ciento, de vector viral, de modelos matemáticos que hacen proyecciones   sobre el posible número de afectados actuales o futuros, o el número de muertos. Se busca al paciente cero. Cada día vemos gráficos de colores que nos explican cómo evoluciona la pandemia. Durante semanas nos han hablado del ansia  por llegar al pico, al  punto más alto de  la curva. Nunca habíamos oído hablar tanto de pico, salvo que aludiéramos al pico. compañero de la pala,  o al pico de una montaña. En ese caso, para un montañero, llegar al  ansiado pico es  un triunfo, porque, una vez en la cima, disfruta de su triunfo y contempla el panorama. En cambio, llegar al pico de la gráfica  es solo  la manifestación de nuestro deseo de bajar corriendo, porque el objetivo es doblegar la curva. Y es chocante, lingüísticamente, que se hable de pico en una curva, pues parecería que lo angular y lo redondeado de la curva fueran incompatibles. También se ha hablado de que después del pico la curva se aplanaría  y vendría la meseta. Ahora empieza a hablarse  de desescalada asimétrica. Falta por saber qué porcentaje de la población está inmunizada para llegar a saber cuál es el grado de la inmunidad colectiva, eso que muchos han llamado la inmunidad del rebaño. Nos vemos contados como si fuéramos ovejas.

Hemos aprendido también qué es una cuarentena, aunque esta  abarque   un tiempo inespecífico. Es una medida de prevención sanitaria que decide un aislamiento que evite la extensión  una enfermedad. El término procede  de  la palabra latina quadraginta, que era, en su origen, un periodo de cuarenta días. ¿Y por qué cuarenta? Ese número está muy ligado a la religión católica. Cuarenta son los días que duró el diluvio y cuarenta son los días de cuaresma, los días que estuvo  Moisés en el Monte Sinaí, los días que Jesús ayunó en el desierto… Pero cuarentena y aislamiento no significan lo mismo. La cuarentena trata de evitar una enfermedad, en cambio, el aislamiento se practica con alguien que ya está infectado.

Este procedimiento médico se difundió a partir de la peste negra (siglo XIV), la pandemia  más devastadora de la historia de la humanidad, que surgió en Asia y llegó a Europa, y afectó especialmente a Italia.  En el caso del COVID-19 se estima que la cuarentena aconsejada, si se ha estado en contacto con un contagiado, es de 14 días. Se usan varias expresiones: poner en cuarentena, estar en cuarentena o pasar la  cuarentena.

En la  Florencia de 1348 (ciudad en que solamente sobrevivió 1/5 de la población, después de la peste negra) está ambientado el Decamerón de Bocaccio (las historias que se cuentan 10 jóvenes que huyen de la peste. Cada miembro del grupo cuenta una historia cada tarde, durante diez días. Diez historias cada día, por  diez días, son las cien historias que forman la obra). Una buena ocasión para releer el Decamerón.

Ya en la Biblia se habla de cuarentenas para los leprosos. También hablamos de cuarentena para el puerperio o posparto, tiempo en que el aparato genital de la mujer vuelve al estado anterior a la gestación. En realidad, el origen del puerperio es también religioso. Aparece en el Levítico, 12:1-8.
“Si una mujer da  luz un varón, ella quedará impura por siete días, como cuando tiene su menstruación. Al octavo día se le hará al niño la circuncisión, y después la mujer debe permanecer treinta y tres días purificándose de su flujo de sangre. Ella no debe tocar nada consagrado ni entrar en el santuario hasta que se haya completado su período de purificación”. En el caso de dar a luz una niña el periodo  se multiplicaba por dos. La Virgen tardó cuarenta días en presentar a Jesús en el templo. (Recuerdo muy nítidamente esta ceremonia que presencié de niña en mi pueblo, y que me impresionó mucho. Una mujer volvía  a iglesia después de ser madre y no podía entrar sin recibir una bendición especial que se producía a la puerta de la iglesia, mientras ella la recibía de rodillas con una vela encendida. Tuve la sensación de que el sacerdote le tenía que perdonar algún grave pecado que  había cometido por ser madre y me indigné por el trato que se daba a la mujer. Menos mal que el Concilio Vaticano II acabó con estas prácticas).

Hay  verbos y  sustantivos, que, solos o acompañados, estamos usando en la situación actual con mucha frecuencia.  Por ejemplo, casa, quedarse y  salir¡Quédate en casa! ¡Hay que quedarse en casa! Saldremos de esta. Saldremos adelante. ¿Cuándo y cómo vamos a salir? Hemos conjugado hasta la saciedad el imperativo del verbo lavar seguido del complemento directo manos…

Algunos adjetivos también se prodigan. Se dice que los ancianos son la población más débil. Se habla de zonas sucias y limpias en los recintos sanitarios... Y han aparecido  tres palabras con un sufijo bastante desagradable (-miento) que  se han apoderado también de nuestro vocabulario  COVID: distanciamiento social, confinamiento domiciliario y aislamiento. La primera chirría un poco en nuestra cultura latina. Somos un pueblo de abrazos, de besos, de apretones de manos, de palmadas   cariñosas… Confinamiento, una palabra que nos ha encerrado en casa, que es posible que muchos no hubieran oído jamás, y aislamiento, la más dura, porque es como un confinamiento dentro de otro (re-confinamiento) y lleva implícita la idea de la soledad, de la peste.



Hemos reflexionado sobre nuestra mano no  dominante, que nos aconsejan utilizar para actividades que ahora pueden ser peligrosas: agarrar un picaporte, abrir un grifo…  Y oímos una y mil veces la palabra higiene y productos higienizantes o soluciones hidroalcohólicas, jabón... Y, por supuesto, alcohol y lejía que han desaparecido de farmacias y lineales. La lejía, ese producto de limpieza tan básico y poco  sofisticado, nos parece ahora la reina de la desinfección.

También hablamos mucho de las ansiadas mascarillas, esas que no eran necesarias y luego sí, pero  que  siempre han sido buscadas. Y hasta sabemos qué es una mascarilla quirúrgica y las que tienen mayor grado de protección: FFP2, FFP3… También hemos visto cómo las mascarillas se han ido convirtiendo por actuaciones desaprensivas en “más-carillas” y decididamente en “más-caras”. (Quizá tengamos que sacar del baúl las auténticas máscaras carnavalescas…). Y con ellas nos han llegado algunas palabras del español de América para denominar el producto: en Argentina y Bolivia, barbijos y  nasobucos, en Cuba. Y hasta entendemos qué son los EPIs (equipos de protección integral). Y, por supuesto, los imprescindibles respiradores. Otros términos médicos nos resultan ya también familiares, sobre todo, los que tienen que ver con los ansiados test: PCR,  de antígenos, de anticuerpos, serológicos; insuficiencia respiratoria, incubación, asintomático... Y también tenemos claro lo que es la OMS.

No falta el vocabulario relacionado con la economía. Sabemos qué son las actividades esenciales y no esenciales, oímos hablar de que se quieren negociar con Europa los coronabonos… También se habla de deudas mutualizadas. Y una palabra más relacionada con la medicina o la biología ha pasado a la economía: hibernación. Así han estado dos semanas las actividades no esenciales, hasta que se ha producido su deshibernación. Y no faltan cada día las referencias a la crisis económica, la emergencia económica y social, el endeudamiento, la deuda pública, el paro, los ERTEs…

También hay una serie de palabras relacionadas con la comida o la limpieza que se han puesto especialmente de moda, por corresponder a unos productos muy buscados. Al principio del confinamiento, la estrella fue el papel higiénico. Pareciera que se fueran a empapelar las casas. Luego fueron variando las palabras y los productos, para pasar por los aperitivos y la cerveza hasta llegar a la harina y la levadura que se han convertido en los más ansiados. Tal vez porque el confinamiento ha llevado al “confitamiento”: todos a hacer confites.  Y así vamos a acabar con un “cochinamiento”,  como unos cerdos  muy lustrosos. De repente, la vida casera ha convertido  a todos en cocinillas  de bizcochos, tartas… Y quizá por eso de la “pan-demia”,  algunas personas han llegado a  la conclusión de que el pueblo debía hacer pan.


Foto: MAR

Desgraciadamente, también hemos aprendido qué significa alarma cuando va unida a estado de (alarma).  Sabemos cuánto dura cada período, que hay que renovarlos y lo que implica para la ciudadanía y para nuestros gobernantes.

Y, desde luego,  todos vivimos la cuarentena como una auténtica cuarenpena, por el confinamiento de la población, y, sobre todo, por el dolor que nos producen las cifras  que cada día van aumentando en cientos de muertos y en miles  de contagiados, números que nos abruman, aunque tratemos de  alegrarnos por número de curados.

Un neologismo que está apareciendo en los medios de comunicación es la palabra infodemia. Se denomina con este neologismo a todo lo que tiene que ver con la difusión de bulos relacionados con el Covid-19 (tratamientos milagrosos para la enfermedad, origen artificial de la misma...). Y hablando del origen animal de la misma, el nombre de un animal se repite con asiduidad: el murciélago. Hemos aprendido que  una de cada cuatro especies de mamíferos es una especie murciélago y que pueden transmitir diversidad de virus. Previamente se habló del pangolín y nuestra curiosidad nos llevó a buscar información   sobre el animal.

Pero para el pueblo español  no puede faltar el lenguaje de la ironía y el humor. Así empieza a surgir también una  “coronajerga”. Ahí está el  covidiota (covidiot, en inglés) y su versión más palurda, el coronaburro,  que es el que se comporta de forma irresponsable y desaprensiva. Y los   balconazis, esos  que  acusan o juzgan desde las ventanas a la gente que está en la calle o que  dejan notas en las  viviendas de sus vecinos invitándoles a abandonarlas, porque tienen profesiones más expuestas al contagio. Muchos consumidores tienen la certeza o la sospecha de que en algunos productos relacionados con la salud o la alimentación han surgido los coviprecios. Y seguro que la creatividad de los españoles dejará en el idioma muchas otras palabras relacionadas con esta experiencia tan traumática.

Hemos oído y cantado la letra de la canción del Dúo Dinámico Resistiré, canción compuesta por Ramón de la Calva y con letra del periodista Carlos Toro Montero (tal vez la letra tenga algo que con la peripecia vital de su padre durante el franquismo). Soldado de Nápoles, fue una canción  de la zarzuela La canción del olvido, que se relacionó con la gripe de 1918, pues se extendieron ambas a la vez por Europa e incluso la gripe fue llamada también con el nombre de la canción. También la pandemia nos ha acercado otra canción que ya no nos resulta extraña, aunque su letra esté en italiano: Facciamo finta che,  tutto va bene… (Finjamos que todo va bien). Es la hermana de nuestra Resistiré.

 Ahora ya estamos todos pensando en  cómo  y cuándo se va a producir la desescalada, pues no parece que baste con haber llegado al pico y haber descendido ya un buen trecho. Y algún día llegará el descofinamiento, ansiado por todos.  Es curioso que algunos no saben manejarse muy bien con  la palabra desconfinamiento y hablar de "salir del desconfinamiento", lo que sería lo mismo que pasar de la calle otra vez a casa. Tal vez estén pensando ya en el síndrome de la cabaña, que parece ser que muchos vamos a sufrir cuando salgamos a la calle de forma habitual.

¿En qué quedamos, salimos de casa o entramos?  Foto: B. Muñoz

Pero una de las palabras más repetidas y más amargas, y que ahora recorre más el idioma es, sin duda, soledad: vivir en soledad, morir  en soledad y ser enterrado en soledad. Esa soledad que acentúa notablemente el sufrimiento.

Como sabemos, las palabras que llegan nuevas a una lengua se llaman neologismos. Las que dejan de usarse por falta de uso se convierten en  arcaísmos. Y la pandemia nos va a dejar también arcaísmos, porque se ha llevado con ella a muchos ancianos, y con ellos se está llevando también una forma de hablar: un vocabulario variado y preciso, que para sí quisieran muchos hablantes más jóvenes. Una generación que no supo de sueldos o salarios, sino de jornales, y de paga (o lo que me dan) más que de  pensión, que quizá no usaran nunca la palabra excelente, porque tenían la palabra pistonudo, una palabra  mucho más bella y más precisa que los “superadjetivos” que están ahora tan de moda: ellos  no estaban nunca supercontentos, pero sabían estar contentísimos, tan  alegres como unas pascuas o unas castañuelas… No estaban supertristes, simplemente no les llegaba la camisa al cuerpo, porque parecía que el sufrimiento empequeñecía. ¡Qué bellas y  acertadas imágenes!  ¡Cuántas palabras, frases hechas y refranes que expresaban todas las vivencias de la vida humana se van con ellos!

Gentes que sabían hablar a corazón abierto, que  aguantaban mecha, que tuvieron que ahorcar pronto los libros, que no se andaban con tapujos…. Por citar unas  cuantas expresiones que empiezan por A…. Y miles y miles de expresiones más, hasta llegar al final del diccionario: hasta la letra  Z. Con ellos se va, por ejemplo,  zurriburri, hermosa palabra, que usaban para calificar el lío y el barullo.

La lengua es como la vida: mueren unas palabras, y eso también es un mal, y nacen otras que recibimos ilusionados por la novedad. Ojalá las que llegan sean siempre hermosas palabras de vida.

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